José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
Mostrando entradas con la etiqueta Independencia de América. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Independencia de América. Mostrar todas las entradas

lunes, julio 22, 2024

Bolívar y el juramento de Roma de 1805

            El caminante, trepado sobre la roca de la montaña con la melena al capricho del viento de las alturas, contempla un mar de niebla que copa el paisaje delante de sus ojos. Su mirada poética transforma la naturaleza en arte y el genio creador lo vuelve dueño de lo que mira y de la conversión de sus sueños en camino a ser andado. El espectador, a las espaldas del hombre que está en el centro del cuadro, puede ubicarse en el lugar que ocupa el personaje de El caminante ante un mar de nubes, de Caspar David Friedrich (1774-1840).[1] ¿Cuál es la oración que emerge de ese manto que difumina las fronteras entre lo imaginado y lo real? La naturaleza aún es retrato de lo indómito y el ser humano se extasía frente a ella.

El caminante se entrega al arrobamiento frente a lo sublime. Los románticos son voluntaristas y consideran que los elementos creativos del individuo son suficientes para transformar la realidad. ¿Qué siente ese sujeto, con rostro visible únicamente para el paisaje, absorto frente a esa naturaleza bañada de elementos oníricos que supera los esquemas de la razón? La conciencia del individuo opera de manera libérrima y se desplaza por entre la niebla sin más límite que el de su propia imaginación. ¿Estuvo de esa manera Simón Bolívar cuando, desde la cima de una de las colinas de Roma, juró consagrar su vida a la causa de la independencia de Hispanoamérica? ¿Será cierto que la libertad existe únicamente en el sueño de los hombres?

En la pintura de Friedrich, el destino del individuo parecería abrirse, inconcluso e incierto, a las realizaciones del espíritu del ser. ¿Estaba convencido Bolívar, en cambio, de que poseía un destino manifiesto para liderar la lucha por la libertad de los pueblos americanos? Como si estuviera frente a un imaginario mar de niebla, Bolívar ve hacia las ruinas romanas y medita: «¿Con que este es el pueblo de Rómulo y Numa, de los Gracos y los Horacios, de Augusto y de Nerón, de César y de Bruto, de Tiberio y de Trajano? Aquí todas las grandezas han tenido su tipo y todas las miserias su cuna» (3).[2] ¿Cuál es el arrebato espiritual, tormenta y pasión, que lleva a un individuo a plantearse una tarea épica que requiere la participación de miles de voluntades y la exposición del ideal de la vida ante la realidad de la muerte?

 

            El 15 de agosto de 1805, Simón Bolívar, un viudo de veintidós años frente a su maestro Simón Rodríguez, pasa revista a las realidades políticas de la antigua Roma. El discípulo y el maestro están compenetrados de la cultura de la ilustración, pero ambos vislumbran el espíritu libertario de los nuevos tiempos. Si bien el juramento nos llega a través de la escritura del texto que hace Simón Rodríguez hacia 1850, no hay duda de la existencia del momento ceremonial en sí mismo, pues el propio Bolívar se lo recuerda a su maestro en la carta de Pativilca, de enero de 1824. A fin de cuentas, resulta razonablemente verosímil aceptar el postulado de que Simón Rodríguez es un testigo confiable, que recogió lo esencial de los criterios que expresó Bolívar en aquella ocasión, aunque aceptemos que la escritura del texto del juramento esté impregnada del estilo propio del maestro. 

Bolívar admira lo que la historia le ha enseñado del mundo clásico, pero también es consciente de las limitaciones éticas y políticas de aquel mundo. No se conforma con la herencia cultural que lo ha construido hasta ese momento. Habla desde su educación clásica, embebido del voluntarismo romántico de su espíritu, arrebatado como si fuese un caminante que se detiene, en la cima de una montaña, frente a un mar de niebla para tratar de entender la tormenta y la pasión que bullen en su espíritu. Es el carácter de Bolívar el que se autoimpone un destino heroico, no entendido como un futuro predeterminado sino como la realización de un ideal que el genio alcanzará con la brega apasionada en medio de la tormentosa gesta que habrá de vivir. Su revisión de la historia de Roma es severa y está impregnada de la ética del héroe que percibe desde ese momento de éxtasis el objetivo de su genio:

