José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, julio 29, 2024

Los placeres de la investigación


           Experimento un profundo placer en el momento en que descubro algún elemento de la investigación en la que estoy trabajando y que no conocía. Es el placer de quitarle un velo más a mi monumental ignorancia; el placer de comprobar lo que intuía, en términos interpretativos, o de acercarme a aquello cuya existencia solo conocía por los libros. A veces, la carrera universitaria y los congresos académicos convierten a la investigación y su escritura, dada la obligatoriedad y mecanización, en una tediosa tarea para ascender en el escalafón; pero, si investigamos con vocación en campos que nos apasionen, el escalafón no será un instrumento temido sino un efecto de algo que hacemos con afecto. Investigar es indagar la validez de una idea para que no quede en el desván de las ocurrencias; es también encender algo de luz sobre el objeto que aguarda por nuestra mirada; y, sin duda, es disfrutar de los hallazgos culturales a plenitud.

            Cuando investigaba para mi tesis doctoral algunos textos de Simón Bolívar me satisfizo enormemente el haberme topado con una versión temprana de «Mi delirio sobre el Chimborazo» que se encontraba en un libro de 1830: Documentos relativos a la vida pública del Libertador de Colombia y del Perú Simón Bolívar para servir a la historia de la independencia de Suramérica, tomo vigésimo primero (Caracas: Imprenta de G. F. Devisme, 1830). El ejemplar del libro que encontré fue digitalizado por la Biblioteca de la Universidad de Harvard y catalogado el 12 de marzo de 1892. En las páginas 243 y 244, las últimas antes del índice, estaba ese texto de prosa lírica sobre el que publiqué una entrada en este blog «200 años de “Mi delirio sobre el Chimborazo”: acción y estado del alma del héroe romántico». Un libro de 1830, el año de la muerte de Bolívar, me entregó el documento preciado: una versión primera de la prosa lírica de un guerrero con los elementos neoclásicos y el alma romántica de un poeta. El placer de experimentar el delirio del guerrero poeta.

            Antes de investigar sobre su obra, Jorge Isaacs era solo el autor de María (1867) y, con ello, más que suficiente para su sitio en nuestra historia literaria. No obstante, durante la investigación, descubrí facetas que me lo revelaron como un intelectual paradigmático de lo que fueron los románticos de nuestra América en el siglo diecinueve. A medida que leía sobre él, lo descubría como poeta y dramaturgo; como el Superintendente de Educación Pública del Estado del Cauca que defendió los principios de la educación laica de la Constitución de 1863; como el guerrero que participó victorioso en la batalla de los Chancos, el 31 de agosto de 1876; como aquel que encabezó un golpe de Estado y se proclamó Jefe Civil y Militar del Estado de Antioquia, entre el 30 de enero y el 6 de marzo de 1880, cuyo testimonio quedó en La revolución radical en Antioquia (1880); como el secretario-explorador de la segunda misión corográfica de Colombia que nos legó Estudios sobre las tribus indígenas del Estado del Magdalena (1886); como el que tuvo que vender las propiedades familiares para cancelar las deudas de un padre ludópata y padeció estrechez económica por siempre. Por eso, cuando me topé con una estampilla de Correos de Colombia que lo celebraba como uno de los «Pioneros del petróleo», por haber descubierto las hulleras de Aracataca y Fundación, en el occidente del Magdalena, no pude menos que disfrutar del hallazgo que ahora comparto con ustedes. El placer de compartir vida intensa de un poeta.

          ¿Qué otros elementos me han provocado un enorme placer cuando me topé con ellos? En abril de 2018, visité la Biblioteca del Congreso, en Washington D.C. días antes de que empezara a dictar un curso monográfico sobre el Quijote en el pregrado de la Universidad de las Artes, de Guayaquil. En dicha visita, viví mi encuentro con un ejemplar de la edición príncipe de la obra central de nuestro canon y, al hojear sus páginas y leer en voz alta el párrafo inicial y el soneto con el diálogo entre Babieca y Rocinante sentí esa exaltación de los sentidos ante lo sublime sobre la que escribieron los románticos. El placer de ojear el libro fundacional de una tradición literaria de más de cuatrocientos años y sentir que, por un instante, he tocado el mismo objeto que tuvieron en sus manos quienes disfrutaron de la lectura del Quijote en el siglo XVII. El placer de tocar un talismán literario.

