José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, octubre 14, 2024

La elegía inaugural de una patria escindida

              «La ejecución del Inca». Grabado del siglo XIX.

En el primer capítulo de su Ojeada histórico-crítica sobre la poesía ecuatoriana (1868), Juan León Mera adelanta una elección compleja pues señala el carácter inaugural en nuestra tradición literaria del poema «Atahualpa huañui», un texto en kichwa que él encontró y luego tradujo: «… hay unos versos sobre la muerte de Atahualpa, hechos sin duda cuando la memoria de la terrible catástrofe estaba harto viva todavía entre los indios, y los únicos de aquel tiempo que la tradición nos ha conservado; y son elegíacos, de aquellos que inspiran solo las profundas desgracias que no tienen remedio en la tierra»[1]. Su comienzo, según la traducción de propio Mera, es el siguiente:

 

En el grande huabo

El cárabo viejo

Con llanto de sangre

Lamentando está;

Y arriba en otro árbol

La tórtola tierna,

Con pesar intenso

Sus gemidos da.[2]

 

El asunto del poema es el lamento del pueblo que ha quedado en orfandad por la muerte del Padre Inca. Al igual que en la elegía cusqueña Apu Inka Atawallpaman (Al todopoderoso Inca Atahualpa), la idea del cataclismo debido a la muerte del Inca, expresada en el comportamiento inusual de la naturaleza, está presente en el símbolo del arco iris negro y en la caída del granizo que convierte la claridad del día en una oscuridad inesperada: símbolos de la metamorfosis cósmica por una causa histórica que también consta de manera expresa en el poema del Cusco: «El sol, palideciendo, anochece / —otra señal— / y amortaja a Atahualpa»[3].

Federico González Suárez disentía de Mera sobre que el autor de Atahualpa huañui fuera indígena y, en una nota de su Historia general de la República del Ecuador, concluyó que «el autor de esa composición fue, sin duda, algún ingenio quiteño, conocedor de la lengua quichua, en la cual versificaba, sujetando la lengua del Inca a las reglas de la métrica castellana, pues hasta procura guardar la asonancia o rima imperfecta casi en toda la composición»[4]. En cambio, la profesora puertorriqueña Mercedes López-Baralt, especialista en la cultura del mundo andino, al mismo tiempo que sostiene que, seguramente, la elegía es de fecha posterior a la que señala Mera, intuye que el autor, al igual que el del poema cusqueño ya citado, es «un nativo aculturado»[5].

Dados los estudios hasta la fecha, deducimos que tanto el poema del cacique de Alangasí como el de origen cuzqueño fueron escritos por poetas quichuas, bilingües y educados tanto en la cultura indígena como en la hispana, es decir, que ambos fueron aravicos que ya habrían asumido el espíritu de ambos mundos.

En todo caso, podemos señalar que la literatura ecuatoriana se inaugura con un poema elegíaco en kichwa que es testimonio de un cataclismo histórico para los pueblos originarios y reafirma la función de la poesía como memoria. Su autor, probablemente, también conocía el castellano y vivía en los mundos de las dos culturas, lo que se expresa en el tipo de estrofa y verso utilizados, por lo que asumimos que su escritura no es inmediata al suceso histórico.

Esta constatación evidencia el complejo carácter pluricultural y multiétnico de un país predominantemente mestizo y, al mismo tiempo, de la ausencia de una tradición literaria en lengua kichwa. Resulta sintomático, entonces, que una literatura que se inaugura con un poema en kichwa carezca de una tradición literaria en dicha lengua, más allá de coplas y relatos populares recogidos más como muestras folclóricas antes que como textos del canon literario. Lo dicho, sumado a la destrucción sistemática de la cultura de los pueblos originarios, es el resultado de la dominación y la exclusión sufridas por hasta el presente. Sin embargo, en este escenario existieron las luchas de resistencia de los indígenas, reprimidas de forma expedita y sangrienta, y silenciadas para borrar las contradicciones étnicas y de clase a lo largo de la historia.[6]

En su Ojeada, Mera señala que el kichwa, al momento de la conquista, se encontraba en tal desarrollo lingüístico que «se prestaba sin duda á la entonación de la oda heroica, á las vehementes estrofas del himno sacro, á la variedad de la poesía descriptiva, á los arranques del amor, á toda necesidad, á todo carácter y condición del metro, desde el festivo y punzante epigrama hasta el grave y dilatado género de la escena»[7]. La descripción de Mera sobre el nivel estético del kichwa a la llegada de los españoles nos permite identificar la grieta profunda que la colonización española abrió en el desarrollo espiritual del lenguaje de los pueblos originarios.

Todo lo cual, contribuye a la idea de que Ecuador es una patria escindida por una herida equinoccial desde su génesis.



[1] Juan León Mera, Ojeada histórico-crítica sobre la poesía ecuatoriana (Quito: Imprenta de J. Pablo Sanz, 1868), 8.

