El caminante, trepado sobre la roca de la montaña con la melena al capricho del viento de las alturas, contempla un mar de niebla que copa el paisaje delante de sus ojos. Su mirada poética transforma la naturaleza en arte y el genio creador lo vuelve dueño de lo que mira y de la conversión de sus sueños en camino a ser andado. El espectador, a las espaldas del hombre que está en el centro del cuadro, puede ubicarse en el lugar que ocupa el personaje de El caminante ante un mar de nubes, de Caspar David Friedrich (1774-1840).[1] ¿Cuál es la oración que emerge de ese manto que difumina las fronteras entre lo imaginado y lo real? La naturaleza aún es retrato de lo indómito y el ser humano se extasía frente a ella.
El caminante se entrega al arrobamiento frente a lo sublime. Los románticos son voluntaristas y consideran que los elementos creativos del individuo son suficientes para transformar la realidad. ¿Qué siente ese sujeto, con rostro visible únicamente para el paisaje, absorto frente a esa naturaleza bañada de elementos oníricos que supera los esquemas de la razón? La conciencia del individuo opera de manera libérrima y se desplaza por entre la niebla sin más límite que el de su propia imaginación. ¿Estuvo de esa manera Simón Bolívar cuando, desde la cima de una de las colinas de Roma, juró consagrar su vida a la causa de la independencia de Hispanoamérica? ¿Será cierto que la libertad existe únicamente en el sueño de los hombres?
En la pintura de Friedrich, el destino del individuo parecería abrirse, inconcluso e incierto, a las realizaciones del espíritu del ser. ¿Estaba convencido Bolívar, en cambio, de que poseía un destino manifiesto para liderar la lucha por la libertad de los pueblos americanos? Como si estuviera frente a un imaginario mar de niebla, Bolívar ve hacia las ruinas romanas y medita: «¿Con que este es el pueblo de Rómulo y Numa, de los Gracos y los Horacios, de Augusto y de Nerón, de César y de Bruto, de Tiberio y de Trajano? Aquí todas las grandezas han tenido su tipo y todas las miserias su cuna» (3).[2] ¿Cuál es el arrebato espiritual, tormenta y pasión, que lleva a un individuo a plantearse una tarea épica que requiere la participación de miles de voluntades y la exposición del ideal de la vida ante la realidad de la muerte?
El 15 de agosto de 1805, Simón Bolívar, un viudo de veintidós años frente a su maestro Simón Rodríguez, pasa revista a las realidades políticas de la antigua Roma. El discípulo y el maestro están compenetrados de la cultura de la ilustración, pero ambos vislumbran el espíritu libertario de los nuevos tiempos. Si bien el juramento nos llega a través de la escritura del texto que hace Simón Rodríguez hacia 1850, no hay duda de la existencia del momento ceremonial en sí mismo, pues el propio Bolívar se lo recuerda a su maestro en la carta de Pativilca, de enero de 1824. A fin de cuentas, resulta razonablemente verosímil aceptar el postulado de que Simón Rodríguez es un testigo confiable, que recogió lo esencial de los criterios que expresó Bolívar en aquella ocasión, aunque aceptemos que la escritura del texto del juramento esté impregnada del estilo propio del maestro.
Bolívar admira lo que la historia le ha enseñado del mundo clásico, pero también es consciente de las limitaciones éticas y políticas de aquel mundo. No se conforma con la herencia cultural que lo ha construido hasta ese momento. Habla desde su educación clásica, embebido del voluntarismo romántico de su espíritu, arrebatado como si fuese un caminante que se detiene, en la cima de una montaña, frente a un mar de niebla para tratar de entender la tormenta y la pasión que bullen en su espíritu. Es el carácter de Bolívar el que se autoimpone un destino heroico, no entendido como un futuro predeterminado sino como la realización de un ideal que el genio alcanzará con la brega apasionada en medio de la tormentosa gesta que habrá de vivir. Su revisión de la historia de Roma es severa y está impregnada de la ética del héroe que percibe desde ese momento de éxtasis el objetivo de su genio:
Octavio se disfraza con el manto de la piedad pública para ocultar la suspicacia de su carácter y sus arrebatos sanguinarios; Bruto clava el puñal en el corazón de su protector para reemplazar la tiranía de César con la suya propia; Antonio renuncia los derechos de su gloria para embarcarse en las galeras de una meretriz; sin proyectos de reforma, Sila degüella a sus compatriotas, y Tiberio, sombrío como la noche y depravado como el crimen, divide su tiempo entre la concupiscencia y la matanza. (3)
Bolívar posee un espíritu romántico y, por tanto, la misión sagrada que tiene por delante es para él una suerte de imperativo ético. Él se siente en la cima de la montaña y es así como ve con claridad a donde habrá de llegar, atravesando el mar de niebla, más allá del sueño, en vigilia permanente. Él está seguro de que le basta la voluntad de su espíritu apasionado en medio de la tormenta para conseguir aquello que se propone sin que naufrague. Para ello, cada palabra y cada gesto y cada acto debe contribuir a la construcción de la historia del nuevo género humano en contraposición con un mundo viejo que ya no es capaz de realizar el anhelo de libertad. Bolívar condena moralmente al mundo del pasado por su incapacidad para hacer del ser humano un espíritu que viva en libertad y propone al mundo nuevo, ese que él está destinado a guiar, como el espacio donde habrá de realizarse el anhelo de los libres.