 

Octavio se disfraza con el manto de la piedad pública para ocultar la suspicacia de su carácter y sus arrebatos sanguinarios; Bruto clava el puñal en el corazón de su protector para reemplazar la tiranía de César con la suya propia; Antonio renuncia los derechos de su gloria para embarcarse en las galeras de una meretriz; sin proyectos de reforma, Sila degüella a sus compatriotas, y Tiberio, sombrío como la noche y depravado como el crimen, divide su tiempo entre la concupiscencia y la matanza. (3)

 

Bolívar posee un espíritu romántico y, por tanto, la misión sagrada que tiene por delante es para él una suerte de imperativo ético. Él se siente en la cima de la montaña y es así como ve con claridad a donde habrá de llegar, atravesando el mar de niebla, más allá del sueño, en vigilia permanente. Él está seguro de que le basta la voluntad de su espíritu apasionado en medio de la tormenta para conseguir aquello que se propone sin que naufrague. Para ello, cada palabra y cada gesto y cada acto debe contribuir a la construcción de la historia del nuevo género humano en contraposición con un mundo viejo que ya no es capaz de realizar el anhelo de libertad. Bolívar condena moralmente al mundo del pasado por su incapacidad para hacer del ser humano un espíritu que viva en libertad y propone al mundo nuevo, ese que él está destinado a guiar, como el espacio donde habrá de realizarse el anhelo de los libres.

 

La civilización que ha soplado del Oriente ha mostrado aquí todas sus faces, ha hecho ver todos sus elementos; mas en cuanto a resolver el gran problema del hombre en libertad, parece que el asunto ha sido desconocido y que el despejo de esa misteriosa incógnita no ha de verificarse sino en el Nuevo Mundo. (4)

 

Bolívar, el héroe, se nos presenta en todo el esplendor de quien empieza la jornada vital e histórica: frente a la naturaleza, en la cima de la montaña, dominando el horizonte, abarcando de una mirada el cielo proyectado al infinito; frente a la historia, inspeccionado las ruinas de una Roma que ya no tiene el esplendor de antaño e interpretándolas como símbolo del paso inexorable del tiempo y de la permanencia de la memoria; frente a su destino, construido con la proclama de su juramento, en el instante de la ensoñación. Se trata de un momento sublime, en el sentido de que toda la racionalidad que acompaña al maestro y al discípulo está siendo desbordada por la emotividad de las palabras. Un instante en que discípulo y maestro se funden con la naturaleza y la visión que, desde el monte Sacro, mira al mundo viejo representada por Roma y sus ruinas:

 

¡Juro delante de usted; juro por el Dios de mis padres; juro por ellos; juro por mi honor, y juro mi Patria, que no daré descanso a mi brazo, ni reposo a mi alma, hasta que haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad el poder español! (4)

 

 El héroe todavía no es un guerrero, pero sabe que deberá asumir tal condición para cumplir con su destino heroico; este hombre joven que jura ante su maestro es todavía un héroe en ciernes, un individuo anónimo que, bañado del esplendor de la naturaleza, se compromete por una causa que habrá de procurarle su sitio en la gloria. Víctor Hugo, hablando de Shakespeare, dijo que «lo propio de los genios de primer orden es que cada uno de ellos produce un ejemplar del hombre».[3]

Embebido del ímpetu romántico, Bolívar, que, en 1825, dirá de sí mismo que es el hombre de las dificultades, utiliza un lenguaje cargado de pasión y fervor libertario en sus escritos políticos. En ellos está presente el carácter del justiciero y la consciencia de un destino con los que el héroe impregnó el «Juramento de Roma». Como el caminante de Friedrich, sobre el monte coronado, Bolívar, desde una de las siete montañas que rodean Roma, domina el paisaje y parecería andar por sobre el mar de niebla para conseguir en lontananza una visualización de su sueño libertario y convertirse así en el genio del siglo.

