José María y Corina lo habían conversado en alguna de su tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

domingo, mayo 10, 2015

Los ojos de mi madre



Aida Corral de Vallejo, 13 de julio de 1925 - 10 de enero de 2004




Los ojos del azul grisáceo más triste del mundo
tú los tenías, madre.

Cuando me mirabas lo hacías con alegría melancólica
—mujer doliente de abandonos que a la caída del sol
calentabas la cena al rescoldo de carbones adormilados—
pero tus ojos llenaban de luz mis tardes niñas de soledad oscuras.
¡Qué esperanzas carcomidas por el óxido del tiempo
acumulaba tu mirada susurrante de rosario y letanías sin fin!
¡Qué torrente de ilusiones en el desván de tu inconsciencia
atravesaba tu mirada como catarata de plegarias desatendidas!
El color de tus ojos es el centro de luz de una foto pintada a mano
retrato que cuelga como un mural de tu memoria resplandeciente.

Los ojos del azul grisáceo más tierno del mundo
acarician mi noche oscura, madre.

domingo, mayo 03, 2015

La experiencia amorosa en la razón y los sentidos



            Encontré en un poemario de 1974 de Luz Mary Giraldo, El tiempo se volvió poema, un texto que evoca ese instante de abandono y memoria que permanece en el tiempo: “Con las manos tejidas / y los ojos infinitos / devoraron el mar / […] El olor del tiempo / fue cantando versos” (Diario vivir, 74). En Camino de los sueños (1981), asoma la música en forma de canción para la vida que nace y, además, el uso del color y la presencia de las aves como elementos de libertad expresiva, elementos que encontraremos en su poesía más reciente: “Quiero cantarte / pequeño / que la vida es un poema / de colores amarillos / donde se enredan las aves” (Diario vivir, 68). La música será un leit motiv que permanecerá como armonía de imágenes en los versos de Luz Mary: con música amanece el día del poema que abre Postal de viaje (2003) en aquella “Canción para los buenos días” que evoca amorosamente al padre y la cotidianidad compartida: “Solía amanecer de madrugada / despertar una nota musical en la garganta / enseñarnos a escribir en el cuaderno / la palabra sol / y a escuchar cómo asciende en el pentagrama / por el tañer de las campanas / por el sonido de los dedos que llaman a la puerta” (Postal de viaje, 11).
            Luz Mary Giraldo (Ibagué, 1950) nos entrega ahora De artes y oficios (Bogotá, Taller de edición Rocca, 2015), un poemario estructurado en tres partes que llamaremos movimientos para ubicarnos en la tonalidad creativa de la poeta: “Arte de aRmar”, que podríamos calificar como un allegro ma non troppo y que la voz poética define así: “Amor es música de alas / preludio y fuga en un arpegio / elegía anunciada” (33); luego, como cadencia de lo que se anuncia en la primera parte, sigue “Arte de desaRmar”, al que me he atrevido a nominar un adagio en Sol menor, como el de Albinoni, concentrado en el poema “Hacia ninguna parte”: “Después del adiós / tu mano se hizo vaivén en la memoria / y el tiempo desdibujó tus rasgos. / la puerta dejó ir tu imagen / y tu gesto sesgado en el recuerdo / se deslizó / a ninguna parte” (48); y cierra con “Oficio de enRedar” que se me antoja un andante ad libitum que transita la existencia del amor por los meandros de la autopista del ciberespacio: “La red no borda la tela del amor / no teje manos ni corazones ni escribe la palabra sol / ni sabe cómo se enciende la luz en la mañana” (82), ese sol encendido con la música que emergía en el amanecer del padre.
            El libro está armado como una estructura total: juego de palabras en los títulos de las partes; un diálogo lúcido y poéticamente pertinente, a partir de los exergos del libro y de algunos poemas, con la tradición poética universal que ha trabajado el tema del amor; y un desarrollo de la experiencia amorosa que va desde la realización festiva del amor, pasa por el separación de los amantes y la consecuente soledad, hasta llegar a esa forma de presencia irreal que es son las relaciones a través de la red cibernética.
De artes y oficios es un poemario de cuidadosa construcción en el que la portada —foto de “Flechada” (2013 – 2014), una bella como sugerente obra en cerámica de Andrea Echeverri— contribuye a definir uno de los sentidos de la poesía de Luz Mary: la experiencia amorosa obedece a la arbitrariedad de Cupido y la flecha atraviesa el cerebro, desde donde se ama, trastornados todos los sentidos. Solo que, en el caso de nuestra poeta, esa experiencia amorosa parte de la reflexión de la tradición de la poética amorosa, asoma en la poetización del mismo proceso de escritura, y se ilumina con la vida humana.
            Luz Mary, que ha trabajado en su poesía el tema del tiempo, el viaje, la soledad, el proceso de nacimiento de la palabra poética, ahora deja que en su verso transite el tema de la experiencia amorosa. Y es que en la escritura se concentra la memoria de esa experiencia que ya no es pero que permanece en la palabra: “Te inclinas de nuevo ante la página / y buscar el arte del amor en tus palabras / lo tejes a tu cuerpo y tus desvelos / como eterna Penélope” (13), esa misma que la acompañaba en Postal de viaje: “Tejedora / paloma de la espera / inventa el pájaro que canta / cuando la luz termina” (Postal, 33).
