José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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jueves, agosto 29, 2024

«París 5», de Liliana Miraglia: el viaje interior de una analizante

           

«París es la ciudad donde los sueños se hacen realidad, pero para mí es la ciudad donde voy a contar los sueños en el diván»[1], confiesa la narradora protagonista de la novelina, una analizante viajera que vuela periódicamente de Guayaquil a París para psicoanalizarse en maratónicas jornadas: «Llego a tiempo. Las sesiones de hoy tienen lugar a las 08h00, 09h15, 10h45, 11h15, 12h45. Mi mañana transcurre entrando y saliendo de las sesiones, y entrando y saliendo de los cafés para usar el baño» (16). Lo que ocurre afuera del consultorio —el discurso no dicho en el diván, o, al menos, que no sabemos si ha sido dicho en aquel espacio—, es, paradójicamente, la materia de la narrativa de la protagonista-paciente que contempla la cotidianidad que la rodea como una forma de mirarse a sí misma. París 5, de Liliana Miraglia, es una novelina construida con los apuntes y reflexiones que surgen, aleatoriamente, de la experiencia de un desplazamiento vital, que es también un viaje simbólico imbricado en la repetición de un viaje real, carente de puerto de llegada en la medida en que el viaje es una travesía inconclusa, que va dejando pistas por doquier sobre su itinerario.

El libro tiene siete estancias, más bien breves, y una extensa, que es el que le da el título, y que ocupa casi el 60 % del libro. Con esta estructura, tenemos una novelina armada con una colección de relatos, con cierta autonomía semántica, que dialogan entre sí, como si se tratara de un conjunto de relatos orgánicos. En la medida en que la historia que se cuenta, en términos de conflicto y peripecia, es mínima, asistimos al viaje interior de una analizante que no nos dice nada sobre la materia de su análisis, motivo de sus viajes. Únicamente nos cuenta aquello que, desde su ensimismamiento, le permite hablar sobre el mundo que está afuera, tanto de la consulta como de ella misma, y que se convierte en un discurso que, más que decir, le permite ocultar el motivo de su viaje a París: ¿Qué es lo que la perturba en tanto sujeto analizante? ¿Por qué escoger una ciudad en otro continente para el psicoanalizarse? ¿Para qué someterse a las inciertas traslaciones de la lengua en la relación entre la analizante y su analista? Es el instante de la mirada: hay que leer el texto.

La primera sesión parecería una cita fallida frente a las expectativas de quien atraviesa el océano para asistir a ella. La preparación del viaje, la imagen que se hace del analista, las instrucciones que recibe para llegar al consultorio, el sentido del sueño que parece soñado ad hoc y que no se cuenta en detalle dan paso, mediante una elipsis, a la cita. Ese primer encuentro con el psicoanalista está atravesado por el desconcierto de la confrontación de lo imaginado con lo real: la analizante se topa con un hombre al que había imaginado híbrido, pero que constata inequívocamente masculino, terrenal, intimidante. Es el orden de las palabras lo que genera la confusión, según la reflexión de la protagonista: «Al examinar las palabras con las que está formada la descripción, noto que coinciden todas, pero el orden en el que están ubicadas las palabras hace que se altere toda la frase» (13). La protagonista, algo confusa, recita lo que había preparado: «El psicoanalista me escuchó sin decir nada. A los pocos minutos dio por terminada la sesión y me dio la hora para la siguiente». (14) La analizante ha volado de un continente a otro para una primera sesión que dura unos pocos minutos. Escribe Lucia D’Angelo sobre la sesión corta, llamada sesión – escansión:

 

El término ha sido adoptado por los psicoanalistas lacanianos, que lo utilizamos principalmente, tomando en cuenta, una de las acepciones del término, aquella que atañe a la “métrica” del discurso: “separar”, “subrayar”, “puntuar”, “cortar”.

En la práctica de las sesiones de duración variable, es un recurso de la acción analítica que permite designar el momento de la interrupción o de la suspensión de la sesión misma. Es decir, producir una escansión, para segmentar en el tiempo y en el espacio, la amplitud del discurso del analizante.[2]

 

            La narración de la protagonista parecería escandir el mundo de afuera: medir el tiempo a través de los sucesos sin continuidad en la historia, contar los hechos que se suceden como parte del día en diversos lugares que hablan de su desplazamiento. «En la escritura no hay casualidades. Tampoco en el psicoanálisis» (19) No es casual que la terminal a la que llegan los vuelos de Ámsterdam a París sea la 2F, que el asiento 2F de la nave PH-KCE, Audrey Hepburn, en la que vuela la narradora, tuviera torcido el apoyapié, y que en la sala VIP de esa terminal 2F, del Charles De Gaulle, por única vez, la narradora se ponga a llorar. ¿Por qué llora? La protagonista cuenta que en una tienda de la rue de Coquillière había comprado veinticuatro moldes individuales para hacer babá, con una receta familiar que el tío Gaetano, que era pastelero, le había dado a la mamá de la narradora: «Al regresar a Guayaquil, no alcancé a mostrárselos a mi mamá, porque ella tuvo una caída y a los pocos días murió» (94).

Pero la muerte de la madre, como todo en la novelina, también es un suceso que se cuenta de manera breve, como si la narradora tuviese vergüenza de excederse en su dolor o temor de mostrarse frágil, como si el pudor de exponerse fuese el límite del tiempo del llanto. El duelo de la narradora-personaje se manifiesta en el llanto, que se produce luego de la elaboración de la muerte de la madre en la consulta; y una carga de melancolía, que se expresa en cierto descontento con el propio yo, la acompañará, en su escansión del mundo de afuera.[3] Párrafos más adelante, la narradora cita a Jean Allouch (1939-2023), psicoanalista francés: «Des-componer es analizar» y yo vuelvo a la consulta cuando ella le cuenta sobre la muerte de su madre. El psicoanalista solo le pregunta ¿cuándo? No sabemos más sobre el duelo de la narradora y nos queda lo dicho por Allouch: «El due­lo no es solamente perder a al­guien (un “objeto” dice un tanto intempestivamente el psicoanáli­sis) es perder a alguien perdiendo un trozo de sí». ¿Qué es lo que pierde la narradora con la muerte de la madre? En la expresión minimalista de la novelina, la protagonista nos dice lo que pasó luego de la muerte de su madre: «Después ya no quise ver los moldes de babá, ni tampoco he vuelto a hacer el dulce ni he ido a la rue Coquillière [y, para no excederse en su duelo, acota:] Tampoco es usual que vaya».

