José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, septiembre 30, 2024

Aquiles critica a Homero: las cartas de Bolívar y Olmedo sobre «La victoria de Junín»

De mi archivo: En la entrada del pasado 16 de septiembre escribí sobre la amistades atravesadas por la literatura. Como una prolongación de tal asunto, les ofrezco este texto que da cuenta de la relación de Olmedo y Bolívar, que tuvo las cercanías y alejamientos de los avatares políticos, en el tiempo en que Olmedo escribía La victoria de Junín. Canto a Bolívar.


Etna Velarde Perales (Lima, 1940-2014). Batalla de Junín, 1974. Museo del Ejército Fortaleza Real Felipe, ubicado en la Plaza Independencia, Callao, Perú.

Bolívar y Olmedo, el guerrero y el poeta, fueron legisladores y hombres de Estado. Los dos, protagonistas de un momento épico de la patria naciente: el uno como adalid de la guerra de independencia transformado en héroe de un poema, el otro como poeta de esa lucha que hizo del guerrero el héroe mítico del canto que celebra dicha gesta. Pero, además, con la particularísima condición de actores de la inédita situación, vital y literaria, de ser el poeta y el héroe del poema que discuten entre sí acerca del plan de la obra lírica, de la presencia del héroe frente al resto de personajes, y de los logros y fallos de la expresión poética.

En carta del 31 de enero de 1825, Olmedo le revela a Bolívar su proyecto literario: «Vino Junín, y empecé mi canto. Digo mal; empecé a formar planes y jardines; pero nada adelanté en un mes […] Vino Ayacucho, y desperté lanzando un trueno. Pero yo mismo me aturdí con él, y avanzado poco. Necesitaba de necesidad 15 días de campo, y no puede ser por ahora […] Apenas tengo compuestos 50 versos: el plan es magnífico».[1]

A fines de abril del mismo año, Olmedo le envía una copia manuscrita por él mismo de La victoria de Junín. Canto a Bolívar. La respuesta de Bolívar a Olmedo es la de un hombre culto, de sólida formación clásica, que se manifiesta maravillado luego de la primera lectura de un poema. Según se desprende de su carta fechada en Cusco, el 27 de junio de 1825, Bolívar recibe con pudor su conversión en héroe literario, aunque todavía no sabía que el poema ya había sido publicado días antes: «Vd., pues, nos ha sublimado tanto, que nos ha precipitado al abismo de la nada, cubriendo con una inmensidad de luces el pálido resplandor de nuestras opacas virtudes»[2].

Consciente de la importancia relativa del individuo en las gestas históricas, Bolívar parece curarse en salud al momento de valorar en menos su propia actuación heroica al compararla con la memoria literaria que nos ha quedado de la guerra de Troya: «Si yo no fuera tan bueno y Vd. no fuese tan poeta, me avanzaría a creer que Vd. había querido hacer una parodia de la Ilíada con los héroes de nuestra pobre farsa»[3]. No lo dice pero lo vive en su condición de persona: la caída en el abismo de la nada se debe a la fuerza de la poesía.

En la carta del 15 de mayo de 1825, Olmedo le describe con largueza el plan del poema, «grande y bello (aunque sea mío)». La minuciosa descripción del plan por parte de su autor se ha convertido en un documento sustancial tanto para la historia de la escritura del Canto, cuanto para la crítica del mismo. En dicha carta quedan establecidos el problema básico de composición que enfrentó el poeta y la meditada solución que le encontró, el programa político que formularía en el Canto, la épica que pretendía construir, y la narrativa que desarrollaría en él.

La aparición del Inca, su presencia prolongada en el poema y, sobre todo, el contenido político de su discurso son las objeciones frecuentes que se han hecho al Canto. Bolívar fue el primero: «El plan del poema, aunque en realidad es bueno, tiene un defecto capital en su diseño». Tal parece que la queja del Libertador es una queja argumentada como interpretación política y, sin embargo, develada como reclamo del héroe al sentir su protagonismo disminuido:

 

El Inca Huaina-Cápac parece que es el asunto del poema: él es el genio, él la sabiduría, él es el héroe en fin. Por otra parte no parece propio que alabe indirectamente a la religión que le destruyó; y menos parece propio aún, que no quiera el restablecimiento de su trono, para dar preferencia a extranjeros intrusos, que aunque vengadores de su sangre, siempre son descendientes de los que aniquilaron su imperio: este desprendimiento no se lo pasa a Vd. nadie. La naturaleza debe presidir a todas las reglas, y esto no está en la naturaleza. También me permitirá Vd. que le observe que ese genio Inca, que debía ser más leve que el éter, pues que viene del cielo se muestra un poco hablador y embrollón...[4]

 

Bolívar, además, realiza en su carta algunas observaciones menores al poema —observaciones que, en su mayoría, sirvieron para que Olmedo corrigiera la piel del texto en la edición que publicó en Londres en 1826— mas, en lo sustancial, el Libertador es tremendamente elogioso acerca del poema y no se limita a realizar una alabanza genérica sino que va señalando la parte que corresponde al juicio celebratorio. No obstante las críticas de sobre la presencia del Inca, el entusiasmo de Bolívar por el poema es indiscutible y lo expresa sin melindres:

 

