José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, diciembre 30, 2024

María Carolina Geel: aproximaciones textuales a una homicida

Elisa Zulueta en el papel de Mercedes, en la película de Netflix El lugar de la otra (2024), dirigida por Maite Alberdi.

            El jueves 14 de abril de 1955, en el hotel Crillón, de Santiago de Chile, la escritora María Carolina Geel (1913-1996) asesinó a sangre fría a su amante Roberto Pumarino Valenzuela, de 28 años, con cinco balazos. En Cárcel de mujeres, que es crónica, testimonio y confesión, que Geel escribió durante su reclusión en el Correccional El Buen Pastor, ella meditó así sobre aquel momento: «Estábamos frente a frente, y yo, que nunca supe vivir, quedé sujeta a la vida; y él, que tan cabal se daba a ella, que nada sabía de ese otro modo de morir que tienen algunos, cayó. Cruzo las manos y me digo que fui yo quien volvió hacia él la muerte; yo, que levanté un arma mortal, y, en vez de aniquilarme, ¡lo hice morir!»[1]. Una película de Nelflix, El lugar de la otra (2024), dirigida por Maite Alberdi, me llevó a Las homicidas, ensayo y crónica policial, de Alia Trabucco Zerán; este, al cuento «Sangre de narices», de Lina Meruane, y, atravesándolos, el libro de Geel, pionero por su hibridez genérica. Un recorrido estético que hice para entender los motivos nunca aclarados de un crimen que, en todos los productos artísticos visitados, genera reflexiones filosóficas, curiosidad y empatía por la asesina y cierto desdén por la víctima.

            La película de Alberdi mira el suceso criminal de manera oblicua. La protagonista es Mercedes Arévalo (Elisa Zulueta), asistente del juez Veloso que lleva la causa. Mercedes, casada, dos hijos, clase media, vive un matrimonio armónico, pero con estrechez económica. Ella es una mujer silenciosa y sencilla que, al escuchar el testimonio de Geel y conocer el departamento de la escritora debido al encargo de una diligencia, comienza, poco a poco, a imaginar cómo sería ella viviendo la vida de Geel. Y, ya con la llave, va todos los días al departamento y se pone los vestidos de la escritora, usa su maquillaje, lee sus libros y diarios, se sienta en su escritorio, fuma sus cigarrillos, toma su baño, en síntesis, asume el lugar de otra persona y, por un tiempo, siente que protagoniza una vida glamorosa y, sobre todo, libre.

Al mismo tiempo, se desarrolla el proceso judicial de Geel, cuyo nombre civil es Georgina Silva Jiménez. En ese proceso, los testimonios en el juzgado caracterizan a la acusada como si ella también ocupara el lugar de otra persona. Tiempo después, cuando Geel queda libre, gracias al indulto presidencial, esta se topa con Mercedes, frente a su departamento, y en ese intercambio de miradas queda resumido la devolución de su lugar. Pero, Mercedes es ya una mujer distinta a la que vimos al comienzo de la película: en su mirada feliz hay determinación y libertad. En El lugar de la otra, María Carolina Geel es una homicida misteriosa que, sin saberlo, contribuye a la liberación otra mujer y, simbólicamente, de todas las mujeres que asumen su lugar.

           

            La película me llevó a Las homicidas, de Alia Trabucco Zerán, un ensayo y crónica policial, que, con un extraordinario trabajo de archivo, retrata a cuatro mujeres homicidas de Chile. A partir de los crímenes, Trabucco reflexiona sobre la violencia femenina, lo que no significa ni avalar el crimen ni pretender impunidad para las homicidas, y concluye que aquella violencia «pone en jaque las normas que definen qué es ser mujer y permite revisar críticamente las invisibles leyes del género»[2]. En el libro de Trabucco encontré el pedido que hace Gabriela Mistral, que había recibido el Premio Nobel de Literatura en 1946 y que se desempeñaba como Cónsul de Chile en Nueva York, en favor de María Carolina Geel. Mistral solicitó su indulto al presidente Carlos Ibáñez del Campo, el 13 de agosto de 1956: «Respetuosamente suplicamos a Vuestra Excelencia indulto cabal para María Carolina Geel, que deseamos [las] mujeres hispano-americanas. Será esta una gracia inolvidable para todas nosotras».