            La novelina es una escritura que oculta deliberadamente lo fundamental del viaje a París, que es lo que sucede en el diván del psicoanalista, y, sin embargo, habla de las cosas nimias que suceden en la cotidianidad exterior, como si esa realidad exterior fuese una prolongación de las sesiones. ¿Ha llegado el tiempo para comprender (lo leído)? El incidente de la llave es un episodio que parecería haber salido de una de las sesiones: la narradora llega tarde a la casa en donde está alojada y lleva consigo una bolsa de nueces y no puede abrir la puerta con la llave que ha utilizado todos los días. Una explicación racional es que la amiga cambió la cerradura, pero surge la duda de si la cambió porque se dañó o porque ya no quiere que ella viva en la casa. Otra explicación, aunque suene extraño, es que la protagonista equivoca reiteradamente, como en un acto fallido, la manera de operar la llave. Toda puerta es un paso hacia alguna parte y si tras la puerta hay un lugar en donde ya se ha estado la imposibilidad de atravesar la puerta puede concordar con el deseo de auto expulsión de dicho sitio. Al final, la amiga le abre, pero la narradora ha arrojado las nueces —«pequeños cerebros animados» (23)— que compró en la mañana por el ducto de la basura. En todo caso, ella no vuelve a esa casa. La estancia «Hacia la medianoche en París» está construido como si fuera un día en la vida de una analizante: hay una historia mínima, una aventura de lo intrascendente meticulosamente descrita. Es en la descripción de esos pequeños actos cotidianos, es decir en su escritura, que los convierte en historia, reside la trascendencia del personaje ensimismado que prolonga su condición de analizante en el tiempo de su personal existencia. En ese ensimismamiento se oculta la soledad esencial de la protagonista, de tal forma que, luego de comer sola, proyecta como real la compañía virtual de dos amigas suyas que son enemigas entre sí, manipuladas por ella con inocencia perversa. Así, condensa la experiencia de lo imaginario y lo simbólico en un golpe de lo real:

 

[…] alguien que pasa a nuestro lado en dirección contraria me impulsa a hacerme un lado para que no me pase tan cerca. Esto me produce la sensación de que algo que he venido sosteniendo se me acaba de soltar. Pienso que, de no haber sido por eso, todavía hubiera podido continuar con ellas hasta al menos la próxima cuadra, o tal vez un poco más, antes de darme cuenta de estar caminando sola y que la conversación ya había terminado. (28)

 

París es una ciudad en donde quienes la caminan se detienen en cafeterías para ver y ser visto. Es una ciudad para ver a quien pasa y lo que sucede, para ver el paisaje urbano y la presencia de la historia en sus edificios, callejuelas y monumentos; para ser visto por los otros que nos ven en el acto de mirar. Pero la narradora de esta novelina no es una flâneur, no al menos en el sentido de una paseante que camina sin rumbo observando el mundo mientras permanece oculta, como lo describió Baudelaire en El pintor de la vida moderna (1863): «La multitud es su ámbito […] El paseante perfecto, el observador apasionado, halla un goce inmenso en lo numeroso, en lo ondulante, en el movimiento, en lo fugitivo y en lo infinito. Estar fuera de casa y, no obstante, sentirse en casa en todas partes; ver el mundo, ser el centro del mundo y permanecer oculto al mundo […]». La observación de la narradora no se dirige a la multitud ni al paisaje infinito, ni al mundo en el movimiento y en lo fugitivo: y si bien la narradora es el centro de todo lo que existe, en su condición de ensimismamiento, el mundo que ve es el mundo de lo quieto, lo que permanece, lo finito: esa realidad de cosas que están una tras otra, como si fueran arte de la narración aleatoria del mundo; su andar tiene un propósito práctico: «Salgo a caminar para hacer ejercicio y no desvelarme después, porque es domingo de noche y dicen que la mayoría de los desvelos ocurren en la noche de este día, pero también porque es recién ahora que puedo salir» (47). Sus disquisiciones apuntan a pensar en la nieve, el bombardeo sufrido por la rue Claude Bernard, la transformación de París a cargo de Haussmann, pero luego se le mojan los pies y decide regresar al hotel y nos cuenta que con Iliar, recepcionista del hotel, habla en italiano, recuerdos de infancia, ganas de ir al baño. París no existe para alguien que camina centrado en sí mismo.

La última estancia, que tiene el mismo título que la novelina, se separa de los siete anteriores y su escritura está hecha de anotaciones, reflexiones, menciones de personajes que no intervienen en la trama, copia de datos de Wikipedia, citas de textos de psicoanalistas, con pinceladas de ironía y humor. Escritura fragmentaria en las dos acepciones que define el diccionario de la RAE: escritura de fragmentos, escritura inacabada. Temática aleatoria, una fanesca de observaciones: la historia narrada se convierte en un cadáver exquisito que se levanta del texto y anda. La narradora protagonista ha estado en seminarios de psicoanálisis en Montevideo, Rosario, México; también en esos lugares, al parecer, ha acudido a la consulta con su analista. En esta estancia, al igual que en la segunda «Hacia la medianoche en París», la escritura se expresa en párrafos cortos, con espacios en blanco entre ellos: silencio, pausa, transición.

La escritura misma es un ejercicio de escansión, en este caso, de los párrafos. En la narración, están separados los párrafos como cuando se escanda las palabras en el verso para contar las sílabas métricas; así, la expresión es cortada, pausada y los asuntos tratados son diversos y aleatorios y toda esta acumulación se centra en la constatación de la narradora: «En el colegio yo era la solitaria del recreo […] Ahora soy la solitaria de París» (99). La divagación de la narradora, como en un flujo de consciencia, va de un tópico a otro sin que exista más hilo conductor que la perturbación de la analizante que se agudiza con el cierre de los aeropuertos, lo que la lleva a citar el problema de la virtualidad de las sesiones de psicoanálisis y a hablar de aviones hasta el final del texto y el relato se deslíe como la nieve parisina que le mojó los pies. Liliana Miraglia sabe sugerir mucho contando poco.

El Boeing 777 realizó su primer vuelo el 12 de junio de 1994.

El McDonnell Douglas MD-11 realzó su vuelo el 10 de enero de 1990.

El Lockheed Super Constellation realizó su primer vuelo el 14 de julio de 1951.

 

El psicoanalista, cuando finaliza de dictar su seminario, dice voilà. (109)

 

No hay final abierto, sino suspensión del monólogo. La analizante da por terminado su relato y la escritora su novelina. La lectura se segmenta en el tiempo y en el espacio.

La experiencia vanguardista revisitada. A mis sesenta y cinco años descubro a Hope Mirrlees y su París: un poema, publicado por primera vez en 1919 por Hogarth Press, la editorial de Leonard & Virginia Woolf:

 

Veo el Arc de Triomphe,

Rectangular y sombrío como los sueños de Julio César:

Desprecio las leyes de sólida geometría,

Paso firme hacia la sala Caillebotte

 

Y más adelante...

 

Odio L’Étoile

El Bois me aburre

 

Baudelaire atento:

«¡París cambia! Mas nada en mi melancolía / ha cambiado […]».[4]

La escritura interrumpida.

We’ll always have Paris.

Este es el momento de concluir.

Sanseacabó.



