José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, julio 29, 2024

Los placeres de la investigación


           Experimento un profundo placer en el momento en que descubro algún elemento de la investigación en la que estoy trabajando y que no conocía. Es el placer de quitarle un velo más a mi monumental ignorancia; el placer de comprobar lo que intuía, en términos interpretativos, o de acercarme a aquello cuya existencia solo conocía por los libros. A veces, la carrera universitaria y los congresos académicos convierten a la investigación y su escritura, dada la obligatoriedad y mecanización, en una tediosa tarea para ascender en el escalafón; pero, si investigamos con vocación en campos que nos apasionen, el escalafón no será un instrumento temido sino un efecto de algo que hacemos con afecto. Investigar es indagar la validez de una idea para que no quede en el desván de las ocurrencias; es también encender algo de luz sobre el objeto que aguarda por nuestra mirada; y, sin duda, es disfrutar de los hallazgos culturales a plenitud.

            Cuando investigaba para mi tesis doctoral algunos textos de Simón Bolívar me satisfizo enormemente el haberme topado con una versión temprana de «Mi delirio sobre el Chimborazo» que se encontraba en un libro de 1830: Documentos relativos a la vida pública del Libertador de Colombia y del Perú Simón Bolívar para servir a la historia de la independencia de Suramérica, tomo vigésimo primero (Caracas: Imprenta de G. F. Devisme, 1830). El ejemplar del libro que encontré fue digitalizado por la Biblioteca de la Universidad de Harvard y catalogado el 12 de marzo de 1892. En las páginas 243 y 244, las últimas antes del índice, estaba ese texto de prosa lírica sobre el que publiqué una entrada en este blog «200 años de “Mi delirio sobre el Chimborazo”: acción y estado del alma del héroe romántico». Un libro de 1830, el año de la muerte de Bolívar, me entregó el documento preciado: una versión primera de la prosa lírica de un guerrero con los elementos neoclásicos y el alma romántica de un poeta. El placer de experimentar el delirio del guerrero poeta.

            Antes de investigar sobre su obra, Jorge Isaacs era solo el autor de María (1867) y, con ello, más que suficiente para su sitio en nuestra historia literaria. No obstante, durante la investigación, descubrí facetas que me lo revelaron como un intelectual paradigmático de lo que fueron los románticos de nuestra América en el siglo diecinueve. A medida que leía sobre él, lo descubría como poeta y dramaturgo; como el Superintendente de Educación Pública del Estado del Cauca que defendió los principios de la educación laica de la Constitución de 1863; como el guerrero que participó victorioso en la batalla de los Chancos, el 31 de agosto de 1876; como aquel que encabezó un golpe de Estado y se proclamó Jefe Civil y Militar del Estado de Antioquia, entre el 30 de enero y el 6 de marzo de 1880, cuyo testimonio quedó en La revolución radical en Antioquia (1880); como el secretario-explorador de la segunda misión corográfica de Colombia que nos legó Estudios sobre las tribus indígenas del Estado del Magdalena (1886); como el que tuvo que vender las propiedades familiares para cancelar las deudas de un padre ludópata y padeció estrechez económica por siempre. Por eso, cuando me topé con una estampilla de Correos de Colombia que lo celebraba como uno de los «Pioneros del petróleo», por haber descubierto las hulleras de Aracataca y Fundación, en el occidente del Magdalena, no pude menos que disfrutar del hallazgo que ahora comparto con ustedes. El placer de compartir vida intensa de un poeta.

          ¿Qué otros elementos me han provocado un enorme placer cuando me topé con ellos? En abril de 2018, visité la Biblioteca del Congreso, en Washington D.C. días antes de que empezara a dictar un curso monográfico sobre el Quijote en el pregrado de la Universidad de las Artes, de Guayaquil. En dicha visita, viví mi encuentro con un ejemplar de la edición príncipe de la obra central de nuestro canon y, al hojear sus páginas y leer en voz alta el párrafo inicial y el soneto con el diálogo entre Babieca y Rocinante sentí esa exaltación de los sentidos ante lo sublime sobre la que escribieron los románticos. El placer de ojear el libro fundacional de una tradición literaria de más de cuatrocientos años y sentir que, por un instante, he tocado el mismo objeto que tuvieron en sus manos quienes disfrutaron de la lectura del Quijote en el siglo XVII. El placer de tocar un talismán literario.

