José María y Corina lo habían conversado en alguna de su tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, julio 24, 2023

Tres postales sobre Bolívar en la isla Santay

El año pasado, Patricio Cajas, colaborador de la organización Los amigos de Santay, me invitó a escribir sobre la estancia en la isla de Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar Ponte y Palacios Blanco (Caracas, 24 de julio de 1783 – Santa Marta, 17 de diciembre de 1830). El primer texto fue exhibido en formato de pancarta en la escuela «Jaime Roldós» de la isla al conmemorarse otro aniversario del arribo de Bolívar a Santay, en agosto de 2022. Los otros dos son inéditos y los publico juntos en este día en que celebramos el ducentésimo cuadragésimo aniversario del natalicio del Libertador.

 

La sanación de Bolívar

 

Simón Bolívar arribó a la isla Santa el jueves 27 de agosto de 1829. Su estadía le permtió convalecer de algunos problemas de salud. Asimismo, en la isla, Bolívar reflexionó sobre la coyuntura política, borroneó el Tratado de Guayaquil, que sería firmado el 22 de septiembre, y meditó sobre su futuro político y vital. Se dice que realizaba largos recorrido a pie, junto a su caballo que no montaba, disfrutando de la naturaleza y el aire saludable para sus maltrechos pulmones y los cólicos biliares que lo aquejaban. El 4 de septiembre de 1829, le escribió al general Daniel O’Leary sobre su estancia en la isla: «…me va muy bien en ella y voy convaleciendo mucho». Tal vez, la decisión más importante que Bolívar tomó en Santay fue la de retirarse de la vida pública, según otra carta al mismo O’Leary. La isla Santay fue un oasis de sanación para Bolívar.

 

 

El retiro de la vida pública

 

En la misma carta del 4 de septiembre O’Leary, Bolívar también le comentó a O’Leary sobre el estado de su espíritu en Santay: «Yo me hallo ya disfrutando de regular salud en mi casa de campo a una milla de la ciudad; pero sin poder hacer el ejercicio que apetezco, porque el lugar, que es una pequeña isla, no lo permite». Bolívar, que había escrito «Mi delirio sobre el Chimborazo», un poema en prosa fechado en Loja, el 13 de octubre de 1822, disfrutaba de su relación con la naturaleza y la observaba con la avidez y la pasión de los románticos. El 13 de septiembre, en otra carta dirigida al mismo O’Leary, le reveló: «Estoy tan penetrado de mi incapacidad para continuar más tiempo en el servicio público, que me he creído obligado a descubrir a mis más íntimos amigos la necesidad que veo de separarme del mando supremo para siempre». Para Bolívar, su estadía en la isla Santay fue un tiempo de sentir la naturaleza y meditar sobre la política y el rumbo que tomaría al año siguiente su vida privada.

 

 

Monólogo de Bolívar

 

La muerte es la cura de nuestros dolores, pero aquí, en Santay, los aires de la isla me entregan soplos de vida y respiro en una calma universal. Atrás han quedado las vicisitudes de las guerras y la política, pero aún persisten sus ecos y sé que el destino que me espera está poblado de traiciones, desencantos, tristezas y derrotas. Pero ahora, camino junto a mi caballo en recorridos por los caminos agrestes de esta isla que la siento mía: yo, que he guerreado por la libertad junto a valiente soldados, creo que no hay nada más insoportable que el espíritu militar en el mando civil. Es necesario que me prepare para el final. La paz, en medio de la arboleda de la isla Santay, es propicia para meditar sobre lo hecho y lo por hacer. No es el deliro de las nieves del Chimborazo sino el remanso de la isla y el murmullo del río que la abraza con la transparencia del agua. No obstante, cada vez más, tengo la certeza de que quien sirve a una revolución ara en el mar. Y he aprendido, venciendo la opresión de los peninsulares y las intrigas de los traidores locales, que, en los gobiernos, para conseguir la felicidad de los pueblos, no hay otro partido que someterse a lo que quiere la mayoría. Más allá de los avatares políticos que, para mí, al parecer, han terminado, en la isla Santay contemplo una naturaleza amigable, una tierra enverdecida donde la salud ha vuelto a mi cuerpo y un oasis de paz a mi vida.

 

 


lunes, octubre 17, 2022

200 años de «Mi delirio sobre el Chimborazo»: acción y estado del alma del héroe romántico

Cuadro de Tito Salas, (1929), Casa de Bolívar, Caracas
           
¿Responde el texto de «Mi delirio sobre el Chimborazo», fechado en Loja, el 13 de octubre de 1822,[1] al delirio real en una situación extrema de un hombre confrontado a los rigores de la Naturaleza o, más bien, corresponde a la imaginación literaria pletórica de romanticismo convertida por la fuerza poética en delirio del Yo lírico? Es probable que este suceso haya sido real en el deseo —sobre este episodio de la vida de Bolívar  no existe documentación confiable aunque la mitificación del héroe lo ha dado por un suceso real contra la realidad de las condiciones objetivas que se requieren para ascender un volcán de la magnitud del Chimborazo—; no obstante, el poder de convicción de la literatura, como verdad del lenguaje, es lo que nos lleva a considerar verosímil no solo el ascenso realizado por un hombre que no era andinista sino también la escritura del texto como producto de un estado de delirio en el que el Yo lírico, en la cumbre nevada del volcán, se enfrenta a la presencia fantasmagórica del Tiempo.

            Sigmund Freud, en su estudio «El delirio y los sueños en la Gradiva, de W. Jensen» (1907), describe el singular ejemplo de sicoanálisis de un personaje literario al trabajar como un caso clínico la conducta del protagonista de la novela Gradiva, una fantasía pompeyana (1902). Freud afirma que «lo que sucede es que en todo delirio existe un grano de verdad, digno de completa fe, el cual constituye la fuente de la convicción del enfermo»[2]. Al describir las características principales del delirio, entendido como una perturbación, Freud señala dos: «en primer lugar, pertenece a aquel grupo de estados patológicos que no ejercen una inmediata influencia sobre el soma, sino que se manifiestan tan solo por síntomas anímicos; en segundo lugar, se caracteriza por el hecho de que en él adquieren las “fantasías” el supremo dominio; esto es, encuentran fe en el sujeto e influyen en sus actos»[3].