Una emoción similar, atenuada por la cercanía en el tiempo, la tuve cuando, en una visita dominical al Museo Nacional de Colombia, en Bogotá, me topé con el liqui-liqui que utilizó Gabriel García Márquez para recibir el premio Nobel, en 1982. En una entrevista para Televisa, semanas antes de la ceremonia, GGM había dicho: «El traje obligatorio es el frac, pero en la Academia Sueca aceptan que los hindúes vayan con su traje nacional. Yo estoy dispuesto a demostrar que la guayabera es el traje nacional del Caribe y que tengo el derecho de ir vestido así. Con tal de no ponerme frac, soy capaz de aguantar el frío». Al día siguiente usaría el frac, superando la pava, en una cena con el rey de Suecia, pero en la ceremonia de entrega del premio estableció una seña de identidad continental. Pues, ahí estaba exhibido, en una vitrina del museo, el traje con el que GGM, con un gesto identitario, reforzó simbólicamente el sentido político de su discurso «La soledad de América Latina». El placer que provoca la cercanía de ciertos artefactos culturales que son, al mismo tiempo, hitos históricos

            La hemeroteca de El Telégrafo, que está en la Biblioteca de las Artes, en Guayaquil, es un sitio que me conecta con la vida de la ciudad y me lleva a cada momento de su historia como si estuviera leyendo el periódico del día siguiente de los sucesos. En sus páginas revisé algunas crónicas de Medardo Ángel Silva, las noticias alrededor de su muerte y, emocionado, me topé con la publicación de su novelina María Jesús, que apareció en cuatro entregas, del domingo 26 al miércoles 29 de enero de 1919. La página del diario estaba carcomida por el tiempo, pero conservaba el espíritu de aquella novelina modernista del amor romántico, que, meses después, provocó un flirteo epistolar entre el poeta y una incógnita lectora. El placer de encontrar un documento de nuestra tradición literaria.

La alegría de toparse con un libro, un documento o un objeto cultural es una de las motivaciones que, para mí, hace de la investigación un trabajo placentero. Es como si exprimiera la vivencia de un momento del pasado más allá de la realidad del tiempo y aquello provocase ese instante luminoso de la emoción excelsa, igual que cuando al contemplar las cataratas del Niágara experimenté en mí aquel sublime terror que se siente al leer el poema de José María Heredia: «[…] Niágara undoso, / tu sublime terror solo podría / tomarme el don divino, que ensañada / me robó del dolor la mano impía».

 

 
(11 de julio de 2024)

lunes, marzo 11, 2024

«En agosto nos vemos»: un García Márquez menor


            Al finalizar la última versión de En agosto nos vemos, el 5 de julio de 2004, Gabriel García Márquez, cuya memoria comenzaba a deteriorarse por causa del cáncer y el Alzheimer, y a extraviarse en el camino sin retorno de la demencia, sentenció, según sus herederos: «Este libro no sirve. Hay que destruirlo». La novelina, entonces, quedó inédita, pero en el natalicio del escritor, este seis de marzo, los herederos de García Márquez la publicaron bajo la invocación de que anteponían el placer de los lectores antes que cualquier otra consideración y que, tal vez, la terminante opinión del escritor sobre su obra se debía al deterioro de sus facultades mentales. A pesar de la excusa de los herederos, la publicación de En agosto nos vemos es, más que un hito literario, una jugada del mercado editorial que se alimenta de los restos de la literatura de un escritor genial. La novelina es un texto muy menor en el conjunto de la obra de García Márquez tanto en el tratamiento de los temas del amor, la soledad y la vejez como en el uso de los recursos de una escritura de frase envolvente, adjetivación asombrosa y ritmo trepidante. Ana Magdalena Bach es una mujer de 46 años, con un matrimonio feliz, que todos los años, el 16 de agosto, visita la tumba de su madre en una isla y, durante cada estadía, vive una aventura amorosa que la llena de una sensación de libertad plena y remordimientos. Ayer domingo, he leído esta novelina con el gusto de estar ante un relato cautivante, escrito con la maestría que da el oficio, y con el disgusto de darme cuenta, a cada momento, de un fraseo ya manido y cierta cursilería de un García Márquez que se imita a sí mismo y se muestra superficial y condescendiente en el tratamiento de su personaje femenino. He empezado la lectura de En agosto nos vemos con la esperanza de descubrir una obra que me deslumbre con algo nuevo, pero la he terminado con el sabor agridulce que da el disfrute de una historia bien contada, con destellos de una expresión brillante y la desilusión de encontrarme con un estilo convertido en manierismo. Algunas personas que leemos somos como la Ana Magdalena Bach de la novelina, que «detestaba los libros de moda y sabía que el tiempo no le alcanzaba para ponerse al día». Ni los herederos necesitan más dinero ni García Márquez necesita más obra, y quienes leemos, por placer y oficio, no necesitamos celebrar al escritor con una obra menor. No es que, en abstracto, el libro no sirva y habría sido mejor destruirlo. Lo que sucede es que cualquier escritor, no se diga alguien como García Márquez, tiene el derecho a decidir que no vale la pena publicar un texto, tras el ejercicio autocrítico del creador, porque estima que no añade nada nuevo ni mejor al conjunto de su obra.

