«Yo que quise escribir […] compuse versos de amor sin saber que el amor se acopia en el misterio y no en la ruta del cuerpo doméstico»[1], dice Aurora en la entrada del día 28 de su «Diario de una persecución inmaterial». Aurora es la heroína desencantada y melancólica que desafía las convenciones morales de la sociedad en su afán de realización del deseo erótico contra toda racionalidad. La novela y su heroína dialogan con Friedrich Hölderlin, un romántico formado en la tradición del clasicismo griego, y su novela epistolar Hiperión (1794-1795). Los cielos de marzo. (Arquitectura doméstica de los años), de Andrea Crespo Granda (Guayaquil, 1983), es una desgarradora novela lírica estructurada con formas libres, protagonizada por una memorable heroína romántica, y cuya escritura, envuelta en el sentido irónico del arte y en una conmovedora expresión poética, recupera el paisaje en función del espíritu.
La novela cuenta la historia de Aurora, de 63 años en el año 2046, y su atormentada relación amorosa con D., que en 2040 se casa con Antonio, su hijo mayor. La novela se abre con un exergo que corresponde a los párrafos finales de Hiperión y que da cuenta del sentido de pérdida que experimenta la protagonista: «¡Ah! ¡cuántas palabras huecas y cuántas extravagancias se han dicho! Sin embargo, todo nace del deseo y todo acaba en la paz»[2]. El paralelismo se extiende a la historia de amor contrariado de Hölderlin con Sussete Gontard, madre de un pupilo suyo y esposa de un banquero de Fráncfort, que es nombrada como Diotima en Hiperión, la amante D. de Los cielos de marzo. La D. del deseo, del que todo nace.
La mayor parte de la novela está narrada en la voz de un yo confesional que alcanza su mayor intensidad cuando escribe su diario: es un yo lírico, apasionado, que evoca un amor imposible, un deseo sin futuro, permanente en la memoria de la piel, y que solo acabará en la paz cuando se entregue a la muerte. Con una sucesión de escenas cortas, a lo largo del texto, se reconstruye la vida de Aurora hasta el año 2040: el de su divorcio y su ruptura radical con la familia y las normas sociales. Esta construcción libre introduce la escena teatral de un metatexto: «Intervención no respetuosa de los textos de Alejandra Pizarnik y Julio Cortázar». Asimismo, la novela incluye fotografías de cielos que armonizan su presencia con el espíritu de la protagonista y se cierra con una fotografía de «El último cielo» en donde se conjugan arena, mar y cielo, que es el lugar de la realización del deseo: el paisaje de Martha’s Vineyard, con D., es similar al de un pueblo de playa de Ecuador, con A. Este último cielo es el que cubre la paz final, un lugar en donde el deseo da paso al acabamiento de la existencia.
La novela se abre con la amarga percepción que la protagonista tiene de sí misma: «Me llamo Aurora y soy oscura. Tengo un hueco en el centro de mi cuerpo. Mejor dicho: soy un hueco, con algo de cuerpo. Un hueco acompasado y oscuro»[3]. Aurora es una heroína melancólica, desencantada y rebelde: su nombre es una paradoja que alberga la noción de luz que se agazapa ante la salida del sol y, al mismo tiempo, el espíritu tenebroso del sufrimiento. Ella aspira a un deseo imposible por cuanto transgrede no solo las convenciones sociales sino también los afectos naturales: ella ha convertido a D., la esposa de su hijo, en el objeto del deseo y en su urgencia por poseerlo; se divorcia, persigue a los recién casados y, tras la imposibilidad de atrapar al objeto del deseo, el del amor desesperado, cae en el pozo de la angustia y esa caída, tras años de errancia, la deja en soledad de cara a la muerte.
Aurora, además, es una desencantada de la política tras su paso por el laberinto burocrático de la función pública, aunque carece de praxis política. Y no obstante su desencanto, la Aurora poeta es la autora de un panfleto sublime que dialoga intertextualmente con las bienaventuranzas del evangelista Mateo (Mt. 5, 1-12) y que concluye con una moraleja de tono evangélico, una buena nueva mística y política: «Bienaventurados seremos cuando nos abracemos, nos incluyamos y digamos toda clase de palabras de afecto y solidaridad. Alegrémonos y regocijémonos porque nuestra recompensa será grande. En esta vida, todos los días podemos construir el cielo»[4].
