José María y Corina lo habían conversado en alguna de su tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, enero 22, 2018

“Eso” (It), de Stephen King: ¡Terrorífica!




           
Stephen King recibirá el PEN America Literary Award, el próximo mayo; premio que tambien han recibido J. R. Rowling, Salman Rushdie, y Margaret Atwood, entre otros.
En el primer prefacio de su libro Mientras escribo (On writing), Stephen King comenta que en una conversación con Amy Tan, cenando comida china, le inquirió a ella si había una pregunta que nunca le hubieran hecho en las presentaciones de libros. Amy Tan, sin dudarlo, le respondió: “Nunca me preguntan nada sobre el lenguaje.” King señala que le ha quedado eternamente agradecido a Tan por esa respuesta, ya que, es cierto, a los autores de novela con éxito de público, nunca les preguntan por la esencia de la literatura: el lenguaje. “Lástima, —reflexiona King— porque en la plebe también nos interesa el idioma, aunque sea de una manera más humilde, y sentimos auténtica pasión por el arte y el oficio de contar historias mediante la letra impresa.”

             Y es que de eso se trata: de la potencia que tiene el lenguaje de la literatura. Durante mi lectura de Eso (It, 1986) me fue ganando la sensación de que estaba ante una novela donde el lenguaje, expresado en una maravillosa poética sustantiva, tiene una fuerza narrativa singular. El capítulo uno de la primera parte, “Después de la inundación (1957)”, abre, con una frase envolvente, lo que habrá de ser el leit motiv: “El terror, que no terminaría por otros veintiocho años —si es que terminó alguna vez—, comenzó, hasta donde sé o puedo contar, con un barco hecho de una hoja de un diario que flotaba a lo largo del arroyo de una calle anegada de lluvia.” Todos flotarán. Y cierra, para redondear la narración, luego de la muerte de George Denbrough, con este párrafo de tono fantástico:

El barquito se tambaleaba y se sumergía y a veces se llenaba de agua, pero no se hundió; los dos hermanos lo habían impermeabilizado bien. No sé dónde acabó por naufragar, si alguna vez lo hizo. Tal vez llegó al mar y allí navega eternamente como los barcos mágicos de los cuentos. Sólo sé que aún estaba a flote y navegando en el seno de la inundación cuando franqueó los límites de Derry, Maine. Y allí sale de esta historia para siempre.

            La novela desarrolla una alegoría del mal en la que Eso habita en cada uno de los habitantes de Derry, un pueblo cuya maldad es una culpa que se purga de tanto en tanto. Por tal razón —más allá de su representación simbólica en la figura del payaso Pennywise—, Eso asume, frente a los individuos enfrentados al mal, el rostro del miedo y la culpa personales. Pero también se nos devela que Eso, que es Ella, está esparcida en lo profundo de la ciudad: espacialmente, en sus alcantarillas; metafóricamente, en sus raíces. Así, la historia de los chicos del Club de los Perdedores, que deciden enfrentarse a Eso, se convierte también en la historia del mal de una ciudad: el fundamento de una historia de horror en la que se conjugan varios episodios violentos a través del tiempo, de los que se son protagonistas sus propios ciudadanos.
Uno de los episodios más impactante de esta historia del mal es el que tiene que ver con el odio racial de los blancos de Derry, que termina con la quema de un club social construido y frecuentado por negros en respuesta a la segregación que sufren, en una ciudad que no los admite en los clubes de blancos. Pero la novela no solo expone la maldad del pueblo y de sus habitantes en este caso de racismo y supremacismo blanco; también son expuestos, como signo de la maldad, casos de homofobia (el crimen de Adrian Mellon, en el puente), de acoso escolar (del que son víctimas todos los niños del Club de los Perdedores), de maltrato intrafamiliar (el que sufre Beverly March, durante su infancia y adultez, tanto por parte del padre como de su pareja). Y, por supuesto, está la serie de crímenes de niños que es, al mismo tiempo, la maldad en su expresión supina y la sangre que Eso exige para la expiación de los demás crímenes del pueblo.
            Stephen King consigue una compleja descripción de sus personajes. Bill Denbrough, Ben Hanscom, Beverly Marsh, Richie Tozier, Eddie Kaspbrak, Mike Hanlon y Stan Uris: cada uno de ellos se nos presenta con su propia historia, su propio drama y esa individualización consigue que entendamos al Club de los Perdedores como el club de los niños comunes: los que crecen con los miedos naturales, el aprendizaje doloroso, la felicidad de los juegos sencillos, y el disfrute y congoja de la soledad compartida con otros niños. Incluso, al compartir el descubrimiento de la sexualidad, en un momento de profunda solidaridad, asistimos a un acto del amor fraternal despojado de lujuria y al quiebre de la niñez ante el advenimiento de la edad adulta.
            La estrategia narrativa de la novela utiliza la escritura dentro de la escritura. Las notas inéditas, casi un diario, de Mike Hanlon, el bibliotecario de Derry y uno de los miembros del Club de los Perdedores, nos permite conocer la historia del pueblo y la presencia de la maldad. El que Bill sea un escritor de novelas de terror, nos ayuda a entender el proceso de transformación de la experiencia vital en literatura, y, además, a que el autor exponga, de alguna manera, su propia idea acerca del género:

Todos los escritores tienen un pasadizo que baja al subconsciente —decía, sin mencionar que, con cada año transcurrido, hasta la existencia de ese subconsciente le parecía dudosa—. Pero el que escribe relatos de terror tiene un pasadizo que baja aún más, tal vez… Tal vez hasta el sub-subconsciente, por decirlo así.

La novela es una exploración y una exposición acerca de lo siniestro, pero también acerca de la infancia y su memoria. La personificación de Silver, la bicicleta de Bill Denbrough, que se sostiene hasta el desenlace de la novela, es un elemento que enlaza la niñez con la edad adulta y el enfrentamiento personal de Bill con la historia del mal del pueblo que, en su caso personal, se cebó en la muerte de su hermanito Geroge: “Piensa que es bueno ser niño, pero que también es bueno se adulto y poder analizar el misterio de la infancia… sus convicciones y deseos. Algún día escribiré sobre todo eso, piensa, pero sabe que es solo un pensamiento de amanecer…
Eso, de Stephen King, es una novela mayor, no solo en su género, sino como texto literario independiente de aquel. La novela tiene un poderoso lenguaje narrativo y una impecable estructura novelística; sus personajes se asientan en una caracterización que hace de ellos tipos humanos particulares, individualizados en su particulares dramas; sus diálogos fluidos acentúan la sicología de los personajes y el conflicto moral planteado; la ciudad es concebida como un personaje que, en su devenir histórico, nos enfrenta al horror; y la profunda disección de la maldad, no la de un monstruo imaginado, sino la de los seres humanos, nos ofrece una enorme lección que nos confronta con la pérdida de la inocencia.
Un autor al que, ciertamente, hay que preguntarle cómo hace que para que el lenguaje de su novela sea la expresión de una literatura estremecedora y que, al dedicar la novela a sus hijos, declara: “Niños, la ficción es la verdad que se encuentra dentro de la mentira y la verdad de esta ficción es muy sencilla: la magia existe.”

Este meme lo hice dedicado a mis alumnos del Taller de Narrativa de la Universidad de las Artes, de Guayaquil.

domingo, enero 14, 2018

El turno de los inquisidores de San Borondón



            Como todos los niños judíos, Jesús fue circuncidado al octavo día de nacido (Lc. 2.21); el destino de su prepucio fue objeto de múltiples disputas y, a pesar de que su culto fue derogado por la Iglesia en 1900, en el pueblo italiano de Calcata dicho culto continuó, con procesiones el primer día de cada año, hasta 1983. En el penúltimo capítulo de Ulises, de James Joyce, al describir los caminos que siguieron Leopold Bloom y Stephen Dedalus, se habla directamente acerca del tema del divino prepucio y, de paso, se plantea de manera concisa el espíritu de las discusiones bizantinas sobre las reliquias relacionadas con los restos de Jesús:

A Stephen: el problema de la integridad sacerdotal de Jesús circunciso (1 de enero, fiesta de guardar, oír misa y abstenerse de trabajo servil innecesario) y el problema de si el divino prepucio, el carnal anillo nupcial de la santa iglesia católica apostólica romana, conservado en Calcata, sería merecedor de simple hiperdulia o del cuarto grado de latría acordado a la abscisión de tales excrecencias divinas como el cabello y las uñas de los pies.
           
            El jueves 11, el Pop Up Teatro Café, donde se exhibía la obra de microteatro El Santo Prepucio, protagonizada por Belén Idrobo y Prisca Bustamante, fue clausurado por el Comisario Segundo de Samborondón, Víctor Hugo Solano. Mientras este colocaba los sellos de clausura, un pequeño grupo de feligreses católicos, al grito de “A Cristo no se ofende”, clamaba por la suspensión de la obra. Según diario El Comercio[1], el arzobispo de Guayaquil, Luis Cabrera Herrera, agradeció la movilización de los fieles: “Con seguridad, las reacciones de protesta por la clausura no se harán esperar. Sin embargo hay que mantener una posición clara y firme en defensa de los valores éticos y espirituales”.

