José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, noviembre 13, 2023

«Trajiste contigo el viento»: novela prodigiosa e inquietante de ecos bíblicos

(Foto: R. Vallejo, 2023)

            Nueve personajes nos cuentan la historia de un pueblo andino condenado por una maldición; ellos entretejen los recuerdos de unos habitantes que buscan expiar su culpa original y sobrevivir al exterminio. Ezequiel tiene claro lo que quiere: «Así lo sentí, así lo escuché: Eso era lo que debía hacer: acabar con Cocuán y el corazón podrido de rata que latía en su centro». (46) Hermosina sabe que «un corazón duro como la piedra no se quema». (138) Carmen dice que «un bosque es la quietud de Dios, el lugar donde las flores trepan y caen, un viento que contiene muchos vientos, una trampa donde los muertos se quedan colgados como liebres aullando y chillando». (80-81) Trajiste contigo el viento (2022), de Natalia García Freire (Cuenca, 1991)[1], es una novela prodigiosa e inquietante que se sostiene en un lenguaje poético deslumbrante y despiadado, y que nos envuelve en una atmósfera asfixiante de pasajes oníricos y resonancias bíblicas, en medio de un escenario de terror que es el pueblo de Cocuán, cuyos habitantes están signados por una maldición que guía su éxodo hacia la muerte.

            Así le habla el padre: «Mildred, escucha, Mildred. Cuando naciste, tu ma dijo que trajiste contigo el viento. Era un viento tibio. Ese viento no teme […] Trajiste contigo el viento que se llevaba las cipselas de los dientes de león a recorrer el mundo, Mildred. El viento que calma al ganado. Ese viento no teme». (14) Cuando la madre muere, el padre se va y Mildred queda abandonada y con el cuerpo llagado en una casa de la que es desalojada por el pueblo, encabezado por el párroco Santamaría. Mildred maldice al pueblo y es encerrada en el monasterio. Años después, el cura Santamaría se ahorca en el cuarto donde Mildred permanecía. Cuando llega el cura Manzi se enfrenta al horror: «Entonces vi el cuerpo de Mildred, ese cuerpo que brillaba en el fondo oscuro del monasterio, un cuerpo muerto lleno de luz y calor; no era posible». (73) Mildred es mitificada como una Diosmadre por Filatelio, considerado el tonto del pueblo, que, en el monólogo final, nos descubre lo siniestro, pero también un mito fundacional como un relato bíblico: «Diosmadre no se levanta, no ha resucitado, su cuerpo muerto ha permanecido caliente por una eternidad». Mildred es la voz profética del apocalipsis de Cocuán. No obstante, Mildred es un personaje que queda esbozado al comienzo de la novela —de manera muy bella en su relación con la naturaleza a través de los cerdos que conviven con ella—, pero que luego se desvanece sin que alcance a ser desarrollado a plenitud, con la fuerza que uno esperaría toda vez que cumple una función simbólica central en la trama de la novela.

            La novela tiene una escritura cargada de poesía que no hace concesiones: carece de piedad y sus personajes están condenados al padecimiento y la muerte. Los nueve capítulos les dan voz a sendos personajes: en ellos, la cruel realidad y lo onírico, lo bello y lo perverso, se entrecruzan en la frontera sutil de la vida y la muerte. Ezequiel es cruel por el placer de lo monstruoso, «mis ojos eran el averno, la entrada al submundo» (32); el cura Manzi se corta las orejas, «no hubo dolor, solo el eco de ese aullido que se alejaba» (76); Víctor se clava una estaca en el pecho y encuentra a su padre, porque «la muerte era un sufrimiento lleno de futuro» (111); Hermosina se consume en sus pesadillas blasfemas: «Yo soy el fuego de Dios que quita el frío del mundo» (142); Agustina saca las orejas del párroco Manzi y se las acerca a sus propias orejas, entonces aúlla y aúllan Manzi y Filatelio: «porque yo estaba oscura por dentro. Como todos nosotros. Con la noche dentro, porque Cocuán es solo noche». (58) La historia de Cocuán y su gente es una pesadilla irresuelta que deslumbra, por efectos del lenguaje, y llena de angustia, por el desarrollo de la trama, a quienes se adentran en ella. En el relato de Filatelio se consuma la orfandad de quienes han sobrevivido al éxodo del pueblo: «Detrás está Diosmadre […] Aquí nacieron los hombres que habrían de matarla. Aquí las mujeres que le olieron el sexo […] En Cocuán han matado a la hija de Dios. Pero Dios no lo sabe. Nadie se lo ha dicho» (152-153).