En términos generales, el delirio tiene además una característica mística que hay que considerar para el análisis del texto de Bolívar. Esta dimensión mística se encuentra en el entramado de referencias a deidades clásicas que Bolívar utiliza en «Mi delirio». El misticismo encerrado en esa perturbación que es el delirio lo leemos en el libro del profeta Ezequiel que relata la visión que tuvo de la gloria de Dios, descrito como una figura fantasmagórica al igual que Bolívar contempla en su poema la aparición del Tiempo como una deidad: «Y vi apariencia como de bronce refulgente, como apariencia de fuego dentro de ella en derredor, desde el aspecto de sus lomos para arriba; y desde sus lomos para abajo, vi que parecía como fuego, y que tenía resplandor alrededor». (Ez, 1: 27-28)

«Mi delirio sobre el Chimborazo» es un poema en prosa cuya tesitura transita el camino nebuloso de las visiones; su escritura está cargada de alusiones clásicas e impregnada de arrebatadas imágenes de corte romántico; un texto poético en el que su autor ha construido un Yo lírico que está profundamente comprometido, desde la acción política, con la libertad de la patria. En él, Bolívar reedita el tópico del viajero que domina la Naturaleza desde la cúspide de una montaña, similar a su juramento sobre el monte Sacro (15 de agosto de 1805) cargado, entonces, de una mirada severa sobre los valores cívicos del mundo antiguo. En esta ocasión, Bolívar, triunfante en sus gestas heroicas, entregado al delirio romántico, ratifica en el ámbito de las visiones la tarea realizada y lo que falta aún por obtener para la realización plena no solo de la libertad sino de la construcción de la gran Colombia con la que todavía sueña.

¿Por qué habla de delirio un hombre como Bolívar, signado por la acción política y militar, y acostumbrado a la racionalidad en el análisis de los intereses de los partidos? ¿Por qué se desvía de las batallas que tiene que librar todavía para consolidar el proceso independista en Perú, para ascender al Chimborazo y, enseguida, para escribir un poema que da cuenta de su estado de delirio en la cúspide del volcán? Tal vez porque en Bolívar habita el espíritu de la libertad y la originalidad, el del héroe romántico que es, al mismo tiempo, patriota y amante. Su delirio, en resumidas cuentas, es concomitante con su gesta gloriosa pues su ascensión a la cumbre del volcán y, como resultas de ella, su delirio son acción y estado del alma posibles debido a que era el Dios de Colombia que me poseía.

No se trata, entonces, de una aventura del ocio per se sino de una misión diferente emprendida por un llamado superior. En primera instancia, la ascensión se debe a la presencia de un espíritu inexplicable para el Yo que lo impele a una acción en la que debe derrotarse a sí mismo, a su cansancio, a sus temores y que, por adición, lo colocará en un logro mayor que el de sus antecesores en la aventura: «…y arrebatado por la violencia de un espíritu desconocido para mí, que me parecía divino, pasé sobre los pies de Humboldt, empañando aún los cristales eternos que circuyen el Chimborazo». El arrebato es un estado en el que el sujeto queda fuera de sí, imposibilitado de actuar racionalmente y, por tanto, a merced de un «espíritu desconocido» que, según lo anuncia el Yo lírico, parece ser de origen divino: en el párrafo siguiente del texto nos enteramos de que esa divinidad es el «Dios de Colombia». Lo que, en definitiva, mueve a Bolívar para emprender el viaje y la ascensión es, nuevamente, aquello que ha movido su vida entera: la patria divina.

Rafael, La visión de Ezequiel, óleo sobre tabla, 40x30, 1518
            El Yo lírico acusa «un delirio febril», esto es, una pérdida de contacto con la realidad ante la magnificencia de la Naturaleza y los efectos que esta tiene sobre los sentidos del sujeto que la contempla y la vive en el delirio: «me siento como encendido por un fuego extraño y superior». Se trata de una experiencia mística si nos atenemos a las visiones del profeta Ezequiel, aunque en este caso el dios sea, con oxímoron incluido, un dios laico. El fuego que envuelve la aparición que contempla el profeta y el arco iris que irradia aquella son semejantes al «fuego extraño» del hablante lírico y «el manto de Iris» con el que dicho Yo llega envuelto: «Al guerrero, travestido en un ser fuera del mundo, las alas, el vuelo de lo alucinante (alucinógeno), esa máquina de múltiples vuelos que es el delirio —variante romántica de la imaginación— le permite ascender hacia la misma cima…»[4]. La poesía es aquí producto de ese instante de enajenación del sujeto que en su delirio visualiza aquello que le está vedado a quienes permanecen estancados en la norma.

Pero el hombre de acción difiere de aquel que solo contempla y esa diferencia se expresa en el momento del delirio y de la escritura. Cuando Shelley escribe «Mont Blanc» lo hace bajo la impresión profunda y la excitación poderosa que le ha provocado la contemplación de la Naturaleza. El poeta, al mirar el paisaje de la Naturaleza y escuchar la voz de la montaña, encuentra en ellas una verdad que pretende compartir con el ser humano. Desde la contemplación la voz poética de Shelley se enfrenta al horror que provoca la soledad de la montaña y su escritura es el ámbito para verter en ella la experiencia estética que deriva de la percepción que la mente humana recibe en su relación con la Naturaleza indómita: «¡Cuánto horror amontona tu soledad desnuda! / ¡Oh piedra atormentada y espectral cataclismo! / ¡Como en un planeta en ruinas cubre la nieva muda / la sombra desolada del cielo y del abismo!»[5].