Una emoción similar, atenuada por la cercanía en el tiempo, la tuve cuando, en una visita dominical al Museo Nacional de Colombia, en Bogotá, me topé con el liqui-liqui que utilizó Gabriel García Márquez para recibir el premio Nobel, en 1982. En una entrevista para Televisa, semanas antes de la ceremonia, GGM había dicho: «El traje obligatorio es el frac, pero en la Academia Sueca aceptan que los hindúes vayan con su traje nacional. Yo estoy dispuesto a demostrar que la guayabera es el traje nacional del Caribe y que tengo el derecho de ir vestido así. Con tal de no ponerme frac, soy capaz de aguantar el frío». Al día siguiente usaría el frac, superando la pava, en una cena con el rey de Suecia, pero en la ceremonia de entrega del premio estableció una seña de identidad continental. Pues, ahí estaba exhibido, en una vitrina del museo, el traje con el que GGM, con un gesto identitario, reforzó simbólicamente el sentido político de su discurso «La soledad de América Latina». El placer que provoca la cercanía de ciertos artefactos culturales que son, al mismo tiempo, hitos históricos

            La hemeroteca de El Telégrafo, que está en la Biblioteca de las Artes, en Guayaquil, es un sitio que me conecta con la vida de la ciudad y me lleva a cada momento de su historia como si estuviera leyendo el periódico del día siguiente de los sucesos. En sus páginas revisé algunas crónicas de Medardo Ángel Silva, las noticias alrededor de su muerte y, emocionado, me topé con la publicación de su novelina María Jesús, que apareció en cuatro entregas, del domingo 26 al miércoles 29 de enero de 1919. La página del diario estaba carcomida por el tiempo, pero conservaba el espíritu de aquella novelina modernista del amor romántico, que, meses después, provocó un flirteo epistolar entre el poeta y una incógnita lectora. El placer de encontrar un documento de nuestra tradición literaria.

La alegría de toparse con un libro, un documento o un objeto cultural es una de las motivaciones que, para mí, hace de la investigación un trabajo placentero. Es como si exprimiera la vivencia de un momento del pasado más allá de la realidad del tiempo y aquello provocase ese instante luminoso de la emoción excelsa, igual que cuando al contemplar las cataratas del Niágara experimenté en mí aquel sublime terror que se siente al leer el poema de José María Heredia: «[…] Niágara undoso, / tu sublime terror solo podría / tomarme el don divino, que ensañada / me robó del dolor la mano impía».

 

 
(11 de julio de 2024)

lunes, julio 22, 2024

Bolívar y el juramento de Roma de 1805

            El caminante, trepado sobre la roca de la montaña con la melena al capricho del viento de las alturas, contempla un mar de niebla que copa el paisaje delante de sus ojos. Su mirada poética transforma la naturaleza en arte y el genio creador lo vuelve dueño de lo que mira y de la conversión de sus sueños en camino a ser andado. El espectador, a las espaldas del hombre que está en el centro del cuadro, puede ubicarse en el lugar que ocupa el personaje de El caminante ante un mar de nubes, de Caspar David Friedrich (1774-1840).[1] ¿Cuál es la oración que emerge de ese manto que difumina las fronteras entre lo imaginado y lo real? La naturaleza aún es retrato de lo indómito y el ser humano se extasía frente a ella.

El caminante se entrega al arrobamiento frente a lo sublime. Los románticos son voluntaristas y consideran que los elementos creativos del individuo son suficientes para transformar la realidad. ¿Qué siente ese sujeto, con rostro visible únicamente para el paisaje, absorto frente a esa naturaleza bañada de elementos oníricos que supera los esquemas de la razón? La conciencia del individuo opera de manera libérrima y se desplaza por entre la niebla sin más límite que el de su propia imaginación. ¿Estuvo de esa manera Simón Bolívar cuando, desde la cima de una de las colinas de Roma, juró consagrar su vida a la causa de la independencia de Hispanoamérica? ¿Será cierto que la libertad existe únicamente en el sueño de los hombres?

En la pintura de Friedrich, el destino del individuo parecería abrirse, inconcluso e incierto, a las realizaciones del espíritu del ser. ¿Estaba convencido Bolívar, en cambio, de que poseía un destino manifiesto para liderar la lucha por la libertad de los pueblos americanos? Como si estuviera frente a un imaginario mar de niebla, Bolívar ve hacia las ruinas romanas y medita: «¿Con que este es el pueblo de Rómulo y Numa, de los Gracos y los Horacios, de Augusto y de Nerón, de César y de Bruto, de Tiberio y de Trajano? Aquí todas las grandezas han tenido su tipo y todas las miserias su cuna» (3).[2] ¿Cuál es el arrebato espiritual, tormenta y pasión, que lleva a un individuo a plantearse una tarea épica que requiere la participación de miles de voluntades y la exposición del ideal de la vida ante la realidad de la muerte?

 

            El 15 de agosto de 1805, Simón Bolívar, un viudo de veintidós años frente a su maestro Simón Rodríguez, pasa revista a las realidades políticas de la antigua Roma. El discípulo y el maestro están compenetrados de la cultura de la ilustración, pero ambos vislumbran el espíritu libertario de los nuevos tiempos. Si bien el juramento nos llega a través de la escritura del texto que hace Simón Rodríguez hacia 1850, no hay duda de la existencia del momento ceremonial en sí mismo, pues el propio Bolívar se lo recuerda a su maestro en la carta de Pativilca, de enero de 1824. A fin de cuentas, resulta razonablemente verosímil aceptar el postulado de que Simón Rodríguez es un testigo confiable, que recogió lo esencial de los criterios que expresó Bolívar en aquella ocasión, aunque aceptemos que la escritura del texto del juramento esté impregnada del estilo propio del maestro. 

