Al finalizar la última versión de En agosto nos vemos, el 5 de julio de 2004, Gabriel García Márquez, cuya memoria comenzaba a deteriorarse por causa del cáncer y el Alzheimer, y a extraviarse en el camino sin retorno de la demencia, sentenció, según sus herederos: «Este libro no sirve. Hay que destruirlo». La novelina, entonces, quedó inédita, pero en el natalicio del escritor, este seis de marzo, los herederos de García Márquez la publicaron bajo la invocación de que anteponían el placer de los lectores antes que cualquier otra consideración y que, tal vez, la terminante opinión del escritor sobre su obra se debía al deterioro de sus facultades mentales. A pesar de la excusa de los herederos, la publicación de En agosto nos vemos es, más que un hito literario, una jugada del mercado editorial que se alimenta de los restos de la literatura de un escritor genial. La novelina es un texto muy menor en el conjunto de la obra de García Márquez tanto en el tratamiento de los temas del amor, la soledad y la vejez como en el uso de los recursos de una escritura de frase envolvente, adjetivación asombrosa y ritmo trepidante. Ana Magdalena Bach es una mujer de 46 años, con un matrimonio feliz, que todos los años, el 16 de agosto, visita la tumba de su madre en una isla y, durante cada estadía, vive una aventura amorosa que la llena de una sensación de libertad plena y remordimientos. Ayer domingo, he leído esta novelina con el gusto de estar ante un relato cautivante, escrito con la maestría que da el oficio, y con el disgusto de darme cuenta, a cada momento, de un fraseo ya manido y cierta cursilería de un García Márquez que se imita a sí mismo y se muestra superficial y condescendiente en el tratamiento de su personaje femenino. He empezado la lectura de En agosto nos vemos con la esperanza de descubrir una obra que me deslumbre con algo nuevo, pero la he terminado con el sabor agridulce que da el disfrute de una historia bien contada, con destellos de una expresión brillante y la desilusión de encontrarme con un estilo convertido en manierismo. Algunas personas que leemos somos como la Ana Magdalena Bach de la novelina, que «detestaba los libros de moda y sabía que el tiempo no le alcanzaba para ponerse al día». Ni los herederos necesitan más dinero ni García Márquez necesita más obra, y quienes leemos, por placer y oficio, no necesitamos celebrar al escritor con una obra menor. No es que, en abstracto, el libro no sirva y habría sido mejor destruirlo. Lo que sucede es que cualquier escritor, no se diga alguien como García Márquez, tiene el derecho a decidir que no vale la pena publicar un texto, tras el ejercicio autocrítico del creador, porque estima que no añade nada nuevo ni mejor al conjunto de su obra.
José María y Corina lo habían conversado en alguna de su tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, marzo 11, 2024
«En agosto nos vemos»: un García Márquez menor
Al finalizar la última versión de En agosto nos vemos, el 5 de julio de 2004, Gabriel García Márquez, cuya memoria comenzaba a deteriorarse por causa del cáncer y el Alzheimer, y a extraviarse en el camino sin retorno de la demencia, sentenció, según sus herederos: «Este libro no sirve. Hay que destruirlo». La novelina, entonces, quedó inédita, pero en el natalicio del escritor, este seis de marzo, los herederos de García Márquez la publicaron bajo la invocación de que anteponían el placer de los lectores antes que cualquier otra consideración y que, tal vez, la terminante opinión del escritor sobre su obra se debía al deterioro de sus facultades mentales. A pesar de la excusa de los herederos, la publicación de En agosto nos vemos es, más que un hito literario, una jugada del mercado editorial que se alimenta de los restos de la literatura de un escritor genial. La novelina es un texto muy menor en el conjunto de la obra de García Márquez tanto en el tratamiento de los temas del amor, la soledad y la vejez como en el uso de los recursos de una escritura de frase envolvente, adjetivación asombrosa y ritmo