Para Bolívar, en cambio, «la violencia de un espíritu desconocido» lo lleva a la superación de los caminos andados por sus predecesores y, por tanto, puede decir: «pasé sobre los pies de Humboldt, empañando aún los cristales eternos que circuyen el Chimborazo». El volcán deja de ser un pretexto temático para la contemplación y se convierte, por sí mismo, en un elemento natural que el héroe ha vencido para vencerse también a sí mismo: «Llego como impulsado por el genio que me animaba, y desfallezco al tocar con mi cabeza la copa del firmamento, y con mis pies los umbrales del abismo». El volcán se multiplica simbólicamente para convertirse en testimonio de una nueva victoria del héroe, en esta ocasión sobre la Naturaleza y el tópico de la ascensión del viajante se realiza como una hazaña que lo conduce al delirio que le mostrará nuevas verdades.

 

John Singer Sargent, The Descent from Mont Blanc, óleo, 95,2 x 116,2 cm, 1911

Bolívar abre su poema con una invocación embebida en la tradición clásica: «Yo venía envuelto con el manto de Iris». La veloz Iris, hija de Taumante y Electra, según la Teogonía, de Hesíodo, es la mensajera de los dioses. En la Ilíada, de Homero, Hera envía a Iris para decirle a Aquiles que debe incorporarse a la batalla para rescatar el cadáver de su amigo Patroclo en poder de los troyanos (Canto XVIII, 165 – 202); asimismo, es Iris quien acude, llevando la súplica de Aquiles, a la morada de los vientos para que enciendan «la pira en la que yace Patroclo, a quien todos los aqueos lloran» (Canto XXIII, 198-212). Iris es también la representación mitológica de ese fenómeno óptico que es el arco iris y que se manifiesta como, espectro de luz en el cielo, un arco multicolor de esplendente belleza. Bajo esa invocación que se remonta al mundo griego, el Yo lírico se presenta a sí mismo como si estuviera envuelto en una luminosidad particular; irradiando luz en su mítica travesía desde «el Dios de las aguas» hasta el «atalaya del Universo». El mundo mítico de la vieja Europa representado por «el manto de Iris» se conjuga simbólicamente, en ese tránsito de Bolívar que va desde el trópico hasta las nieves perpetuas, con lo real maravilloso —en el sentido que Alejo Carpentier le dio al término— que emana del Orinoco y de «las encantadas fuentes amazónicas». Allá va, entonces, el héroe llevado por Iris en su manto, dispuesto a coronar una nueva hazaña, sin poder alguno que lo detenga. Estamos ante el espíritu del superhombre romántico capaz de dominar la mítica Amazonía y las nevadas cumbres de los Andes.

La realización de la causa de la independencia es motivación suficiente para que, en el presente desolado que lo circunda en las laderas del Chimborazo, el Yo lírico alcance «los cabellos canosos del gigante de la tierra». No presenciamos el sentimiento trágico del héroe del romanticismo decadente, sino que estamos ante el voluntarismo glorioso del superhombre del romanticismo que proviene del espíritu triunfalista del individuo desde el Renacimiento, cuando el ser humano fue convertido en el centro de la creación. Bolívar es el superhombre que corona la cumbre que otros grandes hombres —La Condamine y Humboldt—no alcanzaron; al mismo tiempo, Bolívar se ha convertido en el amante que se verá consumido por el fuego sagrado de la pasión amorosa en su relación recién iniciada con Manuela Sáenz.

La estructura del delirio místico en el libro del profeta Ezequiel parte de una deslumbrante visión de la divinidad; luego sucede la aparición de una entidad fantasmagórica; y, finalmente, el profeta recibe la misión de difundir el mensaje a la comunidad. El fuego, como elemento representativo de la presencia de lo divino, es un símbolo tanto en el delirio de Ezequiel como en el de Bolívar. Una estructura similar encontraremos en «Mi delirio» pues el Yo lírico, que se siente consumido por «un fuego extraño» mientras «un delirio febril» embarga su mente, admite una posesión divina de su ser: solo que, en este caso, ya no se trata del Dios bíblico sino de una divinidad a quien Bolívar ha consagrado su existencia, como un sacerdote de la patria: «Era el Dios de Colombia que me poseía». La condición divina de la patria liberada que posee el espíritu de ese Yo lírico, concebido como un superhombre capaz de tal singular hazaña, es el Dios que va a poseerlo en su delirio para que vea y escuche la fantasmagórica aparición del Tiempo.

El Tiempo, hijo de la Eternidad y cuyo límite es el Infinito, su hermano; el Tiempo, «más poderoso que la Muerte», se aparece ante el espíritu azorado del héroe para confrontarlo y mostrarle lo diminuto que es el ser humano por más gloria que haya logrado, lo ínfimo y deleznable que termina siendo su mundo en el decurso del Tiempo: «¿Crees acaso que el Universo es algo? ¿Que montar sobre la cabeza de un alfiler, es subir?». Si en el monte Sacro el héroe estuvo lúcido frente a su maestro dando inicio a la elaboración de su discurso libertario, en el Chimborazo, el héroe delira, arrebatado, contemplando la aparición de una poderosa deidad. El Tiempo devuelve al superhombre envanecido por la gloria terrenal alcanzada a su condición transitoria y mortal. El Yo lírico del poema, entonces, se sitúa delirante frente a este «viejo cargado con los despojos de las edades» con el estremecimiento que le ocasiona la presencia sublime del poderoso Tiempo.