La voz poética va definiendo a lo largo de la primera parte del libro, los tonos de la irrupción del amor y la experiencia amorosa en la vida. Así, lo percibimos como vendaval, exaltación, que irrumpe en la cotidianidad sin ninguna consideración: “Amor toca la letra menuda de todos los días / con sus flechas en el blanco / da tono a las palabras y a los gestos / y acompaña la entrega de dos fieras” (14). O, también, siguiendo la tradición que arranca con la definición de Quevedo: “Este es el niño Amor, este es su abismo. / ¡Mirad cuál amistad tendrá con nada / el que en todo es contrario de sí mismo!”[1], en este poemario el amor es definido por Luz Mary en medio de la serenidad: “Con mis ojos cerrados / quiero verte / como antes / oír tu voz / como siempre / poner mis labios en los tuyos / y ahí quedarme / como en un cuento de hadas” (20). O, como un desborde de los sentidos, mediante imágenes irracionales que, con sutileza, invaden la expresión poética: “Dibujo tu rostro / sin una sola letra […] Pregunto si estás ahí / en el silencio / y trazo una línea / donde comienza el verso / para decir / te amo” (21).
Siempre presente en los textos de Luz Mary, la música atraviesa su poesía como un elemento que no es decorativo sino parte sustancial de su mundo poético. En este libro está presente como una de las sustancias en las que se sostienen las palabras, igual que los nenúfares en la obra de Claude Monet, con la que uno se extasía en la sala ovalada de la orangerie. Así leemos en “Solo de música”: “Un solo de música acompaña la cantiga de nuestro amor. / Oímos un contrapunto de violín y chelo / mientras los versos de Quevedo traen dulce desconcierto / y las golondrinas del jardín / tejen sonidos en el aire. […] No hay fruta prohibida / si la música reposa entre los dos” (28).
La segunda parte, el segundo movimiento, se abre con un verso que desacraliza cualquier consagración del sentimiento de pérdida amorosa: “Son cursis los versos cuando acaba el amor” y concluye en ese “Monólogo quedo”: “el oficio frágil y desamparado de olvidar / es como un pájaro con sus alas rotas ante la finitud” (43). Y, sin embargo, es necesario poetizar la pérdida amorosa; de ahí que en “Zozobra”, las imágenes se vuelven delicadas y a partir de cuatro símiles en cascada la voz del amante que espera consume su ansia: “Como gato que pisa suavemente / sobre la tapa de un piano cerrado. / Como quien esquiva trozos de cristal / para no herir sus pies descalzos. / Como si recogiera migas de pan / para el día del hambre. / Como si caminara de puntillas / para no despertar al niño que profundo duerme” (44). Porque la idea del adiós está anclada a la necesidad de dejar ir al ser amado, luego del fulgor del instante, que la voz poética define en la bella sinestesia del último verso: “Tu rostro nacido para irse / es piel en mi memoria / sábana extendida para decir adiós” (46).
El movimiento final incursiona en el mundo virtual de la red: “De las teclas escurren sonidos del amor / y mientras escribo incansable este poema / cuelgo tu nombre sobre el muro / como antes se hacía en el tronco y las hojas de los árboles” (78). La voz poética concentra su contradicción interior entre lo extendido de la red y la insignificancia que este tiene frente a la palabra poética: “En las noticias de todas las mañanas / los versos de Ajmátova relampaguean como fantasmas / y dibujan estrellas en el amanecer. / Ninguna red vuela más allá de sus palabras / ni envía saludos a la media noche por medio de una estrella” (79). Y, nuevamente dialoga con Postal de viaje, ahora introduciendo esa tensión entre el viaje como experiencia personal y el viaje como posibilidad virtual. En “Mapa desconocido”, la voz poética después de buscar en el mapa las calles de Estambul y de otros lugares, se da cuenta de la ausencia de la persona que se anhela: “No están tu rostro ni tu voz / y el río corre muy abajo / se aleja del viejo monasterio entre las piedras / del lago fascinante entre los desperdicios / y los colores de Turquía saltan como si yo los conociera / en el mapa que persiguen los ojos / o en el punto aún desconocido que señalas / en las guías de Google” (80).
Y es que esa red que, al parecer, todo lo abarca y todo lo define no es suficiente para atrapar el amor, el deseo, al ser amado: esa red es un mecanismo virtual y como tal, más sujeto a los engaños de los sentidos que la realidad real, pues, de alguna manera, la realidad virtual de la red es el engaño de la razón, los sentidos y el deseo: “No es simultáneo el tiempo ni llega tu perfume en cada mail. / WhatsApp enreda la foto en los mensajes / Facebook no sabe de caricias / y en el Skype tu rostro es un fantasma / se diluye   se distorsiona   se pixela / se va   pierde / golpea la voz / o la silencia” (83). La voz poética, entonces, entiende que se trata de nuevos vehículos de mensajería y concluye: “Hay un juego de espejos en la red: / el amor que no empieza y la amistad que se acaba / las fotos que invaden la pantalla / la imagen cambiante como la ropa vieja / la tensión de los puntos que anuncian al escritura esperada” y es entonces cuando dialoga en un salto al mundo clásico de la mitología griega con aquello que sigue siendo referente en el arte: “En ese espejo de letras solitarias / teje una araña el laberinto donde Asterión se esconde / y Teseo busca los hilos que lo acercan a Ariadna / o que lo alejan” (85).
De artes y oficios, de Luz Mary Giraldo, es un poemario en el que la experiencia amorosa transita desde su celebración en el deseo realizado, pasa por la nostalgia de la ausencia, y se instala en la virtualidad de la red, interrogándose siempre sobre la precariedad de la posesión amorosa. Todo ello, con un lenguaje poético cargado de musicalidad y de verso exacto, que dialoga con la tradición cultural de la poesía amorosa, poblado de imágenes que apelan a la sensualidad de los sentidos; un poemario con el lenguaje de la poesía imbricado en la vida.


[1] Es yelo abrasador, es fuego helado, / es herida que duele y no se siente, / es un soñado bien, un mal presente, / en un breve descanso muy cansado.