Confieso a Vd. humildemente que la versificación de su poema me parece sublime: un genio lo arrebató a Vd. a los cielos. Vd. conserva en la mayor parte del canto un calor vivificante y continuo: algunas de las inspiraciones son originales; los pensamientos nobles y hermosos: el rayo que el héroe de Vd. presta a Sucre es superior a la cesión de las armas que hizo Aquiles a Patroclo. La estrofa 130 es bellísima: oigo rodar los torbellinos y veo arder los ejes: aquello es griego, es homérico. En la presentación de Bolívar en Junín, se ve, aunque de perfil, el momento antes de acometerse Turno y Eneas. La parte que Vd. da a Sucre es guerrera y grande.[5]

 

Bolívar y Olmedo, dada su cercanía y confianza, solían utilizar un tono de chanza en su correspondencia. En la carta del 27 de junio ya citada, en párrafo posterior, el Libertador menciona que para la misión diplomática que le ha encomendado en Inglaterra ha unido a ella al señor José Ignacio Paredes, un matemático, «porque no fuese que llevado Vd. de la verdad poética, creyese que dos y dos formaban cuatro mil; pero nuestro Euclides ha ido a abrirle los ojos a nuestro Homero, para que no vea con su imaginación sino con sus miembros, y para que no le permita que lo encanten con armonías y metros, y abra los oídos solamente a la prosa tosca, dura y despellejada de los políticos y de los publicanos»[6].

De hecho, ese tono informal también lo usaba Olmedo con el Libertador en los términos en que una relación de amistad así lo permite. Cuando el poema todavía estaba en la etapa de su nacimiento, en la carta ya citada del 31 de enero de 1825, el poeta que, al parecer, había recibido alguna recomendación por parte de Bolívar para que la presencia del Libertador dentro del poema no sea lo protagónica que terminó siendo, le responde:

 

Usted me prohíbe expresamente mentar su nombre en mi poema. ¿Qué, le ha parecido a usted que, porque ha sido dictador dos o tres veces de los pueblos, puede igualmente dictar le­yes a las Musas? No, señor. Las Musas son unas mozas voluntariosas, desobedientes, rebeldes, despóticas (como buenas hembras), libres hasta ser licenciosas, indepen­dientes hasta ser sediciosas. […] Si a usted no le gusta que le alaben, ¿por qué no se ha estado durmiendo, como yo, cuarenta años?[7]

 

Al final de cuentas, lo que nos queda es el testimonio de la amistad de Bolívar y Olmedo, condicionada por la política y en medio de la literatura. Esta relación nos ha permitido conocer las opiniones primeras de Bolívar acerca del Canto que constituyen un testimonio especial y único que parece extraído de la metaliteratura cervantina: un personaje histórico con consciencia de ser un personaje de la ficción literaria que se ve a sí mismo en un libro ofrecido al público en una librería. La mirada del guerrero Aquiles confrontada con la ceguera visionaria del poeta Homero, la atronadora confusión de la guerra con la silenciosa iluminación de la poesía.



[1] Esta entrada del blog es un extracto del apartado «Aquiles critica a Homero: las cartas de Bolívar», del capítulo «José Joaquín Olmedo: cantautor de la Independencia», de mi libro Patriotas y amantes. Románticos del siglo XIX en nuestra América (Bogotá: Lumen, 2017), 190-202.

[2] La carta está reproducida por Manuel Cañete en su estudio sobre Olmedo, aparecido en R. Blanco Fombona, compilador, Autores americanos juzgados por españoles, (París: Casa Editorial Hispano-Americana, 1902), 128-129.

[3] Ibidem, 129.

[4] Autores americanos juzgados por españoles, 131.

[5] Ibidem, 132-133.

[6] J.J. Olmedo, La Victoria de Junín. Canto a Bolívar, edición facsimilar de la edición londinense de 1826, comentada por Rafael Bernal Medina, (Bogotá: Academia Colombiana de Historia, 1974), 96.

[7] Epistolario, 246.


lunes, julio 29, 2024

Los placeres de la investigación


           Experimento un profundo placer en el momento en que descubro algún elemento de la investigación en la que estoy trabajando y que no conocía. Es el placer de quitarle un velo más a mi monumental ignorancia; el placer de comprobar lo que intuía, en términos interpretativos, o de acercarme a aquello cuya existencia solo conocía por los libros. A veces, la carrera universitaria y los congresos académicos convierten a la investigación y su escritura, dada la obligatoriedad y mecanización, en una tediosa tarea para ascender en el escalafón; pero, si investigamos con vocación en campos que nos apasionen, el escalafón no será un instrumento temido sino un efecto de algo que hacemos con afecto. Investigar es indagar la validez de una idea para que no quede en el desván de las ocurrencias; es también encender algo de luz sobre el objeto que aguarda por nuestra mirada; y, sin duda, es disfrutar de los hallazgos culturales a plenitud.

            Cuando investigaba para mi tesis doctoral algunos textos de Simón Bolívar me satisfizo enormemente el haberme topado con una versión temprana de «Mi delirio sobre el Chimborazo» que se encontraba en un libro de 1830: Documentos relativos a la vida pública del Libertador de Colombia y del Perú Simón Bolívar para servir a la historia de la independencia de Suramérica, tomo vigésimo primero (Caracas: Imprenta de G. F. Devisme, 1830). El ejemplar del libro que encontré fue digitalizado por la Biblioteca de la Universidad de Harvard y catalogado el 12 de marzo de 1892. En las páginas 243 y 244, las últimas antes del índice, estaba ese texto de prosa lírica sobre el que publiqué una entrada en este blog «200 años de “Mi delirio sobre el Chimborazo”: acción y estado del alma del héroe romántico». Un libro de 1830, el año de la muerte de Bolívar, me entregó el documento preciado: una versión primera de la prosa lírica de un guerrero con los elementos neoclásicos y el alma romántica de un poeta. El placer de experimentar el delirio del guerrero poeta.