Trabucco señala el paralelismo entre el crimen de Geel y el intento de asesinato cometido por María Luisa Bombal, a la entrada del mismo hotel Crillón, el 26 de enero de 1941, cuando le propinó tres balazos a su examante Eulogio Sánchez Errázuriz, dejándolo gravemente herido. La conclusión, en este caso, fue que Bombal cometió el delito por celos y “privada de razón”, motivos por la que también fue indultada. Trabucco, entonces, considera que el homicidio de Geel es «un crimen por imitación, un asesinato donde una mujer copia y repite, como homenaje y apropiación, el delito perpetrado por otra» (126). Para Trabucco, los motivos de Geel para el crimen permanecerán ocultos tras las narrativas de los celos y el amor. Finalmente, Trabucco considera que el indulto presidencial es una muestra de cómo la sociedad patriarcal refuerza, simbólicamente, la desigualdad de género y desactiva el poder transgresor que habita en la mujer homicida: «La indultamos, señora, porque usted no es más que una mujer. Y es, de hecho, una mujer desarmada» (195).

            El libro me condujo a «Sangre de narices», un relato de Lina Meruane, incluido en su cuentario Avidez[3]. La voz narrativa de «Sangre de narices» mira a María Carolina Geel ya en la cárcel del Buen Pastor, en donde piensa en el crimen como una liberación de su destino matrimonial. El personaje se llama Carolina y recibe de su novio Roberto un hámster hembra al que bautiza como Georgina. Carolina le conseguirá un macho al que Georgina matará junto a sus crías. Este juego de humor oscuro evidencia aún más las contradicciones entre la escritora y lo que la sociedad espera de ella. Carolina, en su celda, lee una noticia que dice que ella mató y bebió la sangre del muerto. Carolina arruga la foto del periódico en la que ella abraza a Roberto y se la mete en la boca. «Mientras la masticaba levantó la cara hacia el ventanuco, un rayo de sol se colaba por una esquina y la escritora deshacía y se tragaba el artículo con su fotografía y entonces, súbita, miró directo al rayo y quedó encandilada». El cuento de Meruane subvierte el relato mediático de la época sobre el homicidio y encuentra la manera de nombrar el crimen cometido por una mujer, de tal manera que humaniza a la homicida y la saca de la esfera de la anormalidad y lo vampiresco.

           Atravesándolo todo, Cárcel de mujeres, ese libro genéricamente inclasificable de María Carolina Geel, se yergue como un texto en el que la autora, según Diamela Eltit, asume una mirada “panóptica” sobre los demás cuerpos encarcelados: «Así, se establece un ojo femenino doblemente privilegiado en la medida que, desde sus beneficios, transforma la mirada en escritura» (11). El libro, que cuando apareció se convirtió en parte del proceso judicial, es un testimonio sobre la vida en prisión, retrata los dramas personales de las mujeres presas en toda su humanidad, y es también una meditación abstracta sobre el crimen cometido por la autora. Insinúa que ese día, ella iba camino a morir, pero que la muerte torció el camino: «¿Iba, pues hacia el fin? Si iba, ¿qué transmutación animal degeneró mi voluntad?» (106). El libro, además, causó conmoción en su momento, pues daba cuenta de los amores lésbicos de las reclusas, pero, sobre todo, es un alegato de Geel acerca de su creencia de que el amor no es suficiente para «desplazar la espantosa miseria moral que el matrimonio llega a infiltrar en los seres» (81). Lo que queda, después de leer las meditaciones de Geel, es la sensación de que ese día, ella quería morir, pero que, un elemento insospechado, cambió el rumbo de los hechos e hizo que, en vez de morir, ella matara.

Los textos que he visitado sobre el crimen cometido por María Carolina Geel reflexionan sobre la aparente inexistencia de motivación para cometerlo y, al mismo tiempo, retratan a Geel en su condición de escritora y homicida. La empatía por Geel no implica la aceptación de su crimen, sino el señalamiento del carácter transgresor de una mujer homicida en una sociedad que solo acepta el papel doméstico y pasivo de la mujer y que, por tanto, convierte a una mujer homicida en una anormalidad monstruosa, despojándola de su condición humana. Sin embargo, en ninguno de los textos visitados pude encontrar algún tipo de pesar por la víctima que, en todos ellos, es un personaje secundario: curiosamente, la figura de la escritora homicida silencia e invisibiliza a su propia víctima. Geel, en su libro, medita sobre su condición de homicida: «De pronto el pensamiento cede y percibe que se puso a rebuscar y rebuscar, porque lo que quería de verdad en su desconsuelo el alma era que la muerte no fuese la muerte» (104). Pero la muerte es muerte y la escritura apenas un consuelo.



