José María y Corina lo habían conversado en alguna de su tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

viernes, julio 29, 2011

Contribución al debate sobre la libertad de expresión en Ecuador

¿Son corporaciones democráticas los medios en Ecuador?

Leí que uno de los sueños del magnate Rupert Murdoch era que su hijo James heredara News Corp., la empresa que gobierna el imperio mediático de Murdoch. La revista Semana (Bogotá, julio 18, 2011, p. 72) en el reportaje “Jaque al rey” comenta que eso “en el mundo corporativo es considerado un acto de nepotismo inaceptable”, y añade: “En su condición de accionista mayoritario tenía la posibilidad de hacerlo, pero cada vez más bloques de accionistas minoritarios protestaban contra ese manejo familiar.”

La comunicación es un bien público que, en Ecuador, es manejado generalmente de manera privada a través de empresas familiares de medios. De hecho, los principales medios de comunicación han sido y son propiedad de al menos dos o tres generaciones, por lo tanto, sus administradores casi nunca rinden cuentas ni a una junta de accionistas ni al público sino a un cónclave de familia. Los Pérez, en relación con El Universo; los Mantilla con El Comercio; los Alvarado con Vistazo y Ecuavisa; los Martínez con Expreso; los Vivanco con La Hora; etc. Lo que en el mundo de las corporaciones es considerado nepotismo, en Ecuador es una práctica que aparece como si fuera algo natural e imposible de ser cuestionado.

Justamente, uno de los graves problemas para el ejercicio de la libertad de expresión es la concentración de la propiedad de los medios en pocos grupos familiares. Esta situación imposibilita la real democratización de sus paquetes accionarios de tal forma que las políticas comunicacionales y los controles internos no dependan de la voluntad omnímoda de un solo dueño sino del criterio debatido y consensuado de una junta de propietarios. Es por ello que, en nuestro país, la personalización de los conflictos lleva a desdibujar totalmente el sentido de la libertad de expresión pues, al final de cuentas, lo que se defiende —en las cuestiones ideológicas y políticas que realmente importan—, no es el bien social de la libre opinión ni el debate de los diferentes puntos de vista de la sociedad sino las creencias personales y simpatías políticas del dueño del medio. En la práctica, el ser dueño de un medio que no rinde cuentas a nadie, en un país en donde no existen regulaciones y se sataniza el concepto de responsabilidad ulterior, concede al dueño un poder ilimitado pues permite a una persona o a una familia ejercer el poder político sin necesidad de participar en las elecciones toda vez que los gobernantes elegidos tienen que estar en concordancia con el pensamiento del dueño del medio para gobernar sin tanta oposición mediática.

Así, los medios nos han acostumbrado a la exposición de las rencillas y ajuste de cuentas personales en el seno de las contradicciones de una clase social. ¿Por qué el ataque mediático a Henry Raad y los ex dueños de El Telégrafo por parte de Carlos Pérez, el dueño de El Universo, que ordenó poner el nombre de Raad en el urinario público de su periódico? Tales rencillas encierran la pugna por intereses que el público jamás llega a conocer sobre todo porque tales pugnas no son ventiladas de manera transparente sino que son encubiertas de diversas formas. ¿Por qué el ataque de los Isaías, cuando eran dueños de TC y Gama, a Jaime Mantilla, principal de Hoy, o al banquero Fidel Egas, cuando era dueño de Teleamazonas y del grupo Diners, Soho, Fucsia, y Gestión? Las retaliaciones van desde borrar de la cobertura de eventos sociales hasta exacerbar las denuncias políticas en contra de los rivales. En medio de tales rencillas, muchas veces, los periodistas honestos se ven envueltos y casi obligados a tomar partido por uno u otro bando.