[2] Juan León Mera, Antología ecuatoriana: Cantares del pueblo ecuatoriano (Quito: Imprenta de la Universidad Central del Ecuador, 1892), 346. Sobre esta traducción, Mera comenta: «Esta versión, aunque menos rítmica, me parece más fiel que la que publiqué en la Ojeada histórico-crítica sobre la poesía ecuatoriana». Los versos originales son:

 

Rucu cuscungu

Jatum pacaipi

Huañui huacaihuan

Huacacurcami;

Urpi huahuapas

Janac yurapi

Llaqui llaquilla

Huacacurcami.

 

[3] Mercedes López-Baralt, El retorno del Inca rey: mito y profecía en el mundo andino (Madrid: Editorial Playor, 1987), 109. El texto original dice: «Inti tutayan q’elloyaspa / —hoc watuypi— / Atawallpata ayachaspa».

[4] Federico González Suárez, Historia general del República del Ecuador, t. I., (Guayaquil: Publicaciones Educativas Ariel, Clásicos Ariel # 28, sfe.), 111.

[5] López-Baralt, El retorno…, 55.

[6] Un libro indispensable, basado en el estudio exhaustivo de documentos oficiales de la época, para conocer la resistencia indígena a la opresión del aparato colonial es el de Segundo E. Moreno, Sublevaciones indígenas en la Audiencia de Quito desde comienzos del siglo XVIII hasta finales de la colonia (Quito: PUCE, 1978).

[7] Mera, Ojeada…, 7.


lunes, enero 01, 2024

«Barro tal vez», de Raúl Pérez Torres: amores, desencanto y sabiduría

(Foto: R. Vallejo, 2024)

Él es un maestro del cuento que tiene narraciones memorables como «Cuando me gustaba el fútbol», «Ana, la pelota humana», «Era martes, digo, acaso que me olvido» (de En la noche y en la niebla, premio Casa de las Américas, 1980) «Solo cenizas hallarás» (Premio Juan Rulfo 1995), o «Micaela». Ahora nos entrega cinco relatos que condensan las virtudes de su cuentística y su capacidad para conmovernos con la intimidad de su voz narrativa y la precisión del bisturí con el que disecciona el alma de sus personajes y el mundo de sus andanzas. Barro tal vez, de Raúl Pérez Torres (Quito, 1941) es un cuentario que nos confronta con la triste constatación sobre la brevedad del amor, que nos envuelve en la atmósfera de la nostalgia y el desencanto tanto en lo vital como en lo político, y que, con la sutileza de la poesía, va desgranando la plácida sabiduría de la vejez en unas historias cuya narrativa se abre continuamente al diálogo intertextual.

«Peguche» es el primer cuento: en él se conjugan las constantes del amor, entendido como un instante placentero de la piel y el alma y, al mismo tiempo, como una nostalgia que prolonga su brevedad; el proceso creativo que se alimenta del amor y de la juventud a quienes devora para su sobrevivencia; y una visión idílica, new age, de la relación del espíritu, la naturaleza y los ritos ancestrales de los pueblos originarios. «Tenía la sensación de que no era ella la que me acompañaba entre los árboles, sino el fantasma de mi conciencia artística»[1], dice el escritor que camina junto a su joven pareja para una limpia en la cascada de Peguche.

«Tengo una necesidad casi fisiológica de imaginar algo bello» (28), dice la voz narrativa de «El caballero y la noche» que contempla a su joven amante dormida y siente que la vida se acaba y se vuelve evocación permanente. La nostalgia es como una oración atravesada por la muerte en «Cordero de Cristo», cuento en el que el deseo como ilusión es evocado como si fuera una fotografía que va borrándose con el tiempo. Esa nostalgia se concentra en «Funky blues», cuento en el que Julia, un inolvidable personaje, se enfrenta al mundo como una imposibilidad para un alma joven, desolada y depresiva, que «a sus veinte años venía de vuelta del paraíso y del infierno» (39) y que funde la experiencia erótica y la experiencia mística.

