José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, noviembre 13, 2023

«Trajiste contigo el viento»: novela prodigiosa e inquietante de ecos bíblicos

(Foto: R. Vallejo, 2023)

            Nueve personajes nos cuentan la historia de un pueblo andino condenado por una maldición; ellos entretejen los recuerdos de unos habitantes que buscan expiar su culpa original y sobrevivir al exterminio. Ezequiel tiene claro lo que quiere: «Así lo sentí, así lo escuché: Eso era lo que debía hacer: acabar con Cocuán y el corazón podrido de rata que latía en su centro». (46) Hermosina sabe que «un corazón duro como la piedra no se quema». (138) Carmen dice que «un bosque es la quietud de Dios, el lugar donde las flores trepan y caen, un viento que contiene muchos vientos, una trampa donde los muertos se quedan colgados como liebres aullando y chillando». (80-81) Trajiste contigo el viento (2022), de Natalia García Freire (Cuenca, 1991)[1], es una novela prodigiosa e inquietante que se sostiene en un lenguaje poético deslumbrante y despiadado, y que nos envuelve en una atmósfera asfixiante de pasajes oníricos y resonancias bíblicas, en medio de un escenario de terror que es el pueblo de Cocuán, cuyos habitantes están signados por una maldición que guía su éxodo hacia la muerte.

            Así le habla el padre: «Mildred, escucha, Mildred. Cuando naciste, tu ma dijo que trajiste contigo el viento. Era un viento tibio. Ese viento no teme […] Trajiste contigo el viento que se llevaba las cipselas de los dientes de león a recorrer el mundo, Mildred. El viento que calma al ganado. Ese viento no teme». (14) Cuando la madre muere, el padre se va y Mildred queda abandonada y con el cuerpo llagado en una casa de la que es desalojada por el pueblo, encabezado por el párroco Santamaría. Mildred maldice al pueblo y es encerrada en el monasterio. Años después, el cura Santamaría se ahorca en el cuarto donde Mildred permanecía. Cuando llega el cura Manzi se enfrenta al horror: «Entonces vi el cuerpo de Mildred, ese cuerpo que brillaba en el fondo oscuro del monasterio, un cuerpo muerto lleno de luz y calor; no era posible». (73) Mildred es mitificada como una Diosmadre por Filatelio, considerado el tonto del pueblo, que, en el monólogo final, nos descubre lo siniestro, pero también un mito fundacional como un relato bíblico: «Diosmadre no se levanta, no ha resucitado, su cuerpo muerto ha permanecido caliente por una eternidad». Mildred es la voz profética del apocalipsis de Cocuán. No obstante, Mildred es un personaje que queda esbozado al comienzo de la novela —de manera muy bella en su relación con la naturaleza a través de los cerdos que conviven con ella—, pero que luego se desvanece sin que alcance a ser desarrollado a plenitud, con la fuerza que uno esperaría toda vez que cumple una función simbólica central en la trama de la novela.

            La novela tiene una escritura cargada de poesía que no hace concesiones: carece de piedad y sus personajes están condenados al padecimiento y la muerte. Los nueve capítulos les dan voz a sendos personajes: en ellos, la cruel realidad y lo onírico, lo bello y lo perverso, se entrecruzan en la frontera sutil de la vida y la muerte. Ezequiel es cruel por el placer de lo monstruoso, «mis ojos eran el averno, la entrada al submundo» (32); el cura Manzi se corta las orejas, «no hubo dolor, solo el eco de ese aullido que se alejaba» (76); Víctor se clava una estaca en el pecho y encuentra a su padre, porque «la muerte era un sufrimiento lleno de futuro» (111); Hermosina se consume en sus pesadillas blasfemas: «Yo soy el fuego de Dios que quita el frío del mundo» (142); Agustina saca las orejas del párroco Manzi y se las acerca a sus propias orejas, entonces aúlla y aúllan Manzi y Filatelio: «porque yo estaba oscura por dentro. Como todos nosotros. Con la noche dentro, porque Cocuán es solo noche». (58) La historia de Cocuán y su gente es una pesadilla irresuelta que deslumbra, por efectos del lenguaje, y llena de angustia, por el desarrollo de la trama, a quienes se adentran en ella. En el relato de Filatelio se consuma la orfandad de quienes han sobrevivido al éxodo del pueblo: «Detrás está Diosmadre […] Aquí nacieron los hombres que habrían de matarla. Aquí las mujeres que le olieron el sexo […] En Cocuán han matado a la hija de Dios. Pero Dios no lo sabe. Nadie se lo ha dicho» (152-153).

