José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

domingo, agosto 18, 2019

Somos luces abismales, de Carolina Sanín: meditaciones poéticas desde lo cotidiano

Del FB de Me Gusta Leer Colombia

Meditaciones acerca de la existencia del ser humano, no desde la abstracción del ser, sino desde la mirada poética y filosófica sobre la vida concreta, esa que nos vuelve parte de una naturaleza que compartimos con otros seres vivos.
Empecemos con el nombre de la autora. En la meditación “Nombres y ríos”, de Somos luces abismales, el punto de partida es un hecho, aparentemente superficial: Carolina Sanín descubre que ella se ha convertido en el nombre por descifrar de un crucigrama en El Espectador, bajo la pista: “Sanín, escritora”. Yo digo “Carolina Sanín”, y estoy diciendo: «Es autora de varios libros. Leí su novela Los niños (2014) y me provocó un estremecimiento intenso: esa búsqueda del origen, de la infancia perdida, del horror que provoca aquello que altera lo cotidiano; y ese lenguaje sutil, sustantivo, sugerente siempre. Y es una tuitera que trina con solvencia crítica y soberbio desparpajo».
            A partir de esa presencia en el crucigrama, la autora indaga sobre su nombre, sobre su abuelo Felipe, a quien le envía una carta que termina diciendo: «En lugar de quemar los nombres de las cosas con las que aún quiero que estés, los mando por agua con el lector, que no sé si sea el mensajero, o si sea, él mismo, ese otro lado donde me figuro que me lees».
En la primera meditación, “El sosiego”, la voz autoral convierte en interlocutora a su perra, a la que nomina Ánima, aunque en realidad se llama Dalia, que, realmente, es Ánima, y así... «Arriba, a la izquierda, está esculpido san Dionisio. Me digo que ese hombre, que lleva sobre el pecho su cabeza, es mi patrón: el polo al que me mueve la necesidad; lo que nunca he podido ser (¿o a lo mejor he podido por un instante?). Mi santo: lo ajeno a mis acciones. Mi antípoda. Mi realidad». Caminamos con la autora en su viaje a Nuestra Señora de París.
Sanín se pregunta sobre la escritura, sobre el lugar del ser. «Todo está en otra parte», dice. «Uno escribe para saber dónde está. Porque se da cuenta de que nunca sabe dónde está». En este libro, la espiritualidad siempre está presente.
Pasemos a “Un potro”. «Los animales nos hacemos visibles en el desamparo: somos luces abismales. (Luces abismales: hay una caída larga que es una herida en la tierra, y abajo, entre la bruma, en el fondo —quién sabe si sea el fondo—, brilla una luz pequeña y firme, que concentra. Entonces la bajada es un camino y uno cae para remontarla haciéndose, bajo la luz, visible)». El potro y nosotros, somos animales a los que nos ven en nuestro desamparo.
“Nidos y tumbas”: las palomas, aunque parezca obvio, son seres vivos, dueñas de una vida que merece respeto: «Las palomas son corazones de polvo inventados por hombres de gran poder, que ya no están y que no nos conocieron; las hicieron para metérselas dentro del pecho como corazones de varios ritmos». Ver una paloma que muere y hacerle un rito funerario. Parecería una nueva mirada sobre sucesos cotidianos: la vida y la muerte de un ser vivo, siempre dignificadas.

Con Carolina Sanín (Bogotá, 1973), en el MAAC, Guayaquil, luego de la presentación de Somos luces abismales, el 30 de mayo de 2019.
“El pesebre” es una meditación sobre la muerte. Sobre la muerte de una amiga querida. Nuevamente, Sanín parte de la observación de un suceso: «Los muertos acompañan a los muertos en el paso de este año al siguiente». Y nos da una crónica con meditación sobre un viaje. El pesebre en el que se detiene es el de la iglesia de la Compañía de Jesús, en Quito.
El penúltimo capítulo se titulada “Las Pléyades”. «¿Una palabra está en una oración como una piedra en el pavimento del camino, o está en la oración recorriéndola, como una pierda recorre el camino?». De ahí, Sanín pasa a lo que se llama “parálisis del sueño”, ese estado transitorio entre el sueño y la vigilia en el que la personas está impedida de cualquier movimiento y que genera una angustia profunda. Sanín lo narra como una historia de horror. Un verso de William Blake acompaña esta meditación: «Pues todo lo que vive es santo».
El libro finaliza con el texto poético “Composición con héroe”, que devela otra forma de decir, de encender las luces que somos, desde el fondo de nuestra íntima sima; otra manera de alumbrar las sombras que llevamos con nosotros.
Somos luces abismales, de Carolina Sanín, es una bella y lúcida meditación poética sobre lo cotidiano, que es iluminado por el asombro; este azoramiento es provocado por una mirada de inteligente sensibilidad, de sensible inteligencia.

Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, el 16.08.19

domingo, agosto 11, 2019

El coqueteo epistolar entre el poeta Silva y una incógnita lectora


«He leído tu novela “María Jesús”, ¡qué bonita! Pero me ha puesto triste porque ha hecho revivir en mi corazón una herida que comenzaba a curar. He encontrado en la historia de tus amores mucha semejanza con la historia de los míos… También como tú, llevo el alma enferma por los recuerdos de un amor imposible, de un amor que nadie sabe, porque no ha tenido otros testigos que el agua y el cielo, pero no las aguas de un manso río como en el que se retrataban las estrellas que tu María Jesús quiso coger, sino el mar inmenso en el que solo se reflejaba el sol moribundo».
El 26 de junio de 1919, dos semanas después de la muerte de Medardo Ángel Silva, en “Jueves literarios”, El Telégrafo publicó la “carta de una incógnita”, bajo el título «El epistolario del poeta». Se trata de la confesión de una lectora, que firma como Atala, que se siente espiritualmente hermanada con la melancolía que le provoca la historia del amor frustrado de María Jesús y el poeta personaje de la novelina, que había aparecido en el diario, en cuatro entregas, del 26 al 29 de febrero de 1919. Su carta empieza con una declaración de admiración, a la que el poeta autor no será indiferente: «No te conozco, pero desde que he leído tus versos, eres el poeta de mi predilección. Esos versos empapados de tristeza, que tantas veces me han hecho llorar. ¡Cómo fuera tu amiga, para pedirte que me dediques unos de esos versos tristes que tú haces!».
En su “carta a una incógnita”, que aparece a continuación, Silva responde: «Me llega vuestra carta, amable desconocida, en horas dolorosas de la más lacerante tristeza: leía mi Samain, en Aux flancs du vase, al claror de esa luz cenicienta de crepúsculo invernizo, cuando recibo sus líneas ¡tan dulces, consoladoras y amicales!». La tristeza como estética; la tristeza como actitud vital; la tristeza como elemento que provoca la comunión de los espíritus: «Su pobre amigo está más solo y triste que siempre; mi soledad y mi tristeza son, como un negro calabozo…».
Es la misma tristeza, mezcla de melancolía y desencanto —muy en el espíritu modernista de los cuentos del Darío de Azul (1888)—, que evoca el narrador de María Jesús, en las primeras líneas de la novelina, y que explica su fuga del bullicio de la ciudad hacia la bucólica serenidad del campo, en donde aspira a encontrar la sanación de su espíritu doliente: «Vuelvo a vosotros —campos de mi tierra— malherido del alma, huyendo al tumulto de la ciudad en que viven los malos hombres que nos hacen desconfiados y las malas mujeres que nos hacen tristes».
Atala, la incógnita lectora, revela su incapacidad para escribir acerca de sus sentimientos y de su drama amoroso. Ella es la lectora que reconoce, en la escritura del poeta, la expresión de su propia tristeza: «Si yo pudiera pensar lo que siento y escribirlo como tú lo haces, escribiría también una novela triste y te la dedicaría». En seguida, la incógnita lectora reconoce en la maestría del poeta, la capacidad de la poesía para hablar de los tormentos del ser humano: «Te buscaría de maestro para que me enseñaras a decir en verso la amargura de mi pena; en versos como los tuyos, que hacen doler el corazón y estremecer el alma».

Las palabras de Atala calan en la sensibilidad exacerbada del poeta Silva. En su respuesta, al igual que el poeta personaje seduce a María Jesús en el campo, el poeta autor, esteta melancólico, tiene a la poesía de su lado para enamorar. El verso de Samain es carnada y preámbulo de su declaración: «L’amour inconnu est le meilleur amour… ¿Verdad que el amor desconocido es el mejor amor, como dice nuestra suspirante poeta? De mí, sé decir que mi amor, el gran amor de mi vida es hacia una Desconocida». Silva sucumbe al misterio del amor anónimo e implora la correspondencia que nunca sabremos si sucedió: «Hábleme de su vida; escríbame siempre, estoy solo, soy triste; necesito de su compañía espiritual. Envíole mi pensamiento más puro y noble de este día: recíbalo como quien recibe una rosa fresca».
Cuando las cartas se publican ya nada de lo deseado es posible y el flirteo epistolar resulta un ejercicio retórico. No solo María Jesús ha muerto «por querer mirar de cerca las estrellas»; el poeta Silva también ha ofrendado «la eternidad vivida en un solo segundo…».

Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, 19.07.19

domingo, agosto 04, 2019

Los cuentos de la peste: "No hablemos más de la muerte, podemos intentar la vida".