viernes, marzo 01, 2019

La vida convertida en literatura bajo un hálito de magia


           
García Márquez, 1927.
Úrsula
Iguarán, como Gabriel García Márquez, «amaneció muerta el Jueves Santo». Cien años de soledad apareció cien años después que María, de Jorge Isaacs, la novela paradigmática del romanticismo del siglo diecinueve. Isaacs y García Márquez murieron el 17 de abril. Estas casualidades, más propias de la vida que de la literatura, contribuyen al mito de un García Márquez imbuido en la maravilla de las mariposas amarillas. Pero no todo es casualidad: él ha construido una mitología que saquea episodios de su vida para su transformación en literatura.
            Vivir para contarla (2002) es un autobiografía de lectura placentera pues, por la belleza de la palabra, los detalles de la vida del escritor se convierten en materia literaria y la narración en una historia que dialoga textualmente con la obra del autor. El libro se abre cuando García Márquez acompaña a Luisa Santiaga, su madre, a vender la casa de Aracataca, el sábado 18 de febrero de 1950, y los recuerdos de su infancia se aglutinan durante el viaje como la epifanía que iluminará su mundo literario. «El tren hizo una parada en una estación sin pueblo, y poco después pasó frente a la única finca bananera del camino que tenía el hombre escrito en el portal: Macondo. Esta palabra me había llamado la atención desde los primeros viajes con mi abuelo, pero sólo de adulto descubrí que me gustaba su resonancia poética».
            En aquel viaje a la semilla, a sus 23 años, García Márquez confiesa que cuando llegó al pueblo se vio a sí mismo y a su madre «tal como vi de niño a la madre y a la hermana del ladrón que María Consuegra había matado de un tiro una semana antes, cuando trataba de forzar la puerta de su casa». El martes de la semana siguiente, a la hora de la siesta, mientras jugaba a los trompos con Luis Carmelo Correa, su más antiguo amigo, contempló a una mujer de luto que caminaba junto a una niña de doce años. «Eran la madre y la hermana menor del ladrón muerto, que llevaban flores para la tumba». Así ocurre en «La siesta del martes» (1962), donde la señora Consuegra está transformada en Rebeca, encerrada para el mundo, años después de la misteriosa muerte de José Arcadio Buendía, su esposo. La experiencia vital como referente realista de una novela caracterizada por la invención mágica.

            García Márquez cuenta que su abuelo, el coronel Nicolás Márquez, veterano liberal de la Guerra de los mil días, esperó su jubilación hasta la muerte. Igual que en El coronel no tiene quien le escriba (1958). El mismo coronel, que hacía pescaditos de oro, tuvo que salir de Barrancas luego de matar, en duelo de honor, a Medardo Pacheco. Cumplió condena en Riohacha y luego en Santa Marta, para finalmente, llegar a Aracataca. «Tú no sabes lo que pesa un muerto». Es el peso que lleva José Arcadio Buendía luego de matar a Prudencio Aguilar.
            La genialidad de la escritura es lo que transforma la memoria de aquel niño, que observó el mundo de su casa con los ojos abiertos y de mirada intensa del primer Aureliano, en literatura.