            Antes de investigar sobre su obra, Jorge Isaacs era solo el autor de María (1867) y, con ello, más que suficiente para su sitio en nuestra historia literaria. No obstante, durante la investigación, descubrí facetas que me lo revelaron como un intelectual paradigmático de lo que fueron los románticos de nuestra América en el siglo diecinueve. A medida que leía sobre él, lo descubría como poeta y dramaturgo; como el Superintendente de Educación Pública del Estado del Cauca que defendió los principios de la educación laica de la Constitución de 1863; como el guerrero que participó victorioso en la batalla de los Chancos, el 31 de agosto de 1876; como aquel que encabezó un golpe de Estado y se proclamó Jefe Civil y Militar del Estado de Antioquia, entre el 30 de enero y el 6 de marzo de 1880, cuyo testimonio quedó en La revolución radical en Antioquia (1880); como el secretario-explorador de la segunda misión corográfica de Colombia que nos legó Estudios sobre las tribus indígenas del Estado del Magdalena (1886); como el que tuvo que vender las propiedades familiares para cancelar las deudas de un padre ludópata y padeció estrechez económica por siempre. Por eso, cuando me topé con una estampilla de Correos de Colombia que lo celebraba como uno de los «Pioneros del petróleo», por haber descubierto las hulleras de Aracataca y Fundación, en el occidente del Magdalena, no pude menos que disfrutar del hallazgo que ahora comparto con ustedes. El placer de compartir vida intensa de un poeta.

          ¿Qué otros elementos me han provocado un enorme placer cuando me topé con ellos? En abril de 2018, visité la Biblioteca del Congreso, en Washington D.C. días antes de que empezara a dictar un curso monográfico sobre el Quijote en el pregrado de la Universidad de las Artes, de Guayaquil. En dicha visita, viví mi encuentro con un ejemplar de la edición príncipe de la obra central de nuestro canon y, al hojear sus páginas y leer en voz alta el párrafo inicial y el soneto con el diálogo entre Babieca y Rocinante sentí esa exaltación de los sentidos ante lo sublime sobre la que escribieron los románticos. El placer de ojear el libro fundacional de una tradición literaria de más de cuatrocientos años y sentir que, por un instante, he tocado el mismo objeto que tuvieron en sus manos quienes disfrutaron de la lectura del Quijote en el siglo XVII. El placer de tocar un talismán literario.

Una emoción similar, atenuada por la cercanía en el tiempo, la tuve cuando, en una visita dominical al Museo Nacional de Colombia, en Bogotá, me topé con el liqui-liqui que utilizó Gabriel García Márquez para recibir el premio Nobel, en 1982. En una entrevista para Televisa, semanas antes de la ceremonia, GGM había dicho: «El traje obligatorio es el frac, pero en la Academia Sueca aceptan que los hindúes vayan con su traje nacional. Yo estoy dispuesto a demostrar que la guayabera es el traje nacional del Caribe y que tengo el derecho de ir vestido así. Con tal de no ponerme frac, soy capaz de aguantar el frío». Al día siguiente usaría el frac, superando la pava, en una cena con el rey de Suecia, pero en la ceremonia de entrega del premio estableció una seña de identidad continental. Pues, ahí estaba exhibido, en una vitrina del museo, el traje con el que GGM, con un gesto identitario, reforzó simbólicamente el sentido político de su discurso «La soledad de América Latina». El placer que provoca la cercanía de ciertos artefactos culturales que son, al mismo tiempo, hitos históricos

            La hemeroteca de El Telégrafo, que está en la Biblioteca de las Artes, en Guayaquil, es un sitio que me conecta con la vida de la ciudad y me lleva a cada momento de su historia como si estuviera leyendo el periódico del día siguiente de los sucesos. En sus páginas revisé algunas crónicas de Medardo Ángel Silva, las noticias alrededor de su muerte y, emocionado, me topé con la publicación de su novelina María Jesús, que apareció en cuatro entregas, del domingo 26 al miércoles 29 de enero de 1919. La página del diario estaba carcomida por el tiempo, pero conservaba el espíritu de aquella novelina modernista del amor romántico, que, meses después, provocó un flirteo epistolar entre el poeta y una incógnita lectora. El placer de encontrar un documento de nuestra tradición literaria.

La alegría de toparse con un libro, un documento o un objeto cultural es una de las motivaciones que, para mí, hace de la investigación un trabajo placentero. Es como si exprimiera la vivencia de un momento del pasado más allá de la realidad del tiempo y aquello provocase ese instante luminoso de la emoción excelsa, igual que cuando al contemplar las cataratas del Niágara experimenté en mí aquel sublime terror que se siente al leer el poema de José María Heredia: «[…] Niágara undoso, / tu sublime terror solo podría / tomarme el don divino, que ensañada / me robó del dolor la mano impía».

 

 
(11 de julio de 2024)

lunes, julio 22, 2024

Bolívar y el juramento de Roma de 1805

            El caminante, trepado sobre la roca de la montaña con la melena al capricho del viento de las alturas, contempla un mar de niebla que copa el paisaje delante de sus ojos. Su mirada poética transforma la naturaleza en arte y el genio creador lo vuelve dueño de lo que mira y de la conversión de sus sueños en camino a ser andado. El espectador, a las espaldas del hombre que está en el centro del cuadro, puede ubicarse en el lugar que ocupa el personaje de El caminante ante un mar de nubes, de Caspar David Friedrich (1774-1840).[1] ¿Cuál es la oración que emerge de ese manto que difumina las fronteras entre lo imaginado y lo real? La naturaleza aún es retrato de lo indómito y el ser humano se extasía frente a ella.

