José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, julio 15, 2024

«La vorágine», de José Eustasio Rivera: un centenario que aún clama por la selva

Un supuesto Arturo Cova en las barrancas de Guaracú, en el Putumayo. La foto apareció en la cuarta edición de La vorágine y se dice que fue tomada por la madona Zoraida Ayram, personaje de la novela que, de alguna manera, personifica la selva.

            «Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia» (7).[1] Con esta sentencia antológica que anuncia el destino trágico de Arturo Cova y que, lamentablemente, ha marcado una parte de la historia de Colombia en el siglo veinte, se abre la centenaria novela La vorágine (1924), de José Eustasio Rivera (Rivera, antes San Mateo, en el Huila, 1888 – New York, 1928). Se ha dicho que La vorágine es la gran novela de la selva, del descubrimiento del territorio colombiano y su geografía de abandono, y, también, que es un testimonio de la violenta explotación a la que las empresas caucheras sometieron a los pueblos del Putumayo. Pero, antes que nada, La vorágine es dueña de un poderoso lenguaje poético y tremendista que tiene la fuerza implacable de lo que está escrito con verdad histórica.  

 

            Rivera utiliza la clásica estrategia del manuscrito hallado que transita de un lado a otro. Él presenta la novela como si fuesen los manuscritos de Arturo Cova que le han sido entregados por Clemente Silva, un cauchero amigo de Cova, a quien este se los confió. Rivera, asimismo, se los está remitiendo para su publicación a un ministro de Colombia, con una nota en la que, entre cosas, le dice: «En estas páginas respeté el estilo y hasta las incorrecciones del infortunado escritor, subrayando únicamente los provincialismos de más carácter» (3). Ese estilo combina, en la escritura de ese machista neurasténico que es Arturo Cova, el lirismo asombrado del poeta con la rotundez del realismo descarnado con el que nos cuenta los hechos. Un americanismo cargado de violencia envuelve la narración que usa tono de denuncia (en el sentido del yo acuso: la realidad es expuesta con crudeza), acompañado de elementos documentales. La tesitura tremendista atraviesa la novela, como sucede, por ejemplo, con la muerte de Barrera, el hombre de la Casa Arana que es el instrumento para la esclavización de los nativos del Putumayo. Cova pelea contra Barrera, cuerpo a cuerpo, y lo empuja hacia las aguas del río Yurubaxí:

 

¡Entonces descoyuntado por la fatiga, presencié el espectáculo más terrible, más pavoroso, más detestable: millones de caribes acudieron sobre el herido, entre un temblor de aletas y centelleos, y aunque él manoteaba y se defendía, lo descarnaron en un segundo, arrancando la pulpa a cada mordisco, con la celeridad de pollada hambrienta que le quita granos a una mazorca. (200)

 

Asimismo, La vorágine documenta, con la claridad veraz de la crónica, la explotación y violencia criminal que perpetró la Casa Arana en el Putumayo, en la primera década del siglo veinte. Es conocido que Rivera investigó in situ, toda vez que vivió en la región como miembro de la comisión oficial para establecer los límites de Colombia con Brasil y Venezuela (noviembre, 1922 – octubre, 1923). En la historia de comienzo del siglo veinte, de Colombia, luego vendrá la masacre de las bananeras (1928) cuya memoria ha perpetuado la literatura en La casa grande (1962), de Álvaro Cepeda Samudio (1926-1972), y en Cien años de soledad (1967), de Gabriel García Márquez (1927-2014, premio Nobel 1982), en un episodio singular de realismo social de una novela signada por su realismo mágico y maravilloso. En el «Informe de la comisión colombiana de límites con Venezuela», Rivera caracterizó la explotación de las caucheras a los pueblos originarios y a los colonos del Putumayo:

 

Mucho hay que decir al respecto de las relaciones anormales de los patronos con los trabajadores. Es un hecho que con los segundos se realiza hoy un comercio de esclavitud, disfrazado pero real. Para demostrarlo, basta aludir a la manera como se hace el enganche: el patrón los adquiere adelantándoles chucherías a cuenta de trabajo futuro, con recargos que a veces pasa del quinientos por ciento, y luego los obligan a trabajar donde les parezca para resarcirse del desembolso, cosa que no sucede nunca, pues siempre tiene el cuidado de que le estén debiendo. Otra forma de adquisición de personal consiste en el traspaso que un empresario hace a otro de sus trabajadores vendiéndole las cuentas de éstos aumentadas con una prima más o menos considerable, y sin que los hombres objeto de este tráfico sean siquiera consultados previamente ni conozcan las nuevas condiciones en que los adquiere el nuevo dueño.[2]