[1] María Carolina Geel, Cárcel de mujeres [1956], presentación «Mujeres que matan», de Damiela Eltit, y prólogo de la edición original de Hernán Díaz Arrieta, Alone, (Santiago de Chile: Editorial Cuarto Propio, 2000), 97.

[2] Alia Trabucco, Zerán, Las homicidas (Barcelona: Lumen, 2020), 199.

[3] Lina Meruane, Avidez (Madrid: Páginas de Espuma, 2023).


lunes, julio 15, 2024

«La vorágine», de José Eustasio Rivera: un centenario que aún clama por la selva

Un supuesto Arturo Cova en las barrancas de Guaracú, en el Putumayo. La foto apareció en la cuarta edición de La vorágine y se dice que fue tomada por la madona Zoraida Ayram, personaje de la novela que, de alguna manera, personifica la selva.

            «Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia» (7).[1] Con esta sentencia antológica que anuncia el destino trágico de Arturo Cova y que, lamentablemente, ha marcado una parte de la historia de Colombia en el siglo veinte, se abre la centenaria novela La vorágine (1924), de José Eustasio Rivera (Rivera, antes San Mateo, en el Huila, 1888 – New York, 1928). Se ha dicho que La vorágine es la gran novela de la selva, del descubrimiento del territorio colombiano y su geografía de abandono, y, también, que es un testimonio de la violenta explotación a la que las empresas caucheras sometieron a los pueblos del Putumayo. Pero, antes que nada, La vorágine es dueña de un poderoso lenguaje poético y tremendista que tiene la fuerza implacable de lo que está escrito con verdad histórica.  

 

            Rivera utiliza la clásica estrategia del manuscrito hallado que transita de un lado a otro. Él presenta la novela como si fuesen los manuscritos de Arturo Cova que le han sido entregados por Clemente Silva, un cauchero amigo de Cova, a quien este se los confió. Rivera, asimismo, se los está remitiendo para su publicación a un ministro de Colombia, con una nota en la que, entre cosas, le dice: «En estas páginas respeté el estilo y hasta las incorrecciones del infortunado escritor, subrayando únicamente los provincialismos de más carácter» (3). Ese estilo combina, en la escritura de ese machista neurasténico que es Arturo Cova, el lirismo asombrado del poeta con la rotundez del realismo descarnado con el que nos cuenta los hechos. Un americanismo cargado de violencia envuelve la narración que usa tono de denuncia (en el sentido del yo acuso: la realidad es expuesta con crudeza), acompañado de elementos documentales. La tesitura tremendista atraviesa la novela, como sucede, por ejemplo, con la muerte de Barrera, el hombre de la Casa Arana que es el instrumento para la esclavización de los nativos del Putumayo. Cova pelea contra Barrera, cuerpo a cuerpo, y lo empuja hacia las aguas del río Yurubaxí:

 

¡Entonces descoyuntado por la fatiga, presencié el espectáculo más terrible, más pavoroso, más detestable: millones de caribes acudieron sobre el herido, entre un temblor de aletas y centelleos, y aunque él manoteaba y se defendía, lo descarnaron en un segundo, arrancando la pulpa a cada mordisco, con la celeridad de pollada hambrienta que le quita granos a una mazorca. (200)

 

Asimismo, La vorágine documenta, con la claridad veraz de la crónica, la explotación y violencia criminal que perpetró la Casa Arana en el Putumayo, en la primera década del siglo veinte. Es conocido que Rivera investigó in situ, toda vez que vivió en la región como miembro de la comisión oficial para establecer los límites de Colombia con Brasil y Venezuela (noviembre, 1922 – octubre, 1923). En la historia de comienzo del siglo veinte, de Colombia, luego vendrá la masacre de las bananeras (1928) cuya memoria ha perpetuado la literatura en La casa grande (1962), de Álvaro Cepeda Samudio (1926-1972), y en Cien años de soledad (1967), de Gabriel García Márquez (1927-2014, premio Nobel 1982), en un episodio singular de realismo social de una novela signada por su realismo mágico y maravilloso. En el «Informe de la comisión colombiana de límites con Venezuela», Rivera caracterizó la explotación de las caucheras a los pueblos originarios y a los colonos del Putumayo:

