José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, julio 08, 2024

«A orillas de un relato» o la angustia por el absurdo de la vida

           


La narradora protagonista, en el marco de un experimento en UAPEC (Universo Apto para Estudios Científicos) es torturada y no conoce los motivos que la han llevado a esa situación; sus inquisidores le exigen respuesta a una pregunta que no formulan con lo que la torturada es víctima de la violencia del absurdo: «Cuando les dije todo lo que me era posible, pude sentir su derrota. Yo había quedado vacía y era consciente de mi oquedad, con un cuerpo que no sentía propio y que dolía. Ellos estaban agotados y con su pregunta irresoluta» (161).[1]  Este vaciamiento es lo que llena el texto que leemos. A orillas de un relato, de Carolina Andrade, es una novela narrada, con la fluidez que da oficio, desde el diván de la analista por una mujer que intenta construir el relato de su vivencia en un experimento montado como un reality, que se convierte en una alegoría existencial atravesada por el dolor.

Andrade, que ha perfeccionado su manejo del humor y la ironía, retoma algunos temas de sus cuentarios anteriores como la puesta en escena de los dramas cotidianos, pero, esta vez, en clave de reality; la violencia que configura la sociedad, presentada ahora como un absurdo estructural, la construcción de la verdad como un problema narrativo, con un desdoblamiento de la narradora en la referencia a una amiga escritora y las diversas maneras que tenemos para dar la cara al duelo y la muerte, acompañada de un saber mayor sobre el horror provocado por el ser humano. En esta novela, Andrade provee a los elementos señalados de una nueva mirada y, con una prosa precisa y muy cuidada, engarza aquellos temas en medio de un develamiento del absurdo existencial y el dolor que atraviesa el cuerpo de los seres humanos. El cuerpo es frágil, propenso al dolor, sostenido por el absurdo del mundo, y, al final, a pesar de todos nuestros ornamentos, nos damos cuenta de que: «…lo que hay son huesos, sangre y carne con vida y que la vida es una energía que desplegamos en el tiempo a través de los cuerpos… y ya. Nada más» (121).

Al inicio de la novela, la protagonista reflexiona sobre la intensidad de lo que nos duele en el cuerpo: «Todo dolor exige un buen relato» (13). Y ese relato es el que, desde el diván de la analista, la protagonista construirá en forma de un monólogo impecable, convirtiendo a sus lecturantes en esa misma analista que escucha su experiencia existencial transformada en narrativa. El relato es una puesta en escena de un experimento vivencial que es, al mismo tiempo, la metáfora luminosa sobre el escenario de la vida. En la novela, la vida es presentada como un fingimiento permanente, como una actuación en la que somos protagonistas con el acompañamiento de seis personajes (¿en busca de autor?) que representan diversos aspectos de nuestras relaciones. Al mismo tiempo, en ese escenario experimental —concebido como un reality— todos «somos extras en las historias protagonizadas por otros» (150).    

            La vida carece de instrucciones y en ella vamos sobreviviendo. Junto a la protagonista narradora reconocemos que sobrevivimos al dolor en la experiencia vital; vivimos el absurdo de una puesta en escena improvisada y es así como nuestra existencia deviene ritual en el que continuamente improvisamos. Por ello, decimos que la vida no tiene planteamiento, nudo y desenlace; la vida carece de la estructura de un relato porque sucede sin más; por esto, la narradora concluye: «Y es que he entendido que el relato nunca tomará forma» (167). Carolina Andrade, que conoce el oficio, logra, en tanto autora, que su personaje la sugiera como la amiga escritora, en una suerte de desdoblamiento y proyección de la protagonista: es necesario narrar el dolor vital y convertirlo —o, al menos, intentarlo— en literatura, de tal forma que la analista, cuyo discurso es tácito, somos quienes estamos leyendo la novela. De ahí que, el monólogo transformado en escritura es aquello que se encuentra a orillas de un relato: «… traté de reconciliarme con la escritora [¿que soy yo: C.A.?] y armar una historia, pero, como hemos experimentado, esto tampoco ha sido muy exitoso» (170)

Desde la contemplación de la existencia como una aventura, desarrollada mediante una puesta en escena, descubrimos el retrato de una sociedad líquida que amontona seres humanos impregnados de un individualismo y una soledad radicales. En medio de esa sociedad líquida, la protagonista se da cuenta de lo fútil que es la búsqueda, fracasada de antemano, de la palabra que permita decir, nominar, responsabilizarnos de lo que creado por aquella. Por ello, concluye: «Y aquí va la teoría que sustenta mis últimas decisiones: hay que respetar los silencios» (170).

A orillas de un relato, de Carolina Andrade, estremece a sus lecturantes porque es una novela tremenda que, por estar signada con la angustia del fracaso de la existencia a causa del absurdo en el que se encuentra inmersa la experiencia humana, se convierte en una lección sobre la sapiencia de vivir.



[1] Carolina Andrade, A orillas de un relato (Guayaquil: b@ez.editor.es, 2024), 161. Los números entre paréntesis indican la página de la cita en esta edición.


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