 

Uno de los casos de la ficción novelesca que revela el carácter criminal de la explotación cauchera, es la historia del mosiú asesinado, un personaje tangencial de la novela, que Clemente Silva relata a Arturo Cova y sus compañeros. Se sabe que el naturalista francés Eugene Robuchon, miembro de la Sociedad Geográfica de París, llegó al Putumayo contratado por la Casa Arana para adelantar una exploración geográfica y etnográfica que documentara la supuesta epopeya progresista de la empresa. Robuchon, en cambio, al ser testigo del trato inhumano que recibían los trabajadores, retrató los crímenes contra la población indígena. El personaje del mosiú, que así se llama en la novela, tiene por modelo a Robuchon, que desapareció en el Putumayo, y, aunque nunca se llegó a comprobar que fuera asesinado, los rumores, bastante bien fundados, señalaron como responsable de su desaparición a los capataces de la Casa Arana:

 

Momentos después, el árbol y yo perpetuamos en la Kodak nuestras heridas, que vertieron para igual amo distintos jugos: siringa y sangre.

De allí en adelante, el lente fotográfico se dio a funcionar entre las peonadas, reproduciendo fases de la tortura, sin tregua ni disimulo, abochornando a los capataces […] fotografiando mutilaciones y cicatrices. “Estos crímenes, que avergüenzan a la especie humana —solía decirme—, deben ser conocidos en todo el mundo [… el francés se queda en la selva y envía a Silva con mensajes, pero este es descubierto por los matones de la cauchera]

El Culebrón se puso en marcha con cuatro hombres, a llevar la respuesta, según decía.

¡El infeliz francés no salió jamás! (123 y 124).

 

Un supuesto Clemente Silva, uno de los caucheros que protagoniza la novela.

            Se dice que La vorágine es la novela de la selva, concebida como un espacio que, por su magnificencia y voracidad, convierte al ser humano en una especie animal de conductas amorales y consigue que afloren en él sus pasiones primitivas: «…la selva trastorna al hombre, desarrollándole los instintos más inhumanos: la crueldad invade las almas como intrincado espino, y la codicia quema como fiebre. El ansia de riqueza convalece al cuerpo ya desfallecido, y el olor del caucho produce la locura de los millones» (109). En la novela hay una desromantización de la naturaleza amazónica que está alejada de cualquier posibilidad idílica: «¿Cuál es aquí la poesía de los retiros, ¿dónde están las mariposas que parecen flores traslúcidas, los pájaros mágicos, el arroyo cantor? ¡Pobre fantasía de los poetas que solo conocen las soledades domesticadas!» (142). Así, Rivera destruyó las imágenes románticas y modernistas del exotismo al referirse a la selva, con lo que se alejó del costumbrismo y el folkor, y se instaló en un realismo tremendista con el que dio cuenta de la urgencia de entender la geografía y el territorio de una Colombia que buscaba su forma y su definición, en el marco de la ausencia estatal que permitió la violencia y la explotación cauchera:

 

¡Nada de ruiseñores enamorados, nada de jardín versallesco, nada de panoramas sentimentales! Aquí, los responsos de sapos hidrópicos, las malezas de cerros misántropos, los rebalses de caños podridos. Aquí la parásita afrodisíaca que llena el suelo de abejas muertas; la diversidad de flores inmundas que se contraen con sexuales palpitaciones y su olor pegajoso emborracha como una droga; la liana maligna cuya pelusa enceguece los animales; la pringamosa que inflama la piel, la pepa del curujú que parece irisado globo y solo contiene ceniza cáustica, la uva purgante, el corozo amargo. (142)

 

Arturo Cova, que ha huido de la estrechez de espíritu y la ley de la ciudad hacia la supuesta libertad de la aventura en la selva, tiene consciencia de la gravedad e importancia de lo que ha escrito, pues la selva lo ha transformado y trastornado: todo vestigio idílico, al final del viaje, ha desaparecido para dar paso a una condición de crueldad sin límites que se expresa en la explotación del ser humano. Cuando encarga sus papeles para que se los den a Clemente Silva, le suplica en una nota: «Cuide mucho esos manuscritos y póngalos en mano del Cónsul. Son la historia nuestra, la desolada historia de los caucheros. ¡Cuánta página en blanco, cuánta cosa que no se dijo!» (201). Ya con los manuscritos en su poder, en el «Epílogo», el autor Rivera vuelve a dirigirse al ministro y da cuenta de la suerte de Arturo Cova y sus compañeros:

 

«Hace cinco meses búscalos en vano Clemente Silva.