«Un pueblo es una cadena hecha de pesadillas». (26) Así es Cocuán[2], un pueblo hostil, habitado por la crueldad y el desamor, donde la idea de Dios implica su abandono: «…donde vivimos tan cerca del espacio vacío y su materia oscura, que el sol es como un padre, te parte la cabeza o te deja apolillarte, lejos, muy lejos de las entrañas abrigadas de la tierra». (49) Es un pueblo cuyos habitantes no encuentran su redención más que en la muerte: hacia ella escapan de la violencia de su prójimo, en ella se encuentran desnudos, dispuestos a purgar una maldición que los redima de la culpa original: la violencia contra una niña huérfana, abandonada y enferma que es el símbolo de la violencia contra la propia tierra indefensa. El pueblo andino de Cocuán es un espacio de terror gótico, una escenografía asfixiante porque asfixiante es el desasosiego de sus habitantes. Un pueblo donde la muerte lo envuelve todo y la resurrección no es posible una vez que se ha cumplido la maldición: «Le devolvemos al agua los hijos malparidos que Dios le ha robado. Aquí yace el pueblo de Diosmadre que desapareció una noche. Por los siglos de los siglos». (156) Asistimos al apocalipsis de un pueblo maldito; apenas existen atisbos de un renacimiento, aunque el tono de la narración es más bien desesperanzador: «Una estela de luz que va hundiéndose hasta que no queda nada, solo el murmullo de los tontos y un canto animal que nadie escucha en la tierra» (156). Es tal vez este tono apocalíptico, sin redención, el que nos deja una sensación de angustia y desolación atravesada en la garganta.

 

Natalia García Freire (Foto: María Fernanda García Freire)
            Natalia Freire García es una narradora singular y profunda, de escritura impecable y bella, que experimenta con lo onírico, la locura, la sexualidad, el sentido vital de la naturaleza y la condición mítica de los orígenes. Y Trajiste contigo al viento es una novela fascinante que nos enfrenta, sin concesiones, al terror de la maldad y la desesperanza de un pueblo andino, pero que, al mismo tiempo, nos atrapa con la belleza despiadada de su poesía, tan cruel como en los míticos relatos bíblicos.



[1] Natalia García Freire, Trajiste contigo el viento (Buenos Aires: Tusquets Editores, 2022). El número junto a la cita indica la página en esta edición.

[2] Coquan es el nombre comercial del clonazepam, un ansiolítico que se utiliza para las crisis de ausencia y ausencias atípicas, así como para desórdenes de ansiedad. La autora ha dicho que el libro fue escrito en medio de un estado de ánimo eufórico, «muy pegado al tema pesadillas, pero también las otras investigaciones personales sobre la locura, sobre el lenguaje, esta inquietud de cómo el lenguaje puede ser un camino de ida y vuelta a la locura», en Perfil, 14 de diciembre de 2022, https://www.perfil.com/noticias/cultura/trajiste-contigo-el-viento-nacida-de-los-efectos-del-clonazepam-una-novela-que-narra-la-violencia-en-tono-biblico.phtml


lunes, marzo 20, 2023

Siete fragmentos alrededor del neo-romanticismo ecléctico

Constance Mayer (1775-1821), El sueño de la felicidad (1819). Museo de Louvre.

1

Dijeron que la vida personal y la cotidianidad del autor no le interesaba al arte literario. Dijeron que el nuevo escenario tenía que ser urbano. Dijeron que la heroicidad de ahora es opaca y carece de pasión. Dijeron que había llegado el fin de la historia. Pero, contra la hegemonía del pensamiento único, estamos en un tiempo de diversidad de saberes y de un canon que se construye desde tradiciones propias; un momento de reivindicaciones políticas inéditas que implican la convivencia con la otredad; una ruptura con la modernidad cartesiana que nos lleva a la superación de la dicotomía entre cultura y naturaleza. También estamos en el tiempo de autorretratos, de las selfies que se multiplican en las redes sociales, de las confesiones reprimidas por las convenciones sociales que afloran como salidas de un baúl que se abre ya sin miedo; del reconocimiento de la naturaleza como un ente vivo y con derechos; de la emergencia de los feminismos y de los derechos de la población LGBTI; del protagonismo de personas que sobreviven a la violencia y el ascenso del neofascismo. Vivimos la continuidad de la historia desde la construcción de un nuevo yo y la lucha por nuevas libertades.

2

Nos enseñaron que no había que confundir al Narrador con el Autor; que lo único que debía considerar la crítica era el texto; y, sin embargo, hoy vemos de cuántas diversas maneras se funden la voz autoral con la voz narrativa y las formas confesionales de una voz que, siendo narrativa y autoral a la vez, las ha convertido en escritura para darnos ese objeto del deseo llamado texto. El enunciado Rousseau en Las confesiones podría ser la poética de una literatura confesional que da cuenta del yo en la complejidad de su situación espiritual e histórica: «Emprendo una obra de la que no hay ejemplo y que no tendrá imitadores. Quiero mostrar a mis semejantes un hombre en toda la verdad de la Naturaleza y es hombre seré yo. Solo yo. Conozco mis sentimientos y conozco a los hombres […] Si no soy mejor, a lo menos soy distinto de ellos»[1]. No toda experiencia de vida puede convertirse en literatura; finalmente, la cotidianidad anodina de la especie humana carece de intriga y sucesos capaces de desautomatizar la visión cotidiana del mundo. Pero sí, toda experiencia de vida puede ser literatura, no por las anécdotas sobre su existencia sino por la contemplación de los intersticios del alma de aquella vida en la materialización que conlleva la escritura destinada a entusiasmo estético, la escritura capaz de convertir la experiencia de un alma en la conmoción espiritual del ser humano.

