José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, junio 30, 2025

La paz se volvió un sueño imposible


ONU/Mitsugu Kishida. Hiroshima después de que Estados Unidos lanzara una bomba nuclear el 6 de agosto de 1945.

La cumbre de la OTAN en La Haya, que finalizó el 25 de junio, ha demostrado que Europa está totalmente sometida a la política imperial de Trump y que la paz del mundo es un sueño imposible ante la decisión de los países aliados de rearmarse. Parecería que la humanidad revive el sofisma de Publio Vegetius en su obra Epitoma rei militaris, publicada en el siglo IV: «El que quiera la paz, prepárase para la guerra». La dolorosa historia de los conflictos armados nos ha enseñado que quien se prepara para la guerra es porque quiere ganar una guerra para imponer sus intereses en nombre de la paz del terror. La decisión de la cumbre OTAN de aumentar el gasto militar del 2% al 5% del PIB de cada país, en detrimento del Estado de bienestar, no solo que debilita aún más el espíritu de la Carta de las Naciones Unidas, sino que apuntala al complejo industrial militar de los EE. UU. y alimenta una carrera armamentística de dimensión letal nunca vista.

Ni siquiera durante la pandemia reciente de la Covid-19, los gobiernos de los países del mundo se pusieron de acuerdo para invertir un X por ciento del PIB para incrementar la inversión en salud pública y mitigar los problemas sociales y la recesión derivados de la pandemia. Hasta Pedro Sánchez que, desde una titubeante postura, ha dicho que España solo gastará el 2,1% de su PIB, firmó sin objeción la resolución de la OTAN que no contempla excepciones. Según el portal El Plural: «Para alcanzar el 5% del PIB, España debería multiplicar por cuatro su gasto militar. Tomando el PIB actual, el 5% equivale a unos 79.500 millones de euros anuales. Dado el presupuesto real de 2024 (19.723 millones de euros), harían falta aproximadamente 60.000 millones adicionales por año. Esto triplicaría el gasto actual, lo que obligaría a reorientar recursos masivos de otros sectores. Cualquier suma parecida impondría recortes severos en servicios sociales: sanidad, educación, pensiones, vivienda, etc.». El aumento del gasto militar al 5% del PIB, por cierto, no lo pagarán las multimillonarias corporaciones ni las grandes fortunas de los países aliados, sino sus trabajadores con la pérdida de sus beneficios sociales, igual que, en el frente de batalla, no están los hijos de quienes deciden la guerra sino los hijos de quienes viven de su salario.

            El servilismo del secretario general de la OTAN, el neerlandés Mark Rutte, quedó al descubierto cuando Trump, que es un bravucón que ha destruido el sentido de las relaciones diplomáticas, reveló, sin ningún pudor, un mensaje privado de Rutte que empezaba adulador: «Sr. Presidente, querido Donald», continuaba lisonjero: «Esta noche en La Haya te acercas hacia otro gran éxito. No ha sido fácil, ¡pero hemos conseguido que todos firmen el 5%! Donald, nos has llevado a un momento muy, muy importante para Estados Unidos, Europa y el mundo. Lograrás algo que NINGÚN presidente estadounidense ha conseguido en décadas», y concluía zalamero: «Europa pagará por ello a lo grande, y debe hacerlo, y será tu victoria. Buen viaje y nos vemos en la cena de Su Majestad». Pero Rutte no tiene pudor a la hora de adular a Trump. Ya, durante la cumbre de la OTAN, cuando Trump en su razonamiento básico sobre los conflictos del mundo, decía que Irán e Israel pelean como dos niños en el patio del colegio, según elDiario.es, «el secretario general de la OTAN le compraba el argumento, y apostillaba: “Sometimes, daddy has to use strong language” (A veces, papi tiene que usar lenguaje fuerte)».

            Al mismo tiempo, el espíritu de la Carta de las Naciones Unidas, basado en el mutuo respeto, el derecho a autodeterminación de los pueblos y la convivencia pacífica parece que está quedando en el olvido y el artículo uno, que habla de los propósitos, resulta una declaración que, al parecer, los gobiernos del mundo ya no están dispuestos a cumplir: «Mantener la paz y la seguridad internacionales, y con tal fin: tomar medidas colectivas eficaces para prevenir y eliminar amenazas a la paz, y para suprimir actos de agresión u otros quebrantamientos de la paz; y lograr por medios pacíficos, y de conformidad con los principios de la justicia y del derecho internacional, el ajuste o arreglo de controversias o situaciones internacionales susceptibles de conducir a quebrantamientos de la paz».