»Ni rastro de ellos.

»¡Los devoró la selva!» (203)

           

La selva los ha devorado, pero, antes, la huida de lo que se considera la civilización los convirtió en desarraigados de sí mismos, la violencia inmisericorde de los propietarios de las caucheras los redujo a una condición infrahumana, y la palabra literaria de La vorágine, de José Eustasio Rivera, dignificó su memoria. Cien años más tarde, los pueblos originarios, los Arturo Cova, las Alicia y los Clemente Silva de siempre, así como la selva herida que sobrevive a la devastación de la colonización capitalista claman, en la vida y en la literatura, por un mundo posible de convivencia ecológica.

 


[1] José Eustasio Rivera, La vorágine [1924], prólogo y cronología Juan Loveluck (Caracas: Biblioteca Ayacucho, # 4, 1985), 7. Los números entre paréntesis indican la página de la cita en esta edición.

[2] Felipe Restrepo David, «El viaje de Rivera 1922-1923: antecede de La vorágine», Diario de paz Colombia. Lecturas para pensar el país, acceso 12 de julio de 2024, https://diariodepaz.com/2020/02/01/el-viaje-de-rivera-1922-1923-antecedente-de-la-voragine/


lunes, junio 10, 2024

FIL-Quito 2024: un espacio público y diverso para la ciudadanía lectora

            ¿Hay algo más patético que escuchar las lamentaciones y reclamos de una persona que escribe por no haber sido invitada a una feria de libro? No es obligación de ninguna feria de libro invitar a cada persona que escribe en el paisito, aparte de que es un imposible práctico. En una feria de libro no hay nadie imprescindible, aunque las amistades tuiteras se pregunten por qué no invitaron a fulana o a mengano. Yo mismo podría, sin mucho esfuerzo, elaborar una lista de gente que escribe y que, con más mérito que el de quienes se quejan, no ha sido invitada; pero es claro que las invitaciones dependen, entre otros factores, de la institución que organiza la feria, de la curadoría, de las editoriales que participan, de la disponibilidad de la agenda de las personas que escriben y, aunque parezca obvio decirlo, también del presupuesto. Además, existe una prensa que desconoce la deontología del periodismo y que funciona como la policía fascista y cuelga el sambenito inquisitorial de correísta a quienes son —como si ser de una tendencia política fuese un delito— y a quienes no, con tal de construir una narrativa criminalizadora, tal como hicieron los nazis con los judíos. En este marco ideológico, la FILQuito 2024 no ha estado exenta de los ataques de algunos políticos de derecha y sus aliados mediáticos, cuyas mentiras ya fueron refutadas y su bajeza puesta en evidencia. Contra los ataques y las quejas, los hechos. La lista de participantes y el programa de la FIL-Quito 2024 demuestran que el evento tiene pluralidad ideológica, escritoras y escritores de primer orden y una agenda pensada en la comunidad lectora. No voy a caer en la estulticia de enlistar a escritoras y escritores según su afinidad política e ideológica, pero sí señalaré que quienes fueron invitados están en el programa de la feria para hablar de literatura y leer poesía: por supuesto que lo harán desde su particular forma de entender el mundo porque nadie carece de ideología y en esa libertad de decir reside el debate democrático. Lo que sí resaltaré es la presencia de Colombia como país invitado y una delegación muy representativa de su hacer literario. Entre los invitados colombianos destacaré la presencia de Piedad Bonnett, a quien recientemente le ha sido entregado el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, en su XXIII edición, uno de los galardones más importantes de la lengua española. En una entrevista, a propósito del premio, Bonnett ha dicho: «La literatura está para mover las emociones y para movilizar las ideas».[1]  Hay varios invitados de otras latitudes cuyos nombres registran una obra literaria destacada como Mario Montalbetti y Gabriela Wiener (Perú), Mario Bellatin (México), Fernanda Frías (Uruguay), y Gabriela Cabezón Cámara (Argentina), entre otros. También están invitados ecuatorianos que viven en el extranjero como María Fernanda Ampuero, en España, y Huilo Ruales, en Francia, para citar solo dos nombres; o que viven en ciudades que no son la capital como Yuliana Ortiz, Roy Sigüenza, María de los Ángeles Martínez, Juan Carlos Morales, Andrea Crespo, Ernesto Torres Terán, Solange Rodríguez Pappe, Jeovanny Benavides, María Paulina Briones y Hans Behr, entre muchos más. Además, la curaduría ha logrado equilibrio de género en la programación de los aproximadamente300 eventos de la feria y aunque falta una mayor representación regional, el mapa literario del país, en general, está presente. Incidentes que tienen que ver con la cultura de la cancelación o con la sobrerrepresentación de una u otra tendencia política fueron tratados con tino por la organización de la feria. Finalmente, el reto de una feria de libro inclusiva es que en ella participen ángeles y demonios: cada persona escogerá a quien y qué escuchar y se formará su criterio sobre lo que escucha. Adicionalmente, la agenda aborda una gran variedad de temáticas y dedica espacios importantes a la mediación lectora para públicos infantiles y juveniles y talleres de creación. Asimismo, la feria rinde homenaje al centenario de La vorágine, del colombiano José Eustasio Rivera (Neiva, 1888 – New York, 1928), novela que marcó la narrativa regional y que, hoy día, nos permite entender de mejor manera la lucha por la supervivencia de la Amazonia. La frase última de la novela, «¡Los devoró la selva!», referida al protagonista Arturo Cova y sus compañeros, es apoteósica por su valor simbólico en la historia de la confrontación del ser humano con la naturaleza y por la metáfora que envuelve el final de una tendencia literaria. Valeria Coronel, actual secretaria de Cultura del Municipio de Quito,[2] con criterio y mesura señaló: «La Feria del Libro no es una pasarela de artistas sino el cumplimento de un derecho de la ciudadanía […] hicimos una apuesta por preservar el espacio público y no dar cabida a la intolerancia que afecta a la sociedad». Ahora bien, una feria no hace milagros por el libro, sino que refleja el nivel de la industria editorial y el nivel de la actividad lectora del país y la ciudad. No hace milagros, pero los provoca: lo fundamental es que la FIL-Quito 2024 sea un espacio público y diverso al que la ciudadanía lectora de la capital debe hacer suyo y disfrutarlo.