Además, como en la práctica son empresas de un solo dueño, esos medios son recalcitrantes a todo tipo de responsabilidad por lo que publican, evaden permanentemente la rendición social de cuentas y se escudan bajo el paraguas de la libertad de expresión de la que jamás se acuerdan a la hora de censurar y/o despedir a un periodista que no coincide con las ideas del propietario del medio. Los ejemplos de este tipo abundan en nuestro país aunque la mayor parte de ellos no trascienden al público justamente porque no se trata de empresas democráticas sino de feudos familiares. Para muestra un botón: el periodista Xavier Lasso fue expulsado de la página editorial de El Comercio por escribir acerca de las acciones positivas del gobierno de Rafael Correa: “La señora Guadalupe Mantilla encontró que yo ya no tenía que seguir en el diario. Simplemente ordenó que no se publicaran mis artículos”, declaró el periodista sobre la censura y el despido que sufrió.

El derecho de réplica y el deber de la rectificación

No hay que confundir la libertad de expresión que permite a una persona, periodista o no, opinar sobre una situación determinada con la inculpación que esa misma persona puede hacer de otra a través de un medio periodístico. Por ejemplo, una cosa es opinar, incluso con acritud, acerca del rendimiento de una selección de fútbol o sobre la política económica de un gobierno, y otra cosa es acusar a un funcionario de ese gobierno de enriquecerse en el ejercicio de su cargo o al seleccionador de dicho equipo de hacer negocio con el pase de los jugadores. Una cosa es opinar en contra de la concepción política de un gobernante, otra cosa es acusarlo de cometer un crimen de lesa humanidad. Para lo primero existe el debate público de los distintos actores, para lo segundo es necesario un tribunal de justicia. El problema, en nuestro país, se da porque algunos periodistas, o editorialistas que opinan desde las diversas corrientes políticas e ideológicas, pretenden convertirse en moralistas y fiscales de la sociedad y se vuelven irresponsables en el uso de la palabra a cuenta de una malentendida libertad de expresión.

Frente a la opinión de un editorialista o el reportaje de un periodista en el que se expresan punto de vista sobre diversos sucesos, existe el derecho de réplica. Esto significa que la persona aludida puede responder en similar tono a las opiniones vertidas por el periodista ya que partimos del supuesto de que nadie es dueño de la verdad y que ésta se construye en el debate de las ideas. Lastimosamente, en nuestro país, los medios han convertido el derecho de réplica casi en una dádiva del director editorial del medio y, salvo que uno tenga cierto reconocimiento social, las réplicas van a refundirse en espacios que no se compadecen con aquellos en los que la opinión o el reportaje de alguien dejó malparada a la persona que resulta involucrada en un suceso. Si un medio fuera democrático permitiría que la réplica ocupe titulación, lugar y extensión similares a la del editorial o reportaje que la generaron. Pero esto, claro, es impensable en un negocio que ha hecho de la mala noticia o del escándalo los motivos para vender.

La inexistencia del ejercicio del derecho de réplica y la ausencia de responsabilidad ulterior en los medios ecuatorianos ha convertido, lastimosamente, al insulto basado en la fácil adjetivación, a las insinuaciones perversas, y a los juicios apresurados, la más de las veces cargados de una moralina insoportable, en malas prácticas del periodismo. En muchas ocasiones, estas tendencias ocasionan lo que se conoce como un linchamiento mediático y dejan en indefensión jurídica a quienes se ven involucrados en aseveraciones sin sustento, subjetivas o provenientes de la mala entraña de quien las realiza. El caso reciente de las chicas del colegio 28 de Mayo parecería demostrar lo dicho: es probable que la presión moralista de un medio haya llevado a una autoridad escolar a tomar una medida disciplinaria extrema. Lo más terrible es que satanizaron a las chicas por un baile de moda calificado de “erótico”—baile estéticamente horrible para mi gusto pero ese es otro cantar— (como fueron calificados de inmorales el tango, el twist, el bolero, etc., a su debido momento), realizado en una casa particular, en una fiesta privada, que tuvo la mala estrella de aparecer colgado en youtube, y, lo peor, es que, al final como buenos alumnos de Tartufo, los medios fueron incapaces de realizar su autocrítica: ¿por qué si les parece inmoral el llamado “baile del choque” lo promocionan en los canales de televisión y lo publicitan en diarios y revistas?