trepidante. Ana Magdalena Bach es una mujer de 46 años, con un matrimonio feliz, que todos los años, el 16 de agosto, visita la tumba de su madre en una isla y, durante cada estadía, vive una aventura amorosa que la llena de una sensación de libertad plena y remordimientos. Ayer domingo, he leído esta novelina con el gusto de estar ante un relato cautivante, escrito con la maestría que da el oficio, y con el disgusto de darme cuenta, a cada momento, de un fraseo ya manido y cierta cursilería de un García Márquez que se imita a sí mismo y se muestra superficial y condescendiente en el tratamiento de su personaje femenino. He empezado la lectura de En agosto nos vemos con la esperanza de descubrir una obra que me deslumbre con algo nuevo, pero la he terminado con el sabor agridulce que da el disfrute de una historia bien contada, con destellos de una expresión brillante y la desilusión de encontrarme con un estilo convertido en manierismo. Algunas personas que leemos somos como la Ana Magdalena Bach de la novelina, que «detestaba los libros de moda y sabía que el tiempo no le alcanzaba para ponerse al día». Ni los herederos necesitan más dinero ni García Márquez necesita más obra, y quienes leemos, por placer y oficio, no necesitamos celebrar al escritor con una obra menor. No es que, en abstracto, el libro no sirva y habría sido mejor destruirlo. Lo que sucede es que cualquier escritor, no se diga alguien como García Márquez, tiene el derecho a decidir que no vale la pena publicar un texto, tras el ejercicio autocrítico del creador, porque estima que no añade nada nuevo ni mejor al conjunto de su obra.
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Microensayo
viernes, marzo 01, 2019
La vida convertida en literatura bajo un hálito de magia
García Márquez, 1927. |
Vivir para contarla (2002) es un autobiografía de lectura placentera
pues, por la belleza de la palabra, los detalles de la vida del escritor se
convierten en materia literaria y la narración en una historia que dialoga
textualmente con la obra del autor. El libro se abre cuando García Márquez
acompaña a Luisa Santiaga, su madre, a vender la casa de Aracataca, el sábado
18 de febrero de 1950, y los recuerdos de su infancia se aglutinan durante el
viaje como la epifanía que iluminará su mundo literario. «El tren hizo una
parada en una estación sin pueblo, y poco después pasó frente a la única finca
bananera del camino que tenía el hombre escrito en el portal: Macondo. Esta palabra me había llamado
la atención desde los primeros viajes con mi abuelo, pero sólo de adulto
descubrí que me gustaba su resonancia poética».
En aquel viaje a la semilla,
a sus 23 años, García Márquez confiesa que cuando llegó al pueblo se vio a sí
mismo y a su madre «tal como vi de niño a la madre y a la hermana del ladrón
que María Consuegra había matado de un tiro una semana antes, cuando trataba de
forzar la puerta de su casa». El martes de la semana siguiente, a la hora de la
siesta, mientras jugaba a los trompos con Luis Carmelo Correa, su más antiguo
amigo, contempló a una mujer de luto que caminaba junto a una niña de doce
años. «Eran la madre y la hermana menor del ladrón muerto, que llevaban flores
para la tumba». Así ocurre en «La siesta del martes» (1962), donde la señora
Consuegra está transformada en Rebeca, encerrada para el mundo, años después de
la misteriosa muerte de José Arcadio Buendía, su esposo. La experiencia vital
como referente realista de una novela caracterizada por la invención mágica.
García Márquez cuenta
que su abuelo, el coronel Nicolás Márquez, veterano liberal de la Guerra de los
mil días, esperó su jubilación hasta la muerte. Igual que en El coronel no tiene quien le escriba
(1958). El mismo coronel, que hacía pescaditos de oro, tuvo que salir de
Barrancas luego de matar, en duelo de honor, a Medardo Pacheco. Cumplió condena
en Riohacha y luego en Santa Marta, para finalmente, llegar a Aracataca. «Tú no
sabes lo que pesa un muerto». Es el peso que lleva José Arcadio Buendía luego
de matar a Prudencio Aguilar.