[1] Acerca del libro más conocido de Bonnett y el diálogo con la exposición Embozalados y autorretratos, de su hijo Daniel Segura Bonnett, escribí hace diez años en este blog la entrada «El único acto de la vida sin atenuantes es el suicidio»: «La poeta Piedad Bonnett, su madre, expone su espíritu doliente con el pudor de la confesión en Lo que no tiene nombre (Alfaguara, 2013), testimonio de un duelo, escrito con el estremecimiento de una palabra honda, auténtica y trágicamente bella. La escritura es también otra manera de sobrellevar una pérdida».

[2] Valeria Coronel es Ph.D. por el Departamento de Historia de la Universidad de Nueva York (NYU, 2011) y magíster en Historia Andina por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, sede Ecuador. Ha sido profesora titular en la Universidad Javeriana de Colombia (1996-2000), investigadora invitada en la Universidad de Massachussets (2019) y la Universidad de Köln (2015) y la Universidad de Guadalajara (2020). Fue vicerrectora general académica de la FLACSO-Ecuador 2016-2018 y co-directora del laboratorio de investigación sobre regulación y desregulación de la riqueza en América Latina, CALAS, sede central México 2020-2022. Sus publicaciones abordan la contienda sociopolítica republicana, los partidos políticos con énfasis en la configuración de corrientes democráticas de raigambre popular. Estudia el republicanismo democrático, las izquierdas y los orígenes del Estado de previsión social en la crisis de entreguerras siglo XX.


sábado, septiembre 11, 2021

"Piel de ébano", de Marco T. Robayo: esclavismo y amor en la Cartagena de finales del siglo XVIII

           


En Cartagena de Indias, el jueves 9 de febrero de 1792, el esclavo Joseph es castigado con veinte azotes en la espalda por su amo don Gonzalo de Ulloa. Joseph había intentado violar a Manuela, esclava de Ulloa, una quinceañera a la que todos consideran como la favorita del amo. El mercader español Gonzalo de Ulloa ha perdido su fortuna, estafado por su socio, José de Baltasar. De Ulloa, luego de pagar las deudas con la mercancía que le quedaba, vender casi todos sus bienes y subastar la mitad de sus esclavos, se ha mudado a una modesta vivienda con María Catalina, su mujer, y los cinco esclavos que aún le quedaban. La vida del mercader, su esposa y la esclava es narrada como un fresco de la América colonial y esclavista. Piel de ébano, de Marco T. Robayo, es una amena novela histórica que revela una rigurosa investigación sobre la vida cotidiana de la Cartagena de finales del siglo XVIII, denuncia los horrores de la esclavitud y resalta la lucha de las mujeres por su liberación en la sociedad colonial, en el marco de la vida de una mulata que lucha por ser libre y encontrar el amor.