Pero, Aurora también es una heroína que hace que sucedan las cosas que ella anhela, una mujer que está dispuesta a no dejarse doblegar por la rutina de la cotidianidad, por los sinsabores de la vida anodina, por las nostalgias de una infancia amarga que evoca en todo su malestar. Aurora ha crecido en una familia que ha ido configurando su propensión a la desesperación y a la rebeldía; una familia envuelta en la neblina de la demencia. Aurora vive la paradoja de perseguir el deseo desde la preeminencia de su yo y la declaración de un amor que implica la renuncia a dicha prevalencia. Ella es, sobre todo, un espíritu que se ha liberado de la culpa del yo y se entrega, libérrima, a la tormenta e ímpetu[5] del ser: «Sabes que vengo a incendiarme, a inmolarme en un arrebato de santo amor».
Los cielos de marzo es una novela que, en su escritura, está cargada de poesía y envuelta por los giros de la ironía romántica sobre la que teorizó Friedrich Schlegel; una novela que, además, reivindica la lírica del paisaje y su relación con el espíritu del ser que lo contempla. Con la poesía nos topamos en cada página a tal punto que, a veces, se vuelve un obstáculo bello para que la narración de la historia fluya con claridad. Aurora sabe que tiene que rebelarse contra todo para ganar el instante de realización del deseo y perderlo todo incluso al objeto del deseo, aunque su pérdida ya no importe porque la vida misma está perdida. En este sentido, la novela se apropia en su escritura del postulado de Schlegel sobre la ironía romántica: «La ironía es la forma de la paradoja. Paradoja es todo aquello que a la vez es bueno y grande. […] La ironía es una consciencia clara de la agilidad eterna, del caos infinitamente lleno»[6].
La naturaleza tiene una presencia simbólica fundamental en la novela. A lo largo del texto, esa identidad del espíritu con el estado de la naturaleza reedita el sentido de la contemplación del paisaje por parte de los románticos. El cielo es retratado en las fotografías que incluye la novela, en su relación con el espíritu de los personajes y la descripción que contribuye a entender el sentido espiritual del texto. Los cielos son un capricho cromático que se inserta en la llama viva del recuerdo, un paisaje que alberga la evocación permanente de lo que ya no es más en la vida, desde la escritura poética de la protagonista que es un intento desesperado de perpetuar el remordimiento por la falta de amor más allá de la muerte.
Los cielos de marzo, de Andrea Crespo Granda, es una novela de prosa lírica que estremece, y que, desde el tono confesional, abraza un neo-romanticismo, formalmente ecléctico, que narra una conmovedora historia de amor contrariado resuelta con la inmolación de la heroína a los sesenta y tres años: «Aunque cumpla sesenta y tres siglos mis dedos no podrían habitar en el caracol, ni escuchar la música que nace al inicio de la luz»[7]. Una manera bella, triste y sin retorno de habitar el olvido.
Con Andrea Crespo, autora de Los cielos de marzo, durante la presentación de la novela. |
PS: Este artículo es un estracto del ensayo que escribí para la presentación de la novela en el Encuentro de Literatura Independiente, organizado por la Universidad Casa Grande, de Guayaquil, el 11 de noviembre de 2022.
[1] Andrea Crespo Granda, Los cielos de marzo. (Arquitectura doméstica de los años) (Guayaquil: Cadáver Exquisito Ediciones, 2022), 180. La fotografía del libro que ilustra esta entrada es mía.
[2] Hölderlin, Hiperión…, pos. 2599.
[3] Crespo, Los cielos…, 11.
[4] Crespo, Los cielos…, 134.
[5] Sturm und Drang.
[6] Friedrich Schlegel, Fragmentos, traducción de Emilio Uranga (México D.F.: UNAM, 1958), 58-59.
[7] Crespo, Los cielos…, 247.
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