«Barro tal vez», que da nombre al libro, es una novelina, en tono de un diario íntimo, en la que un escritor en su vejez, durante el encierro por la pandemia, hace un recuento de su vida, no tanto como acontecimiento cuanto como estado del espíritu. Sus relaciones amorosas, marcadas por la asimetría de las edades, se sintetizan en la idealización de sus parejas y su búsqueda de una intensidad literaria y vital, imposible en la cotidianidad: «Una es la mujer que amamos y otra es la que es […] La mujer que se va a su casa y la mujer que se queda en mi imaginación, la mujer real y la mujer de la literatura» (156). En la novelina, el personaje, que es un escritor en su otoño vital, da cuenta de su desencanto político tanto por su propia práctica como por la realidad de una izquierda burocrática y corrupta, incapaz de encontrar nuevas formas de hacer política para las nuevas realidades que incluyen a los pueblos originarios y la naturaleza. Ese desencanto lleva a que el personaje narrador se encierre en sí mismo, en un pequeño jardín como espacio que permite evadir el mundo real: «Ese jardín siempre fue un espacio de poesía, no para la poesía. La poesía es la respiración de las cosas, lo he dicho siempre, y allí, las cosas, las flores, la hierba, el agua, el viento, la lluvia, la tierra, respiran poesía. La belleza habitando por sí sola» (146). La novelina es un monólogo con reflexiones estéticas, éticas, políticas, vitales, hechas por el narrador protagonista en el tiempo de la pandemia. El narrador personaje está marcado por una tristeza otoñal que encierra las alegrías momentáneas, la intensidad de vida que ya no experimenta, y el olvido que empieza a instalarse en el lugar de la memoria: «Poco a poco, pero inexorablemente, ha ido desapareciendo lo bello. Tengo la sensación de que de un momento a otro voy a desintegrarme» (166).

Barro tal vez, de Raúl Pérez Torres, es un cuentario sobre la persistencia de la literatura, sobre el diálogo de los libros que nos hablan de la condición humana, sobre la vida que permanece porque se transforma en literatura con la sabiduría de la existencia: «Me acosa la muerte y el fuego. Quizá mi cuerpo piense que la muerte es una fogata prendida a sus pies. Y esa fogata me lleva a otras hogueras encendidas en el tiempo» (124).



[1] Raúl Pérez Torres, Barro tal vez (Quito: El Ángel Editor, 2023), 17. El número junto a la cita indica la página en esta edición.


lunes, diciembre 18, 2023

«Fiebre de carnaval», de Yuliana Ortiz: novela del gozo y la sensualidad

«El carnaval es la puerta abierta hacia el desvarío, la locura y la joda eterna. Como si alguien abriera una llave de farra que no solo nunca se cierra, sino que se rebosa, se sale de los baldes»[1], dice la voz narrativa de Fiebre de carnaval, la ópera prima de Yuliana Ortiz Ruano (Limones, Esmeraldas, 1992), que es una fascinante y conmovedora novela de escritura gozosa y sensual atravesada por la fiesta, la violencia patriarcal y el duelo. Justamente, en la presentación de la novela en la librería Tolstoi, de Quito, el 29 de octubre de 2022, Yuliana Ortiz, en diálogo con la crítica Alicia Ortega, habló de la energía cultural que subyace en el carnaval de Esmeraldas: «El carnaval es una fiesta en donde se puede ser plenamente negro».

Fiebre de carnaval se inscribe en una tradición que la hermana con Juyungo (1943), de Adalberto Ortiz (Esmeraldas, 1914-Guayaquil, 2003). Fiebre comparte con Juyungo el vitalismo que tienen la poesía, la música y el baile en la cultura del pueblo afroecuatoriano. Cada capítulo de Juyungo comienza con un texto de prosa poética titulado «Ojo y oído de la selva» y, por ejemplo, «La marimba de Cangá», el XIV, es uno que tiene el mismo sentido festivo que la novela de Yuliana Ortiz: «Tambor y más tambor, resonando con tanto afán. Bamboleo tras bamboleo. Mi sombrero grande, mi verejú. Que ya viene el diablo, mi verejú»[2]. En Fiebre, la música es intrínseca a la escritura y el baile es una vivencia del cuerpo en estado de liberación. En el espacio celebratorio de una cultura, Fiebre de carnaval es una novela que desde ya ha encontrado su espacio en la tradición literaria ecuatoriana y es un testimonio estético que impide el borramiento del pueblo negro en un país racista como el nuestro. Como dijo la autora en aquella presentación en la librería Tolstoi: «Para mí, lo primero es la consciencia de raza; el género viene después. Los cuerpos negros son públicos, fácilmente exotizables, erotizables».  

La voz narrativa de la novela se ubica a la altura de una niña de ocho años y así, mediante el artificio de la literatura, Yuliana Ortiz nos muestra el mundo afro-esmeraldeño a partir de esa perspectiva. A medida que avanza la novela, en una línea de tiempo que tiene como hecho histórico central el feriado bancario de 1999, asistimos al crecimiento de Ainhoa, la niña-narradora, y su toma de conciencia sobre aquel mundo: «Yo entiendo lo que pasa mi alrededor, pero aún no tengo todas las palabras en mi lengua, por eso hablo en voz alta […]» (109). El tono memorioso de  la niña que narra construye y muestra una comunidad familiar signada por la sororidad: las mamis y las ñañas expresan ese ser-mujer-afro confrontado desde lo cotidiano con la violencia de la estructura patriarcal cuya más cercana expresión es el ritual del enamoramiento que busca la posesión, según el consejo de la ñaña Rita: «[…] hay que cuidarse siempre del amor de los hombres, mija, un hombre enamorado es capaz de hacer cualquier cosa, desde escribir desvaríos cojudos, gritar, amenazar, vigilar… Dios no quiera, mija, Dios no quiera que un hombre se enamore de usted» (39).