Bolívar admira lo que la historia le ha enseñado del mundo clásico, pero también es consciente de las limitaciones éticas y políticas de aquel mundo. No se conforma con la herencia cultural que lo ha construido hasta ese momento. Habla desde su educación clásica, embebido del voluntarismo romántico de su espíritu, arrebatado como si fuese un caminante que se detiene, en la cima de una montaña, frente a un mar de niebla para tratar de entender la tormenta y la pasión que bullen en su espíritu. Es el carácter de Bolívar el que se autoimpone un destino heroico, no entendido como un futuro predeterminado sino como la realización de un ideal que el genio alcanzará con la brega apasionada en medio de la tormentosa gesta que habrá de vivir. Su revisión de la historia de Roma es severa y está impregnada de la ética del héroe que percibe desde ese momento de éxtasis el objetivo de su genio:

 

Octavio se disfraza con el manto de la piedad pública para ocultar la suspicacia de su carácter y sus arrebatos sanguinarios; Bruto clava el puñal en el corazón de su protector para reemplazar la tiranía de César con la suya propia; Antonio renuncia los derechos de su gloria para embarcarse en las galeras de una meretriz; sin proyectos de reforma, Sila degüella a sus compatriotas, y Tiberio, sombrío como la noche y depravado como el crimen, divide su tiempo entre la concupiscencia y la matanza. (3)

 

Bolívar posee un espíritu romántico y, por tanto, la misión sagrada que tiene por delante es para él una suerte de imperativo ético. Él se siente en la cima de la montaña y es así como ve con claridad a donde habrá de llegar, atravesando el mar de niebla, más allá del sueño, en vigilia permanente. Él está seguro de que le basta la voluntad de su espíritu apasionado en medio de la tormenta para conseguir aquello que se propone sin que naufrague. Para ello, cada palabra y cada gesto y cada acto debe contribuir a la construcción de la historia del nuevo género humano en contraposición con un mundo viejo que ya no es capaz de realizar el anhelo de libertad. Bolívar condena moralmente al mundo del pasado por su incapacidad para hacer del ser humano un espíritu que viva en libertad y propone al mundo nuevo, ese que él está destinado a guiar, como el espacio donde habrá de realizarse el anhelo de los libres.

 

La civilización que ha soplado del Oriente ha mostrado aquí todas sus faces, ha hecho ver todos sus elementos; mas en cuanto a resolver el gran problema del hombre en libertad, parece que el asunto ha sido desconocido y que el despejo de esa misteriosa incógnita no ha de verificarse sino en el Nuevo Mundo. (4)

 

Bolívar, el héroe, se nos presenta en todo el esplendor de quien empieza la jornada vital e histórica: frente a la naturaleza, en la cima de la montaña, dominando el horizonte, abarcando de una mirada el cielo proyectado al infinito; frente a la historia, inspeccionado las ruinas de una Roma que ya no tiene el esplendor de antaño e interpretándolas como símbolo del paso inexorable del tiempo y de la permanencia de la memoria; frente a su destino, construido con la proclama de su juramento, en el instante de la ensoñación. Se trata de un momento sublime, en el sentido de que toda la racionalidad que acompaña al maestro y al discípulo está siendo desbordada por la emotividad de las palabras. Un instante en que discípulo y maestro se funden con la naturaleza y la visión que, desde el monte Sacro, mira al mundo viejo representada por Roma y sus ruinas:

 

¡Juro delante de usted; juro por el Dios de mis padres; juro por ellos; juro por mi honor, y juro mi Patria, que no daré descanso a mi brazo, ni reposo a mi alma, hasta que haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad el poder español! (4)

 

 El héroe todavía no es un guerrero, pero sabe que deberá asumir tal condición para cumplir con su destino heroico; este hombre joven que jura ante su maestro es todavía un héroe en ciernes, un individuo anónimo que, bañado del esplendor de la naturaleza, se compromete por una causa que habrá de procurarle su sitio en la gloria. Víctor Hugo, hablando de Shakespeare, dijo que «lo propio de los genios de primer orden es que cada uno de ellos produce un ejemplar del hombre».[3]

Embebido del ímpetu romántico, Bolívar, que, en 1825, dirá de sí mismo que es el hombre de las dificultades, utiliza un lenguaje cargado de pasión y fervor libertario en sus escritos políticos. En ellos está presente el carácter del justiciero y la consciencia de un destino con los que el héroe impregnó el «Juramento de Roma». Como el caminante de Friedrich, sobre el monte coronado, Bolívar, desde una de las siete montañas que rodean Roma, domina el paisaje y parecería andar por sobre el mar de niebla para conseguir en lontananza una visualización de su sueño libertario y convertirse así en el genio del siglo.