            La reconfiguración de la economía norteamericana, en la visión de Trump, se basa en el fortalecimiento de su industria bélica, a la que acudirán como clientes sus aliados de la OTAN. La industria de la guerra produce bienes cuyo objetivo es la destrucción de vidas y otros bienes, y están pensados para que, eventualmente, sean destruidos en el campo de batalla que es el gran espacio de uso de tales productos. Para que el complejo militar industrial se fortalezca, es indispensable crear la existencia de un poderoso enemigo y magnificar su maldad, así como el mantener conflictos de intensidad controlada por todo el mundo. Con las particularidades de cada conflicto, la OTAN mantiene una guerra camuflada contra Rusia utilizando y sacrificando a Ucrania, y, en el Medio Oriente, la destrucción de Gaza y la agresión preventiva de Israel a Irán, terminan siendo los trabajos sucios que la culta e hipócrita Europa desdeña.

 

Los nueve estados con más armas nucleares: Estados Unidos, Rusia, Reino Unido, Francia, China, India, Pakistán, Israel y la República Popular Democrática de Corea (Corea del Norte), poseían en conjunto un estimado de 13 400 armas nucleares al comienzo de 2020.  Instituto Internacional de Investigación para la Paz de Estocolmo, 2020

La política de rearme de la OTAN encontrará una respuesta similar en aquellas potencias como China y Rusia que, no sin razón, se sienten amenazadas. A finales del año pasado, Rusia se convirtió en el enemigo del que se esperaba un ataque nuclear a suelo europeo, por lo que el gobierno de Suecia distribuyó entre su población un manual de emergencia para sobrevivir a un ataque nuclear que fue ampliamente difundido por la prensa europea. De aquí en adelante, seguramente, se intentará posicionar la idea de que debemos sacrificarlo todo en función de la guerra, esto es, en beneficio del complejo industrial militar de los EE. UU. Desde los atentados del 11 de septiembre de 2001, el mundo vive, como planteara Alejandro Moreano, en un Apocalipsis perpetuo: «la nueva categoría organizadora del mundo ya no es la libertad sino la seguridad. La peor de las pesadillas orwelliana parece haberse cumplido: vivimos en el seno de un mundo policíaco».[1] La geopolítica del terror llevará al planeta Tierra a vivir con la permanente amenaza de una guerra nuclear global.



[1] Alejandro Moreano, El Apocalipsis perpetuo (Quito: Editorial Planeta, 2002), 8. Recomiendo la lectura de este libro para entender los fundamentos de la reconfiguración del poder de los EE. UU. en el mundo a partir de los atentados del 11 de septiembre de 2000 y la guerra en Afganistán. 

lunes, junio 23, 2025

«La materia del duelo», de Alicia Ortega Caicedo: el silencio de las cosas y el arrullo de las palabras

Alicia Ortega Caicedo en la presentación La materia del duelo, el viernes 20 de junio, en el jazz bar La Cueva, en Las Peñas, Guayaquil, ofreció una lectura dramática de partes de su obra. Aquí, durante la lectura del texto correspondiente al padre. La dirección escénica es de Salomé Velasco. (Foto: R. Vallejo)

            ¿Cómo aproximarse a aquello que está hecho de dolores antiguos, que nos sume en la aflicción y el desconsuelo? ¿Qué palabras de la crítica literaria sirven para hablar acerca de lo que ocasiona en mí la experiencia del luto transformada en escritura? ¿Acaso la lectura de un duelo ajeno no es también una forma de revivir la tristeza por las ausencias que nos han tocado? ¿De qué manera la experiencia profunda del duelo nos sana de la herida que nos ocasiona el mismo duelo y, paradójicamente, transforma nuestro rito frente a la muerte en una celebración de la vida? La lectura de La materia del duelo, de Alicia Ortega Caicedo (Guayaquil, 1964)[1], nos sumerge, a través de la asunción del luto, en una vivencia estética sobre el cuidado de nuestros seres queridos y la sanación en comunidad; nos comparte una memoria familiar envuelta en el amor de la hija, a través del afecto de la mirada que escudriña en las cosas mínimas la ausencia definitiva de las personas amadas.