Ainhoa nos cuenta la historia de una familia patriarcal con episodios de cruda violencia y represión de la sensualidad de las mujeres de la casa. Ainhoa está explorando siempre lo que no entiende, tentando el límite de lo prohibido y, desde el árbol de guayaba, que es un lugar seguro, ella contempla con lucidez el mundo extraño de los adultos: «Los árboles son los únicos en esta casa que entienden mi desvarío». (111). «Vasenilla», así nombrado con privilegio del habla popular, es un capítulo estremecedor: Ainhoa cuenta, mediante un relato sugerente y doloroso, que es violada por su abuelo Chelo: la lengua literaria habla de lo indecible: «[…] un viejo borracho que sostiene un fierro oxidado, y unos ojos pequeños buscando sin saber para dónde correr. Un viejo borracho que se despapisa para convertirse en una sombra que te hace temblar de manera involuntaria» (103).

La envolvente narración del capítulo “Fiebre” es una suerte de introspección-fluir-de-conciencia que nos permite entender la fuerza irracional de la sexualidad que va apareciendo en Ainhoa y, al mismo tiempo, su entrar y salir del agua de la piscina es un indicio premonitorio de la manera como Ainhoa entiende su liberación: «Recupero el aire pronto, subo hasta el trampolín y me sumerjo otra vez en el vientre clorado que me regresa a la vida» (124). «Sabrosura», que sigue a continuación, habla de un personaje del mismo nombre que ha bautizado a Esmeraldas como «la república independiente del sabor» (128) y en él, Ainhoa nos descubre también la erotización del cuerpo en el carnaval: «La gente del barrio se moja en las veredas bailando durísimo, meneando culos y caderas como si ellos dominaran el camino de la vida, como si los culos y caderas sostuvieran al mundo. ¿O es que las caderas y los culos sostienen ese mundo esmeraldeño de salsa, locura y desvarío carnavalero?» (127). Lo que le toca ver a Ainhoa, en medio del desenfreno carnavalesco, se muestra de manera cruda y se prolonga hasta el siguiente capítulo en el que la niña encuentra refugio, protección y ternura en el abrazo de sus padres ebrios: «Terminaba de latir al fin el carnaval» (146).

Fiebre de carnaval, de Yuliana Ortiz Ruano, es una novela que tiene un lugar propio en la tradición de Juyungo, su lenguaje se expresa con una crudeza sin concesiones y, al mismo tiempo, con una estremecedora belleza poética; una escritura vertiginosa como la música que rompe el silencio de la dominación y una lectura que nos sumerge tanto en el dolor de una niña agobiada por la crueldad de un mundo patriarcal y violento como en el gozo y la sensualidad del carnaval esmeraldeño.



[1] Yuliana Ortiz Ruano, Fiebre de carnaval (Madrid: La Navaja Suiza Editores, 2022), 133. El número junto a la cita indica la página en esta edición. En enero de este año, Yuliana Ortiz recibió, por Fiebre de carnaval, el Premio IESS para la primera novela de latinoamericanos menores de 35 años, otorgado por la IILA, Organización Internacional Italo-Latina Americana, Energheia – Associazione Culturale Matera, Edizioni SUR y Scuola del Libro. Asimismo, en diciembre, le fue otorgado el Premio Joaquín Gallegos Lara a la mejor novela publicada en el año.

[2] Adalberto Ortiz, Juyungo [1943] (La Habana: Casa de las Américas, 1987), 267.


lunes, agosto 28, 2023

La bitácora de Carlos Béjar Portilla

De mi archivo: En 1990, Carlos Béjar Portilla publicó el cuentario Puerto de luna y la novela corta La Rosa de Singapur con el número 39 de la Colección Antares, editada por Libresa. La primera edición del cuentario Puerto de luna fue publicado, en 1986, por la Casa de la Cultura Ecuatoriana, núcleo del Guayas. Yo fui el autor del estudio introductorio de la edición de Libresa, que ustedes pueden consultar en mi sitio web. Los dos artículos que reproduzco a continuación tienen su origen en aquel estudio.

 

Carlos Béjar Portilla (Ambato, 1938). Vivió cuatro años en Baños, hasta que, en 1942, su familia se trasladó a Guayaquil, en donde se radicó. (Foto tomada del blog Momento digital. El placer de leer en línea)

Los monos enloquecidos

La bitácora de Carlos Béjar Portilla (I)

Hoy, 14 de enero de 1991

 

           

            Decir que Carlos Béjar Portilla (Ambato, 1938) es el punto de arranque de algo nuevo siempre será riesgoso; sin embargo, asumo el riesgo porque, a pesar de no pertenecer a ningún grupo literario en particular, él es la cabeza visible, la propuesta estética más madura, del movimiento de escritores que irrumpe en la década de los 70 rompiendo, de manera definitiva, toda atadura con el realismo social.