 

 

«El juramento en el monte Sacro de Roma» es parte del monumental Tríptico (1911), de Tito Salas (1887-1974), que incluye «El paso de los Andes» y «La muerte del Libertador». El tríptico fue instalado con ocasión del centenario de la independencia de Venezuela. Se encuentra en el salón de El Tríptico, en el Palacio Federal Legislativo, en Caracas.



[1] Caspar David Friedrich, Der Wanderer über dem Nebelmeer, óleo sobre lienzo, 74,8 x 98,4 cm, 1818, Museo de Kunsthalle, Hamburgo, Alemania.  

[2] Simón Bolívar, «Juramento de Roma», en Doctrina del Libertador [1976] (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 2009), 3. Los números entre paréntesis indican la página en esta edición. Este artículo es un fragmento editado del capítulo I de Patriotas y amantes. Románticos del siglo XIX en nuestra América (Bogotá: Lumen, 2017).

[3] Víctor Hugo, «Shakespeare» [1864], en Manifiesto romántico (Barcelona: Ediciones Península, 1971), 125.


lunes, julio 15, 2024

«La vorágine», de José Eustasio Rivera: un centenario que aún clama por la selva

Un supuesto Arturo Cova en las barrancas de Guaracú, en el Putumayo. La foto apareció en la cuarta edición de La vorágine y se dice que fue tomada por la madona Zoraida Ayram, personaje de la novela que, de alguna manera, personifica la selva.

            «Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia» (7).[1] Con esta sentencia antológica que anuncia el destino trágico de Arturo Cova y que, lamentablemente, ha marcado una parte de la historia de Colombia en el siglo veinte, se abre la centenaria novela La vorágine (1924), de José Eustasio Rivera (Rivera, antes San Mateo, en el Huila, 1888 – New York, 1928). Se ha dicho que La vorágine es la gran novela de la selva, del descubrimiento del territorio colombiano y su geografía de abandono, y, también, que es un testimonio de la violenta explotación a la que las empresas caucheras sometieron a los pueblos del Putumayo. Pero, antes que nada, La vorágine es dueña de un poderoso lenguaje poético y tremendista que tiene la fuerza implacable de lo que está escrito con verdad histórica.  

 

            Rivera utiliza la clásica estrategia del manuscrito hallado que transita de un lado a otro. Él presenta la novela como si fuesen los manuscritos de Arturo Cova que le han sido entregados por Clemente Silva, un cauchero amigo de Cova, a quien este se los confió. Rivera, asimismo, se los está remitiendo para su publicación a un ministro de Colombia, con una nota en la que, entre cosas, le dice: «En estas páginas respeté el estilo y hasta las incorrecciones del infortunado escritor, subrayando únicamente los provincialismos de más carácter» (3). Ese estilo combina, en la escritura de ese machista neurasténico que es Arturo Cova, el lirismo asombrado del poeta con la rotundez del realismo descarnado con el que nos cuenta los hechos. Un americanismo cargado de violencia envuelve la narración que usa tono de denuncia (en el sentido del yo acuso: la realidad es expuesta con crudeza), acompañado de elementos documentales. La tesitura tremendista atraviesa la novela, como sucede, por ejemplo, con la muerte de Barrera, el hombre de la Casa Arana que es el instrumento para la esclavización de los nativos del Putumayo. Cova pelea contra Barrera, cuerpo a cuerpo, y lo empuja hacia las aguas del río Yurubaxí:

 

¡Entonces descoyuntado por la fatiga, presencié el espectáculo más terrible, más pavoroso, más detestable: millones de caribes acudieron sobre el herido, entre un temblor de aletas y centelleos, y aunque él manoteaba y se defendía, lo descarnaron en un segundo, arrancando la pulpa a cada mordisco, con la celeridad de pollada hambrienta que le quita granos a una mazorca. (200)

 

Asimismo, La vorágine documenta, con la claridad veraz de la crónica, la explotación y violencia criminal que perpetró la Casa Arana en el Putumayo, en la primera década del siglo veinte. Es conocido que Rivera investigó in situ, toda vez que vivió en la región como miembro de la comisión oficial para establecer los límites de Colombia con Brasil y Venezuela (noviembre, 1922 – octubre, 1923). En la historia de comienzo del siglo veinte, de Colombia, luego vendrá la masacre de las bananeras (1928) cuya memoria ha perpetuado la literatura en La casa grande (1962), de Álvaro Cepeda Samudio (1926-1972), y en Cien años de soledad (1967), de Gabriel García Márquez (1927-2014, premio Nobel 1982), en un episodio singular de realismo social de una novela signada por su realismo mágico y maravilloso. En el «Informe de la comisión colombiana de límites con Venezuela», Rivera caracterizó la explotación de las caucheras a los pueblos originarios y a los colonos del Putumayo:

 