El caminante se entrega al arrobamiento frente a lo sublime. Los románticos son voluntaristas y consideran que los elementos creativos del individuo son suficientes para transformar la realidad. ¿Qué siente ese sujeto, con rostro visible únicamente para el paisaje, absorto frente a esa naturaleza bañada de elementos oníricos que supera los esquemas de la razón? La conciencia del individuo opera de manera libérrima y se desplaza por entre la niebla sin más límite que el de su propia imaginación. ¿Estuvo de esa manera Simón Bolívar cuando, desde la cima de una de las colinas de Roma, juró consagrar su vida a la causa de la independencia de Hispanoamérica? ¿Será cierto que la libertad existe únicamente en el sueño de los hombres?

En la pintura de Friedrich, el destino del individuo parecería abrirse, inconcluso e incierto, a las realizaciones del espíritu del ser. ¿Estaba convencido Bolívar, en cambio, de que poseía un destino manifiesto para liderar la lucha por la libertad de los pueblos americanos? Como si estuviera frente a un imaginario mar de niebla, Bolívar ve hacia las ruinas romanas y medita: «¿Con que este es el pueblo de Rómulo y Numa, de los Gracos y los Horacios, de Augusto y de Nerón, de César y de Bruto, de Tiberio y de Trajano? Aquí todas las grandezas han tenido su tipo y todas las miserias su cuna» (3).[2] ¿Cuál es el arrebato espiritual, tormenta y pasión, que lleva a un individuo a plantearse una tarea épica que requiere la participación de miles de voluntades y la exposición del ideal de la vida ante la realidad de la muerte?

 

            El 15 de agosto de 1805, Simón Bolívar, un viudo de veintidós años frente a su maestro Simón Rodríguez, pasa revista a las realidades políticas de la antigua Roma. El discípulo y el maestro están compenetrados de la cultura de la ilustración, pero ambos vislumbran el espíritu libertario de los nuevos tiempos. Si bien el juramento nos llega a través de la escritura del texto que hace Simón Rodríguez hacia 1850, no hay duda de la existencia del momento ceremonial en sí mismo, pues el propio Bolívar se lo recuerda a su maestro en la carta de Pativilca, de enero de 1824. A fin de cuentas, resulta razonablemente verosímil aceptar el postulado de que Simón Rodríguez es un testigo confiable, que recogió lo esencial de los criterios que expresó Bolívar en aquella ocasión, aunque aceptemos que la escritura del texto del juramento esté impregnada del estilo propio del maestro. 

Bolívar admira lo que la historia le ha enseñado del mundo clásico, pero también es consciente de las limitaciones éticas y políticas de aquel mundo. No se conforma con la herencia cultural que lo ha construido hasta ese momento. Habla desde su educación clásica, embebido del voluntarismo romántico de su espíritu, arrebatado como si fuese un caminante que se detiene, en la cima de una montaña, frente a un mar de niebla para tratar de entender la tormenta y la pasión que bullen en su espíritu. Es el carácter de Bolívar el que se autoimpone un destino heroico, no entendido como un futuro predeterminado sino como la realización de un ideal que el genio alcanzará con la brega apasionada en medio de la tormentosa gesta que habrá de vivir. Su revisión de la historia de Roma es severa y está impregnada de la ética del héroe que percibe desde ese momento de éxtasis el objetivo de su genio:

 

Octavio se disfraza con el manto de la piedad pública para ocultar la suspicacia de su carácter y sus arrebatos sanguinarios; Bruto clava el puñal en el corazón de su protector para reemplazar la tiranía de César con la suya propia; Antonio renuncia los derechos de su gloria para embarcarse en las galeras de una meretriz; sin proyectos de reforma, Sila degüella a sus compatriotas, y Tiberio, sombrío como la noche y depravado como el crimen, divide su tiempo entre la concupiscencia y la matanza. (3)

 

Bolívar posee un espíritu romántico y, por tanto, la misión sagrada que tiene por delante es para él una suerte de imperativo ético. Él se siente en la cima de la montaña y es así como ve con claridad a donde habrá de llegar, atravesando el mar de niebla, más allá del sueño, en vigilia permanente. Él está seguro de que le basta la voluntad de su espíritu apasionado en medio de la tormenta para conseguir aquello que se propone sin que naufrague. Para ello, cada palabra y cada gesto y cada acto debe contribuir a la construcción de la historia del nuevo género humano en contraposición con un mundo viejo que ya no es capaz de realizar el anhelo de libertad. Bolívar condena moralmente al mundo del pasado por su incapacidad para hacer del ser humano un espíritu que viva en libertad y propone al mundo nuevo, ese que él está destinado a guiar, como el espacio donde habrá de realizarse el anhelo de los libres.