 

Mucho hay que decir al respecto de las relaciones anormales de los patronos con los trabajadores. Es un hecho que con los segundos se realiza hoy un comercio de esclavitud, disfrazado pero real. Para demostrarlo, basta aludir a la manera como se hace el enganche: el patrón los adquiere adelantándoles chucherías a cuenta de trabajo futuro, con recargos que a veces pasa del quinientos por ciento, y luego los obligan a trabajar donde les parezca para resarcirse del desembolso, cosa que no sucede nunca, pues siempre tiene el cuidado de que le estén debiendo. Otra forma de adquisición de personal consiste en el traspaso que un empresario hace a otro de sus trabajadores vendiéndole las cuentas de éstos aumentadas con una prima más o menos considerable, y sin que los hombres objeto de este tráfico sean siquiera consultados previamente ni conozcan las nuevas condiciones en que los adquiere el nuevo dueño.[2]

 

Uno de los casos de la ficción novelesca que revela el carácter criminal de la explotación cauchera, es la historia del mosiú asesinado, un personaje tangencial de la novela, que Clemente Silva relata a Arturo Cova y sus compañeros. Se sabe que el naturalista francés Eugene Robuchon, miembro de la Sociedad Geográfica de París, llegó al Putumayo contratado por la Casa Arana para adelantar una exploración geográfica y etnográfica que documentara la supuesta epopeya progresista de la empresa. Robuchon, en cambio, al ser testigo del trato inhumano que recibían los trabajadores, retrató los crímenes contra la población indígena. El personaje del mosiú, que así se llama en la novela, tiene por modelo a Robuchon, que desapareció en el Putumayo, y, aunque nunca se llegó a comprobar que fuera asesinado, los rumores, bastante bien fundados, señalaron como responsable de su desaparición a los capataces de la Casa Arana:

 

Momentos después, el árbol y yo perpetuamos en la Kodak nuestras heridas, que vertieron para igual amo distintos jugos: siringa y sangre.

De allí en adelante, el lente fotográfico se dio a funcionar entre las peonadas, reproduciendo fases de la tortura, sin tregua ni disimulo, abochornando a los capataces […] fotografiando mutilaciones y cicatrices. “Estos crímenes, que avergüenzan a la especie humana —solía decirme—, deben ser conocidos en todo el mundo [… el francés se queda en la selva y envía a Silva con mensajes, pero este es descubierto por los matones de la cauchera]

El Culebrón se puso en marcha con cuatro hombres, a llevar la respuesta, según decía.

¡El infeliz francés no salió jamás! (123 y 124).

 

Un supuesto Clemente Silva, uno de los caucheros que protagoniza la novela.

            Se dice que La vorágine es la novela de la selva, concebida como un espacio que, por su magnificencia y voracidad, convierte al ser humano en una especie animal de conductas amorales y consigue que afloren en él sus pasiones primitivas: «…la selva trastorna al hombre, desarrollándole los instintos más inhumanos: la crueldad invade las almas como intrincado espino, y la codicia quema como fiebre. El ansia de riqueza convalece al cuerpo ya desfallecido, y el olor del caucho produce la locura de los millones» (109). En la novela hay una desromantización de la naturaleza amazónica que está alejada de cualquier posibilidad idílica: «¿Cuál es aquí la poesía de los retiros, ¿dónde están las mariposas que parecen flores traslúcidas, los pájaros mágicos, el arroyo cantor? ¡Pobre fantasía de los poetas que solo conocen las soledades domesticadas!» (142). Así, Rivera destruyó las imágenes románticas y modernistas del exotismo al referirse a la selva, con lo que se alejó del costumbrismo y el folkor, y se instaló en un realismo tremendista con el que dio cuenta de la urgencia de entender la geografía y el territorio de una Colombia que buscaba su forma y su definición, en el marco de la ausencia estatal que permitió la violencia y la explotación cauchera:

 