            La novela está atravesada por la historia de Manuela, una esclava mulata que desciende de Paula de Eguiluz, esclava negra juzgada por la Inquisición tres veces bajo la acusación de brujería, en el siglo XVII. El personaje de Manuela es el de una mujer rebelde que no se doblega frente a las desventuras que le toca vivir. Ella «sabe que para ser libre debe saber un oficio y esa actividad, que ubica a negras, mulatas, solteras y viudas como artesanas en la sociedad cartagenera, es una ocupación honorable que le permitiría pagar su manumisión y vivir con dignidad en el futuro» (20). Manuela convierte la costura en un oficio que le permite mantenerse y, cuando obtiene su libertad, instala una modistería que será el espacio de ejercicio de su libertad. En medio de las vicisitudes del trabajo, Manuela conoce a Alejandro. Ambos protagonizan una historia de amor que tiene los elementos rocambolescos de una época en la que las esperas por el ser amado son desafíos para la permanencia del amor.

            Los horrores de la esclavitud se cuentan en la novela no solo con aquella tanda de azotes que Gonzalo de Ulloa propina a Joseph como castigo, sino con la mera descripción de la condición misma de la esclavitud. La crueldad de los amos hacia sus esclavos despoja a los negros de su condición humana, no solo por el maltrato físico sino porque el trato diario lleva en sí mismo la naturalización de la aberrante condición de servidumbre. La amenaza de la venta como una forma de castigo por parte del amo, el castigo cruel cuando el esclavo intenta escapar, el desprecio social a todo aquel que no sea blanco español o criollo, son elementos que están presentes a lo largo de la novela. Pero, al mismo tiempo, las mujeres esclavas, Dominga y Melchora, encarnan la resistencia de los esclavos a través del mantenimiento del mundo propio y sus prácticas culturales.

           

Marco T. Robayo (Bogotá, 1961)

En la novela de Robayo encontramos el resultado de un prolijo trabajo de investigación histórica. La descripción de la vida cotidiana de la ciudad de Cartagena, de las conductas sociales y la irrupción de personajes históricos en medio de la ficción, logran la construcción de un mundo cargado de historia. Primeramente, la novela construye el marco de las intrigas en la corte española, el papel de la Inquisición en América y logra ensartar a sus personajes en los hilos de aquellas. Así, la ejecución de Félix Fernando Martínez es consignada según el expediente del Archivo General de Indias (145). En segundo lugar, el autor introduce las conversaciones de los protagonistas sobre la rebelión de los comuneros del Socorro, en Santander, comandados por Manuela Beltrán; la presencia de Antonio Nariño como un personaje que participa tangencialmente de la historia de la novela y los avatares que vivían los mercaderes españoles envueltos en los riesgos que les deparaba la inestable fortuna. Finalmente, el autor retrata la vida de la ciudad colonial signada por el afán de lucro, la insalubridad y los prejuicios sociales.

            Marco T. Robayo es un narrador de prosa fluida y manejo medido de la intriga. Quien empiece a leer Piel de ébano querrá continuar su lectura sin tregua para enterarse de las vicisitudes de Manuela y su voluntad de vivir dignamente, en libertad y con amor.


lunes, septiembre 28, 2020

Abad Faciolince: Memorial de la violencia en Colombia

Paisaje de Jericó, Antioquia, Colombia (Foto de Héctor Abad Faciolince, 2012)

            Desde la firma de la paz en Colombia, el 24 de noviembre de 2016, hasta marzo de 2020, han sido asesinados 424 líderes sociales, según informe de El Espectador basado en datos de «Somos defensores»:[1] en este reportaje constan el nombre de la víctima, la fecha del asesinato, el lugar y el tipo de liderazgo que ejercía: líder comunitario de la Junta de Acción Comunal, líder indígena de la comunidad, líder que hacía parte de la mesa de víctimas, líder juvenil de las comunidades afrodescendientes, líder sindical, etc. Esta violencia institucional está retratada en El olvido que seremos (2006), de Héctor Abad Faciolince, así como en su novela La Oculta (2014), e incluso en parte de sus diarios, publicados como Lo que fue presente (2019).