[1] Liliana Miraglia, París 5 (Guayaquil: b@aez.editor.es, 2024), 78. Los números entre paréntesis indican la página de la cita en esta edición. La fotografía del libro que ilustra esta entrada es mía.

[2] Lucía D’Angelo, «La sesión - escansión», Virtualia. Revista digital de la EOL, marzo 2004, año III, # 9, acceso 23 de agosto de 2024, https://www.revistavirtualia.com/articulos/656/la-sesion-corta/la-sesion-escansion

[3] Sigmund Freud, «Duelo y melancolía» [1915], en Obras completas, tomo II (Madrid: Editorial Biblioteca Nueva, 1981), 2091-2100. «La melancolía se caracteriza psíquicamente por un estado de ánimo profundamente doloroso, una cesación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de todas las funciones y la disminución del amor propio» (2091). En este caso, el mundo exterior es nominado por la protagonista sin que ello implique que se involucra afectivamente en él.

[4] Charles Baudelaire, «El cisne», en Las flores del mal, traducción de Luis Guarner (Barcelona: Editorial Bruguera S. A., 1975), 158.


lunes, julio 08, 2024

«A orillas de un relato» o la angustia por el absurdo de la vida

           


La narradora protagonista, en el marco de un experimento en UAPEC (Universo Apto para Estudios Científicos) es torturada y no conoce los motivos que la han llevado a esa situación; sus inquisidores le exigen respuesta a una pregunta que no formulan con lo que la torturada es víctima de la violencia del absurdo: «Cuando les dije todo lo que me era posible, pude sentir su derrota. Yo había quedado vacía y era consciente de mi oquedad, con un cuerpo que no sentía propio y que dolía. Ellos estaban agotados y con su pregunta irresoluta» (161).[1]  Este vaciamiento es lo que llena el texto que leemos. A orillas de un relato, de Carolina Andrade, es una novela narrada, con la fluidez que da oficio, desde el diván de la analista por una mujer que intenta construir el relato de su vivencia en un experimento montado como un reality, que se convierte en una alegoría existencial atravesada por el dolor.

Andrade, que ha perfeccionado su manejo del humor y la ironía, retoma algunos temas de sus cuentarios anteriores como la puesta en escena de los dramas cotidianos, pero, esta vez, en clave de reality; la violencia que configura la sociedad, presentada ahora como un absurdo estructural, la construcción de la verdad como un problema narrativo, con un desdoblamiento de la narradora en la referencia a una amiga escritora y las diversas maneras que tenemos para dar la cara al duelo y la muerte, acompañada de un saber mayor sobre el horror provocado por el ser humano. En esta novela, Andrade provee a los elementos señalados de una nueva mirada y, con una prosa precisa y muy cuidada, engarza aquellos temas en medio de un develamiento del absurdo existencial y el dolor que atraviesa el cuerpo de los seres humanos. El cuerpo es frágil, propenso al dolor, sostenido por el absurdo del mundo, y, al final, a pesar de todos nuestros ornamentos, nos damos cuenta de que: «…lo que hay son huesos, sangre y carne con vida y que la vida es una energía que desplegamos en el tiempo a través de los cuerpos… y ya. Nada más» (121).

Al inicio de la novela, la protagonista reflexiona sobre la intensidad de lo que nos duele en el cuerpo: «Todo dolor exige un buen relato» (13). Y ese relato es el que, desde el diván de la analista, la protagonista construirá en forma de un monólogo impecable, convirtiendo a sus lecturantes en esa misma analista que escucha su experiencia existencial transformada en narrativa. El relato es una puesta en escena de un experimento vivencial que es, al mismo tiempo, la metáfora luminosa sobre el escenario de la vida. En la novela, la vida es presentada como un fingimiento permanente, como una actuación en la que somos protagonistas con el acompañamiento de seis personajes (¿en busca de autor?) que representan diversos aspectos de nuestras relaciones. Al mismo tiempo, en ese escenario experimental —concebido como un reality— todos «somos extras en las historias protagonizadas por otros» (150).    

            La vida carece de instrucciones y en ella vamos sobreviviendo. Junto a la protagonista narradora reconocemos que sobrevivimos al dolor en la experiencia vital; vivimos el absurdo de una puesta en escena improvisada y es así como nuestra existencia deviene ritual en el que continuamente improvisamos. Por ello, decimos que la vida no tiene planteamiento, nudo y desenlace; la vida carece de la estructura de un relato porque sucede sin más; por esto, la narradora concluye: «Y es que he entendido que el relato nunca tomará forma» (167). Carolina Andrade, que conoce el oficio, logra, en tanto autora, que su personaje la sugiera como la amiga escritora, en una suerte de desdoblamiento y proyección de la protagonista: es necesario narrar el dolor vital y convertirlo —o, al menos, intentarlo— en literatura, de tal forma que la analista, cuyo discurso es tácito, somos quienes estamos leyendo la novela. De ahí que, el monólogo transformado en escritura es aquello que se encuentra a orillas de un relato: «… traté de reconciliarme con la escritora [¿que soy yo: C.A.?] y armar una historia, pero, como hemos experimentado, esto tampoco ha sido muy exitoso» (170)

Desde la contemplación de la existencia como una aventura, desarrollada mediante una puesta en escena, descubrimos el retrato de una sociedad líquida que amontona seres humanos impregnados de un individualismo y una soledad radicales. En medio de esa sociedad líquida, la protagonista se da cuenta de lo fútil que es la búsqueda, fracasada de antemano, de la palabra que permita decir, nominar, responsabilizarnos de lo que creado por aquella. Por ello, concluye: «Y aquí va la teoría que sustenta mis últimas decisiones: hay que respetar los silencios» (170).

A orillas de un relato, de Carolina Andrade, estremece a sus lecturantes porque es una novela tremenda que, por estar signada con la angustia del fracaso de la existencia a causa del absurdo en el que se encuentra inmersa la experiencia humana, se convierte en una lección sobre la sapiencia de vivir.



[1] Carolina Andrade, A orillas de un relato (Guayaquil: b@ez.editor.es, 2024), 161. Los números entre paréntesis indican la página de la cita en esta edición. La fotografía del libro que ilustra esta entrada es mía.


lunes, marzo 04, 2024

«Nadie le cree»: desesperanza de una prepago

           

Iván Egüez entrega el premio La Linares 2023 a Ernesto Torres Terán. (Casa Egüez)

La prostitución es un tema manido en la literatura y si no se lo aborda desde una perspectiva diferente se corre el riesgo de caer en estereotipos y lugares comunes. A estas alturas del desarrollo de los estudios de género, hay que tomar en cuenta el debate entre las posturas regulatorias y abolicionistas de la prostitución, así como la crítica a la visión masculina sobre el cuerpo de la mujer y su sexualidad. La novelina Nadie le cree, de Ernesto Torres Terán, premio La Linares 2023, es la historia de Amalia, una chica prepago que planea vengarse de un cliente que la ha violado y abandonado malherida en un basural, escrita con una intriga dramática que atrapa a lo largo del texto y contada con un lenguaje coloquial, desde una visión tradicional sobre la prostitución femenina.