«Un pueblo es una cadena hecha de pesadillas». (26) Así es Cocuán[2], un pueblo hostil, habitado por la crueldad y el desamor, donde la idea de Dios implica su abandono: «…donde vivimos tan cerca del espacio vacío y su materia oscura, que el sol es como un padre, te parte la cabeza o te deja apolillarte, lejos, muy lejos de las entrañas abrigadas de la tierra». (49) Es un pueblo cuyos habitantes no encuentran su redención más que en la muerte: hacia ella escapan de la violencia de su prójimo, en ella se encuentran desnudos, dispuestos a purgar una maldición que los redima de la culpa original: la violencia contra una niña huérfana, abandonada y enferma que es el símbolo de la violencia contra la propia tierra indefensa. El pueblo andino de Cocuán es un espacio de terror gótico, una escenografía asfixiante porque asfixiante es el desasosiego de sus habitantes. Un pueblo donde la muerte lo envuelve todo y la resurrección no es posible una vez que se ha cumplido la maldición: «Le devolvemos al agua los hijos malparidos que Dios le ha robado. Aquí yace el pueblo de Diosmadre que desapareció una noche. Por los siglos de los siglos». (156) Asistimos al apocalipsis de un pueblo maldito; apenas existen atisbos de un renacimiento, aunque el tono de la narración es más bien desesperanzador: «Una estela de luz que va hundiéndose hasta que no queda nada, solo el murmullo de los tontos y un canto animal que nadie escucha en la tierra» (156). Es tal vez este tono apocalíptico, sin redención, el que nos deja una sensación de angustia y desolación atravesada en la garganta.

 

Natalia García Freire (Foto: María Fernanda García Freire)
            Natalia Freire García es una narradora singular y profunda, de escritura impecable y bella, que experimenta con lo onírico, la locura, la sexualidad, el sentido vital de la naturaleza y la condición mítica de los orígenes. Y Trajiste contigo al viento es una novela fascinante que nos enfrenta, sin concesiones, al terror de la maldad y la desesperanza de un pueblo andino, pero que, al mismo tiempo, nos atrapa con la belleza despiadada de su poesía, tan cruel como en los míticos relatos bíblicos.



[1] Natalia García Freire, Trajiste contigo el viento (Buenos Aires: Tusquets Editores, 2022). El número junto a la cita indica la página en esta edición.

[2] Coquan es el nombre comercial del clonazepam, un ansiolítico que se utiliza para las crisis de ausencia y ausencias atípicas, así como para desórdenes de ansiedad. La autora ha dicho que el libro fue escrito en medio de un estado de ánimo eufórico, «muy pegado al tema pesadillas, pero también las otras investigaciones personales sobre la locura, sobre el lenguaje, esta inquietud de cómo el lenguaje puede ser un camino de ida y vuelta a la locura», en Perfil, 14 de diciembre de 2022, https://www.perfil.com/noticias/cultura/trajiste-contigo-el-viento-nacida-de-los-efectos-del-clonazepam-una-novela-que-narra-la-violencia-en-tono-biblico.phtml


miércoles, abril 07, 2021

Nuestra piel muerta: La poesía de lo que habrá de pudrirse

           

«He vuelto a nuestra casa sin saber por qué, padre, y ahora amo lo que veo y puedo comprenderlo todo: el lenguaje sagrado de los cuerpos muertos, la fecundidad de lo oscuro y húmedo, las grutas naturales y los hombres que las han copiado para hacer su templos, la efervescencia de la vida la podredumbre y los desechos, el cosmos contenido en un ser del tamaño de una cabeza de alfiler». (Foto del autor, 148)

            Lucas regresa en busca del padre, pero también de los silencios de la que fue su casa, de la enajenada lucidez de su madre, de los restos de un hogar que es una patria sometida por dos intrusos. «El que regresa no tiene nombre, ni sabe lo que busca, y en su propia casa vive en calidad de huésped»[1]. Lucas regresa e interpela a su padre muerto rememorando su crueldad de patriarca cobarde: el padre que se rindió ante los extraños, el padre que se olvidó de su propio hijo; el padre que, en nombre de un Dios sin piedad, declaró loca a su mujer y la condenó al ostracismo. Lucas regresa y el mundo de los insectos, de aquello que aparentemente carece de importancia, vuelve en su deseo: «Con un poco de suerte, yo podría haber sido una mantis flor, un escarabajo Hércules o una chinche asesina»[2]. Nuestra piel muerta, de Natalia García Freire, es una bella novela de lenguaje sobrio, poético y sobrecogedor, que despliega un novedoso gótico andino desde los elementos del horror y la piedad románticos.