El Yo lírico acepta su condición de mortal, en el delirio provocado por la fuerza de una Naturaleza invencible; el Yo Lírico se encuentra, de pronto, ante un poder frente al cual se siente ínfimo, transitorio, mortal: «Sobrecogido por un terror sagrado». Bolívar, el guerrero poeta, sufre de la misma sensación de terror que develará el cubano José María Heredia (1803-1839) en su antológico poema «Niágara» (1824); sensación que proviene de la Naturaleza cuando Heredia contempla la magnificencia de las cataratas: «…Niágara undoso, / tu sublime terror sólo podría / tornarme el don divino, que ensañada / me robó del dolor la mano impía» (vv. 5-8). Lo sublime, que estremece y agita el alma del poeta, también provoca que éste retome la escritura: «Templad mi lira, dádmela, que siento / en mi alma estremecida y agitada / arder la inspiración» (vv. 1-3). Esa experiencia de contemplación en «el abismo horrendo» sume al poeta Heredia en la nostalgia, tanto en su condición de patriota desterrado como en la de amante sin amada: «¡Delirios de virtud…! ¡Ay! ¡Desterrado, / sin patria, sin amores, / sólo miro ante mí llanto y dolores!» (vv. 127-129).[6]

Mas, a pesar de encontrarse «sobrecogido por un terror sagrado», Bolívar, dada su condición de héroe guerrero, tiene la entereza para recomponerse y, en el estado de delirio en que se encuentra el Yo lírico, logra confrontar a la fantasmagórica encarnación del Tiempo: «cómo ¡oh Tiempo! —respondí— no ha de desvanecerse el mísero mortal que ha subido tan alto?». Al hablar acerca de la revelación poética y la estrecha relación que existe entre religión y poesía, en El arco y la lira, Octavio Paz dice que «el horror sagrado brota de la extrañeza radical. El asombro produce una suerte de disminución del yo. El hombre se siente pequeño, perdido en la inmensidad, apenas se ve solo»[7]. Al comienzo, el héroe reconoce su condición transitoria en el mundo y su extravío en la inmensidad de la Naturaleza que está contemplando, pero, de inmediato, y al contrario de lo señalado por Paz, la fuerza espiritual del superhombre interviene para que el Yo lírico se ubique, física y mentalmente, en el lugar que el héroe considera, por sí mismo, que le corresponde: «He pasado a todos los hombres en fortuna, porque me he elevado sobre la cabeza de todos».

El «fuego extraño y superior» lo lleva a un triunfalismo voluntarista —superando la posibilidad de que «el corazón se espante», como le sucede a la voz poética del pesimista Leopardi en su poema de corte metafísico “El infinito”—, que se expresa en la delirante situación de poder sobre la Naturaleza en la que se ubica el hablante lírico: «Yo domino el Universo con mis plantas; toco al Eterno con mis manos; siento las prisiones infernales bullir bajo mis pasos; estoy mirando de una guiñada los rutilantes astros; los soles infinitos; he visto sin asombro el espacio que encierra la materia». El romanticismo del conde Leopardi, por el contrario, ubica al hablante lírico vencido por la contemplación del horizonte sin límites, en medio de «aquel silencio infinito», hasta que lo eterno lo envuelve: «En esta / inmensidad se anega el pensamiento, / y el naufragar en este mar me es dulce»[8]. Para Bolívar esa derrota ante lo inasible del Tiempo sería símbolo de un estado espiritual más bien enfermizo y decadente por lo que su actitud desafiante lo reafirma como héroe que se engrandece en todo momento; la lectura que hace en el rostro del Tiempo lo prepara para la continuidad de la misión que este último habrá de encomendarle: «y en tu rostro leo la historia de lo pasado y los libros del destino».

 

Emilio Moncayo, El Chimborazo al sur de Riobamba, óleo sobre tela, 65 x 102 cm, 1930.

Leopardi siente su patriotismo inflamado pero la tristeza lo envuelve viendo a su patria vencida, incapaz de alzarse en contra de los invasores y volver la mirada a los tiempos de la Roma imperial. Su lamento en el poema «A Italia» (1818) se debe a que los italianos no luchan por Italia, sino que han estado involucrados en las Guerras Napoleónicas: «Veo, ¡oh patria!, los muros y los arcos, / columnas, simulacros, yermas torres / de nuestros ascendientes, / mas no veo la gloria, / ni el hierro ni el laurel que antes ceñían / a nuestros viejos padres»[9]. El patriotismo romántico de Leopardi es pesimista pues está marcado por las derrotas históricas y su propio espíritu contemplativo. Por el contrario, Bolívar, que ha triunfado como guerrero, siente que todo lo puede: es el superhombre romántico que, a pesar de estar «sobrecogido por un terror sagrado», tiene el temple para hablar con fantasmagóricas apariciones. Esta es la enorme diferencia en la condición espiritual entre este «nuevo género humano» que constituyen los patriotas y amantes del Nuevo Mundo frente al Viejo Mundo, que ya nada tiene que enseñarle a nuestra América.

En «Mi delirio», el héroe recibe una misión por parte del Tiempo, como sucede en el caso de la misión providencial que emana del delirio místico del profeta Ezequiel. En cambio, si Prometeo es el primer romántico que proviene de la Grecia clásica dado que roba el fuego sagrado, como parte de su condición de héroe trágico, para entregárselo a los hombres y procurar la libertad de sus espíritus, el Yo lírico del poema de Bolívar, encarnado por el propio Libertador, es un rebelde que ya ha conseguido la libertad de su patria frente al yugo español y que, en su delirio, imagina que el Tiempo reafirma la misión que él mismo jurara en el monte Sacro.

La rebeldía del héroe romántico encarnado por Bolívar no se da contra unos dioses abstractos. La rebeldía de Bolívar se da contra el poder colonial al que, en el momento de la escritura, ha derrotado casi en su totalidad: «Observa —me dijo—, aprende, conserva en tu mente lo que has visto, dibuja a los ojos de tus semejantes el cuadro del Universo físico, del Universo moral». Bolívar es un romántico que se encuentra fundando una patria y, por tanto, su espíritu voluntarista aún está bañado de optimismo en el futuro de la humanidad entendido como progreso material y moral. Por eso, Bolívar, al igual que en su juramento de Roma, vuelve a imponerse una tarea moral, ahora que ha cumplido parte de aquel destino glorioso que vislumbró frente a su maestro, en esta ocasión, por boca del Tiempo: «no escondas los secretos que el cielo te ha revelado; di la verdad a los hombres». Y nuevamente se asemeja al delirio místico; al final del Apocalipsis, Juan recibe el mensaje de uno de los siete ángeles: «Y me dijo: Estas palabras son fieles y verdaderas. Y el Señor, el Dios de los espíritus de los profetas, ha enviado su ángel, para mostrar a sus siervos las cosas que deben suceder pronto. ¡He aquí que vengo pronto! Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía de este libro» (Ap. 22: 6-7).