            La dramaturgia coral de «Lamento de la hija» es uno de los textos más conmovedores que he leído últimamente. El coro nos entrega una enseñanza que es también súplica: «Hay que saber habitar las mansiones de los muertos […] No queremos estar en control de la muerte […] La vida gozosa y mundana brilla en el breve lapso del instante» (37-38). Un fino hilo cargado de emociones une el llanto por la madre de una escritora y académica contemporánea con la tradición ancestral que representa el llanto de Andrés Chiliquinga por la Cunshi, los personajes de Huasipungo, y hay una hora precisa en cada vida en la que el tiempo se quiebra por causa de la muerte de una persona amada. Las honras fúnebres son inherentes a la especie humana, pertenecen a nuestras prácticas atávicas y el pesar del doliente está inserto en el duelo colectivo, ese que nos estremece sin distingos. Esa misma conmoción de la que habla John Donne en su «Meditation XVII» «No man is an island entire of itself; every man / is a piece of the continent, a part of the main; […] any man’s death diminishes me, / because I am involved in mankind. / And therefore never send to know for whom / the bell tolls; it tolls for thee»[2].

            La belleza plástica de esta apertura reside en el movimiento de las voces: es como si ellas recorriesen un escenario arrastrándonos hacia la verdad de los afectos. La Hija nos va descubrimiento en la enumeración minuciosa, primorosa, amorosa de todo aquello que ya no será lo que fue porque la Madre, razón esencial por lo que aquello existía, ya no está más desde el lunes 29 de noviembre de 2021. ¿Quién hará que las cosas recobren el sentido que les daba la vida de la Madre? Es cierto: la gente debería morirse con sus cosas: «¿Qué hacer, pues, con la vida hecho resto, cúmulo, pedazos, piezas sueltas, ruma, aglomeración, monto de cosas y más cosas?» (31). En la existencia cotidiana de la hija que mira la casa en donde la ausencia de la madre lo llena todo, quedan ya en silencio los cactus que la madre sembró en jarritos de porcelana, las plantas del jardín, las ollas ya sin fuego en las horas mañaneras, los desolados álbumes de fotos, las libretas en donde ciertos sucesos de la casa han quedado convertidos en tiempo detenido. Una casa sin la madre es un tiempo vacío para siempre. Ese lamento nos desgarra en la medida en que se convierte también en nuestro lamento. La madre de Alicia es nuestra madre y su memoria es parte de nosotros. La Madre de cada uno de nosotros: «Y allí estaban tú para restaurar el orden las cosas, para colocar palabras en los silencios, para abrir el pergamino agujereado y leerlo de corrido» (32).

            El diálogo de los paratextos es permanente. Los exergos dan cuenta de un aparato teórico sobre el duelo y la muerte que, en la escritura de Alicia Ortega, se transforma en una mirada luminosa sobre la esfera cotidiana de la vida que despliega la escritura en su búsqueda de aquello que constituye el duelo. Así, entre los muchos diálogos, al comienzo del libro, Nathalie Léger, desde En busca del cielo, marca el desbarajuste vital en el que nos envuelve la muerte de la madre, del padre, de un ser amado: «Habría que inventar un tiempo gramatical, una conjugación para hablar de los muertos en presente sin parecer que enloquecimos» (11); un poco más allá de la mitad del libro, Paul Auster, desde La invención de la soledad, conduce nuestra lectura con una advertencia: «Supongo que es imposible entrar en la soledad del otro»; y, ya hacia el final, Gabriela Ponce, desde Solo hay un jardín: en el fondo del todo hay un jardín, nos invita «a hacer un ejercicio y encontrar las palabras de [nuestros] muertos en las bocas de la gente con las que [hablamos]» (183). Recetas para no enloquecer de dolor.

Asimismo, las dedicatorias son piezas para expresar la complicidad, el sentido del ser amiga. No solo es el acto de ofrecer una palabra como un regalo, es, sobre todo, la declaración del afecto por el que se comparte la palabra. Hay un motivo íntimo, hay una vivencia conjunta, hay una declaración de amistad: aquella que le hace saber que emergió la flor de loto, la que le enseña que siempre hay que re-montar la realidad hasta que se re-produzca y nos re-produzca, la que captura los sonidos del barrio familiar, la que acompañó la última mudanza, la que leyó las runas, la que se puso las medias amarillas de mono, aquella con quien han aprendido a escucharse, aquella con quien entreteje voces, «porque me conocen, por el acolite de siempre, puro amor, pura celebración, pura vida» (101).