Mucho hay que decir al respecto de las relaciones anormales de los patronos con los trabajadores. Es un hecho que con los segundos se realiza hoy un comercio de esclavitud, disfrazado pero real. Para demostrarlo, basta aludir a la manera como se hace el enganche: el patrón los adquiere adelantándoles chucherías a cuenta de trabajo futuro, con recargos que a veces pasa del quinientos por ciento, y luego los obligan a trabajar donde les parezca para resarcirse del desembolso, cosa que no sucede nunca, pues siempre tiene el cuidado de que le estén debiendo. Otra forma de adquisición de personal consiste en el traspaso que un empresario hace a otro de sus trabajadores vendiéndole las cuentas de éstos aumentadas con una prima más o menos considerable, y sin que los hombres objeto de este tráfico sean siquiera consultados previamente ni conozcan las nuevas condiciones en que los adquiere el nuevo dueño.[2]

 

Uno de los casos de la ficción novelesca que revela el carácter criminal de la explotación cauchera, es la historia del mosiú asesinado, un personaje tangencial de la novela, que Clemente Silva relata a Arturo Cova y sus compañeros. Se sabe que el naturalista francés Eugene Robuchon, miembro de la Sociedad Geográfica de París, llegó al Putumayo contratado por la Casa Arana para adelantar una exploración geográfica y etnográfica que documentara la supuesta epopeya progresista de la empresa. Robuchon, en cambio, al ser testigo del trato inhumano que recibían los trabajadores, retrató los crímenes contra la población indígena. El personaje del mosiú, que así se llama en la novela, tiene por modelo a Robuchon, que desapareció en el Putumayo, y, aunque nunca se llegó a comprobar que fuera asesinado, los rumores, bastante bien fundados, señalaron como responsable de su desaparición a los capataces de la Casa Arana:

 

Momentos después, el árbol y yo perpetuamos en la Kodak nuestras heridas, que vertieron para igual amo distintos jugos: siringa y sangre.

De allí en adelante, el lente fotográfico se dio a funcionar entre las peonadas, reproduciendo fases de la tortura, sin tregua ni disimulo, abochornando a los capataces […] fotografiando mutilaciones y cicatrices. “Estos crímenes, que avergüenzan a la especie humana —solía decirme—, deben ser conocidos en todo el mundo [… el francés se queda en la selva y envía a Silva con mensajes, pero este es descubierto por los matones de la cauchera]

El Culebrón se puso en marcha con cuatro hombres, a llevar la respuesta, según decía.

¡El infeliz francés no salió jamás! (123 y 124).

 

Un supuesto Clemente Silva, uno de los caucheros que protagoniza la novela.

            Se dice que La vorágine es la novela de la selva, concebida como un espacio que, por su magnificencia y voracidad, convierte al ser humano en una especie animal de conductas amorales y consigue que afloren en él sus pasiones primitivas: «…la selva trastorna al hombre, desarrollándole los instintos más inhumanos: la crueldad invade las almas como intrincado espino, y la codicia quema como fiebre. El ansia de riqueza convalece al cuerpo ya desfallecido, y el olor del caucho produce la locura de los millones» (109). En la novela hay una desromantización de la naturaleza amazónica que está alejada de cualquier posibilidad idílica: «¿Cuál es aquí la poesía de los retiros, ¿dónde están las mariposas que parecen flores traslúcidas, los pájaros mágicos, el arroyo cantor? ¡Pobre fantasía de los poetas que solo conocen las soledades domesticadas!» (142). Así, Rivera destruyó las imágenes románticas y modernistas del exotismo al referirse a la selva, con lo que se alejó del costumbrismo y el folkor, y se instaló en un realismo tremendista con el que dio cuenta de la urgencia de entender la geografía y el territorio de una Colombia que buscaba su forma y su definición, en el marco de la ausencia estatal que permitió la violencia y la explotación cauchera:

 

¡Nada de ruiseñores enamorados, nada de jardín versallesco, nada de panoramas sentimentales! Aquí, los responsos de sapos hidrópicos, las malezas de cerros misántropos, los rebalses de caños podridos. Aquí la parásita afrodisíaca que llena el suelo de abejas muertas; la diversidad de flores inmundas que se contraen con sexuales palpitaciones y su olor pegajoso emborracha como una droga; la liana maligna cuya pelusa enceguece los animales; la pringamosa que inflama la piel, la pepa del curujú que parece irisado globo y solo contiene ceniza cáustica, la uva purgante, el corozo amargo. (142)

 

Arturo Cova, que ha huido de la estrechez de espíritu y la ley de la ciudad hacia la supuesta libertad de la aventura en la selva, tiene consciencia de la gravedad e importancia de lo que ha escrito, pues la selva lo ha transformado y trastornado: todo vestigio idílico, al final del viaje, ha desaparecido para dar paso a una condición de crueldad sin límites que se expresa en la explotación del ser humano. Cuando encarga sus papeles para que se los den a Clemente Silva, le suplica en una nota: «Cuide mucho esos manuscritos y póngalos en mano del Cónsul. Son la historia nuestra, la desolada historia de los caucheros. ¡Cuánta página en blanco, cuánta cosa que no se dijo!» (201). Ya con los manuscritos en su poder, en el «Epílogo», el autor Rivera vuelve a dirigirse al ministro y da cuenta de la suerte de Arturo Cova y sus compañeros:

 

«Hace cinco meses búscalos en vano Clemente Silva.