En «Mi delirio», luego de recibida la tarea por parte del Tiempo, «la fantasma desapareció». Entonces es cuando todo el esfuerzo sobrehumano que ha desplegado el héroe para mantenerse activo, escuchando la aparición fantasmagórica, superando con valentía el terror sagrado y respondiendo con entereza a la fantasma durante el delirio se vuelve, finalmente, agotamiento y caída en el reposo luego del éxtasis: «Absorto, yerto, por decirlo así, quedé exánime largo tiempo, tendido sobre aquel inmenso diamante que me servía de lecho». Sin embargo, este desfallecimiento del héroe es momentáneo en la continuidad de la existencia; sucede en un instante que devela la debilidad, propiamente humana, de quien hemos asumido como un superhombre capaz de las mayores hazañas.

Bolívar, agotado, repone sus fuerzas tendido sobre la cumbre del Chimborazo; solo, en medio de la nieve perpetua, el héroe parecería fundirse con la Naturaleza. Mas, la tarea encomendada por el Tiempo debe cumplirse y, nuevamente, la patria llama la atención del héroe recuperándolo de aquel reposo: «En fin, la tremenda voz de Colombia me grita; resucito; me siento; abro con mis propias manos mis pesados párpados». El delirio vivido en la cumbre del volcán ha terminado; le toca ahora a Bolívar llevar «la verdad a los hombres» y, por tanto, entre otras tareas, enseñar el delirio escrito a esos hombres.

«Mi delirio sobre el Chimborazo» es un texto fundacional del romanticismo de nuestra América más allá de la intención literaria que hubiese tenido su autor, que no fue un poeta sino un guerrero. En la escritura de Bolívar, «Mi delirio» complementa las palabras con las que empieza su ventura libertaria en el monte Sacro, frente a su maestro Simón Rodríguez, mirando a Roma y juzgando al mundo antiguo. Si el «Juramento de Roma» llevaba en sí la formación clásica de Bolívar junto con su voluntarismo romántico, «Mi delirio sobre el Chimborazo» encierra toda la pasión y el arrebato románticos de quien ya ha cumplido gran parte de su juramento y se sabe próximo a su destino glorioso. Exánime, yerto sobre la nieve de la cumbre, el héroe escucha el llamado de la patria, el grito de Colombia; en ese instante Bolívar recupera su condición heroica y el Yo lírico sentencia su recuperación esencial y la tarea con la que empieza su nueva misión: «vuelvo a ser hombre, y escribo mi delirio».

 

 

 

Mi delirio sobre el Chimborazo

Simón Bolívar, 13 de octubre de 1822

 

Yo venía envuelto con el manto de Iris desde donde paga su tributo el caudaloso Orinoco al Dios de las aguas. Había visitado las encantadas fuentes amazónicas, y quise subir a la atalaya del Universo. Busqué las huellas de La Condamine y de Humboldt; seguílas audaz, nada me detuvo; llegué a la región glacial, el éter sofocaba mi aliento. Ninguna planta humana había hollado la corona diamantina que pusieron las manos de la eternidad sobre las sienes excelsas del dominador de los Andes. Yo me dije: este manto de Iris que me ha servido de estandarte ha recorrido en mis manos regiones infernales; ha surcado los mares dulces; ha subido sobre los hombros gigantescos de los Andes; la tierra se ha allanado a los pies de Colombia y el tiempo no ha podido detener la marcha de la libertad; Belona ha sido humillada por los rastros de Iris ¿y yo no podré trepar sobre los cabellos canosos del gigante de la tierra? Sí podré; y arrebatado por la violencia de un espíritu desconocido para mí, que me parecía divino, pasé sobre los pies de Humboldt, empañando aún los cristales eternos que circuyen el Chimborazo. Llego como impulsado por el genio que me animaba, y desfallezco al tocar con mi cabeza la copa del firmamento, y con mis pies los umbrales del abismo.

Un delirio febril embarga mi mente; me siento como encendido de un fuego extraño y superior. —Era el Dios de Colombia que me poseía.

De repente se me presenta el Tiempo bajo el semblante venerable de un viejo cargado con los despojos de las edades, ceñudo, inclinado, calvo, rizada la tez, una hoz en la mano.

«Yo soy el padre de los siglos; soy el arcano de la fama y del secreto; mi madre fue la Eternidad; los límites de mi imperio los señala el Infinito; no hay sepulcro para mí, porque soy más poderoso que la Muerte; miro lo pasado, miro lo futuro, y por mis manos pasa lo presente. ¿Por qué te envaneces, niño o viejo, hombre o héroe? ¿Crees acaso que el Universo es algo? ¿Que montar sobre la cabeza de un alfiler, es subir? ¿Pensáis que los instantes que llamáis siglos pueden servir de medidas a los sucesos? ¿Pensáis que habéis visto la Santa Verdad? ¿Imagináis locamente que vuestras acciones tienen algún precio a mis ojos? Todo es menos que un punto a la presencia del infinito que es mi hermano».

Sobrecogido de un terror sagrado, «cómo ¡oh Tiempo! —respondí— ¿no ha de desvanecerse el mísero mortal que ha subido tan alto? He pasado a todos los hombres en fortuna, porque me he elevado sobre la cabeza de todos. Yo domino el Universo con mis plantas; toco al Eterno con mis manos; siento las prisiones infernales bullir bajo mis pasos; estoy mirando de una guiñada los rutilantes astros; los soles infinitos; he visto sin asombro el espacio que encierra la materia; y en tu rostro leo la historia de lo pasado y los libros del destino».

