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Constance Mayer (1775-1821), El sueño de la felicidad (1819). Museo de Louvre.
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Dijeron
que la vida personal y la cotidianidad del autor no le interesaba al arte
literario. Dijeron que el nuevo escenario tenía que ser urbano. Dijeron que la
heroicidad de ahora es opaca y carece de pasión. Dijeron que había llegado el
fin de la historia. Pero, contra la hegemonía del pensamiento único, estamos en
un tiempo de diversidad de saberes y de un canon que se construye desde
tradiciones propias; un momento de reivindicaciones políticas inéditas que
implican la convivencia con la otredad; una ruptura con la modernidad
cartesiana que nos lleva a la superación de la dicotomía entre cultura y
naturaleza. También estamos en el tiempo de autorretratos, de las selfies
que se multiplican en las redes sociales, de las confesiones reprimidas por las
convenciones sociales que afloran como salidas de un baúl que se abre ya sin
miedo; del reconocimiento de la naturaleza como un ente vivo y con derechos; de
la emergencia de los feminismos y de los derechos de la población LGBTI; del
protagonismo de personas que sobreviven a la violencia y el ascenso del
neofascismo. Vivimos la continuidad de la historia desde la construcción de un
nuevo yo y la lucha por nuevas libertades.
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Nos
enseñaron que no había que confundir al Narrador con el Autor; que lo único que
debía considerar la crítica era el texto; y, sin embargo, hoy vemos de cuántas
diversas maneras se funden la voz autoral con la voz narrativa y las formas
confesionales de una voz que, siendo narrativa y autoral a la vez, las ha
convertido en escritura para darnos ese objeto del deseo llamado texto. El
enunciado Rousseau en
Las confesiones podría ser la poética de una
literatura confesional que da cuenta del yo en la complejidad de su situación
espiritual e histórica: «Emprendo una obra de la que no hay ejemplo y que no
tendrá imitadores. Quiero mostrar a mis semejantes un hombre en toda la verdad
de la Naturaleza y es hombre seré yo. Solo yo. Conozco mis sentimientos y
conozco a los hombres […] Si no soy mejor, a lo menos soy distinto de ellos»
. No toda experiencia de
vida puede convertirse en literatura; finalmente, la cotidianidad anodina de la
especie humana carece de intriga y sucesos capaces de desautomatizar la visión
cotidiana del mundo. Pero sí, toda experiencia de vida puede ser literatura, no
por las anécdotas sobre su existencia sino por la contemplación de los
intersticios del alma de aquella vida en la materialización que conlleva la
escritura destinada a entusiasmo estético, la escritura capaz de convertir la
experiencia de un alma en la conmoción espiritual del ser humano.
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El
mundo agitado por las antiguas
tormenta y pasión está testimoniado en
dos libros de una narrativa cargada de poesía. El uno es
Nuestra piel muerta,
de Natalia García Freire: novela en la que la escena del mundo rural andino reemplaza
a la campiña del gótico de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX; el
castillo de Otranto da paso a la casa solitaria, de resonancias lúgubres y
el fanatismo religioso, tanto el
ancestral como el sincrético, se ha instalado como un ente sobrenatural en los
corazones de los personajes.
Desde similar orilla, el cuentario Las voladoras, de Mónica Ojeda, recupera
la tradición oral popular de la ruralidad andina mediante la reelaboración
poética de los mitos, en el marco del sincretismo religioso y cultural del
mundo indígena y mestizo. Estos cuentos de Ojeda se inscriben en esa tradición
de voces rumorosas que entretejen los sentidos de la vida y de la muerte, que
descubren el horror y lo místico; la tradición oral popular y los saberes
ancestrales y la crueldad del mundo: todo aquellos a lo quienes leemos nos
asomamos desde el sublime terror de vernos confrontados con la muerte. Las
historias y los personajes de ambos libros habitan el universo de un neogótico
incrustado en los Andes.4
La
preeminencia del Yo, herencia romántica por excelencia, es una característica
de
Los cielos de marzo, de Andrea Crespo Granda, una novela de prosa
lírica que estremece, y que, desde el tono confesional, abraza un
neo-romanticismo, formalmente ecléctico, que narra una conmovedora historia de
amor contrariado resuelta con la inmolación de la heroína. La novela es una
desgarradora novela lírica que está estructurada con formas libres; su
protagonista es una memorable heroína romántica, y su escritura, envuelta en el
sentido irónico del arte y en una conmovedora expresión poética, recupera el
paisaje de la naturaleza en función del espíritu. Asimismo, en el registro del
Yo confesional,
Estancias, de Alicia Ortega (Guayaquil, 1964), es una
estremecedora práctica de escritura andrógina que nos permite transitar, desde
la cotidianidad de la autora, en nuestra propia experiencia de vida. Alicia
Ortega escribe sus meditaciones iluminando lo que ha vivido y las convierte en
filosofía de lo cotidiano y sus gestos. Este texto andrógino es escritura del Yo,
pero no desde el narcisismo sino desde la mirada cómplice de la sororidad, que
transita en los espacios del duelo y la fiesta. Escritura andrógina que se
sitúa entre el testimonio autobiográfico y el ensayo, entre la auto ficción y
la filosofía, entre el diario de viaje y la cartografía personal. Tanto la
novela de Crespo como la auto ficción andrógina de Ortega son textos que se
inscriben en la estética del Yo neo-romántico libre, confesional, experimental,
que deviene en el tiempo del Yo confesional que se autorretrata en la escritura,
ya sea a través del personaje o de la propia autora.