La genialidad de la escritura
es lo que transforma la memoria de aquel niño, que observó el mundo de su casa
con los ojos abiertos y de mirada intensa del primer Aureliano, en literatura.
Publicado en Cartón Piedra, suplemento cultural de El Telégrafo, 01.03.19
martes, mayo 30, 2017
Mamar gallo es un asunto personal y del poder queda muy poco. (A propósito del cincuentenario de Cien años de soledad)
Abajo a la derecha, la edición príncipe de Cien años de soledad. Exposición en el Parlamento Andino. |
José Luis Díaz-Granados y Gustavo Tatis. |
Hace poco más de un mes, releí por enésima vez
la novela, a propósito de una mesa redonda, en Bogotá, sobre los “50 años de Cien años de soledad”, el 28 de abril, a la que fui
invitado por el Parlamento Andino. En ella participé junto a los poetas colombianos José Luis Díaz-Granados y Gustavo Tatis Guerra. Fue una mezcla de ese
indescriptible placer que proporciona la relectura de un clásico y la ansiedad
de preparar una conferencia sobre un texto del que casi no puede decirse algo
nuevo. En esta ocasión, sentí la novela como si transitara en medio de la algarabía
de una parranda de vallenatos y, al día siguiente, me levantara, hediendo a
anís, con el guayabo del aguardientico.
Es conocida la relación que García Márquez tenía
con gente que ejerce o ha ejercido el poder político: basta señalar que era
amigo de Fidel, Torrijos, Clinton y Belisario Betancur. O intuir que si coronel
Aureliano Buendía hubiese ganado las guerras que perdió, habría sido muy
parecido al dictador de El otoño del
patriarca. Tal vez por piedad hacia su personaje, el coronel, que “promovió
treinta y dos levantamientos armados y los perdió todos”, termina convertido en
un artesano que hace pescaditos de oro y que al morir “metió la cabeza entre
los hombros, como un pollito, y se quedó inmóvil con la frente apoyada en el
tronco del castaño.” (p. 305)Pero, el desasosiego mayor que provoca toda lucha por el poder es que se encuentra atravesada por la incapacidad para amar, por esa aridez que hace de la razón de Estado un dogma de fe: “«Cuídate el corazón, Aureliano», le decía entonces el coronel Gerineldo Márquez. «Te estás pudriendo vivo».” (193) Esa sublimación de la superioridad de la idea de la revolución es lo que lleva al coronel Aureliano Buendía a ordenar el fusilamiento de su compadre, el general José Raquel Moncada y pretender que ese acto político y definitivo en contra de un ser humano sea endosado a una entelequia y no a quien lo ejecuta: “—Recuerda, compadre —le dijo—, que no te fusilo yo. Te fusila la revolución.” Hasta aquí una versión literaria de la razón de Estado, pero, en este punto, lo que vuelve subversivo, y tan lleno de resonancias éticas, al texto literario es la respuesta lacónica que da Moncada al coronel: “—Vete a la mierda, compadre —replicó.” (186)
Al final, los excesos de la lucha y los del
ejercicio de la autoridad hacen del líder una deidad a la que nadie puede
acercársele pues está protegido por un círculo de tres metros de diámetro y rodeado
de áulicos dispuestos a todo por complacerlo: “Sus órdenes se cumplían antes de
ser impartidas, aun antes de que él las concibiera, y siempre llegaban mucho
más lejos de donde él se hubiera atrevido a hacerlas llegar.” (195) Pasa en
todos los procesos por puros que estos se autoproclamen; fatalmente, para
desilusión de los optimistas de la política, pasa siempre.