La civilización que ha soplado del Oriente ha mostrado aquí todas sus faces, ha hecho ver todos sus elementos; mas en cuanto a resolver el gran problema del hombre en libertad, parece que el asunto ha sido desconocido y que el despejo de esa misteriosa incógnita no ha de verificarse sino en el Nuevo Mundo. (4)
Bolívar, el héroe, se nos presenta en todo el esplendor de quien empieza la jornada vital e histórica: frente a la naturaleza, en la cima de la montaña, dominando el horizonte, abarcando de una mirada el cielo proyectado al infinito; frente a la historia, inspeccionado las ruinas de una Roma que ya no tiene el esplendor de antaño e interpretándolas como símbolo del paso inexorable del tiempo y de la permanencia de la memoria; frente a su destino, construido con la proclama de su juramento, en el instante de la ensoñación. Se trata de un momento sublime, en el sentido de que toda la racionalidad que acompaña al maestro y al discípulo está siendo desbordada por la emotividad de las palabras. Un instante en que discípulo y maestro se funden con la naturaleza y la visión que, desde el monte Sacro, mira al mundo viejo representada por Roma y sus ruinas:
¡Juro delante de usted; juro por el Dios de mis padres; juro por ellos; juro por mi honor, y juro mi Patria, que no daré descanso a mi brazo, ni reposo a mi alma, hasta que haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad el poder español! (4)
El héroe todavía no es un guerrero, pero sabe que deberá asumir tal condición para cumplir con su destino heroico; este hombre joven que jura ante su maestro es todavía un héroe en ciernes, un individuo anónimo que, bañado del esplendor de la naturaleza, se compromete por una causa que habrá de procurarle su sitio en la gloria. Víctor Hugo, hablando de Shakespeare, dijo que «lo propio de los genios de primer orden es que cada uno de ellos produce un ejemplar del hombre».[3]
Embebido del ímpetu romántico, Bolívar, que, en 1825, dirá de sí mismo que es el hombre de las dificultades, utiliza un lenguaje cargado de pasión y fervor libertario en sus escritos políticos. En ellos está presente el carácter del justiciero y la consciencia de un destino con los que el héroe impregnó el «Juramento de Roma». Como el caminante de Friedrich, sobre el monte coronado, Bolívar, desde una de las siete montañas que rodean Roma, domina el paisaje y parecería andar por sobre el mar de niebla para conseguir en lontananza una visualización de su sueño libertario y convertirse así en el genio del siglo.
«El juramento en el monte Sacro de Roma» es parte del monumental Tríptico (1911), de Tito Salas (1887-1974), que incluye «El paso de los Andes» y «La muerte del Libertador». El tríptico fue instalado con ocasión del centenario de la independencia de Venezuela. Se encuentra en el salón de El Tríptico, en el Palacio Federal Legislativo, en Caracas.
[1] Caspar David Friedrich, Der Wanderer über dem Nebelmeer, óleo sobre lienzo, 74,8 x 98,4 cm, 1818, Museo de Kunsthalle, Hamburgo, Alemania.
[2] Simón Bolívar, «Juramento de Roma», en Doctrina del Libertador [1976] (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 2009), 3. Los números entre paréntesis indican la página en esta edición. Este artículo es un fragmento editado del capítulo I de Patriotas y amantes. Románticos del siglo XIX en nuestra América (Bogotá: Lumen, 2017).
[3] Víctor Hugo, «Shakespeare» [1864], en Manifiesto romántico (Barcelona: Ediciones Península, 1971), 125.
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