            Nadie le cree cuenta la vida de una prostituta, en tiempos de redes sociales, con una trama armada de forma meticulosa que captura el interés, durante todo el texto, en medio de los tópicos acostumbrados: nacida en una familia pobre, víctima de abuso infantil, iniciada por una madame, Amalia se independiza y asume su prostitución como un emprendimiento: «Mantenía al pelo sus redes sociales. Facebook, el Instagram, su WhatsApp […] Los clientes fluían. De cien dólares, pasó a ciento cincuenta; la tarifa podía ser mayor si identificaba que el cliente, un genuino VIP, ni siquiera se mosqueaba al desembolsar doscientos […]»[1]. Amalia, además, tiene un historial de depresión y cuadros psicóticos, desde su adolescencia: «Y, nuevamente, a embucharse Rivotril y aguantar sesiones de psicoterapia. La plena, un día sí, otro no, había tomado sus medicinas hasta que cansada de tanta pendejada se dio de alta. Psicolocos, vendedores de humo» (26). En la vida de Amalia, tristemente, no hay un resquicio para la ilusión.

            El narrador de la novelina, una voz que todo lo sabe sobre la historia y sus personajes, utiliza un lenguaje coloquial y descarnado, en clave de realismo sucio, que no se apiada del drama que está viviendo la protagonista. La jerga del narrador, como en la propuesta de Sicoseo de finales de los 70, está llena de imágenes y dichos cotidianos, y se ubica en el mismo nivel lingüístico que el de los personajes marginales de la novelina. Así, para contar sobre la relación que Amalia entabla con las otras prostitutas del negocio de la madame Rosa, el narrador cuenta: «No se veían con frecuencia salvo cuando organizaban una party sin madame ni machos. En tal circunstancia, acaso por la desinhibición alcohólica, además del chismerío convencional o el irse de coles, algunita se iba de lengua y contaba sus intimidades, o sea su tragedia familiar, su amor no correspondido, su emputecida esclavitud con la matraca u otra droga» (30). El narrador usa cierto naturalismo para describir la violencia sufrida por Amalia, de tal forma que el personaje, ya maltratado en la trama, carece de esperanza en el relato.

           Amalia es víctima de una violación por parte de un cliente poderoso. No obstante, en la novelina se pone en duda la versión de la víctima, pues el título del capítulo primero, en donde sucede la violación y el maltrato criminal que sufre la prostituta, es: «El ataque, según Amalia». Pero, según lo narrado, la agresión es real. El narrador hace un inventario de los clientes de Amalia, lo que le da brochazos costumbristas a la novelina, pero el personaje carece de voz propia para el cuestionamiento de su propia situación. En este sentido, el punto de vista sobre la prostitución está marcado por la voz masculina del narrador, que de manera indirecta interpreta lo que podría pensar Amalia: «A estas alturas, ella ya sabía cómo tratar a los caballeros para que creyeran que estaban con un vacile y no con una mujer pagada. Desde luego, ella no se consideraba una puta. ¿Prepago? Qué feo, ni que fuera celular. ¿Chica de alterne? Más o menos. ¿De compañía? Igual, igual. ¿Escort? Suena bien, una palabrita chic» (71). Y, aunque la visión sobre la prostitución sea tradicional, la novelina también puede ser leída como un cuadro descarnado acerca del callejón sin salida en el que vive Amalia, entrampada en la violencia y la depresión.

            Nadie le cree, de Ernesto Torres Terán, es una novelina que, con los recursos de una narración coloquial, un lenguaje brutal y una trama bien construida, nos acerca al mundo sórdido y cruel de una prostituta, cuya vida está signada por la desesperanza.



[1] Ernesto Torres Terán, Nadie le cree (Quito: Campaña Nacional Eugenio Espejo por el libro y la lectura, 2024), 39. El número junto a la cita indica la página en esta edición.


lunes, noviembre 13, 2023

«Trajiste contigo el viento»: novela prodigiosa e inquietante de ecos bíblicos

(Foto: R. Vallejo, 2023)

            Nueve personajes nos cuentan la historia de un pueblo andino condenado por una maldición; ellos entretejen los recuerdos de unos habitantes que buscan expiar su culpa original y sobrevivir al exterminio. Ezequiel tiene claro lo que quiere: «Así lo sentí, así lo escuché: Eso era lo que debía hacer: acabar con Cocuán y el corazón podrido de rata que latía en su centro». (46) Hermosina sabe que «un corazón duro como la piedra no se quema». (138) Carmen dice que «un bosque es la quietud de Dios, el lugar donde las flores trepan y caen, un viento que contiene muchos vientos, una trampa donde los muertos se quedan colgados como liebres aullando y chillando». (80-81) Trajiste contigo el viento (2022), de Natalia García Freire (Cuenca, 1991)[1], es una novela prodigiosa e inquietante que se sostiene en un lenguaje poético deslumbrante y despiadado, y que nos envuelve en una atmósfera asfixiante de pasajes oníricos y resonancias bíblicas, en medio de un escenario de terror que es el pueblo de Cocuán, cuyos habitantes están signados por una maldición que guía su éxodo hacia la muerte.

            Así le habla el padre: «Mildred, escucha, Mildred. Cuando naciste, tu ma dijo que trajiste contigo el viento. Era un viento tibio. Ese viento no teme […] Trajiste contigo el viento que se llevaba las cipselas de los dientes de león a recorrer el mundo, Mildred. El viento que calma al ganado. Ese viento no teme». (14) Cuando la madre muere, el padre se va y Mildred queda abandonada y con el cuerpo llagado en una casa de la que es desalojada por el pueblo, encabezado por el párroco Santamaría. Mildred maldice al pueblo y es encerrada en el monasterio. Años después, el cura Santamaría se ahorca en el cuarto donde Mildred permanecía. Cuando llega el cura Manzi se enfrenta al horror: «Entonces vi el cuerpo de Mildred, ese cuerpo que brillaba en el fondo oscuro del monasterio, un cuerpo muerto lleno de luz y calor; no era posible». (73) Mildred es mitificada como una Diosmadre por Filatelio, considerado el tonto del pueblo, que, en el monólogo final, nos descubre lo siniestro, pero también un mito fundacional como un relato bíblico: «Diosmadre no se levanta, no ha resucitado, su cuerpo muerto ha permanecido caliente por una eternidad». Mildred es la voz profética del apocalipsis de Cocuán. No obstante, Mildred es un personaje que queda esbozado al comienzo de la novela —de manera muy bella en su relación con la naturaleza a través de los cerdos que conviven con ella—, pero que luego se desvanece sin que alcance a ser desarrollado a plenitud, con la fuerza que uno esperaría toda vez que cumple una función simbólica central en la trama de la novela.