 

La civilización que ha soplado del Oriente ha mostrado aquí todas sus faces, ha hecho ver todos sus elementos; mas en cuanto a resolver el gran problema del hombre en libertad, parece que el asunto ha sido desconocido y que el despejo de esa misteriosa incógnita no ha de verificarse sino en el Nuevo Mundo. (4)

 

Bolívar, el héroe, se nos presenta en todo el esplendor de quien empieza la jornada vital e histórica: frente a la naturaleza, en la cima de la montaña, dominando el horizonte, abarcando de una mirada el cielo proyectado al infinito; frente a la historia, inspeccionado las ruinas de una Roma que ya no tiene el esplendor de antaño e interpretándolas como símbolo del paso inexorable del tiempo y de la permanencia de la memoria; frente a su destino, construido con la proclama de su juramento, en el instante de la ensoñación. Se trata de un momento sublime, en el sentido de que toda la racionalidad que acompaña al maestro y al discípulo está siendo desbordada por la emotividad de las palabras. Un instante en que discípulo y maestro se funden con la naturaleza y la visión que, desde el monte Sacro, mira al mundo viejo representada por Roma y sus ruinas:

 

¡Juro delante de usted; juro por el Dios de mis padres; juro por ellos; juro por mi honor, y juro mi Patria, que no daré descanso a mi brazo, ni reposo a mi alma, hasta que haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad el poder español! (4)

 

 El héroe todavía no es un guerrero, pero sabe que deberá asumir tal condición para cumplir con su destino heroico; este hombre joven que jura ante su maestro es todavía un héroe en ciernes, un individuo anónimo que, bañado del esplendor de la naturaleza, se compromete por una causa que habrá de procurarle su sitio en la gloria. Víctor Hugo, hablando de Shakespeare, dijo que «lo propio de los genios de primer orden es que cada uno de ellos produce un ejemplar del hombre».[3]

Embebido del ímpetu romántico, Bolívar, que, en 1825, dirá de sí mismo que es el hombre de las dificultades, utiliza un lenguaje cargado de pasión y fervor libertario en sus escritos políticos. En ellos está presente el carácter del justiciero y la consciencia de un destino con los que el héroe impregnó el «Juramento de Roma». Como el caminante de Friedrich, sobre el monte coronado, Bolívar, desde una de las siete montañas que rodean Roma, domina el paisaje y parecería andar por sobre el mar de niebla para conseguir en lontananza una visualización de su sueño libertario y convertirse así en el genio del siglo.

 

 

«El juramento en el monte Sacro de Roma» es parte del monumental Tríptico (1911), de Tito Salas (1887-1974), que incluye «El paso de los Andes» y «La muerte del Libertador». El tríptico fue instalado con ocasión del centenario de la independencia de Venezuela. Se encuentra en el salón de El Tríptico, en el Palacio Federal Legislativo, en Caracas.



[1] Caspar David Friedrich, Der Wanderer über dem Nebelmeer, óleo sobre lienzo, 74,8 x 98,4 cm, 1818, Museo de Kunsthalle, Hamburgo, Alemania.  

[2] Simón Bolívar, «Juramento de Roma», en Doctrina del Libertador [1976] (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 2009), 3. Los números entre paréntesis indican la página en esta edición. Este artículo es un fragmento editado del capítulo I de Patriotas y amantes. Románticos del siglo XIX en nuestra América (Bogotá: Lumen, 2017).

[3] Víctor Hugo, «Shakespeare» [1864], en Manifiesto romántico (Barcelona: Ediciones Península, 1971), 125.


lunes, julio 24, 2023

Tres postales sobre Bolívar en la isla Santay

El año pasado, Patricio Cajas, colaborador de la organización Los amigos de Santay, me invitó a escribir sobre la estancia en la isla de Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar Ponte y Palacios Blanco (Caracas, 24 de julio de 1783 – Santa Marta, 17 de diciembre de 1830). El primer texto fue exhibido en formato de pancarta en la escuela «Jaime Roldós» de la isla al conmemorarse otro aniversario del arribo de Bolívar a Santay, en agosto de 2022. Los otros dos son inéditos y los publico juntos en este día en que celebramos el ducentésimo cuadragésimo aniversario del natalicio del Libertador.

 

La sanación de Bolívar

 

Simón Bolívar arribó a la isla Santa el jueves 27 de agosto de 1829. Su estadía le permtió convalecer de algunos problemas de salud. Asimismo, en la isla, Bolívar reflexionó sobre la coyuntura política, borroneó el Tratado de Guayaquil, que sería firmado el 22 de septiembre, y meditó sobre su futuro político y vital. Se dice que realizaba largos recorrido a pie, junto a su caballo que no montaba, disfrutando de la naturaleza y el aire saludable para sus maltrechos pulmones y los cólicos biliares que lo aquejaban. El 4 de septiembre de 1829, le escribió al general Daniel O’Leary sobre su estancia en la isla: «…me va muy bien en ella y voy convaleciendo mucho». Tal vez, la decisión más importante que Bolívar tomó en Santay fue la de retirarse de la vida pública, según otra carta al mismo O’Leary. La isla Santay fue un oasis de sanación para Bolívar.

 

 

El retiro de la vida pública

 

En la misma carta del 4 de septiembre O’Leary, Bolívar también le comentó a O’Leary sobre el estado de su espíritu en Santay: «Yo me hallo ya disfrutando de regular salud en mi casa de campo a una milla de la ciudad; pero sin poder hacer el ejercicio que apetezco, porque el lugar, que es una pequeña isla, no lo permite». Bolívar, que había escrito «Mi delirio sobre el Chimborazo», un poema en prosa fechado en Loja, el 13 de octubre de 1822, disfrutaba de su relación con la naturaleza y la observaba con la avidez y la pasión de los románticos. El 13 de septiembre, en otra carta dirigida al mismo O’Leary, le reveló: «Estoy tan penetrado de mi incapacidad para continuar más tiempo en el servicio público, que me he creído obligado a descubrir a mis más íntimos amigos la necesidad que veo de separarme del mando supremo para siempre». Para Bolívar, su estadía en la isla Santay fue un tiempo de sentir la naturaleza y meditar sobre la política y el rumbo que tomaría al año siguiente su vida privada.