Además, Alicia Ortega nos comparte las cosas que llevan la impronta de la vida de su padre y de su madre. En una libreta leo la nota de la madre sobre cuando le dio rubeola a la hija (53):

 

CHARY

 

Comenzó           Domingo 4 de Enero-76 (mañana)

Proceso Normal + benigna q F. no fiebre

Remedio            Ninguno

Desapareció

El Dr. Dijo por teléfono    -Si hay fiebre DONATAL

                                                3 v. al día   1 cucharadita

                                               -Dieta liviana, sin grasa

 

Y también nos comparte los pequeños animalitos de vidrio, el álbum fotográfico, la canasta con los dados, el padre con su sombrero de paja toquilla; el padre y la madre, jóvenes, bellos, amorosos; la cartografía de los recorridos de la escritora por Guayaquil; las fotos por la casa del barrio del Centenario, el mercado de Caraguay, el parque España, el mercado y la iglesia de San Alejo, y el malecón del Salado.

 

Alicia Ortega leyendo el texto «El momento de tus pies erguidos», en la presentación señalada más arriba.(Foto: R. Vallejo) 

            La hija acompaña a la madre en ese proceso de despedida del mundo cuya gestación se se inicia con la muerte del padre: «Desde que murió Jorge, un jueves 25 de febrero del año 2021, has permanecido recostada en tu cama matrimonial durante nueve meses. Nueve meses gestando tu partida» (43). «El momento de tus pies erguidos» es un capítulo dedicado a los pies de la madre que nos habla de la maravilla del andar, del baile, del goce de la vida: cuando esos pies se detienen, es la muerte que ha llegado. La descripción delicada de los pies de la madre es la asunción de la vida en cada paso y, así, Alicia Ortega nos entrega otra manera de entender ese cuidado que, durante los meses de gestación de la partida, la hija ha tenido con aquellos: «Tus pies se yerguen, te miran. Tus pies son ahora mi horizonte de escritura. Son paisaje. Son umbral. Son referente. Esos pies erguidos constituyen el gesto que te revela plegada sobre ti misma: un modo de orientación en estado de fuga definitiva» (46).

Alicia Ortega, en medio del duelo por el padre y por la madre, se desplaza, se muda, y su cuerpo empieza a sobrecargarse. Sus rodillas se doblan y es como si sintiéramos en ellas el peso de nuestro propio duelo. La escritora parte del hecho de que cuando murió Jorge, su padre, el cuerpo de Alicia, su madre, fue tomado por el duelo. Desde ese momento, el cuerpo de la madre no pudo sostenerse en pie. Dice Alicia, la hija, luego de caerse con torpeza, enredada en los hilos que estaban tejiendo el duelo por su padre y la preocupación por la postración de la madre, y el dolor de Ale, su hijo: «Mi cuerpo se vuelca sobre sí mismo de manera absoluta, sin olvidar la conciencia de su fragmentación articulada. Es, a la vez, una totalidad completa y mil partes distintas. Esta certeza sobreviene no como una noción abstracta, sino como una expresión física, sensible, emotiva, que se impone» (107). Es el ritmo que le da su práctica de boxeo, un espacio de movimiento para su cuerpo en duelo. «¡Una certeza sudada!». La fuerza de su escritura está atravesada, como si fuera una diana en el aire en la que hace blanco la arquera, por la cálida ternura de su mirada, de esa intimidad que nos es revelada en cada suceso y que nos habla a todas, a todos, porque, de alguna manera, toca también nuestra propia intimidad.

Sobre Jorge, el padre, hay la continuidad de la mirada, esa que empezó en Estancias y que ahora se extiende porque el duelo se ha prolongado. La mirada y las pertenencias de Jorge. La escritora empieza por señalar la colección de sombreros y cómo el padre los lucía; su buen porte al caminar, su condición de desterrado de la sierra en el puerto de Guayaquil, sus intensos ojos verdes, siempre traviesos como la niñez juguetona de su mirada: «Esa mirada posada en el encanto de las lejanías te acompañó hasta el último instante de tu vida. Todavía sigo viendo esos tus ojos verdes idos, totalmente idos hacia un lugar lejanísimo e invisible» (120). El encanto de las lejanías y las cosas: la materia que nos acompaña para hacer del duelo una conmemoración de la vida y entender ese desenlace que conduce a un ser querido hacia la eternidad: «Te quedaste sentado en el butacón reclinable de tu dormitorio. Minutos antes te había dado en la boca unas pocas cucharadas de papilla. Un poco antes te bendijo el padre Mauricio». La mirada final de Jorge, el padre, congelada en lontananza.