            La sobriedad narrativa atraviesa la novela. Lucas observa las moscas que vuelan alrededor de un pollo podrido: «Y qué música bellísima escuchaba, padre, cuando volaban; eran alas y eran vida, bendita simetría que susurra»[3]. Ser ala y ser vida: ser el susurro de la exactitud y su halo de divina perfección. Poesía que estremece en la construcción de la imagen poética y que prolonga el estremecimiento que provoca el sentido de la finitud y lo transcendente: «Quiero la resurrección de la carne que solo viene con el fin y la inmundicia»[4]. La vuelta a casa de Lucas para ajustar cuentas con lo que ha muerto es la confirmación de la vida que emerge de lo que se descompone, de lo que se pudre. La poesía de lo que habrá de pudrirse está en la descripción del rostro del padre después de enviar a la madre de Lucas al encierro: «No sé si se ha descrito la geografía de un rostro desesperado, pero se parece a una isla volcánica, cuando la lava se enfría y forma elevaciones disímiles, todas ásperas e inhumanas»[5]. Lenguaje que se transforma en sobrecogimiento de quien lee.

            La escena de la campiña andina ha reemplazado al castillo medieval del gótico de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX: el mundo de la ruralidad serrana es el mundo de la novela. El fanatismo religioso se ha instalado y el pecado es una maldición que abrasa a quien pretende ser libre: las beatas y el cura poderoso, los rosarios y las letanías, y la sentencia de un Dios cruel condenan al infierno terreno a la madre: un ser libre en la sabiduría de sus libros de botánica, que son quemados por una inquisición de pueblo. Josefina, la madre apasionada, convertida en loca y encerrada en nombre de Dios: «La calma de Dios era un maldito cuarto vacío»[6]. La presencia fantasmagórica de Felisberto y Eloy, personajes que encarnan lo siniestro, similar al dúo Coppelius/Coppola de «El hombre de arena», de E. T. A. Hoffmann, y que son introducidos sin ninguna explicación: igual que el mal que asedia para corromper lo humano. El mundo de los vivos se confunde con el de los muertos: «Es como escuchar mil manos rasgando paredes desesperadas por salir. Es como escuchar la conciencia de la tierra. Es como escuchar mil corazones asustados latir alrededor de uno, todo vísceras, todo pulso. Y todo lo demás en el mundo se queda mudo»[7]. El horror atraviesa el mundo narrado y se expresa en la singularidad monstruosa de Felisberto y Eloy, los personajes que representan el mal. Al mismo tiempo, la presencia de la madre, del profesor Erlano y del mundo de los insectos es la representación de la piedad, del sosiego en medio de los espíritus borrascosos que se apoderan del hogar. El mundo agitado por las antiguas tormenta y pasión del neorromanticismo ecléctico de estos tiempos.

            En Pedro Páramo, de Juan Rulfo, Juan Preciado llega a Comala en busca de su padre, que es un rencor vivo. En Los tiempos del olvido, de Jorge Dávila Vázquez, un libro de cuentos orgánico, la familia de un tiempo andino y rural simboliza lo siniestro en ciernes: todos los días son como un viernes sin historia. Nuestra piel muerta, de Natalia García Freire, se inscribe en esa tradición de voces rumorosas que entretejen los sentidos de la vida y de la muerte; pero, además, en esta novela, lo espectral es el estado de la materia que nos libera del mal, que es presencia cotidiana, y desde el mundo de los insectos, ese de la paz de lo que se pudre, emerge el canto vital de la tierra: «La resurrección de la nuestra carne es un milagro. No hay un espíritu que asciende sino un cuerpo que se deshace y baja en espirales por la tierra formando una vida más perfecta y simétrica. Bendita melodía que susurra y se transforma»[8].  



[1] Natalia García Freire, Nuestra piel muerta (Madrid: La Navaja Suiza Editores, 2019), 23.

[2] García Freire, Nuestra piel…, 40.

[3] García Freire, Nuestra piel…, 41

[4] García Freire, Nuestra piel…, 41.

[5] García Freire, Nuestra piel…, 140.

[6] García Freire, Nuestra piel…, 76.

[7] García Freire, Nuestra piel…, 150.

[8] García Freire, Nuestra piel…, 150.