José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

miércoles, abril 07, 2021

Nuestra piel muerta: La poesía de lo que habrá de pudrirse

           

«He vuelto a nuestra casa sin saber por qué, padre, y ahora amo lo que veo y puedo comprenderlo todo: el lenguaje sagrado de los cuerpos muertos, la fecundidad de lo oscuro y húmedo, las grutas naturales y los hombres que las han copiado para hacer su templos, la efervescencia de la vida la podredumbre y los desechos, el cosmos contenido en un ser del tamaño de una cabeza de alfiler». (Foto del autor, 148)

            Lucas regresa en busca del padre, pero también de los silencios de la que fue su casa, de la enajenada lucidez de su madre, de los restos de un hogar que es una patria sometida por dos intrusos. «El que regresa no tiene nombre, ni sabe lo que busca, y en su propia casa vive en calidad de huésped»[1]. Lucas regresa e interpela a su padre muerto rememorando su crueldad de patriarca cobarde: el padre que se rindió ante los extraños, el padre que se olvidó de su propio hijo; el padre que, en nombre de un Dios sin piedad, declaró loca a su mujer y la condenó al ostracismo. Lucas regresa y el mundo de los insectos, de aquello que aparentemente carece de importancia, vuelve en su deseo: «Con un poco de suerte, yo podría haber sido una mantis flor, un escarabajo Hércules o una chinche asesina»[2]. Nuestra piel muerta, de Natalia García Freire, es una bella novela de lenguaje sobrio, poético y sobrecogedor, que despliega un novedoso gótico andino desde los elementos del horror y la piedad románticos.

            La sobriedad narrativa atraviesa la novela. Lucas observa las moscas que vuelan alrededor de un pollo podrido: «Y qué música bellísima escuchaba, padre, cuando volaban; eran alas y eran vida, bendita simetría que susurra»[3]. Ser ala y ser vida: ser el susurro de la exactitud y su halo de divina perfección. Poesía que estremece en la construcción de la imagen poética y que prolonga el estremecimiento que provoca el sentido de la finitud y lo transcendente: «Quiero la resurrección de la carne que solo viene con el fin y la inmundicia»[4]. La vuelta a casa de Lucas para ajustar cuentas con lo que ha muerto es la confirmación de la vida que emerge de lo que se descompone, de lo que se pudre. La poesía de lo que habrá de pudrirse está en la descripción del rostro del padre después de enviar a la madre de Lucas al encierro: «No sé si se ha descrito la geografía de un rostro desesperado, pero se parece a una isla volcánica, cuando la lava se enfría y forma elevaciones disímiles, todas ásperas e inhumanas»[5]. Lenguaje que se transforma en sobrecogimiento de quien lee.

            La escena de la campiña andina ha reemplazado al castillo medieval del gótico de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX: el mundo de la ruralidad serrana es el mundo de la novela. El fanatismo religioso se ha instalado y el pecado es una maldición que abrasa a quien pretende ser libre: las beatas y el cura poderoso, los rosarios y las letanías, y la sentencia de un Dios cruel condenan al infierno terreno a la madre: un ser libre en la sabiduría de sus libros de botánica, que son quemados por una inquisición de pueblo. Josefina, la madre apasionada, convertida en loca y encerrada en nombre de Dios: «La calma de Dios era un maldito cuarto vacío»[6]. La presencia fantasmagórica de Felisberto y Eloy, personajes que encarnan lo siniestro, similar al dúo Coppelius/Coppola de «El hombre de arena», de E. T. A. Hoffmann, y que son introducidos sin ninguna explicación: igual que el mal que asedia para corromper lo humano. El mundo de los vivos se confunde con el de los muertos: «Es como escuchar mil manos rasgando paredes desesperadas por salir. Es como escuchar la conciencia de la tierra. Es como escuchar mil corazones asustados latir alrededor de uno, todo vísceras, todo pulso. Y todo lo demás en el mundo se queda mudo»[7]. El horror atraviesa el mundo narrado y se expresa en la singularidad monstruosa de Felisberto y Eloy, los personajes que representan el mal. Al mismo tiempo, la presencia de la madre, del profesor Erlano y del mundo de los insectos es la representación de la piedad, del sosiego en medio de los espíritus borrascosos que se apoderan del hogar. El mundo agitado por las antiguas tormenta y pasión del neorromanticismo ecléctico de estos tiempos.

            En Pedro Páramo, de Juan Rulfo, Juan Preciado llega a Comala en busca de su padre, que es un rencor vivo. En Los tiempos del olvido, de Jorge Dávila Vázquez, un libro de cuentos orgánico, la familia de un tiempo andino y rural simboliza lo siniestro en ciernes: todos los días son como un viernes sin historia. Nuestra piel muerta, de Natalia García Freire, se inscribe en esa tradición de voces rumorosas que entretejen los sentidos de la vida y de la muerte; pero, además, en esta novela, lo espectral es el estado de la materia que nos libera del mal, que es presencia cotidiana, y desde el mundo de los insectos, ese de la paz de lo que se pudre, emerge el canto vital de la tierra: «La resurrección de la nuestra carne es un milagro. No hay un espíritu que asciende sino un cuerpo que se deshace y baja en espirales por la tierra formando una vida más perfecta y simétrica. Bendita melodía que susurra y se transforma»[8].  



[1] Natalia García Freire, Nuestra piel muerta (Madrid: La Navaja Suiza Editores, 2019), 23.

[2] García Freire, Nuestra piel…, 40.

[3] García Freire, Nuestra piel…, 41

[4] García Freire, Nuestra piel…, 41.

[5] García Freire, Nuestra piel…, 140.

[6] García Freire, Nuestra piel…, 76.

[7] García Freire, Nuestra piel…, 150.

[8] García Freire, Nuestra piel…, 150.


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