            La novela tiene una escritura cargada de poesía que no hace concesiones: carece de piedad y sus personajes están condenados al padecimiento y la muerte. Los nueve capítulos les dan voz a sendos personajes: en ellos, la cruel realidad y lo onírico, lo bello y lo perverso, se entrecruzan en la frontera sutil de la vida y la muerte. Ezequiel es cruel por el placer de lo monstruoso, «mis ojos eran el averno, la entrada al submundo» (32); el cura Manzi se corta las orejas, «no hubo dolor, solo el eco de ese aullido que se alejaba» (76); Víctor se clava una estaca en el pecho y encuentra a su padre, porque «la muerte era un sufrimiento lleno de futuro» (111); Hermosina se consume en sus pesadillas blasfemas: «Yo soy el fuego de Dios que quita el frío del mundo» (142); Agustina saca las orejas del párroco Manzi y se las acerca a sus propias orejas, entonces aúlla y aúllan Manzi y Filatelio: «porque yo estaba oscura por dentro. Como todos nosotros. Con la noche dentro, porque Cocuán es solo noche». (58) La historia de Cocuán y su gente es una pesadilla irresuelta que deslumbra, por efectos del lenguaje, y llena de angustia, por el desarrollo de la trama, a quienes se adentran en ella. En el relato de Filatelio se consuma la orfandad de quienes han sobrevivido al éxodo del pueblo: «Detrás está Diosmadre […] Aquí nacieron los hombres que habrían de matarla. Aquí las mujeres que le olieron el sexo […] En Cocuán han matado a la hija de Dios. Pero Dios no lo sabe. Nadie se lo ha dicho» (152-153).

«Un pueblo es una cadena hecha de pesadillas». (26) Así es Cocuán[2], un pueblo hostil, habitado por la crueldad y el desamor, donde la idea de Dios implica su abandono: «…donde vivimos tan cerca del espacio vacío y su materia oscura, que el sol es como un padre, te parte la cabeza o te deja apolillarte, lejos, muy lejos de las entrañas abrigadas de la tierra». (49) Es un pueblo cuyos habitantes no encuentran su redención más que en la muerte: hacia ella escapan de la violencia de su prójimo, en ella se encuentran desnudos, dispuestos a purgar una maldición que los redima de la culpa original: la violencia contra una niña huérfana, abandonada y enferma que es el símbolo de la violencia contra la propia tierra indefensa. El pueblo andino de Cocuán es un espacio de terror gótico, una escenografía asfixiante porque asfixiante es el desasosiego de sus habitantes. Un pueblo donde la muerte lo envuelve todo y la resurrección no es posible una vez que se ha cumplido la maldición: «Le devolvemos al agua los hijos malparidos que Dios le ha robado. Aquí yace el pueblo de Diosmadre que desapareció una noche. Por los siglos de los siglos». (156) Asistimos al apocalipsis de un pueblo maldito; apenas existen atisbos de un renacimiento, aunque el tono de la narración es más bien desesperanzador: «Una estela de luz que va hundiéndose hasta que no queda nada, solo el murmullo de los tontos y un canto animal que nadie escucha en la tierra» (156). Es tal vez este tono apocalíptico, sin redención, el que nos deja una sensación de angustia y desolación atravesada en la garganta.

 

Natalia García Freire (Foto: María Fernanda García Freire)
            Natalia Freire García es una narradora singular y profunda, de escritura impecable y bella, que experimenta con lo onírico, la locura, la sexualidad, el sentido vital de la naturaleza y la condición mítica de los orígenes. Y Trajiste contigo al viento es una novela fascinante que nos enfrenta, sin concesiones, al terror de la maldad y la desesperanza de un pueblo andino, pero que, al mismo tiempo, nos atrapa con la belleza despiadada de su poesía, tan cruel como en los míticos relatos bíblicos.



[1] Natalia García Freire, Trajiste contigo el viento (Buenos Aires: Tusquets Editores, 2022). El número junto a la cita indica la página en esta edición.

[2] Coquan es el nombre comercial del clonazepam, un ansiolítico que se utiliza para las crisis de ausencia y ausencias atípicas, así como para desórdenes de ansiedad. La autora ha dicho que el libro fue escrito en medio de un estado de ánimo eufórico, «muy pegado al tema pesadillas, pero también las otras investigaciones personales sobre la locura, sobre el lenguaje, esta inquietud de cómo el lenguaje puede ser un camino de ida y vuelta a la locura», en Perfil, 14 de diciembre de 2022, https://www.perfil.com/noticias/cultura/trajiste-contigo-el-viento-nacida-de-los-efectos-del-clonazepam-una-novela-que-narra-la-violencia-en-tono-biblico.phtml


lunes, noviembre 14, 2022

«Los cielos de marzo», de Andrea Crespo: novela lírica del neo-romanticismo ecléctico


«Yo que quise escribir […] compuse versos de amor sin saber que el amor se acopia en el misterio y no en la ruta del cuerpo doméstico»[1], dice Aurora en la entrada del día 28 de su «Diario de una persecución inmaterial». Aurora es la heroína desencantada y melancólica que desafía las convenciones morales de la sociedad en su afán de realización del deseo erótico contra toda racionalidad. La novela y su heroína dialogan con Friedrich Hölderlin, un romántico formado en la tradición del clasicismo griego, y su novela epistolar Hiperión (1794-1795). Los cielos de marzo. (Arquitectura doméstica de los años), de Andrea Crespo Granda (Guayaquil, 1983), es una desgarradora novela lírica estructurada con formas libres, protagonizada por una memorable heroína romántica, y cuya escritura, envuelta en el sentido irónico del arte y en una conmovedora expresión poética, recupera el paisaje en función del espíritu.

             La novela cuenta la historia de Aurora, de 63 años en el año 2046, y su atormentada relación amorosa con D., que en 2040 se casa con Antonio, su hijo mayor. La novela se abre con un exergo que corresponde a los párrafos finales de Hiperión y que da cuenta del sentido de pérdida que experimenta la protagonista: «¡Ah! ¡cuántas palabras huecas y cuántas extravagancias se han dicho! Sin embargo, todo nace del deseo y todo acaba en la paz»[2]. El paralelismo se extiende a la historia de amor contrariado de Hölderlin con Sussete Gontard, madre de un pupilo suyo y esposa de un banquero de Fráncfort, que es nombrada como Diotima en Hiperión, la amante D. de Los cielos de marzo. La D. del deseo, del que todo nace.