Andrés Olmedo, Raúl Sánchez McMillan, María José Avilés, Jaime Tamariz y Jocelyn Gallardo, actores de Los cuentos de la peste, dirigida por Lucho Mueckay, producida por Marlon Pantaleón y presentada en el Estudio Paulsen, en Guayaquil.

            Ese espíritu que se rebela frente a las ataduras y los prejuicios, ese que se libera de los miedos religiosos y la amenaza apocalíptica que se halla agazapada entre el dolor y la muerte de toda peste o catástrofe; el jolgorio de la fiesta de la vida que utiliza la imaginación para resistir a la peste y derrotarla en lo que tiene que ver con su afán por la consunción del espíritu del ser humano; la liberación que se logra a través del hecho de contar las mentiras verdaderas que habitan, intrínsecas, en toda narración literaria.
La puesta en escena del Estudio Paulsen de Los cuentos de la peste, de Mario Vargas Llosa, bajo la dirección de Lucho Mueckay y la producción de Marlon Pantaleón, es un espectáculo teatral de logrado espíritu carnavalesco que reafirma, con actuaciones convincentes y deslumbrantes, el simbólico triunfo de la vida sobre la muerte a través de la imaginación del ser humano y su capacidad para convertir la palabra en instrumento de resistencia del espíritu libre por sobre la carne prisionera de la peste.
La concepción de la puesta en escena, la reducción del texto teatral a hora y media, y el trabajo de dirección de actores han sido trabajados con mano maestra. La obra, que no se ancla en la reproducción realista de época, nos convence, a partir de la utilización de elementos expresionistas tales como un vestuario sugerente o el esbozo de un palacete medieval, de que estamos en 1348, el año de la peste, en Villa Palmieri, Florencia. Por ello, la opción de musicalizar la obra con una versión de las Estaciones, de Vivaldi, “recompuesta” por Max Richter, me parece un ruido para la construcción de época: ¿música barroca del siglo XVIII, con tintes posmodernos, en un ambiente del siglo XIV? Los anacronismos son, a veces, ejemplo de osadía, pero la osadía no siempre funciona.
 Sin embargo, es en este escenario y por la fuerza actoral que el amor y el deseo, el humor, que todo lo desacraliza, y el poder de la imaginación se vuelven representación de una historia al servicio del ser humano que se enfrenta a la represión de la institucionalidad del Estado y la Iglesia.
«No hablemos más de la muerte, en todo caso, podemos intentar la vida», dice el duque Ugolino, representado de manera impecable por Jaime Tamariz. Tamariz nos ofrece un duque Ugolino atormentado y, al mismo tiempo, liberado de las miserias del tiempo de la peste, debido a la mujer que se ha inventado para sobrellevar la soledad y sus desventuras. «Un ser humano no puede vivir sin ilusiones, Aminta», se justifica ante aquella, su condesa de la Santa Croce.
            Aminta también tiene su propia historia en su peregrinar: «Conocí la brutalidad de los hombres, y el placer; ambas cosas me mostraron». Joselyn Gallardo carga con un personaje que pertenece más al estatuto de la fantasía que el mundo real de quienes se han refugiado en Villa Palmieri. A ratos, se excede en la distancia que pone con el resto de los personajes y sus parlamentos se escuchan un tanto recitados. No obstante, cierra la obra de manera brillante.
«Retirarnos a un lugar donde podamos olvidarnos de la peste y donde ella se olvide de nosotros», dice Giovanni Boccaccio, maravillosamente interpretado por Andrés Olmedo. Es el personaje que conduce la fiesta de la palabra y la imaginación. Vargas Llosa lo introdujo en su obra no solo para mostrar la transformación de un escritor académico, al beber de la fuente de lo popular, en el autor de El Decamerón, sino también para reafirmar el poder de la ficción.
Pánfilo (Raúl Sánchez McMillam) y Filomena (María José Avilés) son dos personajes cuyos actores nos convencen de que el ser humano, a través de la ficción, evidencia el deseo de ser distinto de lo que es, de imaginarse viviendo una vida diferente, de resistir, en momento de crisis, la arremetida de todo tipo de peste: «Quiero vivir, y sé que viviré”, dice Pánfilo. Avilés, Sánchez y Olmedo son el trío de actores que impregnan la obra del necesario espíritu carnavalesco que conlleva la sobrevivencia del ser humano en medio de la peste.
Lucho Mueckay, director de Los cuentos de la peste, ha construido una puesta en escena cuyo drama nos envuelve con la fuerza espiritual de las palabras de Boccaccio: «En mí, al amor a la vida es más fuerte que el miedo a la muerte».


Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, el 02.08.19