                Publicado en Cartón Piedra, suplemento cultural de El Telégrafo, 01.03.19

martes, mayo 30, 2017

Mamar gallo es un asunto personal y del poder queda muy poco. (A propósito del cincuentenario de Cien años de soledad)



Abajo a la derecha, la edición príncipe de Cien años de soledad. Exposición en el Parlamento Andino.
     En el poema “Primer viaje a Macondo”, de Mística del tabernario, reviví  el recuerdo de cómo fue mi primera lectura, “clandestina, pantagruélica, extraviada”, de Cien años de soledad. En ese tiempo no solo leía sino que devoraba libros porque desde entonces he considerado que la literatura tiene una palabra portentosa para enseñarnos a conocer al ser humano y, por ende, a nosotros mismos. A mi tía Maruja le regalaron la novela para la Navidad de 1974 y, después de leer algunos capítulos, la tiró a la basura por “obscena”. Yo, que entonces era un lector quinceañero, la rescaté del tacho y al finalizar la novela, “en los carnavales del 75, luego de las fiebres, / me convertí en ciudadano de Macondo y renació / mi segunda oportunidad de ser sobre esta tierra”.

José Luis Díaz-Granados y Gustavo Tatis.
Hace poco más de un mes, releí por enésima vez la novela, a propósito de una mesa redonda, en Bogotá, sobre los “50 años de Cien años de soledad”, el 28 de abril, a la que fui invitado por el Parlamento Andino. En ella participé junto a los poetas colombianos José Luis Díaz-Granados y Gustavo Tatis Guerra. Fue una mezcla de ese indescriptible placer que proporciona la relectura de un clásico y la ansiedad de preparar una conferencia sobre un texto del que casi no puede decirse algo nuevo. En esta ocasión, sentí la novela como si transitara en medio de la algarabía de una parranda de vallenatos y, al día siguiente, me levantara, hediendo a anís, con el guayabo del aguardientico.
       Es conocida la relación que García Márquez tenía con gente que ejerce o ha ejercido el poder político: basta señalar que era amigo de Fidel, Torrijos, Clinton y Belisario Betancur. O intuir que si coronel Aureliano Buendía hubiese ganado las guerras que perdió, habría sido muy parecido al dictador de El otoño del patriarca. Tal vez por piedad hacia su personaje, el coronel, que “promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió todos”, termina convertido en un artesano que hace pescaditos de oro y que al morir “metió la cabeza entre los hombros, como un pollito, y se quedó inmóvil con la frente apoyada en el tronco del castaño.” (p. 305)
       Pero, el desasosiego mayor que provoca toda lucha por el poder es que se encuentra atravesada por la incapacidad para amar, por esa aridez que hace de la razón de Estado un dogma de fe: “«Cuídate el corazón, Aureliano», le decía entonces el coronel Gerineldo Márquez. «Te estás pudriendo vivo».” (193) Esa sublimación de la superioridad de la idea de la revolución es lo que lleva al coronel Aureliano Buendía a ordenar el fusilamiento de su compadre, el general José Raquel Moncada y pretender que ese acto político y definitivo en contra de un ser humano sea endosado a una entelequia y no a quien lo ejecuta: “—Recuerda, compadre —le dijo—, que no te fusilo yo. Te fusila la revolución.” Hasta aquí una versión literaria de la razón de Estado, pero, en este punto, lo que vuelve subversivo, y tan lleno de resonancias éticas, al texto literario es la respuesta lacónica que da Moncada al coronel: “—Vete a la mierda, compadre —replicó.” (186)
Al final, los excesos de la lucha y los del ejercicio de la autoridad hacen del líder una deidad a la que nadie puede acercársele pues está protegido por un círculo de tres metros de diámetro y rodeado de áulicos dispuestos a todo por complacerlo: “Sus órdenes se cumplían antes de ser impartidas, aun antes de que él las concibiera, y siempre llegaban mucho más lejos de donde él se hubiera atrevido a hacerlas llegar.” (195) Pasa en todos los procesos por puros que estos se autoproclamen; fatalmente, para desilusión de los optimistas de la política, pasa siempre.
Lo peor de todo es que, en el laberinto del poder en el que el coronel termina atrapado, el general Moncada le hace ver, antes de ser fusilado, con aire de filosófica resignación: “«Lo que me preocupa —agregó— es que de tanto odiar a los militares, de tanto combatirlos, de tanto pensar en ellos, has terminado por ser igual a ellos. Y no hay un ideal en la vida que merezca tanta abyección».” (187)
Edición conmemorativa de Cien años de soledad, 2007.
En la primera descripción que el narrador de la novela hace del coronel está la síntesis anecdótica de lo que serán las vicisitudes del personaje pero también la síntesis conceptual del desencanto que, al final de la jornada, provoca la lucha política puesto que del poder queda muy poco: “Lo único que quedó de todo eso fue una calle con su nombre en Macondo”. (125)
Esta visión desencantada tiene su contrapunto festivo en el mamagallismo de los dos últimos capítulos cuando deja expuesto la desacralización de la literatura en función de lo lúdico. El propio García Márquez se introduce en la ficción junto a sus amigos Álvaro Cepeda Samudio, Alfonso Fuenmayor, y Germán Vargas. Los cuatro, junto con Aureliano Babilonia, serán los asiduos contertulios del sabio catalán. A Aureliano, que se tomaba muy en serio sus lecturas, “no se le había ocurrido pensar hasta entonces que la literatura fuera el mejor juguete que se había inventado para burlarse de la gente, como lo demostró Álvaro en una noche de parranda”. (440)
Esta concepción, dicharachera y mamagallista, contrasta con la mitificación que hace el sabio catalán cuando, regresando a su aldea natal, se desata en improperios contra los inspectores del ferrocarril que quisieron impedir que los tres cajones de libros que llevaba consigo lo acompañaran en el vagón de pasajeros: “«El mundo habrá acabado de joderse —dijo entonces— el día en que los hombres viajen en primera clase y la literatura en el vagón de carga».” (453) Ese sabio catalán ficcionaliza a Ramón Vinyes, el tutor literario de lo que podría llamarse “el grupo de Barranquilla”, esos cuatro amigos que se van de Macondo, siguiendo el consejo de aquel.
Pero el mamar gallo va más allá. Gabriel y Aureliano, se sintieron más cercanos, pues ambos eran nietos de dos coroneles liberales: el coronel Gerineldo Márquez y el coronel Aureliano Buendía. Esa cercanía hace que Aureliano Babilonia le encargue a Nigromanta que atienda a Gabriel, a quien “le anotaba las cuentas con rayitas verticales detrás de la puerta, en los pocos espacios disponibles que habían dejado las deudas de Aureliano.” (442) Comparten simbólicamente, un personaje de ficción y su autor, la herencia del desastre de la guerra y las formas románticas del amor mercenario.