 

 

«El juramento en el monte Sacro de Roma» es parte del monumental Tríptico (1911), de Tito Salas (1887-1974), que incluye «El paso de los Andes» y «La muerte del Libertador». El tríptico fue instalado con ocasión del centenario de la independencia de Venezuela. Se encuentra en el salón de El Tríptico, en el Palacio Federal Legislativo, en Caracas.



[1] Caspar David Friedrich, Der Wanderer über dem Nebelmeer, óleo sobre lienzo, 74,8 x 98,4 cm, 1818, Museo de Kunsthalle, Hamburgo, Alemania.  

[2] Simón Bolívar, «Juramento de Roma», en Doctrina del Libertador [1976] (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 2009), 3. Los números entre paréntesis indican la página en esta edición. Este artículo es un fragmento editado del capítulo I de Patriotas y amantes. Románticos del siglo XIX en nuestra América (Bogotá: Lumen, 2017).

[3] Víctor Hugo, «Shakespeare» [1864], en Manifiesto romántico (Barcelona: Ediciones Península, 1971), 125.


domingo, septiembre 06, 2015

"Somos un pequeño género humano"


La Carta de Jamaica, fechada en Kingston, el 6 de septiembre de 1815, es un documento fundamental y fundacional para entender la visión de Simón Bolívar —el héroe de formación neoclásica y espíritu romántico—, sobre la inevitable como indispensable independencia de nuestra América[1]. En ella, Bolívar analiza la coyuntura política y, al mismo tiempo, recorre el pasado histórico de la patria que habrá de liberar, y proyecta lo que habrá de ser su futuro.

Bolívar llegó a Jamaica, derrotado y empobrecido, con el ánimo de conseguir la ayuda de Inglaterra para la causa de la Independencia. Estaba empeñado en convencer a los ingleses de que la dominación española atentaba contra sus propios intereses al restringir el desarrollo económico de las colonias y prohibir el comercio con aquellos: “La Europa misma, por miras de sana política, debería haber preparado y ejecutado el proyecto de la independencia americana; no solo porque el equilibrio del mundo así lo exige; sino porque este es el medio legítimo y seguro de adquirirse establecimientos ultramarinos de comercio”.[2]
A pesar de su pertenencia a la aristocracia criolla de Caracas, Bolívar desarrolló un profundo sentimiento antiespañol que se explica en la medida en que el destino del héroe era la liberación de nuestra América. En la Carta de Jamaica, Bolívar da cuenta de una situación espiritual de un sector de la intelectualidad criolla que evidencia, ya en el ámbito de lo personal, el carácter que lo empujaría hacia la gloria, que puede ser entendida como el rechazo de un sector consciente de una clase para con el dominio de su propia clase.

El suceso coronará nuestros esfuerzos porque el destino de la América se ha fijado irrevocablemente; el lazo que unía a la España está cortado; […] más grande es el odio que nos ha inspirado la Península, que el mar que nos separa de ella; menos difícil es unir los dos continentes que reconciliar los espíritus de ambos países.[3]