Alicia Ortega asume sus pérdidas y define el vacío que se ha instaurado en la casa familiar, con una descripción de la soledad que envuelve a las cosas, de esa materia que nos habla de espíritus que permanecen en aquellas y en nuestro propio espíritu:

 

Encontrarme con las macetas sin plantas, la tierra reseca y vacía en donde antes crecía el jardín de mi madre me enfrenta de un solo golpe a su muerte. Las cortinas cerradas, la guitarra guardada dentro de su funda en el armario verde, el mobiliario desperdigado, algunas puertas abiertas, son señales del padre ausente. Él cuidaba del orden y la seguridad. Ella de la belleza y la alegría. (124)

           

Luego, vendrán las sobrevivencias. Una casa frente al mar y la amistad, y la confidencia cómplice, y el cuidado, y las estrategias personales para seguir viviendo con las pérdidas devoradas por el cuerpo. «Aguaclara. La casa. Las amigas» reúne las voces de la sororidad, es el testimonio del cuidado de una comunidad de mujeres: voz una y múltiple a la vez, voces varias que se funden en la vida libre. Más adelante, memoria de memorias y la visita a Susana y Horacio, los Teyssedou (Raúl y Noemí), amistades argentinas, que unen las montañas de La Cumbrecita con las de Quito, en un solo montículo. Después, ese proceso que nos lleva a hablar con nuestros muertos: los recuerdos fluyen a través de las palabras que otros dicen, las palabras de quienes ya no están que aparecen en la boca de la gente con quienes hablamos: es la vida que fluye, es la vida que continúa. La doliente, a capítulo seguido, quiere engullir a su madre, a su padre, a sus dadores de la vida que tiene y, en esa acción, en ese festín caníbal, padre y madre se han transfigurado en el alimento sagrado que nutre el cuerpo de la doliente: «Quiero atiborrarme de todo lo que queda, saturarme de materia comprimida, de los restos que habitan todavía los rincones, del latido vital que anida en las cosas heredadas» (194).

           

(Foto: R. Vallejo, 2025)

            ¿Cuál es la materia del duelo? ¿Qué es lo que da forma al luto? ¿En qué lugar de la casa ya vacía del ser que la habitaba se instala la ausencia? La imagen de la mudez de las cosas atraviesa el libro de Alicia Ortega: «[…] el silencio de las cosas resulta escandaloso cuando quedan huérfanas de sus propietarios. Quedan súbitamente fuera de lugar y una enrarecida pátina de tristeza las envuelve» (124). Es un dolor por la ausencia que está para dar cuenta de la existencia. Pero, en la vivencia del duelo, tras los ritos fúnebres, ese silencio de las cosas que eran parte de la vida de nuestros muertos se ve envuelto por un rumor amoroso, por el arrullo de las palabras convertidas en oración y canto. Nos arrullan, nos arrullamos con el cuidado de las palabras de amor.



[1] Alicia Ortega Caicedo, La materia del duelo (Quito: Severo Editorial, 2025).

[2] «Ningún hombre es una isla, entero en sí mismo; / cada hombre es un pedazo del continente, una parte del todo […] la muerte de cualquier hombre me disminuye, / porque estoy involucrado en la humanidad; / y, por lo tanto, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti».


lunes, junio 16, 2025

La literatura imagina a las naciones

            El último día de la FIL Quito 2025, me tocó intervenir en la mesa que lleva el título de esta entrada junto con la cronista y poeta ecuatoriana Gabriela Ruiz y la escritora peruana Katya Adaui. Los conceptos vertidos por mis compañeras de mesa fueron profundos, claros e iluminadores a partir de la experiencia personal de escritura de cada una. En esta entrada, apunto algunas de las ideas que expuse en medio del diálogo que se generó en la mesa.

Rafael Troya, 1907, Confluencia del Pastaza con el Palora (Carlos y Cumandá. La reina de los bosques), óleo sobre tela, 87 x 126 cm, Colección Banco Central del Ecuador, Quito. 
 