Al mismo tiempo, una persona agraviada injustamente por un medio tiene el derecho de exigir una reparación mediática y, llegado el caso, pecuniaria, y el medio, por su parte, tiene que cumplir con el deber de la rectificación. La rectificación es el reconocimiento del medio de que ha cometido una equivocación, de que ha faltado a la verdad o ha exagerado, que ha sacado falsas conclusiones, en definitiva, que ha perjudicado a una persona con una noticia o una opinión. Desafortunadamente, en Ecuador, los medios son reacios a la rectificación: es como si partieran del supuesto de que jamás se equivocan y que tienen la verdad en sus manos. Muchas veces, de manera testaruda, no solo que no rectifican sino que cuando alguien reclama por alguna noticia, el medio se da el lujo de ratificar lo dicho y volver a agraviar al reclamante poniendo una nota de la redacción al reclamo, con la que pretenden deslegitimarlo. En ese sentido, un medio sin responsabilidad ulterior ni regulación alguna puede fusilar mediáticamente a un ciudadano sin que éste tenga la oportunidad de defenderse en igualdad de condiciones. De ahí que se vuelva un imperativo ético y legal el deber de rectificación que tiene un medio.

La diferencia entre el derecho a réplica y el deber de la rectificación es que en el uno, el agraviado tiene el derecho a que su palabra sea publicada por el medio en igualdad de condiciones en la que fue publicada la palabra de quien ha emitido una opinión que lo afecta; en el otro, es el medio el que tiene la obligación de reconocer el error sobre lo dicho en un artículo de opinión, en una noticia o cuando se trata de una inculpación que no puede ser probada.

La necesidad de regulación y democratización de los medios

A ciertos dueños de medios y también a ciertos periodistas, igual que a los editorialistas de corte político que por lo general escriben desde sus particulares militancias, se les eriza el cuero cabelludo cuando se habla de regulación. Enseguida esgrimen la muletilla de la libertad de expresión para oponerse a todo tipo de normativa. Pero, desde el momento en que un medio hace uso de un bien público como es la comunicación y desde el momento en que dicho medio hace negocio mediante el usufructo de dicho bien público, la regulación se vuelve imprescindible.

No obstante lo dicho, es necesario también señalar que la regulación no puede ser el pretexto para imponer lo que se conoce como censura previa. Lo peor que le puede pasar a una sociedad democrática es que existan censores del pensamiento y la libre circulación de las ideas; asimismo, nada más nefasto que aquellos inquisidores que determinan qué es lo moral y qué lo inmoral. La regulación implica una normativa en el marco de principios que tienen que ver con el cuidado de la niñez, el impedimento de la propaganda que fomente el racismo y la discriminación por cualquier motivo, la prohibición de incitar a cualquier tipo de violencia y de hacer apología del delito y, en general, aquello que la humanidad reconoce como tópicos a ser desterrados de la convivencia democrática.

La regulación conlleva la responsabilidad ulterior del periodista. Y es que el uso de la palabra y del bien público que es la comunicación y el derecho a la información implica no solo una rendición social de cuentas sino también una responsabilidad personal sobre lo que se dice y la forma en la que se lo dice. Algunos sostienen que la existencia de la responsabilidad ulterior implica una suerte de autocensura pues quien escribe va a estar pensando en las consecuencias de lo escrito. Pero la real autocensura no es hacerse responsable de lo dicho, sino callar una verdad por temor al poder, sea este político, económico o social. A veces, los periodistas callan porque temen malquistarse con el dueño del medio y, en consecuencia, perder el empleo. Saber que se es responsable de lo dicho es todo lo contrario a la autocensura: hacerse responsable de la palabra es practicar la libertad de expresión sin miedo pues lo que se dice está sustentado por la verdad.