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Dos cuentarios
escritos en clave opuesta se inscriben en el terror de lo real y en la presencia
inquietante de lo fantástico en la realidad. En De un mundo raro, Solange
Rodríguez Pappe construye sus relatos extraordinarios —en el tono del horror fantástico
de la tradición de Poe— a partir de la libertad de la imaginación, como otra
aproximación que tiene el conocimiento para desentrañar los niveles ocultos de
lo real en una atmósfera gótica del trópico: el mundo de ultratumba es parte
del mundo de los vivos y las premoniciones apocalípticas son reelaboraciones de
la destrucción a la que el mal somete al mundo. Este es un cuentario que, a
partir de la ironía y el humor para enfrentar la muerte y los miedos a lo
sobrenatural, destruye la dicotomía racional entre lo real y lo fantástico
construyendo un mundo que los contiene a ambos en lo cotidiano sin solución de
continuidad entre sus bordes; un libro en el que algunas de sus historias
suceden en tiempos apocalípticos y mundos distópicos como para decirnos que
vivimos la era de un apocalipsis permanente; un libro que incorpora la oralidad
del folklore en el rito solitario que integra la escritura y la lectura. En el otro extremo, en un
tono hiperrealista, el cuentario Sacrificios humanos, de María Fernanda
Ampuero, desarrolla el horror de lo abyecto del ser humano en cada cuento y
asistimos al espectáculo de una galería asfixiante de monstruos sin posibilidad
de redención a partir de una imaginación libérrima. Son historias que, en la
tradición de Mary Shelley, E.T.A. Hoffman y Horacio Quiroga, incorporan los
elementos que se desprenden del gótico del romanticismo del siglo XIX en
historias y escenarios contemporáneos: la casa tenebrosa acompañada de la
violencia intrafamiliar; la recuperación de la oralidad popular para potenciar
el terror y lo sobrenatural; la presencia de seres de ultratumba en combinación
con seres violentos en el mundo patriarcal de los vivos; todo ello, en medio de
personajes que luchan dentro de sí mismos contra sentimientos depresivos,
angustiantes, morbosos. En ambos cuentarios, la heroína rebelde se enfrenta a
la violencia del patriarcado, lucha contra de las convenciones y disfruta de su
sexualidad libre.
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Desde la confrontación del Yo con la muerte y la
redención de ese mismo yo a partir de una heroicidad cotidiana estos dos poemarios están envueltos por la atmósfera del
neo-romanticismo ecléctico. Labor de duelo, de María Paulina Briones, poemario de verso deslumbrante, está
alimentado de lo onírico y la terrorífica cotidianidad de la muerte. En él, la
poeta medita sobre la vida atravesada por el duelo y, en su verso, recupera el
sentido del dolor para continuar la vida con la sabiduría del ser que ha
purgado la pérdida. El poema, en este sentido, ha transgredido el terreno
sonámbulo de la muerte.
Victoria Vaccaro García, en Breve mitología del cuerpo original, convierte
en poesía la transición de un cuerpo, que nace varón, y la génesis de la mujer que
lo habita; su escritura evoca a la naturaleza para volverla compañera de los
diversos estadios del espíritu. El poemario se construye desde la textualidad
ceremonial de un tránsito que es, al mismo tiempo, corporal y del espíritu.
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François Gerard, Madame de Staël (c. 1817), Coppet Castle.
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El
neo-romanticismo ecléctico es una escritura que puede observarse en la literatura
ecuatoriana de comienzos del siglo XXI y que, con amplia libertad de formas y
preocupaciones temáticas, reelabora ciertos conceptos del romanticismo
decimonónico a partir de un yo con identidad de género, la construcción de
nuevas formas de relación con la naturaleza, la asimilación de variadas
estéticas de la escritura, una visión crítica del mundo marcada por la
diversidad sexual y étnica y el rechazo al canon patriarcal dominante. Vivimos un tiempo en el que recobra
vigencia, desde perspectivas contemporáneas, el entusiasmo enfrentado al
fanatismo. Ya lo señaló Madame de Staël: «El fanatismo es una pasión exclusiva,
cuyo objeto es una opinión; el entusiasmo se repliega a la armonía universal:
es el amor de lo bello, la elevación del alma, la alegría del sacrificio,
reunidos en un mismo sentimiento lleno de grandeza y de serenidad». La amplitud que ha ganado
para el arte y la literatura la definición de lo bello, el entendimiento del
alma en unidad indisoluble del cuerpo ya que toda persona es un cuerpo con
historia, el entendimiento del yo como un yo escindido y diverso, las nuevas
libertades por las cuales se lucha, el acercamiento a la naturaleza y la
relación de respeto que se establece entre el ser humano y la vida son
características de un nuevo entusiasmo. La ironía del distanciamiento
que se establece entre quien escribe y la escritura; el entendimiento de la
literatura como un artificio ecléctico y un espacio para la problematización de
la rebeldía son los cimientos de un neo-romanticismo que deconstruye las
convenciones patriarcales, supera las ilusiones del liberalismo económico y
concentra la mirada en el ser humano por sobre el capital. Finalmente, desde la
experiencia de formas experimentales, envuelta la literatura en nuevas
prácticas signadas por la vieja formulación de tormenta e ímpetu, esta
tendencia neo-romántica ejerce, desde el eclecticismo textual, el sentido
liberador de la escritura.