»Ni rastro de ellos.

»¡Los devoró la selva!» (203)

           

La selva los ha devorado, pero, antes, la huida de lo que se considera la civilización los convirtió en desarraigados de sí mismos, la violencia inmisericorde de los propietarios de las caucheras los redujo a una condición infrahumana, y la palabra literaria de La vorágine, de José Eustasio Rivera, dignificó su memoria. Cien años más tarde, los pueblos originarios, los Arturo Cova, las Alicia y los Clemente Silva de siempre, así como la selva herida que sobrevive a la devastación de la colonización capitalista claman, en la vida y en la literatura, por un mundo posible de convivencia ecológica.

 


[1] José Eustasio Rivera, La vorágine [1924], prólogo y cronología Juan Loveluck (Caracas: Biblioteca Ayacucho, # 4, 1985), 7. Los números entre paréntesis indican la página de la cita en esta edición.

[2] Felipe Restrepo David, «El viaje de Rivera 1922-1923: antecede de La vorágine», Diario de paz Colombia. Lecturas para pensar el país, acceso 12 de julio de 2024, https://diariodepaz.com/2020/02/01/el-viaje-de-rivera-1922-1923-antecedente-de-la-voragine/


lunes, julio 08, 2024

«A orillas de un relato» o la angustia por el absurdo de la vida

           


La narradora protagonista, en el marco de un experimento en UAPEC (Universo Apto para Estudios Científicos) es torturada y no conoce los motivos que la han llevado a esa situación; sus inquisidores le exigen respuesta a una pregunta que no formulan con lo que la torturada es víctima de la violencia del absurdo: «Cuando les dije todo lo que me era posible, pude sentir su derrota. Yo había quedado vacía y era consciente de mi oquedad, con un cuerpo que no sentía propio y que dolía. Ellos estaban agotados y con su pregunta irresoluta» (161).[1]  Este vaciamiento es lo que llena el texto que leemos. A orillas de un relato, de Carolina Andrade, es una novela narrada, con la fluidez que da oficio, desde el diván de la analista por una mujer que intenta construir el relato de su vivencia en un experimento montado como un reality, que se convierte en una alegoría existencial atravesada por el dolor.

Andrade, que ha perfeccionado su manejo del humor y la ironía, retoma algunos temas de sus cuentarios anteriores como la puesta en escena de los dramas cotidianos, pero, esta vez, en clave de reality; la violencia que configura la sociedad, presentada ahora como un absurdo estructural, la construcción de la verdad como un problema narrativo, con un desdoblamiento de la narradora en la referencia a una amiga escritora y las diversas maneras que tenemos para dar la cara al duelo y la muerte, acompañada de un saber mayor sobre el horror provocado por el ser humano. En esta novela, Andrade provee a los elementos señalados de una nueva mirada y, con una prosa precisa y muy cuidada, engarza aquellos temas en medio de un develamiento del absurdo existencial y el dolor que atraviesa el cuerpo de los seres humanos. El cuerpo es frágil, propenso al dolor, sostenido por el absurdo del mundo, y, al final, a pesar de todos nuestros ornamentos, nos damos cuenta de que: «…lo que hay son huesos, sangre y carne con vida y que la vida es una energía que desplegamos en el tiempo a través de los cuerpos… y ya. Nada más» (121).

Al inicio de la novela, la protagonista reflexiona sobre la intensidad de lo que nos duele en el cuerpo: «Todo dolor exige un buen relato» (13). Y ese relato es el que, desde el diván de la analista, la protagonista construirá en forma de un monólogo impecable, convirtiendo a sus lecturantes en esa misma analista que escucha su experiencia existencial transformada en narrativa. El relato es una puesta en escena de un experimento vivencial que es, al mismo tiempo, la metáfora luminosa sobre el escenario de la vida. En la novela, la vida es presentada como un fingimiento permanente, como una actuación en la que somos protagonistas con el acompañamiento de seis personajes (¿en busca de autor?) que representan diversos aspectos de nuestras relaciones. Al mismo tiempo, en ese escenario experimental —concebido como un reality— todos «somos extras en las historias protagonizadas por otros» (150).    