 

 

Monólogo de Bolívar

 

La muerte es la cura de nuestros dolores, pero aquí, en Santay, los aires de la isla me entregan soplos de vida y respiro en una calma universal. Atrás han quedado las vicisitudes de las guerras y la política, pero aún persisten sus ecos y sé que el destino que me espera está poblado de traiciones, desencantos, tristezas y derrotas. Pero ahora, camino junto a mi caballo en recorridos por los caminos agrestes de esta isla que la siento mía: yo, que he guerreado por la libertad junto a valiente soldados, creo que no hay nada más insoportable que el espíritu militar en el mando civil. Es necesario que me prepare para el final. La paz, en medio de la arboleda de la isla Santay, es propicia para meditar sobre lo hecho y lo por hacer. No es el deliro de las nieves del Chimborazo sino el remanso de la isla y el murmullo del río que la abraza con la transparencia del agua. No obstante, cada vez más, tengo la certeza de que quien sirve a una revolución ara en el mar. Y he aprendido, venciendo la opresión de los peninsulares y las intrigas de los traidores locales, que, en los gobiernos, para conseguir la felicidad de los pueblos, no hay otro partido que someterse a lo que quiere la mayoría. Más allá de los avatares políticos que, para mí, al parecer, han terminado, en la isla Santay contemplo una naturaleza amigable, una tierra enverdecida donde la salud ha vuelto a mi cuerpo y un oasis de paz a mi vida.

 

 


lunes, octubre 17, 2022

200 años de «Mi delirio sobre el Chimborazo»: acción y estado del alma del héroe romántico

Cuadro de Tito Salas, (1929), Casa de Bolívar, Caracas
           
¿Responde el texto de «Mi delirio sobre el Chimborazo», fechado en Loja, el 13 de octubre de 1822,[1] al delirio real en una situación extrema de un hombre confrontado a los rigores de la Naturaleza o, más bien, corresponde a la imaginación literaria pletórica de romanticismo convertida por la fuerza poética en delirio del Yo lírico? Es probable que este suceso haya sido real en el deseo —sobre este episodio de la vida de Bolívar  no existe documentación confiable aunque la mitificación del héroe lo ha dado por un suceso real contra la realidad de las condiciones objetivas que se requieren para ascender un volcán de la magnitud del Chimborazo—; no obstante, el poder de convicción de la literatura, como verdad del lenguaje, es lo que nos lleva a considerar verosímil no solo el ascenso realizado por un hombre que no era andinista sino también la escritura del texto como producto de un estado de delirio en el que el Yo lírico, en la cumbre nevada del volcán, se enfrenta a la presencia fantasmagórica del Tiempo.

            Sigmund Freud, en su estudio «El delirio y los sueños en la Gradiva, de W. Jensen» (1907), describe el singular ejemplo de sicoanálisis de un personaje literario al trabajar como un caso clínico la conducta del protagonista de la novela Gradiva, una fantasía pompeyana (1902). Freud afirma que «lo que sucede es que en todo delirio existe un grano de verdad, digno de completa fe, el cual constituye la fuente de la convicción del enfermo»[2]. Al describir las características principales del delirio, entendido como una perturbación, Freud señala dos: «en primer lugar, pertenece a aquel grupo de estados patológicos que no ejercen una inmediata influencia sobre el soma, sino que se manifiestan tan solo por síntomas anímicos; en segundo lugar, se caracteriza por el hecho de que en él adquieren las “fantasías” el supremo dominio; esto es, encuentran fe en el sujeto e influyen en sus actos»[3].

En términos generales, el delirio tiene además una característica mística que hay que considerar para el análisis del texto de Bolívar. Esta dimensión mística se encuentra en el entramado de referencias a deidades clásicas que Bolívar utiliza en «Mi delirio». El misticismo encerrado en esa perturbación que es el delirio lo leemos en el libro del profeta Ezequiel que relata la visión que tuvo de la gloria de Dios, descrito como una figura fantasmagórica al igual que Bolívar contempla en su poema la aparición del Tiempo como una deidad: «Y vi apariencia como de bronce refulgente, como apariencia de fuego dentro de ella en derredor, desde el aspecto de sus lomos para arriba; y desde sus lomos para abajo, vi que parecía como fuego, y que tenía resplandor alrededor». (Ez, 1: 27-28)

«Mi delirio sobre el Chimborazo» es un poema en prosa cuya tesitura transita el camino nebuloso de las visiones; su escritura está cargada de alusiones clásicas e impregnada de arrebatadas imágenes de corte romántico; un texto poético en el que su autor ha construido un Yo lírico que está profundamente comprometido, desde la acción política, con la libertad de la patria. En él, Bolívar reedita el tópico del viajero que domina la Naturaleza desde la cúspide de una montaña, similar a su juramento sobre el monte Sacro (15 de agosto de 1805) cargado, entonces, de una mirada severa sobre los valores cívicos del mundo antiguo. En esta ocasión, Bolívar, triunfante en sus gestas heroicas, entregado al delirio romántico, ratifica en el ámbito de las visiones la tarea realizada y lo que falta aún por obtener para la realización plena no solo de la libertad sino de la construcción de la gran Colombia con la que todavía sueña.