3

El mundo agitado por las antiguas tormenta y pasión está testimoniado en dos libros de una narrativa cargada de poesía. El uno es Nuestra piel muerta, de Natalia García Freire: novela en la que la escena del mundo rural andino reemplaza a la campiña del gótico de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX; el castillo de Otranto da paso a la casa solitaria, de resonancias lúgubres y el fanatismo religioso, tanto el ancestral como el sincrético, se ha instalado como un ente sobrenatural en los corazones de los personajes. Desde similar orilla, el cuentario Las voladoras, de Mónica Ojeda, recupera la tradición oral popular de la ruralidad andina mediante la reelaboración poética de los mitos, en el marco del sincretismo religioso y cultural del mundo indígena y mestizo. Estos cuentos de Ojeda se inscriben en esa tradición de voces rumorosas que entretejen los sentidos de la vida y de la muerte, que descubren el horror y lo místico; la tradición oral popular y los saberes ancestrales y la crueldad del mundo: todo aquellos a lo quienes leemos nos asomamos desde el sublime terror de vernos confrontados con la muerte. Las historias y los personajes de ambos libros habitan el universo de un neogótico incrustado en los Andes.

4

La preeminencia del Yo, herencia romántica por excelencia, es una característica de Los cielos de marzo, de Andrea Crespo Granda, una novela de prosa lírica que estremece, y que, desde el tono confesional, abraza un neo-romanticismo, formalmente ecléctico, que narra una conmovedora historia de amor contrariado resuelta con la inmolación de la heroína. La novela es una desgarradora novela lírica que está estructurada con formas libres; su protagonista es una memorable heroína romántica, y su escritura, envuelta en el sentido irónico del arte y en una conmovedora expresión poética, recupera el paisaje de la naturaleza en función del espíritu. Asimismo, en el registro del Yo confesional, Estancias, de Alicia Ortega (Guayaquil, 1964), es una estremecedora práctica de escritura andrógina que nos permite transitar, desde la cotidianidad de la autora, en nuestra propia experiencia de vida. Alicia Ortega escribe sus meditaciones iluminando lo que ha vivido y las convierte en filosofía de lo cotidiano y sus gestos. Este texto andrógino es escritura del Yo, pero no desde el narcisismo sino desde la mirada cómplice de la sororidad, que transita en los espacios del duelo y la fiesta. Escritura andrógina que se sitúa entre el testimonio autobiográfico y el ensayo, entre la auto ficción y la filosofía, entre el diario de viaje y la cartografía personal. Tanto la novela de Crespo como la auto ficción andrógina de Ortega son textos que se inscriben en la estética del Yo neo-romántico libre, confesional, experimental, que deviene en el tiempo del Yo confesional que se autorretrata en la escritura, ya sea a través del personaje o de la propia autora.

5

Dos cuentarios escritos en clave opuesta se inscriben en el terror de lo real y en la presencia inquietante de lo fantástico en la realidad. En De un mundo raro, Solange Rodríguez Pappe construye sus relatos extraordinarios —en el tono del horror fantástico de la tradición de Poe— a partir de la libertad de la imaginación, como otra aproximación que tiene el conocimiento para desentrañar los niveles ocultos de lo real en una atmósfera gótica del trópico: el mundo de ultratumba es parte del mundo de los vivos y las premoniciones apocalípticas son reelaboraciones de la destrucción a la que el mal somete al mundo. Este es un cuentario que, a partir de la ironía y el humor para enfrentar la muerte y los miedos a lo sobrenatural, destruye la dicotomía racional entre lo real y lo fantástico construyendo un mundo que los contiene a ambos en lo cotidiano sin solución de continuidad entre sus bordes; un libro en el que algunas de sus historias suceden en tiempos apocalípticos y mundos distópicos como para decirnos que vivimos la era de un apocalipsis permanente; un libro que incorpora la oralidad del folklore en el rito solitario que integra la escritura y la lectura. En el otro extremo, en un tono hiperrealista, el cuentario Sacrificios humanos, de María Fernanda Ampuero, desarrolla el horror de lo abyecto del ser humano en cada cuento y asistimos al espectáculo de una galería asfixiante de monstruos sin posibilidad de redención a partir de una imaginación libérrima. Son historias que, en la tradición de Mary Shelley, E.T.A. Hoffman y Horacio Quiroga, incorporan los elementos que se desprenden del gótico del romanticismo del siglo XIX en historias y escenarios contemporáneos: la casa tenebrosa acompañada de la violencia intrafamiliar; la recuperación de la oralidad popular para potenciar el terror y lo sobrenatural; la presencia de seres de ultratumba en combinación con seres violentos en el mundo patriarcal de los vivos; todo ello, en medio de personajes que luchan dentro de sí mismos contra sentimientos depresivos, angustiantes, morbosos. En ambos cuentarios, la heroína rebelde se enfrenta a la violencia del patriarcado, lucha contra de las convenciones y disfruta de su sexualidad libre.