«Observa —me dijo—, aprende, conserva en tu mente lo que has visto, dibuja a los ojos de tus semejantes el cuadro del Universo físico, del Universo moral; no escondas los secretos que el cielo te ha revelado; di la verdad a los hombres».

La fantasma desapareció.

Absorto, yerto, por decirlo así, quedé exánime largo tiempo, tendido sobre aquel inmenso diamante que me servía de lecho. En fin, la tremenda voz de Colombia me grita; resucito; me siento; abro con mis propias manos mis pesados párpados; vuelvo a ser hombre, y escribo mi delirio.

 

Nota bene: Existen múltiples transcripciones del texto. He preferido trabajar con esta versión tomada directamente por mí de la Colección de documentos relativos a la vida pública del Libertador de Colombia y del Perú, Simón Bolívar, t. XXI, Caracas: Imprenta de G. f. Devisme, 1832, 243-244. He modernizado la ortografía, puesto algunos sustantivos propios en mayúsculas y corregido erratas obvias.

 

La presente entrada es una versión resumida del apartado del mismo nombre publicado en mi libro Patriotas y amantes. Románticos del siglo XIX en nuestra América (Bogotá: Lumen, 2017), 89-110.

 



[1] El Grupo de Investigación en Literatura Colombiana de la Universidad de Santander, en nota al pie de página, ha señalado al respecto: «El texto original de Bolívar fue impreso por primera vez en 1833 [en la portada del libro dice “1832”], en “El Apéndice”, tomo XXI de la Colección de documentos a la vida pública del Libertador, preparado por Francisco Javier Yañes y Cristóbal Mendoza [Sobre la autenticidad del texto Vicente Lecuna señala]: “Recientemente se ha dado a conocer una copia de la época, fechada en Loja el 13 de octubre de 1822 que conservan en Quito los descendientes del coronel Vicente Aguirre”». Serafín Martínez, Ana Cecilia Ojeda y Judith Nieto, Mi delirio sobre el Chimborazo: el texto en la cultura (Bucaramanga: Universidad Industrial de Santander, 2005), 9.

[2] Sigmund Freud, “El delirio y los sueños en la Gradiva de W. Jensen”, en Obras completas, t. II, 4ta ed., Madrid, Biblioteca Nueva, 1981, p. 1.328.

[3] Ibídem, p. 1.307.

[4] Raúl Serrano Sánchez, «Mi delirio sobre el Chimborazo: anuncios y fundación», Kipus. Revista andina de letras, # 26 (2009): 83.

[5] Percy Bysshe Shelley, «Mont Blanc», en Poetas románticos ingleses, traducción de Leopoldo María Panero, (Barcelona: RBA editores, 1999), 135-136.

[6] José María Heredia, «Niágara», en Poesía de la Independencia, compilación, prólogo, notas y cronología de Emilio Carrilla (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1979), 78-82.

[7] Octavio Paz, El arco y la lira, [1956] (México DF: Fondo de Cultura Económica, 2010), 142.

[8] Giacomo Leopardi, «El infinito», en Cantos, introducción, traducción y notas de Diego Navarro, (Barcelona: RBA Editores, 1999), 41.

[9] Leopardi, «A Italia»…, 3.


domingo, septiembre 06, 2015

"Somos un pequeño género humano"


La Carta de Jamaica, fechada en Kingston, el 6 de septiembre de 1815, es un documento fundamental y fundacional para entender la visión de Simón Bolívar —el héroe de formación neoclásica y espíritu romántico—, sobre la inevitable como indispensable independencia de nuestra América[1]. En ella, Bolívar analiza la coyuntura política y, al mismo tiempo, recorre el pasado histórico de la patria que habrá de liberar, y proyecta lo que habrá de ser su futuro.

Bolívar llegó a Jamaica, derrotado y empobrecido, con el ánimo de conseguir la ayuda de Inglaterra para la causa de la Independencia. Estaba empeñado en convencer a los ingleses de que la dominación española atentaba contra sus propios intereses al restringir el desarrollo económico de las colonias y prohibir el comercio con aquellos: “La Europa misma, por miras de sana política, debería haber preparado y ejecutado el proyecto de la independencia americana; no solo porque el equilibrio del mundo así lo exige; sino porque este es el medio legítimo y seguro de adquirirse establecimientos ultramarinos de comercio”.[2]
A pesar de su pertenencia a la aristocracia criolla de Caracas, Bolívar desarrolló un profundo sentimiento antiespañol que se explica en la medida en que el destino del héroe era la liberación de nuestra América. En la Carta de Jamaica, Bolívar da cuenta de una situación espiritual de un sector de la intelectualidad criolla que evidencia, ya en el ámbito de lo personal, el carácter que lo empujaría hacia la gloria, que puede ser entendida como el rechazo de un sector consciente de una clase para con el dominio de su propia clase.

El suceso coronará nuestros esfuerzos porque el destino de la América se ha fijado irrevocablemente; el lazo que unía a la España está cortado; […] más grande es el odio que nos ha inspirado la Península, que el mar que nos separa de ella; menos difícil es unir los dos continentes que reconciliar los espíritus de ambos países.[3]