En el centro, el collage "Catalino", de la exposición Difícil de leer, entre mi luto y mi fantasma, de Marco Alvarado. Foto de William Orellana, El Telégrafo.
             En agosto del año pasado, en Quito, la obra “Milagroso altar blasfemo” fue, literamente, borrada de la exhibición colectiva La intimidad es política [Ver en este blog: Arte, blasfemia y censura], por presión de la Curia y acción del Municipio del Distrito Metropolitano. A mediados de noviembre, también del año pasado, en el Museo de las Conceptas, en Cuenca, un joven agredió el collage “Catalino”, parte de la muestra Difícil de leer, entre mi luto y mi fantasma, de Marco Alvarado, y, por presiones de las autoridades eclesial y municipal, el museo procedió a desmontar la exposición. La autoridad municipal no sancionó al agresor. Como en tiempos de la Inquisición, el poder eclesial y su brazo ejecutor, el poder civil, han actuado de forma sincronizada en estos tres casos de censura al arte, cobijados bajo leguleyadas municipales.
            La Ley Orgánica de Cultura, al definir los derechos culturales en su artículo cinco, literal “e”, define la “Libertad de creación” así: “Las personas, comunidades, comunas, pueblos y nacionalidades, colectivos y organizaciones artísticas y culturales tienen derecho a gozar de independencia y autonomía para ejercer los derechos culturales, crear, poner en circulación sus creaciones artísticas y manifestaciones culturales.” Asimismo, en su artículo cuatro, señala como uno de los principios rectores de la Ley, el de Pro-cultura: “En caso de duda en la aplicación de la presente Ley, se deberá interpretar en el sentido que más favorezca el ejercicio pleno de los derechos culturales y la libertad creativa de actores, gestores, pueblos y nacionalidades; y de la ciudadanía en general.”
No se debería argumentar desde las particulares creencias religiosas lo que está permitido o no en materia artística y literaria. Y menos utilizar, a través de la presión del poder institucional de la Iglesia, a la autoridad civil para que se convierta en el brazo ejecutor de la censura. El que sienta que una obra es ofensiva para sus creencias religiosas que no vaya a verla o que no la lea. Los colectivos religiosos, por supuesto, tienen la absoluta libertad para criticar, pública o privadamente, la obra artística y recomendar, llegado el caso, que los feligreses de su culto no la vean o no la lean. Lo que no pueden, porque va en contra la Ley y de los principios constitucionales, es impedir la libre circulación de las creaciones del arte y la literatura, aunque aquellas estén alejadas de sus gustos y, doctrinalmente, en contra de sus creencias religiosas.
El quinto tratado, “Como Lázaro se asentó con un buldero, y de las cosas que con él pasó”, de El lazarillo de Tormes, comienza con una definición clarividente frente a las estafas que llevan a cabo los mercaderes de bendiciones, reliquias y otras imaginerías religiosas que, abusando de las creencias religiosas de las personas, convierten la fe en un negocio de fetiches:

En el quinto por mi ventura di, que fue un buldero [clérigo que predicaba las bulas de la  Cruzada y recaudaba su producto], el más desenvuelto y desvergonzado y el mayor echador de ellas que jamás yo vi ni ver espero, ni pienso que nadie vio, porque tenía y buscaba modos y maneras y muy sutiles invenciones.

 El Lazarillo de Tormes también engrosó el Index (1564), de la Inquisición española, pero, afortunadamente, hoy se lee en el bachillerato como parte de nuestra tradición literaria. Al continuar aupando, desde los pronunciamientos de la autoridad eclesiástica, la mentalidad inquisitorial del siglo XVI, es como si el aggiornamento de la Iglesia Católica, promovido desde Vaticano II, que determinó la eliminación del Index por parte de Paulo VI, en 1966, no hubiese existido. La cuestión de la moral, la ética y la estética en arte y literatura ha sido y es un asunto de permanente debate, y no se resuelve a través de la censura promovida por beatos con mentalidad de inquisidores.


[1] “Arquidiócesis de Guayaquil agradeció movilización que provocó clausura de Pop Up Teatro Café”, El Comercio, edición digital, 12 de enero de 2018, 15h25.