6

Desde la confrontación del Yo con la muerte y la redención de ese mismo yo a partir de una heroicidad cotidiana estos dos poemarios están envueltos por la atmósfera del neo-romanticismo ecléctico. Labor de duelo, de María Paulina Briones, poemario de verso deslumbrante, está alimentado de lo onírico y la terrorífica cotidianidad de la muerte. En él, la poeta medita sobre la vida atravesada por el duelo y, en su verso, recupera el sentido del dolor para continuar la vida con la sabiduría del ser que ha purgado la pérdida. El poema, en este sentido, ha transgredido el terreno sonámbulo de la muerte. Victoria Vaccaro García, en Breve mitología del cuerpo original, convierte en poesía la transición de un cuerpo, que nace varón, y la génesis de la mujer que lo habita; su escritura evoca a la naturaleza para volverla compañera de los diversos estadios del espíritu. El poemario se construye desde la textualidad ceremonial de un tránsito que es, al mismo tiempo, corporal y del espíritu.

 

y 7

François Gerard, Madame de Staël (c. 1817), Coppet Castle.


El neo-romanticismo ecléctico es una escritura que puede observarse en la literatura ecuatoriana de comienzos del siglo XXI y que, con amplia libertad de formas y preocupaciones temáticas, reelabora ciertos conceptos del romanticismo decimonónico a partir de un yo con identidad de género, la construcción de nuevas formas de relación con la naturaleza, la asimilación de variadas estéticas de la escritura, una visión crítica del mundo marcada por la diversidad sexual y étnica y el rechazo al canon patriarcal dominante. Vivimos un tiempo en el que recobra vigencia, desde perspectivas contemporáneas, el entusiasmo enfrentado al fanatismo. Ya lo señaló Madame de Staël: «El fanatismo es una pasión exclusiva, cuyo objeto es una opinión; el entusiasmo se repliega a la armonía universal: es el amor de lo bello, la elevación del alma, la alegría del sacrificio, reunidos en un mismo sentimiento lleno de grandeza y de serenidad»[2]. La amplitud que ha ganado para el arte y la literatura la definición de lo bello, el entendimiento del alma en unidad indisoluble del cuerpo ya que toda persona es un cuerpo con historia, el entendimiento del yo como un yo escindido y diverso, las nuevas libertades por las cuales se lucha, el acercamiento a la naturaleza y la relación de respeto que se establece entre el ser humano y la vida son características de un nuevo entusiasmo. La ironía del distanciamiento que se establece entre quien escribe y la escritura; el entendimiento de la literatura como un artificio ecléctico y un espacio para la problematización de la rebeldía son los cimientos de un neo-romanticismo que deconstruye las convenciones patriarcales, supera las ilusiones del liberalismo económico y concentra la mirada en el ser humano por sobre el capital. Finalmente, desde la experiencia de formas experimentales, envuelta la literatura en nuevas prácticas signadas por la vieja formulación de tormenta e ímpetu, esta tendencia neo-romántica ejerce, desde el eclecticismo textual, el sentido liberador de la escritura.



[1] Jean-Jacques Rousseau, Las confesiones [1782] (México: W.M. Jackson, Inc., 1973), 1.

[2] Madame de Staël, Alemania [1810] (Madrid: Espasa-Calpe, Colección Austral # 184, 1991), 187.

lunes, enero 02, 2023

Victoria Vaccaro: poesía de un cuerpo en tránsito

Victoria Vaccaro García ganó el premio internacional de poesía escrita por mujeres «Ana María Iza» 2022.

Una edad de tránsitos, un tiempo de transiciones personales, una comunitaria transición de época. Todos somos LGBTI en el deseo, que carece de sexo, que es un arcoíris bajo cuya luminosidad diversa se cobijan el género humano, la lucha por la libertad sin alambradas del cuerpo y el regocijo por las veleidades de su corazón. Breve mitología del cuerpo original, de Victoria Vaccaro García (Guayaquil, 1998), es poesía de la transición de un cuerpo y de la génesis de la otra que lo habita, escritura que evoca la naturaleza para volverla compañera de los diversos estadios del espíritu, textualidad ceremonial de un tránsito que es, al mismo tiempo, corporal y del espíritu.