            Puerto de luna (cuentos) y La Rosa de Singapur (novela corta) aparecieron en 1990, con el número 39 de la Colección Antares, editada por Libresa. A propósito, esta colección llegó a los cincuenta títulos entre obras clásicas y contemporáneas con estudios introductorios serios dirigidos, sobre todo, a maestros y estudiantes.

            Dos obras por el precio de una, como diría algún publicista elemental. En esta entrega, hablaré del cuentario, según el neologismo utilizado por Cecilia Ansaldo, en su profunda ponencia sobre el cuento, presentada en el IV Encuentro sobre Literatura Ecuatoriana Alfonso Carrasco Vintimilla, realizado en Cuenca.

            Puerto de luna es la concentración de las preocupaciones temáticas y estilísticas de Béjar. Cuentos con una enorme economía de lenguaje; personados trazados con líneas gruesas para su descripción física, pequeños indicios de su interioridad; conflicto apretado y anécdota contada en forma sustantiva. Esta economía, a veces, va en merma de la propia posibilidad narrativa del cuento y no consigue armar una estructura acabada («Punto muerto», «El taxi color amarillo», «Mañuco»).

            En cambio, en «Puerto de luna», el cuento que le da nombre al volumen, la economía de lenguaje funciona de manera exacta. El primer párrafo plantea el ambiente exterior de la acción. El segundo, introduce sutilmente el elemento fantástico. El tercero, no presenta la información necesaria para saber que se trata de fantasmas que recorren puertos también fantasmas. El cuerpo, sirve para que el narrador se introduzca en la historia como personaje. Del quinto al octavo, desarrolla la historia de amor entre este y Dolly. En el séptimo, menciona un elemento nuevo —indicio verdadero— que trae violentamente el tiempo de lo narrado a la actualidad. El último párrafo resuelve la contradicción entre realidad y fantasía y logra romper el tiempo circular de la historia. «Henry Fiol» y «Epílogo imaginario, por Jorge Luis Borges» consiguen, de igual manera, aquella excelencia.

            Béjar organiza en el libro un juego de referencias cruzadas, de guiños culturales, de propuestas vitales con la lectura, que vuelven placentera la lectura del cuentario. Cuentos de ambiente marinero se conjugan con la novelina La Rosa de Singapur, que comentaré en la próxima entrega. Hasta tanto, con estas aguas navegamos.

 

 

Los monos enloquecidos

La bitácora de Carlos Béjar Portilla (II)

Hoy, 21 de enero de 1991

 

            Costumbre de Béjar, en lanzamientos de libros y exposiciones, al calor de Guayaquil y del ron con cola, el escritor atrapaba en su red al prójimo para hablar de una novela de mar provista únicamente de los aparejos indispensables.

            La Rosa de Singapur, para los que se perdieron el artículo del lunes anterior, apareció en 1990, con el número 39 de la Colección Antares, editada por Libresa, en un volumen que incluyó su cuentario Puerto de luna, comentado en la entrega anterior.

            Ya no es la situación lo que sostiene al texto, como sucedía en Tribu sí (1982, finalista del premio Seix Barral de 1973), su novela anterior. En esta ocasión, se trata de una novela corta en la que Béjar revela su deseo de contar cosas. De narración sustantiva y ambiente marino, La Rosa de Singapur desarrolla su discurso en el género de la novela de aventuras.

            La novela se presenta como un manuscrito encontrado en una botella, en la playa, por el capitán José Chimistra, quien informa a la Capitanía del Puerto, anexando el manuscrito, el 4 de noviembre de 1992. El narrador —el que escribe el manuscrito— asume su manera de decir como si estuviera escribiendo una bitácora o libro de a bordo.

            La Rosa de Singapur es también la novela de la búsqueda de la paz interior del ser humano, que habrá de conseguir al fundirse, ser uno, con la naturaleza; cuestión que ya estaba presente en Tribu sí. Los amigos de aventura: Miguel, el Vasco; el Fakir, Ku man Ku y el narrador son los protagonistas —nuevamente, la idea de la tribu— que están juntos, en 1946, la noche del naufragio del Faraón, se encuentran, en 1967, en una isla solitaria, al final de sus vidas marinas, fundidos con la naturaleza.

            Esa búsqueda es el hilo narrativo que va tejiendo las peripecias hasta formar una bien construida colcha hecha de diversos retazos, pues la narración expresionista —descripciones en trazos gruesos, personajes y ambientes esbozados en pocos párrafos—, acentuada en lo que sucede fuera del mar (por ello esa alusión pasajera a Sonia, la bailarina o a El Rincón de los Artistas), permite que el narrador contraponga la complejidad de lo cotidiano —en tierra— con la sencillez de la paz interior —en la mar—: una isla donde los humanos, desde lejos, «parecen pájaros marinos».