           

El 25 de agosto de 1987, al terminar el día, Héctor Abad Gómez, médico salubrista y defensor de los derechos humanos, fue asesinado en Medellín. El olvido que seremos, Héctor Abad Faciolince, hijo de Abad Gómez, nace de la necesidad de procesar un duelo y su escritura es un estremecedor testimonio de la vida de su padre, del pensamiento y la lucha de este, así como del marco histórico de la violencia en que se fraguó este crimen y el de otros defensores de los derechos humanos en aquel año.

            El olvido que seremos es un testimonio narrado en primera persona que retrata, en primer lugar, la vida de un hombre bueno y querido, un maestro no solo de medicina sino de ética, un ser humano que se entregó a la defensa de la vida y a la lucha en procura del bienestar de la colectividad: «Al final de sus días acabó diciendo que su ideología era un híbrido: cristiano en religión, por la figura amable de Jesús y su evidente inclinación por los más débiles; marxista en economía, porque detestaba la explotación económica y los abusos infames de los capitalistas; y liberal en política, porque no soportaba la falta de libertad y tampoco las dictaduras, ni siquiera la del proletariado…»[2].

            Además, es un libro que contextualiza los efectos de la violencia histórica y el miedo social y personal frente a esta: hacia el final, todo apunta a Carlos Castaño como el culpable del asesinato: este jefe paramilitar que decía dedicarse a «anularles el cerebro», a quienes consideraba subversivos o aliados de los subversivos, «confiesa que mató a Pedro Luis Valencia, una semana antes que a mi papá, con ayuda de inteligencia del Estado; después, admite que mató a Luis Felipe Vélez, en el mismo sitio y en el mismo día en que mataron a mi papá»[3]. Y, a pesar del horror, también es un libro que habla del amor de un padre por su hijo y del hijo por su padre: «El niño, yo, amaba al señor, su padre, sobre todas las cosas. Lo amaba más que a Dios. Un día tuve que escoger entre Dios y mi papá y escogí a mi papá»[4].

           

Un retrato de esta violencia institucionalizada también se encuentra en La Oculta, que es una novela narrada a base de los tres monólogos enhebrados de los hermanos Antonio, Eva y Pilar, que construyen la nostalgia familiar simbolizada por la finca levantada en Jericó, Antioquia. Ellos defienden esta heredad, en medio del conflicto armado, contra la arremetida de los paramilitares que actúan en contubernio con el ejército, contra la crueldad de la guerrilla, que secuestra al hijo mayor de Pilar, y contra la codicia de otros finqueros y mineros aliados de la AUC[5]. La novela, narrada con un lenguaje coloquial que envuelve a quien lee en el drama de cada personaje, es una metáfora del conflicto entre tradición y modernidad, de lo que significa en términos históricos y políticos el desplazamiento, así como la urbanización de amplias zonas rurales. Al mismo tiempo, a través de los documentos que investiga Antonio, es la reconstrucción de la historia fundacional de un pueblo antioqueño y la ratificación de una tradición que habla de los ancestros judíos en los tiempos originales de Antioquia.

            Los diarios, de 1985 a 2006, publicados con el título de Lo que fue presente (2019) son una memoria sobre el aprendizaje vivencial y la aventura amorosa, las lecturas literarias de su formación, las dificultades para ser escritor, la presencia siempre luminosa del padre asesinado y sus enseñanzas, así como la presencia de la violencia de Colombia en la vida cotidiana. Tengo, no obstante, mis reparos a la publicación de los diarios en vida: más allá del acto de sinceridad que significa el desnudarse públicamente, hay sucesos y opiniones que causan dolor a las demás personas que obraron en privado sin que imaginaran que sus actos se convertirían en material público. No obstante, hay que señalar que el diario de Abad Faciolince está escrito desde la derrota en muchos planos, y esto es lo que los vuelve interesantes: él no se presenta como un héroe, sino como un antihéroe, villano en ocasiones, un ser humano cargado de la culpa judeocristiana, temeroso, cobarde a veces. Sus diarios tienen mucho del espíritu de las confesiones y su prosa limpia contribuye al interés de quien lee.