En el poemario, la naturaleza se vuelve presencia sensorial que anda junto al hablante lírico en su transición, desde el primer verso: «Esta luna que me acompaña desde la noche de mi nacimiento, imposible blancura […] Desde mi origen, ya traía lirios enterrados en la boca […] Y tú seguías inmóvil en lo alto de los cielos, impasible, con un espeso velo de gasas y serafines cubriéndote los senos, la desnudez»[1]. La voz poética revela su rechazo, espiritual y físico, a su origen biológico: «Desde el vientre oculté mi sexo, / mi primitiva vergüenza»[2]; y, así, nos va mostrando el mundo de su infancia familiar rodeado de mujeres; un mundo en donde la madre no solo es la dadora de la existencia sino también la maestra primigenia de la vida: «De ella aprendí a manejar el oculto movimiento de las lenguas. Con ella descifré la invención de mundos, a modo de los dioses»[3].

El tono confesional de la violencia inicial en el sexo es un testimonio desgarrador en la paradoja del deseo satisfecho: el yo se asume un nuevo yo, feminizada la escritura, enfrentado a un animal siniestro —pantera, tigre de montaña o monstruo de ébano— cuyo asalto es un instante en el que el yo es una presa atrapada y al final: «Me descubrí abierta sobre aquel / nuevo mar de profundas camelias. / Dos espíritus de vírgenes tendían / sobre mí sus fúnebre santuarios»[4]. La voz lírica, ya realizada su transición, se asume voz de mujer y el tono bíblico se une al ritual del martirio de Cristo: el cuerpo del martirio es amortajado amorosamente por el cuidado funerario de las mujeres, pero, a contramano de la revelación, la resurrección todavía es espera.

La naturaleza nocturna, entonces, es el refugio ceremonial del nuevo cuerpo en la bellísima purificación que emerge de la poesía y se encuentra con el amor: «La noche cubrió el huerto, / súbitamente. Los laureles ardían. / Frente a ellos desnudé espalda, / cintura; me cubrí de las fragantes / cenizas que arrastraba el viento, de / las primeras brasas. Clamaba, de / rodillas y absorta, clamaba»[5]. Y en esa naturaleza esplendente es en donde tiene lugar la hora del nuevo yo; el cuerpo es componente de un jardín florecido en el que se funde tanto para renacer como para constatar los límites que duelen en un proceso de transición que deberá enfrentarse no solo a la fatalidad biológica sino también al mundo desde el anhelo de la libertad imposible y la búsqueda de los días gloriosos que se vislumbran, que aún no llegan, pero que están presentes en la realidad del ensueño. «Hundo florecillas en mi vulva ausente, lloro, no pasa nada. Estoy colmada de salvias fragantes, de rubios pistilos»[6], reconoce la voz poética e invoca, enseguida, su necesidad de tránsito en el tránsito de su angustiosa limitación: «Dos atormentados duraznos, mis / senos no concebidos […] ¿Con qué amamantaré a hijos / amantes, a las reencarnaciones de / mi madre. ¿Quiénes serán testigos / de las deliciosas profanaciones»[7].

El cuerpo de la heroína rebelde del poemario, en una contemporánea actitud del combate romántico del yo, es un cuerpo en transición que se adueña de un nuevo ser confrontando las convenciones heteronormativas y binarias; la confesión de lo que se anhela y la subversión de lo establecido a través de la escritura de belleza libre en persecución de la epifanía, que es el sueño de la realización del deseo en libertad: «Nuestros cuerpo estaban / en punto, bullían, rebrillaban, se / agudizaban, rompiendo las ataduras / de otra vida. / Vamos al gran día, sí. / Vamos a los días de la eternidad»[8].

El año pasado, al recibir el premio internacional de poesía escrita por mujeres «Ana María Iza», en su primera edición, por Breve mitología del cuerpo original, Victoria Vaccaro escribió en su cuenta en Instagram: «Me siento orgullosa porque hace algunos años era impensable que una mujer trans tuviese distinción alguna, o peor, ser la primera en ganar un premio de poesía escrita por mujeres. El camino es largo aún, pero la esperanza nos hace avanzar a pasos agigantados. Y estoy feliz de que en mi persona y en mi palabra se haya reconocido una lucha: nuestra lucha»[9]. La poesía de Victoria Vaccaro García evoca la infancia a través de la visualización de un jardín florecido y fragante y describe tales recuerdos con un lirismo delicado aún en el desgarramiento; Breve mitología del cuerpo original es un poemario que se adentra, desde la memoria familiar del cuerpo, en el tránsito personal de la voz lírica con imágenes que, al tiempo que nos estremecen con dolor, nos conmueven con la alegría de vivir una nueva naturaleza.



[1] Victoria Vaccaro García, Breve mitología del cuerpo original (Cuenca: Universidad del Azuay / Encuentro Internacional de Poesía Paralelo Cero, 2022), 17.