Estamos, como en 1805, ante un paisaje magnificente. Bolívar hizo su famoso juramento desde una de las colinas que rodean a Roma: contemplando la ciudad desde lo alto, con la mirada atenta que lo abarcaba todo, con el pensamiento crítico sobre la historia que aquella ciudad arrastra por siglos, con la idea encendida de un destino heroico que estuvo dispuesto a asumir con la fuerza de su carácter. Similar al personaje que aparece en “El caminante ante un mar de nubes”, el famoso cuadro de Caspar David Friedrich (1774 – 1840), que se extasía ante lo sublime de la naturaleza; igual que toda alma romántica, Bolívar, sobre uno de las colinas que rodean a Roma, contempla no solo la naturaleza sino también la historia.
En la Carta de Jamaica, la montaña ha cedido su lugar al mar como expresión simbólica de la lucha inmensurable que habrá de emprender, como imagen de la tarea libertaria que el héroe se ha autoimpuesto. El odio, aquí, es un sentimiento político que enmarca la situación subjetiva de la lucha independentista en el ánimo de los criollos que la han emprendido. La Naturaleza, en la imagen del mar, se muestra grandilocuente para representar el estado del espíritu de los patriotas. Bolívar remarca con el símil de un imposible natural la situación irreversible de la lucha contra España. La expresión de odio revela la imposibilidad de la reconciliación con quien se ha definido como el opresor del espíritu libre de los americanos y ya se había expresado en el Decreto de Guerra a Muerte a los españoles y canarios, firmado por Bolívar el 13 de junio de 1813, durante la Campaña Admirable.[4] Desde el monte romano al mar de Jamaica, la naturaleza se funde con el espíritu de Bolívar, tormenta y pasión,[5] el héroe que lucha por la independencia de América como la realización plena de su destino y gloria.
Bolívar expone en la Carta de Jamaica la consciencia del instante en que está viviendo reconociendo la relación conflictiva entre la tradición política heredada de Europa y lo nuevo que ya emerge de la propia realidad americana: “Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias aunque en cierto modo viejo en los usos de la sociedad civil”.[6]
¿De qué se trata ese pequeño género humano? Bolívar es consciente de su condición étnica y de clase; sabe, por lo tanto, que no representa a los indígenas y que, al mismo tiempo, ha roto todo vínculo con España. El pequeño género humano es, en cierta forma, un ser humano nuevo como producto del mestizaje del Nuevo Mundo. El voluntarismo del romántico otra vez se sobrepone, desde la escritura, a las contradicciones y percibe el nacimiento de lo original y novedoso en medio de los males ancestrales. Pero el voluntarismo de Bolívar está, de todas maneras, anclado a un análisis político de la realidad que lo lleva a definir la situación de su ser social con todos sus límites: “…no somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles: en suma, siendo nosotros americanos por nacimiento y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar estos a los del país y mantenernos en él contra la invasión de los invasores”.[7]
Y, más allá de las vicisitudes que describe y vislumbra en la Carta de Jamaica, Bolívar tiene claridad acerca de su sueño político, cuya realización, sin la ayuda de los ingleses y el trabajo unitario de los patriotas, no considera posible en el momento, en que escribe aunque sabe que su coronación sería gloriosa. Esta manera de trabajar las dificultades desde la reflexión teórica, formada en la herencia racionalista, marcada por los ideales que parecen imposibles, bañada de espíritu romántico, que se van ajustando a los resultados de la acción política, convierten a Bolívar en el héroe que supera constantemente las dificultades en pos del destino que se ha marcado desde cuando realizó el Juramento de Roma.
            La Carta de Jamaica es respuesta a una misiva del 29 de agosto que no conocemos hasta hoy, remitida por un habitante jamaiquino llamado Henry Cullen quien, por las citas que hace el mismo Bolívar en la suya, le pide al Libertador que le comente acerca de la conducta de los españoles para con los pueblos indígenas y le requiere, además, que le haga una descripción de la situación política. De ahí que el nombre original del documento sea “Contestación de un americano meridional a un caballero de esta isla”.