            Esa sensación de anécdotas truncas se da porque la economía del lenguaje está planteada como característica discursiva, aunque se exagera en el caso de la vida del cocinero malayo Ku man Ku, de quien se sabe muy poco para ser el protagonista.

            Pocos le creyeron a Béjar, pero aquí está La Rosa de Singapur navegando. «Pequeños rizos, viento de popa». Lectores de a bordo: a expandir las páginas del libro como si fueran las velas de una pequeña embarcación.    


lunes, junio 05, 2023

«El Rincón de los Justos», de Jorge Velasco Mackenzie: 40 años, edición conmemorativa


            El 26 de febrero de 1983, la editorial El Conejo terminó de imprimir la primera edición de El Rincón de los Justos, de Jorge Velasco Mackenzie. La ilustración de la portada es un fragmento de Oasis No. 2, de César Andrade Faini, un óleo de 1955. El mismo año de 1983, en la colección «Grandes Novelas Ecuatorianas. Los últimos 30 años», El Conejo lanzó la segunda edición con un tiraje de 10.000 ejemplares. En 1984, la novela obtuvo el premio al libro del año concedido por la Sociedad Ecuatoriana de Escritores. En 1991, apareció la tercera edición de la novela en el número 53 de la colección Antares, de Libresa, con estudio introductorio y notas a mi cargo.[1] En 2007, el Municipio de Guayaquil publicó la cuarta edición bajo la coordinación editorial de Javier Vásconez y Yanko Molina, con prólogo de Mercedes Mafla. En 2009, el Ministerio de Cultura de Ecuador, en alianza con Alfaguara, publicó tres volúmenes de novelas ecuatorianas; en el tercer tomo, apareció la quinta edición de la novela.[2]

1ra. edición, 1983.
            En este 2023, el mes pasado, salió la edición conmemorativa de los cuarenta años de El Rincón de los Justos, publicada por editorial Planeta, de Colombia, cuyo cuidado y coordinación he tenido el grato privilegio de que estén a mi cargo.[3] El camino no ha sido fácil: desde octubre de 2021, con la autorización de Cristina Velasco Cabrera, la hija del escritor, comencé a buscar una editorial de fuera del país para publicar la novela. Me respondieron que no editaban a escritores fallecidos, que la novela solo era conocida en Ecuador, que la imprimirían si la familia se hacía cargo de los costos; una aceptó publicarla, pero desistió por falta de presupuesto y otra nunca respondió. Hasta que llegamos a Planeta: esta edición tiene una historia que comienza con un correo electrónico del lúcido y generoso Marcelo Báez Meza a Juan David Correa, el editor de Planeta, el 4 de marzo de 2022, en el que le sugiere publicar una Biblioteca Jorge Velasco Mackenzie, que incluiría textos inéditos. Meses más tarde, Juan David y yo conversamos telefónicamente al respecto; inmediatamente después de esta llamada, le envié un PDF de la segunda edición de la novela. Finalmente, en octubre de 2022, el editor de Planeta respondió mostrando su interés en El Rincón de los Justos.

JVM, foto Liliana Miraglia, 1978.
            Entonces, Cristina Velasco se hizo cargo de digitalizar la novela y yo de la primera revisión de dicho archivo antes de enviarlo a la editorial. Luego vino un intenso trabajo de corrección del texto con Andrés Martín Londoño, que, en Bogotá, leyó la novela con un profesionalismo impecable. Mientras tanto, en el Encuentro de Literatura, que se realizó en Cuenca, del 21 al 25 de noviembre de 2022, yo había hablado con Alicia Ortega Caicedo y Cecilia Ansaldo Briones para pedirles que escribieran el prefacio y el texto de contratapa respectivamente. Así, esta edición tiene dos visiones lúcidas sobre la novela, pues Alicia, que es una crítica que tiene lecturas iluminadoras sobre la literatura ecuatoriana[4], y Cecilia, que, además de ser la maestra de todos nosotros, conoce la obra de Jorge desde sus comienzos, son dos voces de innegable valor académico para que quienes se acerquen, hoy en día, a esta novela fundamental en la tradición literaria ecuatoriana tengan más y mejores elementos críticos que contribuyan a su lectura personal. A mí me correspondió el posfacio, que «es el testimonio de mi amorosa admiración por la escritura tatuada del búho de Matavilela».[5]