¡Nada de ruiseñores enamorados, nada de jardín versallesco, nada de panoramas sentimentales! Aquí, los responsos de sapos hidrópicos, las malezas de cerros misántropos, los rebalses de caños podridos. Aquí la parásita afrodisíaca que llena el suelo de abejas muertas; la diversidad de flores inmundas que se contraen con sexuales palpitaciones y su olor pegajoso emborracha como una droga; la liana maligna cuya pelusa enceguece los animales; la pringamosa que inflama la piel, la pepa del curujú que parece irisado globo y solo contiene ceniza cáustica, la uva purgante, el corozo amargo. (142)

 

Arturo Cova, que ha huido de la estrechez de espíritu y la ley de la ciudad hacia la supuesta libertad de la aventura en la selva, tiene consciencia de la gravedad e importancia de lo que ha escrito, pues la selva lo ha transformado y trastornado: todo vestigio idílico, al final del viaje, ha desaparecido para dar paso a una condición de crueldad sin límites que se expresa en la explotación del ser humano. Cuando encarga sus papeles para que se los den a Clemente Silva, le suplica en una nota: «Cuide mucho esos manuscritos y póngalos en mano del Cónsul. Son la historia nuestra, la desolada historia de los caucheros. ¡Cuánta página en blanco, cuánta cosa que no se dijo!» (201). Ya con los manuscritos en su poder, en el «Epílogo», el autor Rivera vuelve a dirigirse al ministro y da cuenta de la suerte de Arturo Cova y sus compañeros:

 

«Hace cinco meses búscalos en vano Clemente Silva.

»Ni rastro de ellos.

»¡Los devoró la selva!» (203)

           

La selva los ha devorado, pero, antes, la huida de lo que se considera la civilización los convirtió en desarraigados de sí mismos, la violencia inmisericorde de los propietarios de las caucheras los redujo a una condición infrahumana, y la palabra literaria de La vorágine, de José Eustasio Rivera, dignificó su memoria. Cien años más tarde, los pueblos originarios, los Arturo Cova, las Alicia y los Clemente Silva de siempre, así como la selva herida que sobrevive a la devastación de la colonización capitalista claman, en la vida y en la literatura, por un mundo posible de convivencia ecológica.

 


[1] José Eustasio Rivera, La vorágine [1924], prólogo y cronología Juan Loveluck (Caracas: Biblioteca Ayacucho, # 4, 1985), 7. Los números entre paréntesis indican la página de la cita en esta edición.

[2] Felipe Restrepo David, «El viaje de Rivera 1922-1923: antecede de La vorágine», Diario de paz Colombia. Lecturas para pensar el país, acceso 12 de julio de 2024, https://diariodepaz.com/2020/02/01/el-viaje-de-rivera-1922-1923-antecedente-de-la-voragine/


lunes, septiembre 28, 2020

Abad Faciolince: Memorial de la violencia en Colombia

Paisaje de Jericó, Antioquia, Colombia (Foto de Héctor Abad Faciolince, 2012)

            Desde la firma de la paz en Colombia, el 24 de noviembre de 2016, hasta marzo de 2020, han sido asesinados 424 líderes sociales, según informe de El Espectador basado en datos de «Somos defensores»:[1] en este reportaje constan el nombre de la víctima, la fecha del asesinato, el lugar y el tipo de liderazgo que ejercía: líder comunitario de la Junta de Acción Comunal, líder indígena de la comunidad, líder que hacía parte de la mesa de víctimas, líder juvenil de las comunidades afrodescendientes, líder sindical, etc. Esta violencia institucional está retratada en El olvido que seremos (2006), de Héctor Abad Faciolince, así como en su novela La Oculta (2014), e incluso en parte de sus diarios, publicados como Lo que fue presente (2019).

           

El 25 de agosto de 1987, al terminar el día, Héctor Abad Gómez, médico salubrista y defensor de los derechos humanos, fue asesinado en Medellín. El olvido que seremos, Héctor Abad Faciolince, hijo de Abad Gómez, nace de la necesidad de procesar un duelo y su escritura es un estremecedor testimonio de la vida de su padre, del pensamiento y la lucha de este, así como del marco histórico de la violencia en que se fraguó este crimen y el de otros defensores de los derechos humanos en aquel año.