La carta fue dictada por Bolívar a su secretario Pedro Briceño Méndez y en ella, el Libertador vio la oportunidad de dirigirse a un público más amplio pues, con el pretexto de responder las inquietudes de Cullen, Bolívar aprovechó para exponer ante cierto sector influyente de la isla sus ideas respecto de la independencia de los pueblos de América del Sur y, sobre todo, reclamar el apoyo de Europa a la causa. No obstante lo dicho, vale precisar que la importancia histórica de la Carta es una construcción posterior al momento de la lucha independentista: fue publicada por primera vez, en inglés, en 1818, y en español, fue parte de una recopilación de documento del Libertador, realizada en 1833.[8]
La Carta comienza señalando la crueldad de la dominación española ejercida contra los pueblos originarios y reivindicado la figura de fray Bartolomé de Las Casas, “el filantrópico obispo de Chiapas”, a quien asume como fuente confiable del testimonio de aquellos sucesos: “Barbaridades que la presente edad ha rechazado como fabulosas, porque parecen superiores a las perversidades humanas; y jamás serán creídas por los críticos modernos si constantes y repetidos documentos no testificasen estas infaustas verdades”.[9]
Más adelante, citando una parte de la carta de Cullen, Bolívar aprovecha para resaltar el trato inhumano que los conquistadores dieron a los gobernantes de los pueblos indígenas. Él hace una comparación del trato recibido por Carlos IV y Fernando VII, luego de que Bonaparte los hubo capturado: “Existe tal diferencia entre la suerte de los reyes españoles y de los reyes americanos, que no admite comparación; los primeros son tratados con dignidad, conservados, y al fin recobran su libertad y trono; mientras que los último sufren tormentos inauditos y los vilipendios más vergonzosos”.[10]
Bolívar plantea asimismo que la dominación española ha mantenido a los ciudadanos de las colonias en una especie de infancia permanente: “Los americanos, en el sistema español que está en vigor, y quizá con mayor fuerza que nunca, no ocupar otro lugar en la sociedad que el de siervos propios para el trabajo, y cuando más, el de simples consumidores”.[11] Es decir que los americanos no habían sido educados por los españoles ni en la administración ni en el gobierno del Estado, ni en el comercio con otras naciones. En este sentido, Bolívar reclama la necesidad de la independencia para salir de esa situación y erigirse con madurez cívica en medio de las naciones del mundo.    
Justamente por esa situación de ciudadanía pueril es que Bolívar se opone a la construcción de la democracia federal para los pueblos de nuestra América y prefiere la constitución de 15 o 17 países. El Libertador conoce las limitaciones del espíritu cívico de los habitantes de nuestra América: “No convengo en el sistema federal entre los populares y representativos, por ser demasiado perfecto y exigir virtudes y talentos políticos muy superiores a los nuestros; por igual razón rehúso la monarquía mixta de aristocracia y democracia, que tanta fortuna y esplendor ha procurado a la Inglaterra”.[12]
A la Carta de Jamaica se la conoce también con el nombre de profética por cuanto en ella Bolívar vislumbra lo que habrá de ser el destino de las naciones una vez independizadas. Así, si bien señala que “La Nueva Granada se unirá con Venezuela” y “esta nación se llamaría Colombia como un tributo de justicia y gratitud al creador de nuestro hemisferio” también intuye que “es muy posible que la Nueva Granada no convenga en el reconocimiento de un gobierno central, porque es en extremo adicta a la federación; y entonces formará, por sí sola, un estado que, si subsiste, podrá ser muy dichoso por sus grandes recursos de todo género”.[13]
Bolívar es consciente de las limitaciones de la realidad política pero, al mismo tiempo, está convencido de lo que anhela conseguir; no obstante, en la Carta de Jamaica, la racionalidad del análisis político supera el voluntarismo romántico y si bien es capaz de exponer su utopía integracionista a Henry Cullen, también señala con claridad las dificultades de llevarla a cabo:

Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería por consiguiente tener un solo Gobierno que confederase los diferentes Estados que hayan de formarse; mas no es posible porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes, dividen a la América.[14]

            Ya al final de la carta, Bolívar apela a la unión como aquello que le falta a los pueblos de América para lograr su independencia total, en medio de las disputas entre conservadores y reformadores. Hay que recordar que, en Jamaica, Bolívar está derrotado luego de haber vencido en la Campaña Admirable, sin recursos luego de pertenecer a una familia de ricos criollos, y a la espera de un permiso para viajar a Inglaterra en pos de apoyo para la causa de la independencia. Y, sin embargo, el destino heroico está por cumplirse guiado por el carácter del patriota: “Yo diré a Vd. Lo que puede ponernos en actitud de expulsar a los españoles y de fundar un gobierno libre: es la unión, ciertamente; mas esta unión no nos vendrá por prodigios divinos sino por efectos sensibles y esfuerzos bien dirigidos”.[15]
Tanto el Juramento de Roma como la Carta de Jamaica, tienen la importancia que la historia de las ideas les ha asignado por cuanto la tarea liberadora que se impuso el héroe, fue realizada como destino. Pero no se trata del destino con sentido místico que se desprende de la tragedia sino del destino como ideal del genio. Bolívar no es el personaje trágico cuya voluntad no cuenta para los dioses que le han impuesto un destino, Bolívar es el individuo que ha señalado para sí un destino que habrá de procurarle la gloria y que sabe, en su fuero íntimo, que para alcanzarlo requiere andar un sendero poblado de dificultades. El destino, en esta acepción, es la realización plena del ideal conseguido con base en la perseverancia, como consecuencia de un carácter superior.[16] La Carta de Jamaica es un testimonio más de que para Bolívar la tarea libertaria autoimpuesta desde la cima de uno de los montes que rodea Roma, en su juramento del 15 de agosto de 1805 ante su maestro Simón Rodríguez, fue un destino por cuyo logro trabajó, desde la perseverancia de su carácter heroico. 


[1] Simón Bolívar, “Carta de Jamaica”, en Doctrina del Libertador [1976], Caracas, Biblioteca Ayacucho, 2009.
[2] Bolívar, ob. cit., p. 71 [énfasis añadido].
[3] Bolívar, ob. cit., p. 67 [énfasis añadido].
[4] Las líneas finales del Decreto, firmado en el Cuartel General de Trujillo (Venezuela), decían: “Españoles y canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de la América. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables”.
[5] El famoso Sturm und Drang, de los románticos alemanes, con Goethe como cabeza visible del movimiento en el mundo (s. XVIII y XIX).
[6] Ibídem, p. 73.
[7] Ibídem, pp. 73 – 74.
[8] La carta fue traducida al inglés el 20 de septiembre de 1815 y está fechada en Falmouth, donde residía Cullen. En 1945, el investigador colombiano Guillermo Hernández de Alba encontró este manuscrito en el Archivo Nacional de Colombia y es conocido como el Manuscrito de Bogotá. El historiador ecuatoriano Amílcar Varela descubrió en 1996 un ejemplar de la Carta en español, en el archivo histórico del Banco Central, en el Fondo Jijón, cuya autenticidad fue determinada en 2014. El Parlamento Andino y la Embajada de Ecuador en Colombia, de manera conjunta, organizaron el pasado viernes 4 de septiembre una seminario con la presencia de Jorge Núñez Sánchez e Inés Quintero, presidentes de las academias de Historia de Ecuador y Venezuela, respectivamente; así como con la participación de Juan Camilo Rodríguez, presidente de la Colombia, quien, aunque no pudo estar, envió su texto. Asimismo, participamos el historiador Amílcar Varela y yo, que soy el editor de la edición facsimilar y bilingüe de la Carta de Jamaica, del Parlamento y de la Embajada, cuya portada reproducimos en la ilustración de esta entrada del blog, que es un resumen de la presentación que hago de la Carta para esta edición. Agradezco al senador Luis Fernando Duque, presidente del Parlamento, y a Eduardo Chiliquinga, secretario general, por el entusiasmo y apoyo para la realización del seminario y el libro.
[9] Bolívar, ob. cit., p. 67.
[10] Ibídem, p. 72.
[11] Bolívar, ob. cit., p. 75.
[12] Ibídem, p. 79.
[13] Ibídem, pp. 82 y 83.
[14] Ibídem, p. 84 [énfasis añadido].
[15] Ibídem, p. 86.
[16] En su conocido artículo “Destino y carácter”, Walter Benjamin puntualiza: “Como en Nietzsche cuando dice: ‘Quien tiene carácter tiene también una experiencia que siempre vuelve.’ Ello significa: si uno tiene carácter, su destino es esencialmente constante. Lo cual a su vez significa —y esta consecuencia ha sido tomada de los estoicos— que no tiene destino” (Ensayos escogidos, Buenos Aires, Editorial Sur, 1967, p. 132).