Lo peor de todo es que, en el laberinto del
poder en el que el coronel termina atrapado, el general Moncada le hace ver,
antes de ser fusilado, con aire de filosófica resignación: “«Lo que me preocupa
—agregó— es que de tanto odiar a los militares, de tanto combatirlos, de tanto
pensar en ellos, has terminado por ser igual a ellos. Y no hay un ideal en la
vida que merezca tanta abyección».” (187)
Edición conmemorativa de Cien años de soledad, 2007. |
En la primera descripción que el narrador de la
novela hace del coronel está la síntesis anecdótica de lo que serán las vicisitudes
del personaje pero también la síntesis conceptual del desencanto que, al final
de la jornada, provoca la lucha política puesto que del poder queda muy poco: “Lo
único que quedó de todo eso fue una calle con su nombre en Macondo”. (125)
Esta visión desencantada tiene su contrapunto
festivo en el mamagallismo de los dos últimos capítulos cuando deja expuesto la
desacralización de la literatura en función de lo lúdico. El propio García
Márquez se introduce en la ficción junto a sus amigos Álvaro Cepeda Samudio,
Alfonso Fuenmayor, y Germán Vargas. Los cuatro, junto con Aureliano Babilonia,
serán los asiduos contertulios del sabio catalán. A Aureliano, que se tomaba
muy en serio sus lecturas, “no se le había ocurrido pensar hasta entonces que
la literatura fuera el mejor juguete que se había inventado para burlarse de la
gente, como lo demostró Álvaro en una noche de parranda”. (440)
Esta concepción, dicharachera y mamagallista, contrasta
con la mitificación que hace el sabio catalán cuando, regresando a su aldea
natal, se desata en improperios contra los inspectores del ferrocarril que quisieron
impedir que los tres cajones de libros que llevaba consigo lo acompañaran en el
vagón de pasajeros: “«El mundo habrá acabado de joderse —dijo entonces— el día
en que los hombres viajen en primera clase y la literatura en el vagón de carga».”
(453) Ese sabio catalán ficcionaliza a Ramón Vinyes, el tutor literario de lo que
podría llamarse “el grupo de Barranquilla”, esos cuatro amigos que se van de
Macondo, siguiendo el consejo de aquel.
Pero el mamar gallo va más allá. Gabriel y
Aureliano, se sintieron más cercanos, pues ambos eran nietos de dos coroneles
liberales: el coronel Gerineldo Márquez y el coronel Aureliano Buendía. Esa
cercanía hace que Aureliano Babilonia le encargue a Nigromanta que atienda a
Gabriel, a quien “le anotaba las cuentas con rayitas verticales detrás de la
puerta, en los pocos espacios disponibles que habían dejado las deudas de
Aureliano.” (442) Comparten simbólicamente, un personaje de ficción y su autor,
la herencia del desastre de la guerra y las formas románticas del amor
mercenario.
Mercedes Barcha. La Habana, 1985. Foto de Raúl Vallejo. |
En esta parte de la novela, aparece también
Mercedes, “la boticaria silenciosa”, (Mercedes Barcha, esposa de García
Márquez). Aureliano es quien ayuda a Gabriel a llenar los formularios para un
concurso cuyo premio era un viaje a París, y, casi siempre, ambos hacían esta
tarea “entre los pomos de loza y el aire de valeriana de la única botica que
quedaba en Macondo, donde vivía Mercedes, la sigilosa novia de Gabriel.” (456)
Asimismo, Amaranta Úrsula anhela tener “tener dos hijos indómitos que se
llamaran Rodrigo y Gonzalo…” (432), que es el nombre de los hijos de García
Márquez y Mercedes. Guiños, juegos para hacer de la literatura un espacio lúdico
en donde se pueden entremeter los hechos de la realidad cotidiana del escritor entre
las líneas ficción.
Dummy de GGM, en La Cueva, Barranquilla |
Como buen mamagallista, García Márquez se describe
a sí mismo, en una foto de postal de su partida hacia París, como un aventurero
ligero de equipaje: “El pueblo había llegado a tales extremos de inactividad,
que cuando Gabriel ganó el concurso y se fue a París con dos mudas de ropa, un
par de zapatos y las obras completas de
Rabelais, tuvo que hacer señas al maquinista para que el tren se detuviera
a recogerlo.” (456, énfasis añadido). Años más tarde, en una entrevista, diría
que nombrar a Rabelais fue una cáscara de banano que algunos críticos pisaron y
que los llevó a decir que la desmesura de algunos personajes de la novela se
debía a la “influencia” de Rabelais en la formación literaria del autor.