Croquis original de Erwin Buendía.
             Esta edición conmemorativa tiene, además, cuatro elementos novedosos. En primer lugar, el croquis de Matavilela y los lugares en donde sucede la novela: la versión original de este plano la dibujó Erwin Buendía Silva (1966-2006) y nos la cedió Cecilia Ansaldo; basados en aquella versión y con la ayuda de Google Maps, la hemos mejorado. La foto de Jorge Velasco que va en la solapa es de la escritora y fotógrafa Liliana Miraglia: fue tomada en 1978, en una pequeña cafetería que existía en los bajos de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, núcleo del Guayas, antes de que los que formamos el grupo Sicoseo nos mudáramos al Montreal, la fuente de soda que quedaba en la siguiente esquina: un sitio emblemático que es protagónico de Tatuaje de náufragos. El año de la foto es el año en que se desarrollan los acontecimientos de la novela. La ilustración de la portada es una obra del pintor guayaquileño Jorge Velarde titulada Dentre nomás; pertenece a la colección del MAAC y data de 1983, el año en que apareció la novela.[6] Finalmente, Alicia Ortega cita, como corolario de su prefacio, la receta de Matavilela, un cóctel de homenaje a la novela de Jorge elaborado con bebidas espirituosas.[7]

            En síntesis, ¿por qué releer El Rincón de los Justos en estos tiempos? Porque la novela de Jorge Velasco Mackenzie retrata con visión deslumbrante al Guayaquil de finales de los 70 y comienzo de los 80, del siglo pasado, reelabora el habla de los sectores marginales que la habitaban y la incorpora naturalmente al discurso narrativo, construye inolvidables personajes del pueblo y es una muestra maestra del arte de narrar. Y, ¿por qué hacerlo en la edición conmemorativa de Planeta? Pues, porque es una edición bellamente diseñada y amorosamente cuidada que contiene varios elementos, novedosos y únicos, y que presenta estudios y comentarios actualizados sobre la novela. Si estas dos razones no son suficientes, existe una tercera: El Rincón de los Justos, de Jorge Velasco Mackenzie es una novela icónica de Guayaquil que, en diálogo con Las cruces sobre el agua, de Joaquín Gallegos Lara, contribuye a entender, desde la estética de la palabra, el espíritu de lo popular en la ciudad de los manglares.



[1] Consultar mi página web: Estudio sobre El Rincón de los Justos.

[2] En el tercer volumen, junto a El rincón de los Justos, también se publicaron Pájara la memoria, de Iván Egüez, Del otro lado de las cosas, de Francisco Proaño Arandi, y El desterrado, de Leonardo Valencia.

[3] Jorge Velasco Mackenzie, El Rincón de los Justos, 6ta. ed. (Bogotá: Editorial Planeta Colombiana / Seix Barral Biblioteca Breve, 2023).

[4] El prefacio de Alicia Ortega se titula: «El Rincón de los Justos: una poética de la ciudad manglar», 9-28. Recomiendo su libro Fuga hacia adentro. La novela ecuatoriana en el siglo XX (Buenos Aires / Quito: Ediciones Corregidor / UASB, sede Ecuador, 2017).

[5] Mi posfacio se titula «La escritura tatuada del búho de Matavilela», 215-228.

[6] Una obra de Jorge Velarde ilustró otro libro de Velasco Mackenzie: Clown y otros cuentos (Babahoyo: Ediciones Uso de la Palabra del Departamento de Letras de la Universidad Técnica de Babahoyo, 1988). Para mayor información, visitar https://www.velardepintor.com/

[7] Aquí, la historia de Matavilela, el cóctel


lunes, mayo 29, 2023

Gilda Holst y Liliana Miraglia: sus primeros cuentarios

De mi archivo: En 1989, cuatro escritoras, todas exintegrantes del taller de literatura de avanzados del Banco Central de Ecuador y la CCE, Núcleo del Guayas, dirigido por Miguel Donoso Pareja, y formadas en la Escuela de Literatura de la Universidad Católica de Guayaquil: Gilda Holst, Liliana Miraglia, Livina Santos y Marcela Vintimilla publicaron sendos cuentarios que son, hasta hoy, un punto de referencia obligado para estudiar la literatura escrita por mujeres. Algunos cuentos de las cuatro escritoras aparecieron, en 1987, en una muestra de la «Nueva narrativa ecuatoriana», publicada en la revista Hispamérica, No. 48, editada en EE. UU, fundada y dirigida por Saul Sosnowski. En esta entrega, reproduzco las reseñas de los libros Más sin nombre que nunca, de Gilda Holst, y La vida que parece, de Liliana Miraglia. El próximo fin de mes, en esta misma sección, publicaré las reseñas de los libros de Livina Santos y Marcela Vintimilla.

 

(Foto: R. Vallejo, 2023)

Situaciones de humor e ironía

Hoy, 18 de febrero de 1991

 

Más sin nombre que nunca, de Gilda Holst (Guayaquil, 1952), es un cuentario en el que, junto con el ejercicio, todavía por pulir, de contar historias, existe un profundo desentrañamiento de situaciones. Algunas de las historias consiguen combinar lo que se cuenta con la disección de la situación que lo contado provoca («El rescate», cuento logrado sobre lo absurdo en lo cotidiano; o «Reunión», excelente alegato acerca de la condición de la mujer).