Mercedes Barcha. La Habana, 1985. Foto de Raúl Vallejo.
En esta parte de la novela, aparece también Mercedes, “la boticaria silenciosa”, (Mercedes Barcha, esposa de García Márquez). Aureliano es quien ayuda a Gabriel a llenar los formularios para un concurso cuyo premio era un viaje a París, y, casi siempre, ambos hacían esta tarea “entre los pomos de loza y el aire de valeriana de la única botica que quedaba en Macondo, donde vivía Mercedes, la sigilosa novia de Gabriel.” (456) Asimismo, Amaranta Úrsula anhela tener “tener dos hijos indómitos que se llamaran Rodrigo y Gonzalo…” (432), que es el nombre de los hijos de García Márquez y Mercedes. Guiños, juegos para hacer de la literatura un espacio lúdico en donde se pueden entremeter los hechos de la realidad cotidiana del escritor entre las líneas ficción.

Dummy de GGM, en La Cueva, Barranquilla
Como buen mamagallista, García Márquez se describe a sí mismo, en una foto de postal de su partida hacia París, como un aventurero ligero de equipaje: “El pueblo había llegado a tales extremos de inactividad, que cuando Gabriel ganó el concurso y se fue a París con dos mudas de ropa, un par de zapatos y las obras completas de Rabelais, tuvo que hacer señas al maquinista para que el tren se detuviera a recogerlo.” (456, énfasis añadido). Años más tarde, en una entrevista, diría que nombrar a Rabelais fue una cáscara de banano que algunos críticos pisaron y que los llevó a decir que la desmesura de algunos personajes de la novela se debía a la “influencia” de Rabelais en la formación literaria del autor.
Parecería que mamar gallo es un asunto personal de la gente del Caribe colombiano, y que no hay que tomarse tan a pecho los alcances de la literatura ni a sus autores; pero también que tras ese halo de cumbiamba desaprensiva se esparcen verdades tan profundas que confirman la condición efímera de todo poder. Esta relectura reciente de Cien años de soledad me hizo sentir la tristeza y la desolación en medio de la parranda.

García Márquez, Gabriel, Cien años de soledad. Bogotá, Real Academia Española / Asociación de Academias de la Lengua Española. Edición Commemorativa, 2007. 614 pp.