[2] Vaccaro, Breve mitología…, 19.

[3] Vaccaro, Breve mitología…, 29.

[4] Vaccaro, Breve mitología…, 35.

[5] Vaccaro, Breve mitología…, 49.

[6] Vaccaro, Breve mitología…, 57.

[7] Vaccaro, Breve mitología…, 59.

[8] Vaccaro, Breve mitología…, 99.

[9] Victoria Vaccaro García (@victoriavaccarogarcia), Instagram, 2 de octubre de 2022.


lunes, noviembre 14, 2022

«Los cielos de marzo», de Andrea Crespo: novela lírica del neo-romanticismo ecléctico


«Yo que quise escribir […] compuse versos de amor sin saber que el amor se acopia en el misterio y no en la ruta del cuerpo doméstico»[1], dice Aurora en la entrada del día 28 de su «Diario de una persecución inmaterial». Aurora es la heroína desencantada y melancólica que desafía las convenciones morales de la sociedad en su afán de realización del deseo erótico contra toda racionalidad. La novela y su heroína dialogan con Friedrich Hölderlin, un romántico formado en la tradición del clasicismo griego, y su novela epistolar Hiperión (1794-1795). Los cielos de marzo. (Arquitectura doméstica de los años), de Andrea Crespo Granda (Guayaquil, 1983), es una desgarradora novela lírica estructurada con formas libres, protagonizada por una memorable heroína romántica, y cuya escritura, envuelta en el sentido irónico del arte y en una conmovedora expresión poética, recupera el paisaje en función del espíritu.

             La novela cuenta la historia de Aurora, de 63 años en el año 2046, y su atormentada relación amorosa con D., que en 2040 se casa con Antonio, su hijo mayor. La novela se abre con un exergo que corresponde a los párrafos finales de Hiperión y que da cuenta del sentido de pérdida que experimenta la protagonista: «¡Ah! ¡cuántas palabras huecas y cuántas extravagancias se han dicho! Sin embargo, todo nace del deseo y todo acaba en la paz»[2]. El paralelismo se extiende a la historia de amor contrariado de Hölderlin con Sussete Gontard, madre de un pupilo suyo y esposa de un banquero de Fráncfort, que es nombrada como Diotima en Hiperión, la amante D. de Los cielos de marzo. La D. del deseo, del que todo nace.

La mayor parte de la novela está narrada en la voz de un yo confesional que alcanza su mayor intensidad cuando escribe su diario: es un yo lírico, apasionado, que evoca un amor imposible, un deseo sin futuro, permanente en la memoria de la piel, y que solo acabará en la paz cuando se entregue a la muerte. Con una sucesión de escenas cortas, a lo largo del texto, se reconstruye la vida de Aurora hasta el año 2040: el de su divorcio y su ruptura radical con la familia y las normas sociales. Esta construcción libre introduce la escena teatral de un metatexto: «Intervención no respetuosa de los textos de Alejandra Pizarnik y Julio Cortázar». Asimismo, la novela incluye fotografías de cielos que armonizan su presencia con el espíritu de la protagonista y se cierra con una fotografía de «El último cielo» en donde se conjugan arena, mar y cielo, que es el lugar de la realización del deseo: el paisaje de Martha’s Vineyard, con D., es similar al de un pueblo de playa de Ecuador, con A. Este último cielo es el que cubre la paz final, un lugar en donde el deseo da paso al acabamiento de la existencia.

            La novela se abre con la amarga percepción que la protagonista tiene de sí misma: «Me llamo Aurora y soy oscura. Tengo un hueco en el centro de mi cuerpo. Mejor dicho: soy un hueco, con algo de cuerpo. Un hueco acompasado y oscuro»[3]. Aurora es una heroína melancólica, desencantada y rebelde: su nombre es una paradoja que alberga la noción de luz que se agazapa ante la salida del sol y, al mismo tiempo, el espíritu tenebroso del sufrimiento. Ella aspira a un deseo imposible por cuanto transgrede no solo las convenciones sociales sino también los afectos naturales: ella ha convertido a D., la esposa de su hijo, en el objeto del deseo y en su urgencia por poseerlo; se divorcia, persigue a los recién casados y, tras la imposibilidad de atrapar al objeto del deseo, el del amor desesperado, cae en el pozo de la angustia y esa caída, tras años de errancia, la deja en soledad de cara a la muerte.

Aurora, además, es una desencantada de la política tras su paso por el laberinto burocrático de la función pública, aunque carece de praxis política. Y no obstante su desencanto, la Aurora poeta es la autora de un panfleto sublime que dialoga intertextualmente con las bienaventuranzas del evangelista Mateo (Mt. 5, 1-12) y que concluye con una moraleja de tono evangélico, una buena nueva mística y política: «Bienaventurados seremos cuando nos abracemos, nos incluyamos y digamos toda clase de palabras de afecto y solidaridad. Alegrémonos y regocijémonos porque nuestra recompensa será grande. En esta vida, todos los días podemos construir el cielo»[4].