Parecería que mamar gallo es un asunto personal
de la gente del Caribe colombiano, y que no hay que tomarse tan a pecho los
alcances de la literatura ni a sus autores; pero también que tras ese halo de
cumbiamba desaprensiva se esparcen verdades tan profundas que confirman la
condición efímera de todo poder. Esta relectura reciente de Cien años de soledad me hizo sentir la
tristeza y la desolación en medio de la parranda.
García Márquez, Gabriel, Cien años de soledad. Bogotá, Real Academia Española / Asociación de Academias de la Lengua Española. Edición Commemorativa, 2007. 614 pp.
García Márquez, Gabriel, Cien años de soledad. Bogotá, Real Academia Española / Asociación de Academias de la Lengua Española. Edición Commemorativa, 2007. 614 pp.
jueves, abril 17, 2014
La muerte y su ritual maravilloso
En La Cueva, en Barraquilla, 24 de julio de 2012. |
Existen, además, dos memorables
momentos de muerte en Cien años de soledad. El uno, es la muerte de José
Arcadio Buendía, el fundador de Macondo. Una mañana, Úrsula ve acercarse a Cataure,
el hermano de Visitación que había huido de la peste del insomnio, quien le
dice: “He venido al sepelio del rey”. Entonces entran a la habitación de José
Arcadio, pero él ya se había quedado para siempre junto a Prudencio Aguilar, en
un cuarto intermedio, creyendo que se trataba del cuarto real. “Poco después,
cuando el carpintero le tomaba las medidas para el ataúd, vieron a través de la
ventana que estaba cayendo una llovizna de minúsculas flores amarillas. Cayeron
toda la noche sobre el pueblo en una tormenta silenciosa, y cubrieron los
techos y atascaron las puertas, y sofocaron a los animales que durmieron a la
intemperie. Tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron
tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y
rastrillos para que pudiera pasar el entierro.” (p. 125)
La otra muerte, por supuesto, es
la del coronel Aureliano Buendía. Cuenta García Márquez que, durante la
escritura de la novela, no se atrevía a matar al personaje hasta que una tarde
pensó: “Ahora sí se jodió”. Y dice que subió temblando al segundo piso, donde
estaba su mujer, Mercedes Barcha: “Supo lo que había ocurrido cuando me vio la
cara. ‘Ya se murió el Coronel’, dijo. Me acosté en la cama y duré llorando dos
horas.” (El olor de la guayaba, conversaciones con Plinio Apuleyo
Mendoza, Bogotá, La Oveja Negra, 1982, p. 34). Esa tarde había llegado el circo
a Macondo y el coronel vio pasar una mujer vestido de oro sobre un elefante, un
dromedario triste, un oso bailarín, payasos haciendo maromas. Cuando terminó el
desfile circense, el coronel se dio cuenta de su miserable soledad. “Entonces
fue al castaño, pensando en el circo, y mientras orinaba trató de seguir
pensando en el circo, pero ya no encontró el recuerdo. Metió la cabeza entre
los hombros, como un pollito, y se quedó inmóvil con la frente apoyada en el
tronco del castaño.” (p. 229)
En Cien años de soledad la
muerte está desdramatizada y es narrada como otro acontecimiento más de la vida;
cuando se trata de los personajes queridos del autor, esa muerte está enmarcada
en una ceremonia de lo real maravilloso que conmociona al lector.
He visto en
los periódicos la foto de García Márquez en las afueras de su casa en México
DF, con un ramo de rosas amarillas, el 6 de marzo de 2013, en su cumpleaños 86:
es la imagen celebratoria de quien vivió durante sus últimos años atormentado
por la peste del olvido que asoló a Macondo, y que será para la vida el
escritor que transformó el lenguaje de nuestras letras y recuperó para la
memoria de nuestra América las historias de esa realidad mágica y maravillosa de
la que somos conscientes gracia a él.
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