La mayor parte de la novela está narrada en la voz de un yo confesional que alcanza su mayor intensidad cuando escribe su diario: es un yo lírico, apasionado, que evoca un amor imposible, un deseo sin futuro, permanente en la memoria de la piel, y que solo acabará en la paz cuando se entregue a la muerte. Con una sucesión de escenas cortas, a lo largo del texto, se reconstruye la vida de Aurora hasta el año 2040: el de su divorcio y su ruptura radical con la familia y las normas sociales. Esta construcción libre introduce la escena teatral de un metatexto: «Intervención no respetuosa de los textos de Alejandra Pizarnik y Julio Cortázar». Asimismo, la novela incluye fotografías de cielos que armonizan su presencia con el espíritu de la protagonista y se cierra con una fotografía de «El último cielo» en donde se conjugan arena, mar y cielo, que es el lugar de la realización del deseo: el paisaje de Martha’s Vineyard, con D., es similar al de un pueblo de playa de Ecuador, con A. Este último cielo es el que cubre la paz final, un lugar en donde el deseo da paso al acabamiento de la existencia.

            La novela se abre con la amarga percepción que la protagonista tiene de sí misma: «Me llamo Aurora y soy oscura. Tengo un hueco en el centro de mi cuerpo. Mejor dicho: soy un hueco, con algo de cuerpo. Un hueco acompasado y oscuro»[3]. Aurora es una heroína melancólica, desencantada y rebelde: su nombre es una paradoja que alberga la noción de luz que se agazapa ante la salida del sol y, al mismo tiempo, el espíritu tenebroso del sufrimiento. Ella aspira a un deseo imposible por cuanto transgrede no solo las convenciones sociales sino también los afectos naturales: ella ha convertido a D., la esposa de su hijo, en el objeto del deseo y en su urgencia por poseerlo; se divorcia, persigue a los recién casados y, tras la imposibilidad de atrapar al objeto del deseo, el del amor desesperado, cae en el pozo de la angustia y esa caída, tras años de errancia, la deja en soledad de cara a la muerte.

Aurora, además, es una desencantada de la política tras su paso por el laberinto burocrático de la función pública, aunque carece de praxis política. Y no obstante su desencanto, la Aurora poeta es la autora de un panfleto sublime que dialoga intertextualmente con las bienaventuranzas del evangelista Mateo (Mt. 5, 1-12) y que concluye con una moraleja de tono evangélico, una buena nueva mística y política: «Bienaventurados seremos cuando nos abracemos, nos incluyamos y digamos toda clase de palabras de afecto y solidaridad. Alegrémonos y regocijémonos porque nuestra recompensa será grande. En esta vida, todos los días podemos construir el cielo»[4].

Pero, Aurora también es una heroína que hace que sucedan las cosas que ella anhela, una mujer que está dispuesta a no dejarse doblegar por la rutina de la cotidianidad, por los sinsabores de la vida anodina, por las nostalgias de una infancia amarga que evoca en todo su malestar. Aurora ha crecido en una familia que ha ido configurando su propensión a la desesperación y a la rebeldía; una familia envuelta en la neblina de la demencia. Aurora vive la paradoja de perseguir el deseo desde la preeminencia de su yo y la declaración de un amor que implica la renuncia a dicha prevalencia. Ella es, sobre todo, un espíritu que se ha liberado de la culpa del yo y se entrega, libérrima, a la tormenta e ímpetu[5] del ser: «Sabes que vengo a incendiarme, a inmolarme en un arrebato de santo amor».

            Los cielos de marzo es una novela que, en su escritura, está cargada de poesía y envuelta por los giros de la ironía romántica sobre la que teorizó Friedrich Schlegel; una novela que, además, reivindica la lírica del paisaje y su relación con el espíritu del ser que lo contempla. Con la poesía nos topamos en cada página a tal punto que, a veces, se vuelve un obstáculo bello para que la narración de la historia fluya con claridad. Aurora sabe que tiene que rebelarse contra todo para ganar el instante de realización del deseo y perderlo todo incluso al objeto del deseo, aunque su pérdida ya no importe porque la vida misma está perdida. En este sentido, la novela se apropia en su escritura del postulado de Schlegel sobre la ironía romántica: «La ironía es la forma de la paradoja. Paradoja es todo aquello que a la vez es bueno y grande. […] La ironía es una consciencia clara de la agilidad eterna, del caos infinitamente lleno»[6].

            La naturaleza tiene una presencia simbólica fundamental en la novela. A lo largo del texto, esa identidad del espíritu con el estado de la naturaleza reedita el sentido de la contemplación del paisaje por parte de los románticos. El cielo es retratado en las fotografías que incluye la novela, en su relación con el espíritu de los personajes y la descripción que contribuye a entender el sentido espiritual del texto. Los cielos son un capricho cromático que se inserta en la llama viva del recuerdo, un paisaje que alberga la evocación permanente de lo que ya no es más en la vida, desde la escritura poética de la protagonista que es un intento desesperado de perpetuar el remordimiento por la falta de amor más allá de la muerte.

Los cielos de marzo, de Andrea Crespo Granda, es una novela de prosa lírica que estremece, y que, desde el tono confesional, abraza un neo-romanticismo, formalmente ecléctico, que narra una conmovedora historia de amor contrariado resuelta con la inmolación de la heroína a los sesenta y tres años: «Aunque cumpla sesenta y tres siglos mis dedos no podrían habitar en el caracol, ni escuchar la música que nace al inicio de la luz»[7]. Una manera bella, triste y sin retorno de habitar el olvido.

 

Con Andrea Crespo, autora de Los cielos de marzo, durante la presentación de la novela.

PS: Este artículo es un estracto del ensayo que escribí para la presentación de la novela en el Encuentro de Literatura Independiente, organizado por la Universidad Casa Grande, de Guayaquil, el 11 de noviembre de 2022.



[1] Andrea Crespo Granda, Los cielos de marzo. (Arquitectura doméstica de los años) (Guayaquil: Cadáver Exquisito Ediciones, 2022), 180. La fotografía del libro que ilustra esta entrada es mía.

[2] Hölderlin, Hiperión…, pos. 2599.

[3] Crespo, Los cielos…, 11.

[4] Crespo, Los cielos…, 134.

[5] Sturm und Drang.

[6] Friedrich Schlegel, Fragmentos, traducción de Emilio Uranga (México D.F.: UNAM, 1958), 58-59.

[7] Crespo, Los cielos…, 247.


lunes, agosto 22, 2022

La novela de la diversidad textual

           

Primera edición, 2014
El grupo de los Tzántzicos, en el Ecuador de los años 60, fue un movimiento literario insurgente que hizo del parricidio una actitud intelectual y se definió a sí mismo como una alternativa estética, ética y política frente a la cultura oficial. En su «Primer manifiesto», bajo la consigna de transformar el mundo, expusieron parte de su ideario: «Hemos sentido la necesidad de reducir muchas cabezas, (la única manera de quitar la podredumbre). Cabezas y cabezas caerán y con ellas himnos a la virgen, panfletos y gritos fascistas, sonetos a la amada que se fue, cuadros pintados con escuadra y vacíos de contenido, twists USA, etc., etc.»[1].