Pero, Aurora también es una heroína que hace que sucedan las cosas que ella anhela, una mujer que está dispuesta a no dejarse doblegar por la rutina de la cotidianidad, por los sinsabores de la vida anodina, por las nostalgias de una infancia amarga que evoca en todo su malestar. Aurora ha crecido en una familia que ha ido configurando su propensión a la desesperación y a la rebeldía; una familia envuelta en la neblina de la demencia. Aurora vive la paradoja de perseguir el deseo desde la preeminencia de su yo y la declaración de un amor que implica la renuncia a dicha prevalencia. Ella es, sobre todo, un espíritu que se ha liberado de la culpa del yo y se entrega, libérrima, a la tormenta e ímpetu[5] del ser: «Sabes que vengo a incendiarme, a inmolarme en un arrebato de santo amor».

            Los cielos de marzo es una novela que, en su escritura, está cargada de poesía y envuelta por los giros de la ironía romántica sobre la que teorizó Friedrich Schlegel; una novela que, además, reivindica la lírica del paisaje y su relación con el espíritu del ser que lo contempla. Con la poesía nos topamos en cada página a tal punto que, a veces, se vuelve un obstáculo bello para que la narración de la historia fluya con claridad. Aurora sabe que tiene que rebelarse contra todo para ganar el instante de realización del deseo y perderlo todo incluso al objeto del deseo, aunque su pérdida ya no importe porque la vida misma está perdida. En este sentido, la novela se apropia en su escritura del postulado de Schlegel sobre la ironía romántica: «La ironía es la forma de la paradoja. Paradoja es todo aquello que a la vez es bueno y grande. […] La ironía es una consciencia clara de la agilidad eterna, del caos infinitamente lleno»[6].

            La naturaleza tiene una presencia simbólica fundamental en la novela. A lo largo del texto, esa identidad del espíritu con el estado de la naturaleza reedita el sentido de la contemplación del paisaje por parte de los románticos. El cielo es retratado en las fotografías que incluye la novela, en su relación con el espíritu de los personajes y la descripción que contribuye a entender el sentido espiritual del texto. Los cielos son un capricho cromático que se inserta en la llama viva del recuerdo, un paisaje que alberga la evocación permanente de lo que ya no es más en la vida, desde la escritura poética de la protagonista que es un intento desesperado de perpetuar el remordimiento por la falta de amor más allá de la muerte.

Los cielos de marzo, de Andrea Crespo Granda, es una novela de prosa lírica que estremece, y que, desde el tono confesional, abraza un neo-romanticismo, formalmente ecléctico, que narra una conmovedora historia de amor contrariado resuelta con la inmolación de la heroína a los sesenta y tres años: «Aunque cumpla sesenta y tres siglos mis dedos no podrían habitar en el caracol, ni escuchar la música que nace al inicio de la luz»[7]. Una manera bella, triste y sin retorno de habitar el olvido.

 

Con Andrea Crespo, autora de Los cielos de marzo, durante la presentación de la novela.

PS: Este artículo es un estracto del ensayo que escribí para la presentación de la novela en el Encuentro de Literatura Independiente, organizado por la Universidad Casa Grande, de Guayaquil, el 11 de noviembre de 2022.



[1] Andrea Crespo Granda, Los cielos de marzo. (Arquitectura doméstica de los años) (Guayaquil: Cadáver Exquisito Ediciones, 2022), 180. La fotografía del libro que ilustra esta entrada es mía.

[2] Hölderlin, Hiperión…, pos. 2599.

[3] Crespo, Los cielos…, 11.

[4] Crespo, Los cielos…, 134.

[5] Sturm und Drang.

[6] Friedrich Schlegel, Fragmentos, traducción de Emilio Uranga (México D.F.: UNAM, 1958), 58-59.

[7] Crespo, Los cielos…, 247.


miércoles, abril 07, 2021

Nuestra piel muerta: La poesía de lo que habrá de pudrirse

           

«He vuelto a nuestra casa sin saber por qué, padre, y ahora amo lo que veo y puedo comprenderlo todo: el lenguaje sagrado de los cuerpos muertos, la fecundidad de lo oscuro y húmedo, las grutas naturales y los hombres que las han copiado para hacer su templos, la efervescencia de la vida la podredumbre y los desechos, el cosmos contenido en un ser del tamaño de una cabeza de alfiler». (Foto del autor, 148)

            Lucas regresa en busca del padre, pero también de los silencios de la que fue su casa, de la enajenada lucidez de su madre, de los restos de un hogar que es una patria sometida por dos intrusos. «El que regresa no tiene nombre, ni sabe lo que busca, y en su propia casa vive en calidad de huésped»[1]. Lucas regresa e interpela a su padre muerto rememorando su crueldad de patriarca cobarde: el padre que se rindió ante los extraños, el padre que se olvidó de su propio hijo; el padre que, en nombre de un Dios sin piedad, declaró loca a su mujer y la condenó al ostracismo. Lucas regresa y el mundo de los insectos, de aquello que aparentemente carece de importancia, vuelve en su deseo: «Con un poco de suerte, yo podría haber sido una mantis flor, un escarabajo Hércules o una chinche asesina»[2]. Nuestra piel muerta, de Natalia García Freire, es una bella novela de lenguaje sobrio, poético y sobrecogedor, que despliega un novedoso gótico andino desde los elementos del horror y la piedad románticos.