            El olvido que seremos es un testimonio narrado en primera persona que retrata, en primer lugar, la vida de un hombre bueno y querido, un maestro no solo de medicina sino de ética, un ser humano que se entregó a la defensa de la vida y a la lucha en procura del bienestar de la colectividad: «Al final de sus días acabó diciendo que su ideología era un híbrido: cristiano en religión, por la figura amable de Jesús y su evidente inclinación por los más débiles; marxista en economía, porque detestaba la explotación económica y los abusos infames de los capitalistas; y liberal en política, porque no soportaba la falta de libertad y tampoco las dictaduras, ni siquiera la del proletariado…»[2].

            Además, es un libro que contextualiza los efectos de la violencia histórica y el miedo social y personal frente a esta: hacia el final, todo apunta a Carlos Castaño como el culpable del asesinato: este jefe paramilitar que decía dedicarse a «anularles el cerebro», a quienes consideraba subversivos o aliados de los subversivos, «confiesa que mató a Pedro Luis Valencia, una semana antes que a mi papá, con ayuda de inteligencia del Estado; después, admite que mató a Luis Felipe Vélez, en el mismo sitio y en el mismo día en que mataron a mi papá»[3]. Y, a pesar del horror, también es un libro que habla del amor de un padre por su hijo y del hijo por su padre: «El niño, yo, amaba al señor, su padre, sobre todas las cosas. Lo amaba más que a Dios. Un día tuve que escoger entre Dios y mi papá y escogí a mi papá»[4].

           

Un retrato de esta violencia institucionalizada también se encuentra en La Oculta, que es una novela narrada a base de los tres monólogos enhebrados de los hermanos Antonio, Eva y Pilar, que construyen la nostalgia familiar simbolizada por la finca levantada en Jericó, Antioquia. Ellos defienden esta heredad, en medio del conflicto armado, contra la arremetida de los paramilitares que actúan en contubernio con el ejército, contra la crueldad de la guerrilla, que secuestra al hijo mayor de Pilar, y contra la codicia de otros finqueros y mineros aliados de la AUC[5]. La novela, narrada con un lenguaje coloquial que envuelve a quien lee en el drama de cada personaje, es una metáfora del conflicto entre tradición y modernidad, de lo que significa en términos históricos y políticos el desplazamiento, así como la urbanización de amplias zonas rurales. Al mismo tiempo, a través de los documentos que investiga Antonio, es la reconstrucción de la historia fundacional de un pueblo antioqueño y la ratificación de una tradición que habla de los ancestros judíos en los tiempos originales de Antioquia.

            Los diarios, de 1985 a 2006, publicados con el título de Lo que fue presente (2019) son una memoria sobre el aprendizaje vivencial y la aventura amorosa, las lecturas literarias de su formación, las dificultades para ser escritor, la presencia siempre luminosa del padre asesinado y sus enseñanzas, así como la presencia de la violencia de Colombia en la vida cotidiana. Tengo, no obstante, mis reparos a la publicación de los diarios en vida: más allá del acto de sinceridad que significa el desnudarse públicamente, hay sucesos y opiniones que causan dolor a las demás personas que obraron en privado sin que imaginaran que sus actos se convertirían en material público. No obstante, hay que señalar que el diario de Abad Faciolince está escrito desde la derrota en muchos planos, y esto es lo que los vuelve interesantes: él no se presenta como un héroe, sino como un antihéroe, villano en ocasiones, un ser humano cargado de la culpa judeocristiana, temeroso, cobarde a veces. Sus diarios tienen mucho del espíritu de las confesiones y su prosa limpia contribuye al interés de quien lee.

           

El diario finaliza el 8 de septiembre de 2006 comentando una llamada de Gabriel Iriarte que, entonces, era editor de Planeta, y que, habiendo terminado de leer el manuscrito de El olvido que seremos le dice que el libro le ha gustado muchísimo; «que es un libro bello, conmovedor, que lo sacudió como lector y como colombiano», pero que, como editor, «tiene una única observación: debe quitar la palabra “hijueputa” para definir al cardenal»[6]. El adjetivo se debía a que el cardenal López Trujillo, luego de haberle recomendado, en un programa radial, resignación cristiana a Maryluz, le hija mayor del médico asesinado, le prohibió al párroco de la iglesia de Santa Teresita que se oficiara la misa de difuntos en memoria de Héctor Abad Gómez por cuanto éste se había declarado ateo y nunca iba a misa.[7]