           

El diario finaliza el 8 de septiembre de 2006 comentando una llamada de Gabriel Iriarte que, entonces, era editor de Planeta, y que, habiendo terminado de leer el manuscrito de El olvido que seremos le dice que el libro le ha gustado muchísimo; «que es un libro bello, conmovedor, que lo sacudió como lector y como colombiano», pero que, como editor, «tiene una única observación: debe quitar la palabra “hijueputa” para definir al cardenal»[6]. El adjetivo se debía a que el cardenal López Trujillo, luego de haberle recomendado, en un programa radial, resignación cristiana a Maryluz, le hija mayor del médico asesinado, le prohibió al párroco de la iglesia de Santa Teresita que se oficiara la misa de difuntos en memoria de Héctor Abad Gómez por cuanto éste se había declarado ateo y nunca iba a misa.[7]

            Entrevisté a Héctor Abad Faciolince el 24 de septiembre a las 20h00, en el marco de la Feria Internacional del Libro, de Guayaquil, en un acto organizado por la librería Mr. Books y hablamos sobre estos libros. El tema de la violencia en Colombia atravesó nuestra plática porque es un tema que atraviesa la obra del autor y la historia de su país. El propio Abad recordó que, a las 08h30 de la mañana de ese mismo jueves, en la carretera que conduce a Miranda, en el límite entre el Cauca y sur del Valle, Juliana Giraldo, mujer trans de 38 años, había sido asesinada por un soldado del ejército colombiano. La violencia institucionalizada en Colombia, tristemente, es una existencia cotidiana de la que Héctor Abad Faciolince da testimonio en su escritura para que no seamos olvido.

 

Carta a una sombra (Daniela Abad y Miguel Salazar, 2015, 73' 40". Documental completo)

 

La de estribo:

 

            Carta a una sombra (2015) es un documental de Daniela Abad y Miguel Salazar basada en El olvido que seremos. Su título proviene de una frase de Abad Faciolince: «Es una de las paradojas más tristes de mi vida: casi todo lo que he escrito lo he escrito para alguien que no puede leerme, y ese mismo libro no es otra cosa que la carta a una sombra»[8]. El documental está narrado con un lenguaje visual cargado de sutileza; tiene una narración que, desde lo evocativo, nos ubica en una memoria presente; su ritmo permite la reflexión sobre las ideas de Abad Gómez; trabaja el testimonio familiar con la distancia necesaria que demanda el género, aunque en ciertos momentos caiga en la minuciosidad íntima de la familia; y utiliza tomas de archivo que contribuyen, de manera pertinente, a la verdad del relato.

            Días antes de que lo asesinaran, Héctor Abad Gómez dice: «No he querido nunca la violencia. No he propiciado nunca la violencia. No me ha gustado nunca la violencia. Yo soy médico, quiero la vida, quiero la salud y, por lo tanto, los derechos humanos que son a la libertad, a la justicia y a la paz». Abrir con esta declaración de Abad Gómez define el planteamiento del documental. Daniela Abad y Miguel Salazar han construido la narración alrededor del pensamiento de Héctor Abad Gómez, su lucha social y su vida familiar en el marco de la violencia institucional de Colombia.

            Un documental estremecedor que, justamente por respeto a la vida, invita a continuar con la lucha de Héctor Abad Gómez, en el mismo sentido en que él lo dijera días antes de ser asesinado: «Yo creo que hay que ser valiente, yo creo que uno debe afrontar la vida como es y debe decir la verdad cueste lo que cueste».



[1] «Estos son los líderes asesinados desde la firma del acuerdo del paz, El Espectador, 13 de junio de 2020, https://www.elespectador.com/colombia2020/pais/estos-son-los-lideres-asesinados-desde-la-firma-del-acuerdo-de-paz/

[2] Héctor Abad Faciolince, El olvido que seremos (Bogotá: Editorial Planeta, 2006), 49.

[3] Abad Faciolince, El olvido…, 268.

[4] Abad Faciolince, El olvido…, 11.

[5] Autodefensas Unidas de Colombia: organización paramilitar de extrema derecha liderada por Carlos Castaño, Vicente Castaño y Salvatore Mancuso.

[6] Héctor Abad Faciolince, Lo que fue presente (Bogotá: Alfaguara, 2019), 610.

[7] Abad Faciolince, El olvido…, 175-176.