Pero para que exista verdadera libertad de expresión debe existir un proceso de democratización que implica la apertura de los paquetes accionarios de los medios, la apertura a concurso de las frecuencias de radio y televisión, el impulso a los medios de comunicación comunitarios. Que las empresas familiares se transformen en sociedades anónimas que vendan sus acciones en la bolsa, que los directorios sean espacios de amplio debate ideológico, que las directrices sean tomadas por el consenso de una junta de accionista y no por la voluntad todopoderosa de un solo dueño, que los editores de noticias y de opinión rindan cuentas a un directorio con capacidad real de tomar decisiones. Que las frecuencias que son del Estado sean objeto de permanente concurso público de adjudicación de las mismas. Que los medios comunitarios tengan posibilidad real de competir por las frecuencias o por la circulación frente a los monopolios familiares que hoy día existen sin cuestionamiento igual que si su existencia fuera un mandamiento divino.

La ausencia de autocrítica en los medios


Tanto en los espacios propiamente periodísticos como en los espacios de entretenimiento de la mayoría de los medios existe una lamentable ausencia de autocrítica. Cierta propensión a la telebasura y a la superficialidad sobre lo que los medios consideran entretenimiento popular son las constantes. Se trata del populismo cultural más espantoso que existe pues a cuenta de que eso es lo que le gusta a la audiencia los medios carecen de pudor para su programación televisiva o para hacer de ello un reportaje.

Frente a esta crítica los medios responden que el televidente o el lector pueden cambiar de canal o no comprar el periódico o la revista. Aquello es cierto. No obstante, nos encontramos con una serpiente que se muerde la cola puesto que la cultura dominante está construida sobre la base de los gustos de una audiencia formada con los gustos de quienes dominan los espacios de difusión de lo que se llama la cultura popular.

Una telenovela, por ejemplo, es promocionada en los medios escritos —a veces propiedad del mismo canal— a través de la publicación de propaganda disfrazada de entrevista o reportaje a sus protagonistas. Además, ahora en programas de chismes y escándalos, los propios personajes de la farándula de la televisión se han convertido en los protagonistas de las noticias sobre sus amores y desamores. Todo aquello alimenta el morbo de la gente igual que la crónica roja.

¿Está la libertad de expresión amenazada en Ecuador?

La libertad de expresión, al menos en el ámbito político, es un derecho que se practica sin cortapisas en Ecuador, tanto que las páginas editoriales de los periódicos están cargadas de editorialistas que opinan lo que les apetece acerca del gobierno y sus funcionarios; en muchos casos, con insultos y rudos calificativos sobre una gestión política, una decisión administrativa que se considera errónea, o una declaración de esas que suelen ser realizadas al paso en algún aeropuerto o evento público. Pero una cosa es la opinión y otra una acusación sin fundamento: frente a la segunda, afortunadamente, existen leyes que le ponen freno pero que no habían sido aplicadas por miedo al verdadero poder: ese que puede aniquilar a una persona publicando permanentemente solo críticas y noticias negativas en su contra y cuyos ejemplos, en algunos medios ecuatorianos, no es difícil de encontrar.

Acerca de otros ámbitos no se practica la misma libertad: todavía existe temor reverencial a opinar sobre ciertas disposiciones eclesiales y la derechización de un sector de la jerarquía católica, por ejemplo; resulta impensable una crítica a la política de los medios desde los propios medios y los “defensores del lector” de los periódicos siguen siendo un mal chiste; la telebasura es aupada y promocionada en los propios canales en complicidad con los diarios; la crónica roja y el amarillismo es un negocio redondo que no admite cuestionamiento alguno. No leeremos jamás una reflexión de esa naturaleza en las páginas editoriales de los diarios simplemente porque los medios no admiten una crítica frontal al modelo de periodismo que ellos mismos han definido como “libre” y cuyos propietarios defienden a ultranza.