            Entrevisté a Héctor Abad Faciolince el 24 de septiembre a las 20h00, en el marco de la Feria Internacional del Libro, de Guayaquil, en un acto organizado por la librería Mr. Books y hablamos sobre estos libros. El tema de la violencia en Colombia atravesó nuestra plática porque es un tema que atraviesa la obra del autor y la historia de su país. El propio Abad recordó que, a las 08h30 de la mañana de ese mismo jueves, en la carretera que conduce a Miranda, en el límite entre el Cauca y sur del Valle, Juliana Giraldo, mujer trans de 38 años, había sido asesinada por un soldado del ejército colombiano. La violencia institucionalizada en Colombia, tristemente, es una existencia cotidiana de la que Héctor Abad Faciolince da testimonio en su escritura para que no seamos olvido.

 

Carta a una sombra (Daniela Abad y Miguel Salazar, 2015, 73' 40". Documental completo)

 

La de estribo:

 

            Carta a una sombra (2015) es un documental de Daniela Abad y Miguel Salazar basada en El olvido que seremos. Su título proviene de una frase de Abad Faciolince: «Es una de las paradojas más tristes de mi vida: casi todo lo que he escrito lo he escrito para alguien que no puede leerme, y ese mismo libro no es otra cosa que la carta a una sombra»[8]. El documental está narrado con un lenguaje visual cargado de sutileza; tiene una narración que, desde lo evocativo, nos ubica en una memoria presente; su ritmo permite la reflexión sobre las ideas de Abad Gómez; trabaja el testimonio familiar con la distancia necesaria que demanda el género, aunque en ciertos momentos caiga en la minuciosidad íntima de la familia; y utiliza tomas de archivo que contribuyen, de manera pertinente, a la verdad del relato.

            Días antes de que lo asesinaran, Héctor Abad Gómez dice: «No he querido nunca la violencia. No he propiciado nunca la violencia. No me ha gustado nunca la violencia. Yo soy médico, quiero la vida, quiero la salud y, por lo tanto, los derechos humanos que son a la libertad, a la justicia y a la paz». Abrir con esta declaración de Abad Gómez define el planteamiento del documental. Daniela Abad y Miguel Salazar han construido la narración alrededor del pensamiento de Héctor Abad Gómez, su lucha social y su vida familiar en el marco de la violencia institucional de Colombia.

            Un documental estremecedor que, justamente por respeto a la vida, invita a continuar con la lucha de Héctor Abad Gómez, en el mismo sentido en que él lo dijera días antes de ser asesinado: «Yo creo que hay que ser valiente, yo creo que uno debe afrontar la vida como es y debe decir la verdad cueste lo que cueste».



[1] «Estos son los líderes asesinados desde la firma del acuerdo del paz, El Espectador, 13 de junio de 2020, https://www.elespectador.com/colombia2020/pais/estos-son-los-lideres-asesinados-desde-la-firma-del-acuerdo-de-paz/

[2] Héctor Abad Faciolince, El olvido que seremos (Bogotá: Editorial Planeta, 2006), 49.

[3] Abad Faciolince, El olvido…, 268.

[4] Abad Faciolince, El olvido…, 11.

[5] Autodefensas Unidas de Colombia: organización paramilitar de extrema derecha liderada por Carlos Castaño, Vicente Castaño y Salvatore Mancuso.

[6] Héctor Abad Faciolince, Lo que fue presente (Bogotá: Alfaguara, 2019), 610.

[7] Abad Faciolince, El olvido…, 175-176.

[8] Abad Faciolince, El olvido…, 22.


domingo, septiembre 01, 2019

"Nunca más Amarilis": La radical metaficción de una extraordinaria novela lúdica


Cecilia Vera de Gálvez, crítica y educadora; Tatiana Landín, del comité organizador de la FIL Guayaquil, y Marcelo Báez Meza, durante la presentación de Nunca más Amarilis, septiembre 2018..