¿Por qué habla de delirio un hombre como Bolívar, signado por la acción política y militar, y acostumbrado a la racionalidad en el análisis de los intereses de los partidos? ¿Por qué se desvía de las batallas que tiene que librar todavía para consolidar el proceso independista en Perú, para ascender al Chimborazo y, enseguida, para escribir un poema que da cuenta de su estado de delirio en la cúspide del volcán? Tal vez porque en Bolívar habita el espíritu de la libertad y la originalidad, el del héroe romántico que es, al mismo tiempo, patriota y amante. Su delirio, en resumidas cuentas, es concomitante con su gesta gloriosa pues su ascensión a la cumbre del volcán y, como resultas de ella, su delirio son acción y estado del alma posibles debido a que era el Dios de Colombia que me poseía.

No se trata, entonces, de una aventura del ocio per se sino de una misión diferente emprendida por un llamado superior. En primera instancia, la ascensión se debe a la presencia de un espíritu inexplicable para el Yo que lo impele a una acción en la que debe derrotarse a sí mismo, a su cansancio, a sus temores y que, por adición, lo colocará en un logro mayor que el de sus antecesores en la aventura: «…y arrebatado por la violencia de un espíritu desconocido para mí, que me parecía divino, pasé sobre los pies de Humboldt, empañando aún los cristales eternos que circuyen el Chimborazo». El arrebato es un estado en el que el sujeto queda fuera de sí, imposibilitado de actuar racionalmente y, por tanto, a merced de un «espíritu desconocido» que, según lo anuncia el Yo lírico, parece ser de origen divino: en el párrafo siguiente del texto nos enteramos de que esa divinidad es el «Dios de Colombia». Lo que, en definitiva, mueve a Bolívar para emprender el viaje y la ascensión es, nuevamente, aquello que ha movido su vida entera: la patria divina.

Rafael, La visión de Ezequiel, óleo sobre tabla, 40x30, 1518
            El Yo lírico acusa «un delirio febril», esto es, una pérdida de contacto con la realidad ante la magnificencia de la Naturaleza y los efectos que esta tiene sobre los sentidos del sujeto que la contempla y la vive en el delirio: «me siento como encendido por un fuego extraño y superior». Se trata de una experiencia mística si nos atenemos a las visiones del profeta Ezequiel, aunque en este caso el dios sea, con oxímoron incluido, un dios laico. El fuego que envuelve la aparición que contempla el profeta y el arco iris que irradia aquella son semejantes al «fuego extraño» del hablante lírico y «el manto de Iris» con el que dicho Yo llega envuelto: «Al guerrero, travestido en un ser fuera del mundo, las alas, el vuelo de lo alucinante (alucinógeno), esa máquina de múltiples vuelos que es el delirio —variante romántica de la imaginación— le permite ascender hacia la misma cima…»[4]. La poesía es aquí producto de ese instante de enajenación del sujeto que en su delirio visualiza aquello que le está vedado a quienes permanecen estancados en la norma.

Pero el hombre de acción difiere de aquel que solo contempla y esa diferencia se expresa en el momento del delirio y de la escritura. Cuando Shelley escribe «Mont Blanc» lo hace bajo la impresión profunda y la excitación poderosa que le ha provocado la contemplación de la Naturaleza. El poeta, al mirar el paisaje de la Naturaleza y escuchar la voz de la montaña, encuentra en ellas una verdad que pretende compartir con el ser humano. Desde la contemplación la voz poética de Shelley se enfrenta al horror que provoca la soledad de la montaña y su escritura es el ámbito para verter en ella la experiencia estética que deriva de la percepción que la mente humana recibe en su relación con la Naturaleza indómita: «¡Cuánto horror amontona tu soledad desnuda! / ¡Oh piedra atormentada y espectral cataclismo! / ¡Como en un planeta en ruinas cubre la nieva muda / la sombra desolada del cielo y del abismo!»[5].

Para Bolívar, en cambio, «la violencia de un espíritu desconocido» lo lleva a la superación de los caminos andados por sus predecesores y, por tanto, puede decir: «pasé sobre los pies de Humboldt, empañando aún los cristales eternos que circuyen el Chimborazo». El volcán deja de ser un pretexto temático para la contemplación y se convierte, por sí mismo, en un elemento natural que el héroe ha vencido para vencerse también a sí mismo: «Llego como impulsado por el genio que me animaba, y desfallezco al tocar con mi cabeza la copa del firmamento, y con mis pies los umbrales del abismo». El volcán se multiplica simbólicamente para convertirse en testimonio de una nueva victoria del héroe, en esta ocasión sobre la Naturaleza y el tópico de la ascensión del viajante se realiza como una hazaña que lo conduce al delirio que le mostrará nuevas verdades.

 