Lo que está en crisis en Ecuador es el modelo de propiedad —concentrador, monopólico y familiar— de un bien público como es la comunicación; un modelo que vive sin rendición de cuentas, que manipula políticamente a la sociedad, que ejerce su poder poniendo contra las cuerdas a los gobiernos democráticamente elegidos hasta someterlos a su ideología, que pertenece a unas cuantas familias y que carece de vocación democrática en lo que realmente importa: la propiedad del paquete accionario, la toma de decisiones sobre políticas comunicacionales, y la responsabilidad ulterior frente a la sociedad por el uso de la palabra.

Hoy, las escuchas telefónicas que de manera antiética e ilegal practicaron algunos periodistas de News of the World —uno de los grandes tabloides amarillistas de Murdoch que tuvo que ser cerrado por el propio magnate debido al escándalo de las escuchas—, ya llevaron a la cárcel a algunos mandos importantes de dicho pasquín. A nadie sorprendería que el propio Murdoch tenga que purgar una pena por lo que hizo la gente de su periódico. Y a nadie por esas latitudes se le ocurre decir que se trata de un atentando a la libertad de expresión. En su número final, que apareció el 10 de Julio pasado, News of the World tuvo que rectificar: “Phones were hacked, and for that this newspaper is truly sorry... there is no justification for this appalling wrongdoing.” (“Los teléfonos fueron pinchados y por ello este periódico está realmente arrepentido… no hay justificación para esta atroz malapráctica”). Por el contrario, todos están de acuerdo que se trata de una de las tantas aristas que se desprenden de la responsabilidad ulterior que tiene el ejercicio del periodismo. Lo que sucede es la pérdida de poder y el final de la impunidad por parte de las empresas familiares mediáticas, la de Murdoch incluida.

martes, julio 12, 2011

Cuando la escritura confronta a la muerte


Se trata de un escritor llamado Manuel de Narváez que a sus 64 años se enfrenta a la muerte, solo, enfermo y pobre en su buhardilla de Barcelona, lejos de su país, Colombia, en la noche de un viernes sin premoniciones. El inquilino, opera prima de Guido Tamayo, Premio Nacional de Novela Breve organizado por la Universidad Javeriana, en el 2010, es la historia de una agonía en la que cabe la escritura como derrota personal pero al mismo tiempo como confrontación vitalista a la muerte. De Manuel cuenta el narrador: “Escribe porque escribir y vivir son lo mismo dentro de su invadido organismo. Escribe porque el cáncer no podrá desalojar toda la literatura que él ha inoculado en su delgado cuerpo. Escribe porque morirá escribiendo y será polvo, pero polvo literario.” (105)

En la novela breve de Tamayo, la escritura como opción de vida de su personaje es un camino de derrotas: el éxito literario está reñido con la autenticidad del ser, el sosiego personal no es posible mientras exista la necesidad casi biológica de la escritura, el mundo carece de piedad frente a los derrotados por la exigencia del arte. Manuel de Narváez está atrapado en el desgarramiento que le provoca su propia imposibilidad de realización escrituraria: “Manuel no escribe con la serena disposición de un santo sino con la compulsión de un hombre endemoniado. Ataca las teclas con el vértigo de un poseído.” (86)

Manuel ha viajado a una Barcelona cruel como toda ciudad que se resiste a los extraños que intentan encontrar la realización de su ser en ella. Él también llegó cargando con el fardo de los ilusos: “la mayor y mejor consigna de su generación después, claro está, de la de ser guerrillero: ser escritor en Europa.” (32) Pero esa Barcelona en la que agoniza no es el fingido paraíso de un escritor sino el infierno cotidiano al que hay que sobrevivir haciendo lo único que Manuel puede y quiere hacer, o sea, escribiendo. Esa Barcelona donde vive Manuel es una ciudad cruel, violenta, una ciudad agazapada en el mal que se aparece con su monstruo de adentro al iluso que se creyó el sueño de deambular inspirado por las ramblas, el museo Picasso, la Sagrada Familia y el parque Güell. Finalmente, el único espacio en el que es libre es en la habitación amarilla en donde vive, una habitación que puede estar en cualquier parte del mundo: “A veces se encierra en su habitación como en un cofre. Se sumerge en ella y echa llave. Puede pasar allí varios días sin salir a la calle, sin ver ni tan siquiera la sala, y mucho, el balcón. Allí escribe la novela, la corrige, la reescribe.” (63)