            En el capítulo “Cronología bibliográfica (IV)”, de Nunca más Amarilis, novela de Marcelo Báez Meza, ganadora del premio “Miguel Donoso Pareja” 2017, el narrador dice que, para 1981, «el consejo editorial de la Revista Cuadernos de la Universidad Católica Santiago de Guayaquil acepta publicar un poema de Márgara Sáenz para el número 10. La autora le envía una carta a Raúl Vallejo Corral, miembro del comité, rechazando el ser publicada en la sección “Aprendices de brujo”». El dato es correcto, pero incompleto. La carta de Márgara Sáenz hizo que el comité revisara el proceso y no publicó el poema pues, más allá de que este tenía deudas impagables con la poesía de Antonio Cisneros, carta y poema lucían apócrifos. Como era de esperarse, la carta no fue respondida.
Así, embromando al texto desde el texto, es como un lector entra en el juego que plantea Nunca más Amarilis. Márgara Sáenz es una poeta ecuatoriana inventada por dos poetas peruanos que la incluyeron en la antología Poemas del amor erótico (Lima, Mosca Azul editores, 1972) con un poema sin título, tomado del supuesto libro “Otra vez Amarilis”. A partir de este dato, Marcelo Báez ha escrito una novela excepcional: desde la apuesta por una metaficción radical, su novela se constituye en un paradigma de cómo jugar con la referencia metaliteraria en función de la escritura literaria.
En su novela, por ejemplo, Báez recrea el caso de Georgina Hübner, inventada por dos poetas de Lima para pedirle un libro autografiado a Juan Ramón Jiménez. Georgina fue presentada como una lectora de la poesía de Jiménez, y la correspondencia entre ambos creó tales lazos afectivos que el poeta quiso viajar a Lima para conocerla. Los bromistas, entonces, le hicieron saber al poeta que Georgina había muerto. Y Juan Ramón Jiménez escribió la elegía “Carta a Georgina Hübner en el cielo de Lima”. Así que Baez, jugando siempre, toma esta impostura y otros casos para hablar de una tradición de invenciones peruanas, en la que inscribe a Márgara Sáenz.
En Nunca más Amarilis encontramos un divertimento estético a base de guiños literarios de variada índole; una combinación de puntos de vista, que como voces narrativas, participan de un juego sobre los niveles de verosimilitud de la historia; el despliegue del sentido del humor, desprendido de forma natural de lo que se cuenta, como estrategia narrativa; y también la transgresión permanente de las fronteras entre realidad y ficción, lo que vuelve a la novela lo que el propio autor la ha subtitulado, es decir, una “bioficción definitiva de Márgara Sáenz”.
            Esta novela es un territorio metatextual. Báez muestra la investigación exhaustiva del asunto de la propia novela, que culmina con un “examen del primer parcial”, a manera de prueba de opción múltiple, que es una síntesis de elementos anecdóticos destinada a los lectores de la novela. Otros ejemplos de cómo la investigación, de rasgos académicos, se lleva en función del arte es la misma búsqueda histórica del uso literario del nombre de Amarilis, que, según la novela, se remonta a Teócrito, nacido en el año 312 a.C. y que luego es retomado por Virgilio en el siglo I a.C.
Marcelo Báez le ha dado una vida a Márgara Sáenz. Lo que fue una broma literaria se ha convertido en una propuesta estética: hacer de un personaje de ficción, una ficción de un personaje que se vuelve real, en tanto personaje: la verdad literaria de la Márgara Sáenz de Báez se superpone a la falsía de la Márgara Sáenz de Mirko Lauer y Abelardo Oquendo que la incluyeron en la antología de marras con la complicidad de Antonio Cisneros. El capítulo “Por una hermenéutica del poema”, en términos de la trama de la novela, desnuda la superchería de “la trinca peruana”, como llama los Márgara a sus inventores. La deconstrucción del poema, «una sarta de lugares comunes de la misoginia», según la propia Sáenz, aparte de ser una lección de comentario de texto, es una clase magistral sobre el lenguaje de la poesía erótica.
            Nunca más Amarilis, de Marcelo Báez Meza, es un texto que propone, desde una radical metaficción, un juego narrativo de humor inteligente, evidencia una aguda investigación que utiliza con sabiduría el hallazgo literario, y es paradigma de una novela divertida de rigurosa escritura.

Nunca más Amarilis, de Marcelo Báez Meza, ganó el premio de novela "Miguel Donoso Pareja" 2017.
             Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, 30.08.19