            Como la casi totalidad de los cenáculos intelectuales de aquella época, en el grupo de los Tzánticos no hubo mujeres. Apenas cuatro poemas y un cuento escritos por mujeres aparecieron en las páginas de Pucuna, la revista del grupo.[2] De esta falencia, que es estructural a la sociedad en la que se produce la irrupción del tzantzismo, se vale Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988), en La desfiguración Silva, para presentarnos un personaje, llamado Gianella Silva, que habría integrado dicho grupo como cineasta de cortometrajes, y a quien, según la novela, los tzántzicos deben su nombre:

 

Se sabe también que, durante una de esas reuniones de crítica cultural, en casa de dos pintores amigos de Ulises, surgió el Movimiento Tzántzico; que la idea fue de Gianella, quien propuso el nombre a partir del ritual indígena de los Shuar. También se sabe que dijo algo parecido a esto: «Hay que reducir las cabezas de los intelectualoides quiteños y encogerlas hasta que adquieran el tamaño real de sus ideas».

            Se dice que todos la aplaudieron.[3]

 

            La desfiguración Silva, de Mónica Ojeda, es una deslumbrante novela cuya estrategia narrativa, como en un collage, transforma una variada gama de géneros discursivos en un lenguaje literario que se alimenta de la diversidad textual y se deconstruye a sí mismo. En una cascada lúdica, a través de un trío de personajes, la autora inventa el personaje de una artista, supuestamente desconocida hasta hoy, que habría integrado el movimiento Tzántzico de los sesenta en Ecuador. Y, con la invención de Gianella Silva, desde la crítica feminista, la autora llama la atención acerca de la ausencia de la mujer en el panorama de nuestras letras, en similar actitud crítica que la utilizada por Sonia Manzano en la novela ya comentada.

            La vida de Gianella Silva (1940-1988) está narrada desde un inteligente juego de la metaficción: estamos ante un personaje creado en la misma historia novelesca por otros personajes de la propia novela: los hermanos Irene, Emilio y Cecilia Terán, construidos en la tradición de los brillantes y singulares hermanos Glass, de J. D. Salinger. Pero el juego es más profundo aún: en la novela existe otro personaje llamado Gianella Silva, que es una fotógrafa de veinte años, amiga de los hermanos Terán. Ambos personajes se disputan su existencia en la realidad de la ficción novelesca: Gianella Silva, la fotógrafa, siente que debe defender su condición de persona real, antes de que se descubriera la superchería de los hermanos Terán, frente a la existencia del personaje de la cineasta tzántzica Gianella Silva que ya está muerta, pero que le ha arrebatado su nombre. «La verdad, la única en este desierto de repeticiones, es que mi nombre no es Gianella Silva: es Gianella Silva»[4]. La Gianella Silva, fotógrafa, se reconoce en su nombre, pero no en el nombre de la cineasta tzántzica.[5] En su «Cuaderno de rodaje», el personaje de la novela de Ojeda, enfrentado al personaje del guion de los hermanos Terán, se percibe como un ente que pierde su configuración y que se diluye en la invención de la otra; y a partir del juego de la transmutación de lo real en ficticio y viceversa, arribamos, desde la diégesis, al título de la novela:

 

A Gianella Silva (la otra Gianella Silva), la percibo como un parásito (quizás eso es lo único que tenemos en común); se alimenta de mí a través de los Terán y, en el proceso, se convierte en un ser real y yo en un personaje. Poco a poco (lo sé; lo siento) me voy transformando en su desfiguración, en la representación imperfecta y fragmentada de su imagen.

            Los Terán juegan a hacerme desaparecer detrás de una ficción.

            Título: «La desfiguración Silva»[6].

 

            Los personajes de la novela viven en el mundo del arte: estudian y enseñan teatro, cine y literatura. Esta situación le permite a la autora desarrollar una serie de debates sobre el arte conceptual y su validez, la relación entre la escritura cinematográfica y la literatura, la moralidad del arte y los mecanismos de la violencia sobre los cuerpos, el funcionamiento del mecanismo de las influencias, etc., con las consiguientes referencias y juegos intertextuales de los que está poblada la novela. Al mismo tiempo, esta variedad temática se expresa en una variedad de géneros discursivos: entrevistas (retocadas y no), testimonios, cuaderno de apuntes, el guion de un cortometraje titulado Amazona jadeando en la gran garganta oscura, —que es un verso del poema «Formas», de Alejandra Pizarnik—[7], fotografías, poemas, un ensayo académico publicado en una revista cultural cuyo nombre es un guiño a Guaraguao, revista de cultura latinoamericana.   

            La invención de Gianella Silva, la cineasta tzántzica, se presenta como el elemento lúdico central de esta novela. El capítulo «Papeles encontrados. Breve biografía de Gianella Silva (1940-1988)»[8] es un texto de ficción dentro de la ficción. Los hermanos Terán, Irene, Emilio y María Cecilia, que se mueven como un trío indisoluble de estetas amorales, que siempre anda tramando algo y utilizando a los demás para sus propios fines, son los creadores de Gianella Silva. El trío la dota de una biografía, personal y artística, a la que le falta la riqueza política del momento histórico en que surgió el tzantzismo, de tal manera que los hermanos nos entregan una historia novelesca, destinada a engañar al mundo ficticio, dentro de la ficción novelesca de la que ellos también son personajes.

            Al mismo tiempo, los cinéfilos hermanos Terán se convierten en autores de la filmografía de Gianella Silva y de su recepción crítica: inventan las sinopsis de los supuestos cortometrajes de Silva al tiempo que inventan los comentarios que los tzántzicos escriben acerca de la obra de aquella. De esta forma, los personajes de la novela fabrican algunos elementos paratextuales y metatextuales de la novela. Luego, convencerán a Michel Duboc para que escriba un artículo académico sobre esta cineasta cuya obra se ha perdido. Y, no obstante que los hermanos Terán se presentan como los autores del cortometraje Amazona jadeando en la gran garganta oscura, dedicado a la memoria de Silva, lo incluyen en la filmografía de esta última. Gianella Silva, la fotógrafa, comentará lo que le dice Cecilia Terán, en términos de lo que para ella significa la disolución de su propia identidad en el juego de espejos que representan Gianella fotógrafa / Gianella cineasta tzántzica: «“De Amazona jadeando en la gran garganta oscura se podría decir: este es el corto de Gianella Silva, el personaje que lo ha escrito en los autores”, me dijo y, aunque parezca imposible, yo no supe si hablaba de mí o de la otra»[9].

            Daniel, el profesor al que los hermanos Terán tienden una trampa con el hallazgo de un guion, supuestamente escrito por Gianella Silva, condena la falsificación de los ejemplares de Pucuna, que llevan a cabo los hermanos. En cambio, el brasileño Duboc, amigo de Daniel, que también es utilizado por los Terán e inducido por estos a escribir el ya mencionado artículo académico sobre Gianella Silva, justifica a los hermanos pues considera que lo hecho por ellos es un trabajo de arte conceptual digno de admiración. Los Terán parecen sentirse como huérfanos que necesitan matar a su padre muerto.