En ese infierno cotidiano, la aparición de Encarna es apenas un remanso bizarro pues la relación que Manuel entabla con ella está basada en el desamor como suplencia del afecto, en la necesidad que tienen uno del otro: ella de su dinero para comprar droga, él de su cuerpo para tener sexo. Encarna es otra derrotada a la que Manuel somete a un fantasioso procedimiento pues le exige que cada vez que se encuentren siempre deba ser la primera vez. “Él le contará que es colombiano, que escribe, que vive solo y que desesperadamente a una francesa muerta. Ella le dirá, a su vez, que es de Gerona, que vino a Barcelona a estudiar cine pero que terminó de puta porque le fascina la heroína.” (31) Encarna ya no tiene ganas de amar, de pensar siquiera en un proyecto de vida por simple y pequeño que sea; ella es un desamor sin remordimiento.

La otra mujer en la vida de Manuel, esa Laura a quien nunca llegó a conocer y que estaba traduciendo sus novelas, representa esa esperanza fugaz, ese respiro ante la derrota que implica el reconocimiento de su escritura en otra latitud. Está en las antípodas de Encarna. “De inmediato conectó con esa prosa desordenada, llena de imágenes inéditas en su memoria de lectora curtida y con un lenguaje desconcertante por lo audaz y mestizo.” (41) Pero en la vida de quien vive en la derrota no hay respiro: Laura muere sin que se hubiesen visto personalmente y con ella también muere la breve ilusión de Manuel.

Manuel de Narváez, olvidado por su familia, sin posibilidades de construir una relación amorosa, es un personaje que lleva en sí la tristeza del solitario. Es la misma tristeza de aquel que sabe que a su entierro únicamente asistirán sus “cuatro gatos del alma” y, tal vez, Encarna, y que nadie llorará. “Cada uno de los cuatro gatos leerá un poema, un fragmento, una frase. Así lo festejarán en su más hondo. Por su parte Encarna, en un arranque de sensibilidad irreconocible, dejará caer una lágrima sobre su tumba y de esa manera abonará de sentimiento su eternidad.” (109) Es un personaje que carga con el germen de la destrucción de sí mismo, atrapado en la condición de la derrota y en la incapacidad de amar y que, al mismo tiempo, despierta en el lector toda la solidaridad necesaria para buscar una salvación que no llegará jamás pues su condición intrínseca es la de un derrotado para el mundo aunque su escritura, esa que construye en soledad vivencial, es el triunfo de la autenticidad del ser sobre la muerte que, sin embargo, no puede ser celebrado.

Esta novela breve de Guido Tamayo está escrita con la economía de lenguaje que demanda el género, cuidando cada aparición del personaje construido con la precisión requerida para confrontarnos con el dolor humano; está desarrollada con la profundidad existencial que demanda la historia que cuenta y con la piedad necesaria para entender a un personaje que se nos presenta desnudo de alma. Tamayo maneja el tempo de la narración que, pese a que su momento narrado se sostiene en tres pasos que van de la cama a la cocina, encierra toda una vida hecha de girones altamente significativos. Tamayo hace de la frase corta, sustantiva, directa, una forma de narrar que envuelve la tristeza de los sucesos y convierte a su relato en una historia de la que el lector no querrá desprenderse.

El inquilino, de Guido Tamayo, es una novela breve escrita con lenguaje sustantivo, apretado y de honda resonancia espiritual, que encierra la confrontación del individuo, desde su soledad existencial y su ser auténtico, con la crueldad del mundo y la derrota del artista, desde la inutilidad de la escritura, frente a la dolorosa constatación de la muerte.

Guido Tamayo, El inquilino. Bogotá, Mondadori / Pontificia Universidad Javeriana, 2011.