            La vida carece de instrucciones y en ella vamos sobreviviendo. Junto a la protagonista narradora reconocemos que sobrevivimos al dolor en la experiencia vital; vivimos el absurdo de una puesta en escena improvisada y es así como nuestra existencia deviene ritual en el que continuamente improvisamos. Por ello, decimos que la vida no tiene planteamiento, nudo y desenlace; la vida carece de la estructura de un relato porque sucede sin más; por esto, la narradora concluye: «Y es que he entendido que el relato nunca tomará forma» (167). Carolina Andrade, que conoce el oficio, logra, en tanto autora, que su personaje la sugiera como la amiga escritora, en una suerte de desdoblamiento y proyección de la protagonista: es necesario narrar el dolor vital y convertirlo —o, al menos, intentarlo— en literatura, de tal forma que la analista, cuyo discurso es tácito, somos quienes estamos leyendo la novela. De ahí que, el monólogo transformado en escritura es aquello que se encuentra a orillas de un relato: «… traté de reconciliarme con la escritora [¿que soy yo: C.A.?] y armar una historia, pero, como hemos experimentado, esto tampoco ha sido muy exitoso» (170)

Desde la contemplación de la existencia como una aventura, desarrollada mediante una puesta en escena, descubrimos el retrato de una sociedad líquida que amontona seres humanos impregnados de un individualismo y una soledad radicales. En medio de esa sociedad líquida, la protagonista se da cuenta de lo fútil que es la búsqueda, fracasada de antemano, de la palabra que permita decir, nominar, responsabilizarnos de lo que creado por aquella. Por ello, concluye: «Y aquí va la teoría que sustenta mis últimas decisiones: hay que respetar los silencios» (170).

A orillas de un relato, de Carolina Andrade, estremece a sus lecturantes porque es una novela tremenda que, por estar signada con la angustia del fracaso de la existencia a causa del absurdo en el que se encuentra inmersa la experiencia humana, se convierte en una lección sobre la sapiencia de vivir.



[1] Carolina Andrade, A orillas de un relato (Guayaquil: b@ez.editor.es, 2024), 161. Los números entre paréntesis indican la página de la cita en esta edición. La fotografía del libro que ilustra esta entrada es mía.


lunes, julio 01, 2024

Maneras de despejar «x»: sobre el lenguaje inclusivo

Ilustración tomada de AmecoPress. Información para la igualdad.


         
Hace unos días se produjo un alboroto en Colombia, que trascendió al continente, por causa de una circular enviada por el escritor Giuseppe Caputo dirigida a los postulantes que no habían sido aceptados en la Maestría de Escritura Creativa patrocinada por el Instituto Caro y Cuervo. La circular del coordinador de la maestría fue comentada por el académico de la lengua Daniel Samper Pizano en estos términos:

Aprecio como persona y como autor a Giuseppe Caputo. Seguramente es un buen maestro de escritura creativa. Pero me sorprende que, como profesor del Instituto Caro y Cuervo, envíe a sus alumnos mensajes en los que utiliza un ridículo, minoritario y forzado plural con x: ‘Queridxs postulantes’. Sería bueno saber si este instituto, autoridad mundial en nuestra lengua, acepta semejante endriago de escritorio ajeno al pueblo hispanohablante, o si se trata de una broma de Giuseppe, a quien le sobra humor para ello e inteligencia para manejar sin gestos exhibicionistas la gramática castellana.

          

La respuesta de Caputo fue en términos políticos y lingüísticos: «Hace un tiempo, el lingüista argentino Santiago Kalinowski me permitió pensar intensa y rigurosamente el lenguaje incluyente como “una decisión política que no se ajusta a parámetros de economía lingüística porque es un fenómeno político”».

La discusión sobre el lenguaje inclusivo me ha llevado a reproducir, palabras más, palabras menos, un planteamiento que hice en mi Manual de escritura académica (2021): ¿Cómo estaría mejor escrito el siguiente anuncio?: «Conferencia: Precariedad de lxs artistxs. Amigues: están todes invitades», o «Conferencia: Precariedad de los artistas. Amigos: están todos invitados». La Real Academia Española, RAE, ha normado el uso del masculino como término no marcado de la oposición de género, mientras que el femenino es el término marcado: «El miembro no marcado de una oposición lingüística de dos elementos puede abarcar a ambos conjuntamente, mientras que el marcado se reserva en exclusiva para uno de ellos»[1]. Además, frente a las inquietudes de sus seguidores en Tuiter sobre el uso de la «x» para marcar la inclusión de género, la RAE ha sido enfática al establecer que el uso de la letra «x» es ajeno a la morfología del español y, además, es impronunciable.[2]

           Por otra parte, la Unesco publicó, en 1999, un folleto titulado Recomendaciones para un uso no sexista del lenguaje. En él, se estableció la siguiente caracterización histórica y social acerca del problema sobre la discriminación de las mujeres:

 

Los prejuicios sexistas que el lenguaje transmite sobre las mujeres son el reflejo del papel social atribuido a éstas durante generaciones. A pesar de que el papel de las mujeres en la sociedad ha experimentado desde principios de nuestro siglo [se refiere al siglo veinte], particularmente en las últimas décadas, profundas transformaciones, los mensajes que el lenguaje sigue transmitiendo sobre ellas refuerzan su papel tradicional y dan una imagen de ellas relacionada con el sexo y no con sus capacidades y aptitudes, intrínsecas a todos los seres humanos.[3]

          