Estamos, como en 1805, ante un paisaje magnificente. Bolívar hizo su famoso juramento desde una de las colinas que rodean a Roma: contemplando la ciudad desde lo alto, con la mirada atenta que lo abarcaba todo, con el pensamiento crítico sobre la historia que aquella ciudad arrastra por siglos, con la idea encendida de un destino heroico que estuvo dispuesto a asumir con la fuerza de su carácter. Similar al personaje que aparece en “El caminante ante un mar de nubes”, el famoso cuadro de Caspar David Friedrich (1774 – 1840), que se extasía ante lo sublime de la naturaleza; igual que toda alma romántica, Bolívar, sobre uno de las colinas que rodean a Roma, contempla no solo la naturaleza sino también la historia.
En la Carta de Jamaica, la montaña ha cedido su lugar al mar como expresión simbólica de la lucha inmensurable que habrá de emprender, como imagen de la tarea libertaria que el héroe se ha autoimpuesto. El odio, aquí, es un sentimiento político que enmarca la situación subjetiva de la lucha independentista en el ánimo de los criollos que la han emprendido. La Naturaleza, en la imagen del mar, se muestra grandilocuente para representar el estado del espíritu de los patriotas. Bolívar remarca con el símil de un imposible natural la situación irreversible de la lucha contra España. La expresión de odio revela la imposibilidad de la reconciliación con quien se ha definido como el opresor del espíritu libre de los americanos y ya se había expresado en el Decreto de Guerra a Muerte a los españoles y canarios, firmado por Bolívar el 13 de junio de 1813, durante la Campaña Admirable.[4] Desde el monte romano al mar de Jamaica, la naturaleza se funde con el espíritu de Bolívar, tormenta y pasión,[5] el héroe que lucha por la independencia de América como la realización plena de su destino y gloria.
Bolívar expone en la Carta de Jamaica la consciencia del instante en que está viviendo reconociendo la relación conflictiva entre la tradición política heredada de Europa y lo nuevo que ya emerge de la propia realidad americana: “Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias aunque en cierto modo viejo en los usos de la sociedad civil”.[6]
¿De qué se trata ese pequeño género humano? Bolívar es consciente de su condición étnica y de clase; sabe, por lo tanto, que no representa a los indígenas y que, al mismo tiempo, ha roto todo vínculo con España. El pequeño género humano es, en cierta forma, un ser humano nuevo como producto del mestizaje del Nuevo Mundo. El voluntarismo del romántico otra vez se sobrepone, desde la escritura, a las contradicciones y percibe el nacimiento de lo original y novedoso en medio de los males ancestrales. Pero el voluntarismo de Bolívar está, de todas maneras, anclado a un análisis político de la realidad que lo lleva a definir la situación de su ser social con todos sus límites: “…no somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles: en suma, siendo nosotros americanos por nacimiento y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar estos a los del país y mantenernos en él contra la invasión de los invasores”.[7]
Y, más allá de las vicisitudes que describe y vislumbra en la Carta de Jamaica, Bolívar tiene claridad acerca de su sueño político, cuya realización, sin la ayuda de los ingleses y el trabajo unitario de los patriotas, no considera posible en el momento, en que escribe aunque sabe que su coronación sería gloriosa. Esta manera de trabajar las dificultades desde la reflexión teórica, formada en la herencia racionalista, marcada por los ideales que parecen imposibles, bañada de espíritu romántico, que se van ajustando a los resultados de la acción política, convierten a Bolívar en el héroe que supera constantemente las dificultades en pos del destino que se ha marcado desde cuando realizó el Juramento de Roma.
            La Carta de Jamaica es respuesta a una misiva del 29 de agosto que no conocemos hasta hoy, remitida por un habitante jamaiquino llamado Henry Cullen quien, por las citas que hace el mismo Bolívar en la suya, le pide al Libertador que le comente acerca de la conducta de los españoles para con los pueblos indígenas y le requiere, además, que le haga una descripción de la situación política. De ahí que el nombre original del documento sea “Contestación de un americano meridional a un caballero de esta isla”.
La carta fue dictada por Bolívar a su secretario Pedro Briceño Méndez y en ella, el Libertador vio la oportunidad de dirigirse a un público más amplio pues, con el pretexto de responder las inquietudes de Cullen, Bolívar aprovechó para exponer ante cierto sector influyente de la isla sus ideas respecto de la independencia de los pueblos de América del Sur y, sobre todo, reclamar el apoyo de Europa a la causa. No obstante lo dicho, vale precisar que la importancia histórica de la Carta es una construcción posterior al momento de la lucha independentista: fue publicada por primera vez, en inglés, en 1818, y en español, fue parte de una recopilación de documento del Libertador, realizada en 1833.[8]
La Carta comienza señalando la crueldad de la dominación española ejercida contra los pueblos originarios y reivindicado la figura de fray Bartolomé de Las Casas, “el filantrópico obispo de Chiapas”, a quien asume como fuente confiable del testimonio de aquellos sucesos: “Barbaridades que la presente edad ha rechazado como fabulosas, porque parecen superiores a las perversidades humanas; y jamás serán creídas por los críticos modernos si constantes y repetidos documentos no testificasen estas infaustas verdades”.[9]
Más adelante, citando una parte de la carta de Cullen, Bolívar aprovecha para resaltar el trato inhumano que los conquistadores dieron a los gobernantes de los pueblos indígenas. Él hace una comparación del trato recibido por Carlos IV y Fernando VII, luego de que Bonaparte los hubo capturado: “Existe tal diferencia entre la suerte de los reyes españoles y de los reyes americanos, que no admite comparación; los primeros son tratados con dignidad, conservados, y al fin recobran su libertad y trono; mientras que los último sufren tormentos inauditos y los vilipendios más vergonzosos”.[10]
Bolívar plantea asimismo que la dominación española ha mantenido a los ciudadanos de las colonias en una especie de infancia permanente: “Los americanos, en el sistema español que está en vigor, y quizá con mayor fuerza que nunca, no ocupar otro lugar en la sociedad que el de siervos propios para el trabajo, y cuando más, el de simples consumidores”.[11] Es decir que los americanos no habían sido educados por los españoles ni en la administración ni en el gobierno del Estado, ni en el comercio con otras naciones. En este sentido, Bolívar reclama la necesidad de la independencia para salir de esa situación y erigirse con madurez cívica en medio de las naciones del mundo.    
Justamente por esa situación de ciudadanía pueril es que Bolívar se opone a la construcción de la democracia federal para los pueblos de nuestra América y prefiere la constitución de 15 o 17 países. El Libertador conoce las limitaciones del espíritu cívico de los habitantes de nuestra América: “No convengo en el sistema federal entre los populares y representativos, por ser demasiado perfecto y exigir virtudes y talentos políticos muy superiores a los nuestros; por igual razón rehúso la monarquía mixta de aristocracia y democracia, que tanta fortuna y esplendor ha procurado a la Inglaterra”.[12]
A la Carta de Jamaica se la conoce también con el nombre de profética por cuanto en ella Bolívar vislumbra lo que habrá de ser el destino de las naciones una vez independizadas. Así, si bien señala que “La Nueva Granada se unirá con Venezuela” y “esta nación se llamaría Colombia como un tributo de justicia y gratitud al creador de nuestro hemisferio” también intuye que “es muy posible que la Nueva Granada no convenga en el reconocimiento de un gobierno central, porque es en extremo adicta a la federación; y entonces formará, por sí sola, un estado que, si subsiste, podrá ser muy dichoso por sus grandes recursos de todo género”.[13]
Bolívar es consciente de las limitaciones de la realidad política pero, al mismo tiempo, está convencido de lo que anhela conseguir; no obstante, en la Carta de Jamaica, la racionalidad del análisis político supera el voluntarismo romántico y si bien es capaz de exponer su utopía integracionista a Henry Cullen, también señala con claridad las dificultades de llevarla a cabo:

Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería por consiguiente tener un solo Gobierno que confederase los diferentes Estados que hayan de formarse; mas no es posible porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes, dividen a la América.[14]

            Ya al final de la carta, Bolívar apela a la unión como aquello que le falta a los pueblos de América para lograr su independencia total, en medio de las disputas entre conservadores y reformadores. Hay que recordar que, en Jamaica, Bolívar está derrotado luego de haber vencido en la Campaña Admirable, sin recursos luego de pertenecer a una familia de ricos criollos, y a la espera de un permiso para viajar a Inglaterra en pos de apoyo para la causa de la independencia. Y, sin embargo, el destino heroico está por cumplirse guiado por el carácter del patriota: “Yo diré a Vd. Lo que puede ponernos en actitud de expulsar a los españoles y de fundar un gobierno libre: es la unión, ciertamente; mas esta unión no nos vendrá por prodigios divinos sino por efectos sensibles y esfuerzos bien dirigidos”.[15]
Tanto el Juramento de Roma como la Carta de Jamaica, tienen la importancia que la historia de las ideas les ha asignado por cuanto la tarea liberadora que se impuso el héroe, fue realizada como destino. Pero no se trata del destino con sentido místico que se desprende de la tragedia sino del destino como ideal del genio. Bolívar no es el personaje trágico cuya voluntad no cuenta para los dioses que le han impuesto un destino, Bolívar es el individuo que ha señalado para sí un destino que habrá de procurarle la gloria y que sabe, en su fuero íntimo, que para alcanzarlo requiere andar un sendero poblado de dificultades. El destino, en esta acepción, es la realización plena del ideal conseguido con base en la perseverancia, como consecuencia de un carácter superior.[16] La Carta de Jamaica es un testimonio más de que para Bolívar la tarea libertaria autoimpuesta desde la cima de uno de los montes que rodea Roma, en su juramento del 15 de agosto de 1805 ante su maestro Simón Rodríguez, fue un destino por cuyo logro trabajó, desde la perseverancia de su carácter heroico. 


[1] Simón Bolívar, “Carta de Jamaica”, en Doctrina del Libertador [1976], Caracas, Biblioteca Ayacucho, 2009.
[2] Bolívar, ob. cit., p. 71 [énfasis añadido].
[3] Bolívar, ob. cit., p. 67 [énfasis añadido].
[4] Las líneas finales del Decreto, firmado en el Cuartel General de Trujillo (Venezuela), decían: “Españoles y canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de la América. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables”.
[5] El famoso Sturm und Drang, de los románticos alemanes, con Goethe como cabeza visible del movimiento en el mundo (s. XVIII y XIX).
[6] Ibídem, p. 73.
[7] Ibídem, pp. 73 – 74.
[8] La carta fue traducida al inglés el 20 de septiembre de 1815 y está fechada en Falmouth, donde residía Cullen. En 1945, el investigador colombiano Guillermo Hernández de Alba encontró este manuscrito en el Archivo Nacional de Colombia y es conocido como el Manuscrito de Bogotá. El historiador ecuatoriano Amílcar Varela descubrió en 1996 un ejemplar de la Carta en español, en el archivo histórico del Banco Central, en el Fondo Jijón, cuya autenticidad fue determinada en 2014. El Parlamento Andino y la Embajada de Ecuador en Colombia, de manera conjunta, organizaron el pasado viernes 4 de septiembre una seminario con la presencia de Jorge Núñez Sánchez e Inés Quintero, presidentes de las academias de Historia de Ecuador y Venezuela, respectivamente; así como con la participación de Juan Camilo Rodríguez, presidente de la Colombia, quien, aunque no pudo estar, envió su texto. Asimismo, participamos el historiador Amílcar Varela y yo, que soy el editor de la edición facsimilar y bilingüe de la Carta de Jamaica, del Parlamento y de la Embajada, cuya portada reproducimos en la ilustración de esta entrada del blog, que es un resumen de la presentación que hago de la Carta para esta edición. Agradezco al senador Luis Fernando Duque, presidente del Parlamento, y a Eduardo Chiliquinga, secretario general, por el entusiasmo y apoyo para la realización del seminario y el libro.
[9] Bolívar, ob. cit., p. 67.
[10] Ibídem, p. 72.
[11] Bolívar, ob. cit., p. 75.
[12] Ibídem, p. 79.
[13] Ibídem, pp. 82 y 83.
[14] Ibídem, p. 84 [énfasis añadido].
[15] Ibídem, p. 86.
[16] En su conocido artículo “Destino y carácter”, Walter Benjamin puntualiza: “Como en Nietzsche cuando dice: ‘Quien tiene carácter tiene también una experiencia que siempre vuelve.’ Ello significa: si uno tiene carácter, su destino es esencialmente constante. Lo cual a su vez significa —y esta consecuencia ha sido tomada de los estoicos— que no tiene destino” (Ensayos escogidos, Buenos Aires, Editorial Sur, 1967, p. 132).