Un equívoco sobre las llamadas novelas fundacionales

            Doris Sommer en Ficciones fundacionales. Las novelas nacionales de América Latina (1993) indaga y especula de manera original, inteligente y profunda, sobre la relación que existe entre la producción de novelas románticas y la construcción de la nación en la América Latina del siglo diecinueve. No obstante, para quienes no estudian lo que se escribe, parecería que las personas que hacían literatura en el diecinueve tenía por objetivo programático el novelar la relación del amor con la construcción del Estado nacional. Es decir, que, por ejemplo, Gómez de Avellaneda con Sab (1941), Isaacs con María (1867), Mera con Cumandá (1879), o Matto de Turner con Aves sin nido (1889) idearon la manera de entretejer el drama amoroso de sus personajes en las vicisitudes de la nación en ciernes y, de paso, formular un código civilizador para la ciudadanía. Como toda crítica, la formulación de Sommer es un constructo brillante sobre las novelas inaugurales de nuestra literatura, aunque a ratos sobre interpreta como sucede cuando habla de la fatalidad que conlleva la tensión entre el judaísmo y la conversión de María.[1]

Juan León Mera, autor de Cumandá, c. 1855.
            En todo caso, las novelas del romanticismo del siglo diecinueve, en sus vertientes sentimental y social, nos dan una idea de cómo era percibida la nación, en la medida en que la novela, como género que permanece en el tiempo, habla no solo del entorno social sino de las características de la nación en la que sucede la historia, ya sea que trate de un asunto sobre el cuerpo de la mujer que controla la ley de la nación, como en la mirada masculina que hay en La emancipada (1863), de Miguel Riofrío, o, en este siglo, en la autorreferencialidad de El acontecimiento (2000), de Annie Arnoux. Asimismo, hoy día, una novela nos remite al espacio nacional en temas como el horror y la represión de una dictadura en Nuestra parte de noche (2019), de Mariana Enríquez, o de una experiencia de iniciación en un festival retrofuturista en los Andes ecuatorianos en Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (2024), de Mónica Ojeda.   

 

La lengua y la patria de las y los poetas

 

            Como una expresión de la posmodernidad, ha surgido un rechazo al sentido de patria por parte de un grupo de intelectuales para quien la nación les ha quedado estrecha y se asume una suerte de cosmopolitismo a la usanza de los modernistas, proclamándose gente de espíritu universal, por el hecho de desdeñar temas concernientes al espacio de la nación. Esta visión de los rastacueros se olvida de que no hay nada más universal que el localismo manchego del Quijote, el paseo dublinés de Leopold Bloom, el Potomac de Whitman, o el universo mágico y maravilloso de Macondo.

Bernardo Soares, uno de los heterónimos de Fernando Pessoa, formuló en El libro del desasosiego, una de las frases que ha justificado el desplazamiento del concepto de patria, como la nación imaginada de la que habla Benedict Anderson, hacia un espacio solipsista del poeta. La frase comienza con una formulación inocentemente provocadora: «No tengo ningún sentimiento político o social. Tengo, sin embargo, en cierto sentido, un alto sentimiento patriótico. Mi patria es la lengua portuguesa. No me pesaría nada que invadieran o se tomaran a Portugal, desde que no me incomodaran personalmente» (el énfasis es mío), y culmina con la asunción de un esteticismo en términos políticos que termina por convertir la lengua en un espacio individual de disputa estética: «Pero odio, con odio verdadero, con el único odio que siento, no a quien escribe mal en portugués, no a quien no sabe sintaxis, no a quien escribe con ortografía simplificada, sino la página mal escrita, como si fuera una persona verdadera; la sintaxis equivocada, como si fuera alguien a quien golpear; la ortografía sin ípsilon, como un escupitajo directo que me asquea independientemente de quien lo escupa».