           El objetivo de las recomendaciones es visualizar la presencia de las mujeres a través del lenguaje y resulta un ejercicio necesario en la escuela. Para ello, hay que empezar por lo básico que consiste en no usar el genérico masculino, como en la sustitución del vocablo «hombre», que se ha utilizado con un sentido universal, por «ser humano» y otras variantes: «persona», «especie humana», «género humano», etc. La segunda es evitar la asimetría de nombres y tratamientos, por ejemplo, en vez de «la Bachelet y Santos» es mejor «Bachelet y Santos». En tercer lugar, hay evitar el uso del masculino para designar títulos académicos, profesiones o cargos de prestigio, cuando el femenino existe, por eso hay que decir «la presidenta Claudia Sheinbaum» y no «la presidente Claudia Sheinbaum». En este sentido, hay que evitar el uso del femenino para cargos que designan profesiones u oficios que, por la discriminación histórica, han sido o son desempeñados, mayoritaria pero no exclusivamente, por mujeres, por eso, en vez de «las mujeres de la limpieza» es mejor «el personal de limpieza», o en lugar de «los pilotos y las azafatas» «» es mejor «los miembros de la tripulación aérea», etc.

            Asimismo, la RAE prescribe que, exceptuando el uso de vocativos como señal de cortesía, «señoras y señores» o «amigas y amigos», la doble mención es un «circunloquio innecesario cuando el empleo del género no marcado es suficientemente explícito para abarcar a los individuos de uno y otro sexo»[4]. No obstante, es necesario contravenir esta regla de manera consciente pues, sin atiborrar de doble mención cualquier discurso o escritura, es válido utilizar, por ejemplo, «maestras y maestros» u otras formas de doble mención, para visibilizar a las mujeres en el lenguaje. En el caso de los primeros grados de la escuela mixta el uso de la doble mención «niñas y niños» se vuelve una necesidad insoslayable por razones pedagógicas.    

A pesar de la lógica lingüística de las normas de la RAE, existe una realidad histórica: las mujeres, así como las personas no binarias, debido a la estructura patriarcal del capitalismo en el que vivimos, han estado marginadas e invisibilizadas en la sociedad y su lenguaje. En este sentido, los usos de la «x» en «lxs médicxs», o la «e», en «hola a todes», o de la «@» de «l@s niñ@s», se explican y entienden como una respuesta política a una situación histórica de opresión, marginación y silenciamiento. Esta situación no es producto de la evolución de la lengua: esta situación política tiene una base material en las inequidades estructurales de la sociedad. Sin embargo, entre la rigidez normativa de la RAE y la flexibilidad de las proclamas políticas, existen formas de escribir de forma inclusiva y no sexista. La invitación al evento sobre la precariedad laboral de artistas pudo formularse, respetando las convenciones del castellano, de otra manera: «Conferencia: Artistas y trabajo precario. Invitación abierta para todo público».

La lengua es una experiencia comunitaria a través del tiempo y sus normas surgen a partir del uso que de ella hacen sus hablantes. Caputo, en el texto ya citado, hace un planteamiento político que va más allá de la dicotomía de género masculino / femenino: «Así como la vida de las maricas, de las personas no binarias y de las personas trans no se debate, el uso de las letras e y equis tampoco —ya no: ya ha sido amplia y larga y paciente la discusión—. Esas letras por fin están aquí para corporizar en la lengua a las personas que siempre —siempre— hemos estado aquí: no es, como suele decirse ridícula y fóbicamente, “una moda”».

En síntesis, son los hablantes quienes decidirán si es viable el uso de las letras e y x como fonemas de la inclusión o si dicha formulación es forzada frente a los procesos de transformación de la lengua por el uso de la comunidad. Mientras esto no suceda, la academia mantendrá la norma de uso, algunos hablantes intentarán introducir una nueva forma de decir, pero nadie debería enojarse ni lanzar diatribas apocalípticas sobre el idioma. Bastaría recordar las formas radicales de experimentación que nos ha regalado la literatura con la jitanjáfora o el capítulo 68 de Rayuela y entender que, si a la literatura le es permitido la búsqueda de otras realidades expresivas de la lengua, es inútil la reprensión y la represión al hablante que busca nuevos canales expresivos.



[1] Real Academia Española, El buen uso del español (Barcelona: Espasa, 2013), 144.

[2] Real Academia Española, (@RAEinforma), «#RAEconsultas El uso de la letra «x» como supuesta marca de género inclusivo es ajeno a la morfología del español, además de innecesario (e impronunciable), pues el masculino gramatical ya cumple esa función como término no marcado de la oposición de género», Twitter, 23 de diciembre de 2019, https://twitter.com/RAEinforma/status/1209073205366919168?s=20

[3] UNESCO, Recomendaciones para un uso no sexista del lenguaje, 1999, acceso el 20 de junio de 2020, 2, https://www.uah.es/export/sites/uah/es/conoce-la-uah/.galleries/Galeria-de-descarga-de-Conoce-la-UAH/Unidad-de-Igualdad/Recomendaciones_UNESCO.pdf

[4] RAE, El buen uso…, 145.