            La sobriedad narrativa atraviesa la novela. Lucas observa las moscas que vuelan alrededor de un pollo podrido: «Y qué música bellísima escuchaba, padre, cuando volaban; eran alas y eran vida, bendita simetría que susurra»[3]. Ser ala y ser vida: ser el susurro de la exactitud y su halo de divina perfección. Poesía que estremece en la construcción de la imagen poética y que prolonga el estremecimiento que provoca el sentido de la finitud y lo transcendente: «Quiero la resurrección de la carne que solo viene con el fin y la inmundicia»[4]. La vuelta a casa de Lucas para ajustar cuentas con lo que ha muerto es la confirmación de la vida que emerge de lo que se descompone, de lo que se pudre. La poesía de lo que habrá de pudrirse está en la descripción del rostro del padre después de enviar a la madre de Lucas al encierro: «No sé si se ha descrito la geografía de un rostro desesperado, pero se parece a una isla volcánica, cuando la lava se enfría y forma elevaciones disímiles, todas ásperas e inhumanas»[5]. Lenguaje que se transforma en sobrecogimiento de quien lee.

            La escena de la campiña andina ha reemplazado al castillo medieval del gótico de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX: el mundo de la ruralidad serrana es el mundo de la novela. El fanatismo religioso se ha instalado y el pecado es una maldición que abrasa a quien pretende ser libre: las beatas y el cura poderoso, los rosarios y las letanías, y la sentencia de un Dios cruel condenan al infierno terreno a la madre: un ser libre en la sabiduría de sus libros de botánica, que son quemados por una inquisición de pueblo. Josefina, la madre apasionada, convertida en loca y encerrada en nombre de Dios: «La calma de Dios era un maldito cuarto vacío»[6]. La presencia fantasmagórica de Felisberto y Eloy, personajes que encarnan lo siniestro, similar al dúo Coppelius/Coppola de «El hombre de arena», de E. T. A. Hoffmann, y que son introducidos sin ninguna explicación: igual que el mal que asedia para corromper lo humano. El mundo de los vivos se confunde con el de los muertos: «Es como escuchar mil manos rasgando paredes desesperadas por salir. Es como escuchar la conciencia de la tierra. Es como escuchar mil corazones asustados latir alrededor de uno, todo vísceras, todo pulso. Y todo lo demás en el mundo se queda mudo»[7]. El horror atraviesa el mundo narrado y se expresa en la singularidad monstruosa de Felisberto y Eloy, los personajes que representan el mal. Al mismo tiempo, la presencia de la madre, del profesor Erlano y del mundo de los insectos es la representación de la piedad, del sosiego en medio de los espíritus borrascosos que se apoderan del hogar. El mundo agitado por las antiguas tormenta y pasión del neorromanticismo ecléctico de estos tiempos.

            En Pedro Páramo, de Juan Rulfo, Juan Preciado llega a Comala en busca de su padre, que es un rencor vivo. En Los tiempos del olvido, de Jorge Dávila Vázquez, un libro de cuentos orgánico, la familia de un tiempo andino y rural simboliza lo siniestro en ciernes: todos los días son como un viernes sin historia. Nuestra piel muerta, de Natalia García Freire, se inscribe en esa tradición de voces rumorosas que entretejen los sentidos de la vida y de la muerte; pero, además, en esta novela, lo espectral es el estado de la materia que nos libera del mal, que es presencia cotidiana, y desde el mundo de los insectos, ese de la paz de lo que se pudre, emerge el canto vital de la tierra: «La resurrección de la nuestra carne es un milagro. No hay un espíritu que asciende sino un cuerpo que se deshace y baja en espirales por la tierra formando una vida más perfecta y simétrica. Bendita melodía que susurra y se transforma»[8].  



[1] Natalia García Freire, Nuestra piel muerta (Madrid: La Navaja Suiza Editores, 2019), 23.

[2] García Freire, Nuestra piel…, 40.

[3] García Freire, Nuestra piel…, 41

[4] García Freire, Nuestra piel…, 41.

[5] García Freire, Nuestra piel…, 140.

[6] García Freire, Nuestra piel…, 76.

[7] García Freire, Nuestra piel…, 150.

[8] García Freire, Nuestra piel…, 150.