           

Lêdo Ivo (Maceió, 1924 - Sevilla, 2012)
            Octavio Paz, años más tarde, reformuló la frase de Pessoa recuperando el sentido comunitario: «La patria de los poetas es su lengua», y en su discurso en el Congreso de la Lengua Española, en Zacatecas, (1997), amplió esta idea: «El lenguaje nos da el sentimiento y la conciencia de pertenecer a una comunidad. El espacio se ensancha y el tiempo se alarga: estamos unidos por la lengua a una tierra y a un tiempo. Somos una historia». Es, sin embargo, Lêdo Ivo (1924-2012) en su poema «Mi patria», quien confronta la teorización idealista que ve en la lengua el espacio sin contradicciones de una patria diversa y compleja, para ubicar a la lengua como uno de los elementos que conforman la nación y que nos permite hablar de su naturaleza, de su gente, de su vida, en tanto materias de la poesía:

 

Mi patria no es la lengua portuguesa.
Ninguna lengua es la patria.
Mi patria es la tierra blanda y pegajosa donde nací
y el viento que sopla siempre en Maceió.

[…]

La lengua que uso no es ni nunca fue mi patria.
Ninguna lengua engañosa es la patria.
Ella sirve apenas para que yo celebre mi grande y pobre patria muda,
mi patria disentérica y desdentada, sin gramática y sin diccionario,
mi patria sin lengua y sin palabras.[2]

           

            La lengua cumple una función esencial en la literatura, pero no reemplaza al espacio de la nación, ni el mundo global puede borrar el terruño local que nos identifica a todos. Tal vez nos ilumine mejor el enunciado de José Martí en «Nuestra América» (1891), en el que se amplía la patria de cada uno a la unidad en la diversidad de una patria continental, concebida como un proyecto político común, y en el que lo universal se funde con lo local, con prevalencia de espíritu propio: «Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas»[3].

 

Pensar los imaginarios nacionales desde la literatura

 

            No nos confundamos: la literatura es un espacio de libertad donde la imaginación construye una realidad de ficción, por lo que, como si fuera el Aleph borgiano, todo cabe en aquella. Hay una literatura cuya temática está atravesada por el pensamiento sobre la nación, aunque su preocupación principal sea la estrategia del lenguaje para el tratamiento de tal asunto, y hay otra que, en la disección de los micro mundos personales, da cuenta del espíritu de los seres que habitan aquella, sin que, necesariamente, se ocupe de la comunidad imaginada. En general, todas las aproximaciones posibles desde la verdad de la ficción literaria, pues esta no se agota con las opciones ejemplificadas, dan cuenta de un espacio y un tiempo determinados, a veces prevalece el espacio histórico del drama de la nación, otras veces, el microespacio del drama personal, otras veces, el espacio distópico, el fantástico, el del horror, y así.

            En lo personal, mis intereses literarios son variados, aunque tengo una preferencia por la soledad de los seres que viven al margen de los socialmente aceptado, y por el amor y sus vicisitudes, incluso en los conflictos históricos y políticos. De ahí que, en Gabriel(a) (2019) concentré la mirada que he desarrollado sobre personajes que desafían los prejuicios sexuales al contar la historia de un amor contrariado entre una mujer trans y un ejecutivo de banco, en una sociedad homofóbica; y en El perpetuo exiliado (2016), al hablar de quien fuera cinco veces presidente del Ecuador, concebí una historia de amor, entre aquel y su segunda esposa, Corina Parral, imbricada en cuarenta años de historia política de la nación.

           

            En mi más reciente novelina, Manvscrito de vna corónica inconclvsa (2025), mediante la creación de un collage de voces sobre momentos de estallido social significativos y de las historias personales de aquellas voces, he podido pensar la patria, pensar la nación plural y diversa, y meditar sobre esa herida equinoccial que nos atraviesa y que tenemos que sanar construyendo una sociedad más justa en la que prevalezca la dignidad de la gente por sobre el afán de lucro de las corporaciones.



[1] Una afirmación como «María o bien muerte porque su judaísmo era una mancha, o bien porque su conversión fue un pecado» es excesiva en la medida en que pone una intencionalidad punitiva en el autor Isaacs, ya sea programática o inconsciente. Doris Sommer, Ficciones fundacionales. Las novelas fundacionales en América Latina (Bogotá: Fondo de Cultura Económica, 2007), 243.

[2] Lêdo Ivo, «Mi patria», de Plenilunio (2001-2004), en Estación final. Antología de poemas 1940-2011, selección, prólogo y traducción de Mario Bojórquez (Ibagué: Caza de Libros, 2012), 176-177.  

[3] José Martí, «Nuestra América», en Antología mínima, selección y notas de Pedro Álvarez Tabío, tomo I (La Habana: Editorial de Ciencias Sociales / Instituto Cubano del Libro, 1972), 244.