 

—La historia empieza con la escritura —me dijo Duboc por teléfono—. Tienes que entenderlo o estás jodido: lo que ellos querían era cambiar una parte de la historia, agregar una mujer a los tzántzicos, una cineasta brillante en donde no hubo cineastas brillantes; una mujer en donde solo hubo hombres y también inventar a la mejor creadora que haya existido jamás en ese país de mierda. Son jóvenes que se avergüenzan de no tener tradición, de no tener padres ni un pasado, o sí: de ser hijos de una tradición que los caga en su puta madre.[10]

 

            La cuestión en disputa tiene que ver con el tema recurrente de la verdad y la mentira en la obra de arte, y, además, con la construcción de una tradición en el marco de una historiografía artística y literaria que, para las demandas de las generaciones presentes, carece de elementos significativos. Volvemos al planteamiento parricida de los tzántzicos que estaban dispuestos a reducir la cabeza de todos sus antecesores para destruir un pasado colonial. Sin embargo, para los hermanos Terán, en distanciamiento ideológico de los planteamientos de los tzántzicos, la invención de una tradición es solo un juego esteticista sin historia, es decir, vaciado de la acción y militancia políticas que cohesionaba al tzantzismo.

           

Cadáver Exquisito Ediciones, 2017

Un tipo de novela contemporánea es similar a una colcha de retazos que se arma con fragmentos de diversa procedencia. La novela de Mónica Ojeda está armada de aquella manera. Al interior de la novela, «El cuaderno de rodaje, por Gianella Silva»[11] aparece como un capítulo, armado también como una colcha de retazos, que incursiona en los debates contemporáneos sobre el lenguaje del cine y la literatura y, al mismo tiempo, sobre la escritura como artificio representacional del mundo, tal como lo plantearan Shklovski y Jakobson: «Escribir no es natural. Escribir es ir contra la naturaleza inane de la lengua»[12]. Gianella Silva se ejercita en el mecanismo borgeano de crear una bibliografía, es decir títulos sin obra como en el caso de Pierre Mernard, y, además, reinterpreta a su modo al emblemático escritor del siglo veinte del Quijote, cargándolo de una lectura contemporánea signada por la novedad:

 

Pierre Menard no es un escritor, es un artista conceptual. Lo imagino en un museo de arte contemporáneo exponiendo una página arrancada de Don Quijote de la Mancha y firmándola con su nombre. Imagino a varios curadores discutiendo el genial concepto de la literatura como un organismo pluricelular en el que sus células (obras) interactúan necesariamente con otras, y por lo tanto, ninguna lectura o escritura existe de forma independiente.

Pero Pierre Menard no es un escritor, es un artista conceptual. Y eso hay que recordarlo.[13]

 

            La diversidad textual e invención de la cineasta tzántzica Gianella Silva se conjugan con una multiplicidad de referencias artísticas, literarias y cinematográficas que hacen de la novela un desafiante juego intelectual. En este sentido, Marcelo Báez, que también ha escrito la bioficción de un personaje inventado, señaló que la novela de Ojeda «es un texto que no solo contiene teoría, sino que también genera teoría. En ese sentido, la obra funciona como una teoría de la novela o una teoría de la representación El texto en sí mismo contiene todas las coartadas teóricas sobre cualquier tema que se le quiera cuestionar»[14]. La desfiguración Silva, de Mónica Ojeda, es una novela de escritura impecable e implacable que convierte al texto en un espacio que involucra a sus lectores en un deslumbrante juego textual.

 

PS: Este texto es parte de mi discurso de incorporación como Miembro de Número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, el 25 de marzo de 2021. El discurso completo aquí: La novela como juego hipertextual 



[1] «Primer manifiesto», Pucuna, No.1 (1962), contratapa, en Revista Pucuna. Tzántzicos, Facsímil 1962-1968 (Quito: Consejo Nacional de Cultura, 2010).

[2] Los poemas son de Arabella Salaverry, Margaret Randall, Raquel Jodorowsky y Sonia Romo; el cuento, de Regina Katz. También fue publicado un dibujo de Lia Kaufman. Tanto Margaret Randall como Sonia Romo acompañaron a los tzántzicos en algunos de sus recitales, pero nunca fueron consideradas miembros del grupo.

[3] Mónica Ojeda, La desfiguración Silva (La Habana: Editorial Arte y Literatura, 2014), 128. Esta novela ganó el V Premio Latinoamericano de Novela «Alba Narrativa 2014», para escritores menores de cuarenta años, convocado por la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), a través del Proyecto Grannacional ALBA Cultural y del Centro Cultural Dulce María Loynaz de La Habana, Cuba.

[4] Ojeda, La desfiguración…, 7.

[5] Aunque sea un dato extraliterario, el juego de la disputa de identidades entre persona y personaje podría ampliarse si se introduce la variable de que existe una Gianella Silva que fue compañera de colegio de Mónica Ojeda, con características similares al del personaje que es fotógrafa en la novela. Pero este juego de fundir / cofundir / confundir el nombre de la persona y el nombre del personaje, similar al que desarrollo en mi cuento «Los viudos de Gloria Vidal» (2000), texto en el que Gloria Vidal es, a la vez, el personaje del cuento y, al mismo tiempo, quien fuera mi compañera de estudios en la universidad, ya sería objeto de otro trabajo: en algún momento escribiré una reflexión en la que dialoguen Gloria Vidal y Gianella Silva, los personajes que se apropian de un nombre, invocando la ficción, y convierten los nombres de sus verdaderas dueñas, las personas reales, en nominaciones de los personajes literarios que son la única realidad para quienes leen un texto.

[6] Ojeda, La desfiguración…, 102.

[7] Copio el poema: «no sé si pájaro o jaula / mano asesina / o joven muerta entre cirios / o amazona jadeando en la gran garganta oscura / o silenciosa / pero tal vez oral como una fuente / tal vez juglar / o primera en la torre más alta», en Alejandra Pizarnik, Poesía completa (Barcelona: Editorial Lumen, 2001), 199.

[8] Ojeda, La desfiguración…, 118-135.

[9] Ojeda, La desfiguración…, 98.

[10] Ojeda, La desfiguración…, 64.

[11] Ojeda, La desfiguración…, 94-112. El capítulo «Ensayo de Michel Duboc publicado en la revista Guaraguao» también está armado con cinco fragmentos seleccionados, supuestamente, del ensayo total.

[12] Ojeda, La desfiguración…, 102.

[13] Ojeda, La desfiguración…, 103-104.

[14] Marcelo Báez Meza, “La desfiguración Silva”, reseña, en Kipus. Revista Andina de Letras, No. 39 (2016): 182-183.