[8] Abad Faciolince, El olvido…, 22.


domingo, agosto 18, 2019

Somos luces abismales, de Carolina Sanín: meditaciones poéticas desde lo cotidiano

Del FB de Me Gusta Leer Colombia

Meditaciones acerca de la existencia del ser humano, no desde la abstracción del ser, sino desde la mirada poética y filosófica sobre la vida concreta, esa que nos vuelve parte de una naturaleza que compartimos con otros seres vivos.
Empecemos con el nombre de la autora. En la meditación “Nombres y ríos”, de Somos luces abismales, el punto de partida es un hecho, aparentemente superficial: Carolina Sanín descubre que ella se ha convertido en el nombre por descifrar de un crucigrama en El Espectador, bajo la pista: “Sanín, escritora”. Yo digo “Carolina Sanín”, y estoy diciendo: «Es autora de varios libros. Leí su novela Los niños (2014) y me provocó un estremecimiento intenso: esa búsqueda del origen, de la infancia perdida, del horror que provoca aquello que altera lo cotidiano; y ese lenguaje sutil, sustantivo, sugerente siempre. Y es una tuitera que trina con solvencia crítica y soberbio desparpajo».
            A partir de esa presencia en el crucigrama, la autora indaga sobre su nombre, sobre su abuelo Felipe, a quien le envía una carta que termina diciendo: «En lugar de quemar los nombres de las cosas con las que aún quiero que estés, los mando por agua con el lector, que no sé si sea el mensajero, o si sea, él mismo, ese otro lado donde me figuro que me lees».
En la primera meditación, “El sosiego”, la voz autoral convierte en interlocutora a su perra, a la que nomina Ánima, aunque en realidad se llama Dalia, que, realmente, es Ánima, y así... «Arriba, a la izquierda, está esculpido san Dionisio. Me digo que ese hombre, que lleva sobre el pecho su cabeza, es mi patrón: el polo al que me mueve la necesidad; lo que nunca he podido ser (¿o a lo mejor he podido por un instante?). Mi santo: lo ajeno a mis acciones. Mi antípoda. Mi realidad». Caminamos con la autora en su viaje a Nuestra Señora de París.
Sanín se pregunta sobre la escritura, sobre el lugar del ser. «Todo está en otra parte», dice. «Uno escribe para saber dónde está. Porque se da cuenta de que nunca sabe dónde está». En este libro, la espiritualidad siempre está presente.
Pasemos a “Un potro”. «Los animales nos hacemos visibles en el desamparo: somos luces abismales. (Luces abismales: hay una caída larga que es una herida en la tierra, y abajo, entre la bruma, en el fondo —quién sabe si sea el fondo—, brilla una luz pequeña y firme, que concentra. Entonces la bajada es un camino y uno cae para remontarla haciéndose, bajo la luz, visible)». El potro y nosotros, somos animales a los que nos ven en nuestro desamparo.
“Nidos y tumbas”: las palomas, aunque parezca obvio, son seres vivos, dueñas de una vida que merece respeto: «Las palomas son corazones de polvo inventados por hombres de gran poder, que ya no están y que no nos conocieron; las hicieron para metérselas dentro del pecho como corazones de varios ritmos». Ver una paloma que muere y hacerle un rito funerario. Parecería una nueva mirada sobre sucesos cotidianos: la vida y la muerte de un ser vivo, siempre dignificadas.

Con Carolina Sanín (Bogotá, 1973), en el MAAC, Guayaquil, luego de la presentación de Somos luces abismales, el 30 de mayo de 2019.
“El pesebre” es una meditación sobre la muerte. Sobre la muerte de una amiga querida. Nuevamente, Sanín parte de la observación de un suceso: «Los muertos acompañan a los muertos en el paso de este año al siguiente». Y nos da una crónica con meditación sobre un viaje. El pesebre en el que se detiene es el de la iglesia de la Compañía de Jesús, en Quito.
El penúltimo capítulo se titulada “Las Pléyades”. «¿Una palabra está en una oración como una piedra en el pavimento del camino, o está en la oración recorriéndola, como una pierda recorre el camino?». De ahí, Sanín pasa a lo que se llama “parálisis del sueño”, ese estado transitorio entre el sueño y la vigilia en el que la personas está impedida de cualquier movimiento y que genera una angustia profunda. Sanín lo narra como una historia de horror. Un verso de William Blake acompaña esta meditación: «Pues todo lo que vive es santo».
El libro finaliza con el texto poético “Composición con héroe”, que devela otra forma de decir, de encender las luces que somos, desde el fondo de nuestra íntima sima; otra manera de alumbrar las sombras que llevamos con nosotros.
Somos luces abismales, de Carolina Sanín, es una bella y lúcida meditación poética sobre lo cotidiano, que es iluminado por el asombro; este azoramiento es provocado por una mirada de inteligente sensibilidad, de sensible inteligencia.

Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, el 16.08.19