Otras, sin embargo, muestran en exceso su proceso de construcción o no cuajan en el tono absurdo que proponen («Percance en la carretera» y «Día de playa»); o, el detenerse en lo situacional, se encierran sobre sí mismas y se vuelven hostiles al lector («El ejercicio»).

En el cuentario de Gilda Holst existe la presencia de una escritura de mujer. No solo por sus cuentos acerca de la condición de la mujer, que, a partir de situaciones cotidianas, demuestran en el desarrollo de su historia lo irracional de la discriminación («Reunión», «Palabreo», «Destino», «La competencia»), sino porque, a lo largo de los textos, las observaciones del narrador (¿podré decir narradora, en tanto categoría literaria?) desmitifican a través de la ironía la organización masculina del mundo: «una comprensiva cojudez un poco femenina», «una mujer que sube una montaña es un despropósito», «Esa mujer ofrecía el estúpido espectáculo de estar enamorada», etc.

 

Gilda Holst (Foto de Liliana Miraglia)

La ironía y el humor son dos cualidades de la escritura de Gilda Holst. Pero, al mismo tiempo, evidencian su deuda con Pablo Palacio. El problema no es solo de forma de contar, sino que, en ocasiones, esa deuda se reconoce en la construcción de la frase (el segundo párrafo de «El escritor»), la estructura del cuento («El ejercicio»), o el tratamiento temático («Una palpitación detrás de los ojos»).

Errores cometidos a nivel de la piel del texto —a pesar del trabajo en el taller entorpecen la lectura; cito solo dos ejemplos: «Su mano se aferró al mango que llevaba en la cintura» (¿se aferró a la fruta o al mango del cuchillo que llevaba en la cintura?); «Jala la palanca del motor, sale y levanta la tapa del carro» (¿cuál es la palanca del motor en un automóvil?).

Pero estos errores no son, en todo caso, los que definen el libro. Cuentos como «Luisa Pajós», de impecable construcción del proceso de creación literaria y la intervención de la vida en éste; «En el temblor», cruel disección de la pareja, o en el ya mencionado «Reunión», son los que nos hablan de una escritora que construye, sobre sólidas bases, su manera de narrar.

 

Contar poco, decir más

Hoy, 25 de febrero de 1991

 

            La vida que parece, de Liliana Miraglia (Guayaquil, 1952), es un cuentario que, en la mayoría de los textos que lo integran, se caracteriza por la presencia de soportes anecdóticos mínimos. En general, no estamos ante cuentos que cuentan historias. Esto impide, por ejemplo, que el lector recuerde y/o se identifique con algún personaje l—quiero decir, con la alegría, el dolor o la duda de este—. No estamos ante una propuesta estética que intenta atrapar lectores.

            Pero tampoco existe hostilidad hacia el lector como propuesta de escritura. Lo que Liliana Miraglia pierde al no contar historias se ve compensado por un manejo de la ambigüedad que le permite profundizar las situaciones del texto y multiplicar sensaciones.         

Liliana Miraglia (del Facebook de Cadáver Exquisito)

«Una carta para Ivonne» es un ejemplo de lo dicho; en este cuento, la presencia del absurdo y la ruptura de lo cotidiano —una mujer que entra en una casa sin explicar motivo alguno, que no puede vivir ser vista por el hombre que habita una casa, que intenta escribir una carta para Ivonne y que, finalmente, sale a buscar otra casa— genera múltiples preguntas para un lector obligado a especular acerca de ellas.

            A pesar del trabajo en taller, existen errores a nivel de la piel de texto. «Casi lo he logrado, aunque algunas pueden haber caído en algún lugar…» (se debe decir: «pudieron haber caído». «Esta vez, el portafolio lo deja en el suelo» (debió escribir: «Deja el portafolio en el suelo»). «…subía de dos en dos las escaleras de caracol…» (las gradas pueden subirse de dos en dos, no las escaleras).

            La cuestión de la mujer, como tema principal o evidente, no parece interesar a Liliana Miraglia. Por sus cuentos, sin embargo, rondan narradoras-protagonistas («Una carta para Ivonne», «La venta del solar», «La espera», «La vieja»), personajes femeninos en el centro de la situación («Cuarta o quinta lección de francés», «Historia feliz con final diferente», «El presagio», «Contradicción»).

            Solo en «Lejos de cualquier historia» la cuestión de la mujer es abordada como motivo temático. La situación está centrada en el problema de la maternidad presentada ante el lector a través de un buen manejo del absurdo. En el cuento, una mujer encuentra a su hijo en el estante, recostado sobre una agenda y a punto de derribar una pila de libros. «Evidentemente era hijo mío porque estaba entre mis cosas pendientes, aunque yo no recordaba haberlo parido».

            La vida que parece, de Liliana Miraglia, es un libro donde «se dice más de lo que se cuenta» y que nos propone una lectura de sensaciones a través del buen manejo del recurso de la ambigüedad.