John Singer Sargent, The Descent from Mont Blanc, óleo, 95,2 x 116,2 cm, 1911

Bolívar abre su poema con una invocación embebida en la tradición clásica: «Yo venía envuelto con el manto de Iris». La veloz Iris, hija de Taumante y Electra, según la Teogonía, de Hesíodo, es la mensajera de los dioses. En la Ilíada, de Homero, Hera envía a Iris para decirle a Aquiles que debe incorporarse a la batalla para rescatar el cadáver de su amigo Patroclo en poder de los troyanos (Canto XVIII, 165 – 202); asimismo, es Iris quien acude, llevando la súplica de Aquiles, a la morada de los vientos para que enciendan «la pira en la que yace Patroclo, a quien todos los aqueos lloran» (Canto XXIII, 198-212). Iris es también la representación mitológica de ese fenómeno óptico que es el arco iris y que se manifiesta como, espectro de luz en el cielo, un arco multicolor de esplendente belleza. Bajo esa invocación que se remonta al mundo griego, el Yo lírico se presenta a sí mismo como si estuviera envuelto en una luminosidad particular; irradiando luz en su mítica travesía desde «el Dios de las aguas» hasta el «atalaya del Universo». El mundo mítico de la vieja Europa representado por «el manto de Iris» se conjuga simbólicamente, en ese tránsito de Bolívar que va desde el trópico hasta las nieves perpetuas, con lo real maravilloso —en el sentido que Alejo Carpentier le dio al término— que emana del Orinoco y de «las encantadas fuentes amazónicas». Allá va, entonces, el héroe llevado por Iris en su manto, dispuesto a coronar una nueva hazaña, sin poder alguno que lo detenga. Estamos ante el espíritu del superhombre romántico capaz de dominar la mítica Amazonía y las nevadas cumbres de los Andes.

La realización de la causa de la independencia es motivación suficiente para que, en el presente desolado que lo circunda en las laderas del Chimborazo, el Yo lírico alcance «los cabellos canosos del gigante de la tierra». No presenciamos el sentimiento trágico del héroe del romanticismo decadente, sino que estamos ante el voluntarismo glorioso del superhombre del romanticismo que proviene del espíritu triunfalista del individuo desde el Renacimiento, cuando el ser humano fue convertido en el centro de la creación. Bolívar es el superhombre que corona la cumbre que otros grandes hombres —La Condamine y Humboldt—no alcanzaron; al mismo tiempo, Bolívar se ha convertido en el amante que se verá consumido por el fuego sagrado de la pasión amorosa en su relación recién iniciada con Manuela Sáenz.

La estructura del delirio místico en el libro del profeta Ezequiel parte de una deslumbrante visión de la divinidad; luego sucede la aparición de una entidad fantasmagórica; y, finalmente, el profeta recibe la misión de difundir el mensaje a la comunidad. El fuego, como elemento representativo de la presencia de lo divino, es un símbolo tanto en el delirio de Ezequiel como en el de Bolívar. Una estructura similar encontraremos en «Mi delirio» pues el Yo lírico, que se siente consumido por «un fuego extraño» mientras «un delirio febril» embarga su mente, admite una posesión divina de su ser: solo que, en este caso, ya no se trata del Dios bíblico sino de una divinidad a quien Bolívar ha consagrado su existencia, como un sacerdote de la patria: «Era el Dios de Colombia que me poseía». La condición divina de la patria liberada que posee el espíritu de ese Yo lírico, concebido como un superhombre capaz de tal singular hazaña, es el Dios que va a poseerlo en su delirio para que vea y escuche la fantasmagórica aparición del Tiempo.

El Tiempo, hijo de la Eternidad y cuyo límite es el Infinito, su hermano; el Tiempo, «más poderoso que la Muerte», se aparece ante el espíritu azorado del héroe para confrontarlo y mostrarle lo diminuto que es el ser humano por más gloria que haya logrado, lo ínfimo y deleznable que termina siendo su mundo en el decurso del Tiempo: «¿Crees acaso que el Universo es algo? ¿Que montar sobre la cabeza de un alfiler, es subir?». Si en el monte Sacro el héroe estuvo lúcido frente a su maestro dando inicio a la elaboración de su discurso libertario, en el Chimborazo, el héroe delira, arrebatado, contemplando la aparición de una poderosa deidad. El Tiempo devuelve al superhombre envanecido por la gloria terrenal alcanzada a su condición transitoria y mortal. El Yo lírico del poema, entonces, se sitúa delirante frente a este «viejo cargado con los despojos de las edades» con el estremecimiento que le ocasiona la presencia sublime del poderoso Tiempo.

El Yo lírico acepta su condición de mortal, en el delirio provocado por la fuerza de una Naturaleza invencible; el Yo Lírico se encuentra, de pronto, ante un poder frente al cual se siente ínfimo, transitorio, mortal: «Sobrecogido por un terror sagrado». Bolívar, el guerrero poeta, sufre de la misma sensación de terror que develará el cubano José María Heredia (1803-1839) en su antológico poema «Niágara» (1824); sensación que proviene de la Naturaleza cuando Heredia contempla la magnificencia de las cataratas: «…Niágara undoso, / tu sublime terror sólo podría / tornarme el don divino, que ensañada / me robó del dolor la mano impía» (vv. 5-8). Lo sublime, que estremece y agita el alma del poeta, también provoca que éste retome la escritura: «Templad mi lira, dádmela, que siento / en mi alma estremecida y agitada / arder la inspiración» (vv. 1-3). Esa experiencia de contemplación en «el abismo horrendo» sume al poeta Heredia en la nostalgia, tanto en su condición de patriota desterrado como en la de amante sin amada: «¡Delirios de virtud…! ¡Ay! ¡Desterrado, / sin patria, sin amores, / sólo miro ante mí llanto y dolores!» (vv. 127-129).[6]

Mas, a pesar de encontrarse «sobrecogido por un terror sagrado», Bolívar, dada su condición de héroe guerrero, tiene la entereza para recomponerse y, en el estado de delirio en que se encuentra el Yo lírico, logra confrontar a la fantasmagórica encarnación del Tiempo: «cómo ¡oh Tiempo! —respondí— no ha de desvanecerse el mísero mortal que ha subido tan alto?». Al hablar acerca de la revelación poética y la estrecha relación que existe entre religión y poesía, en El arco y la lira, Octavio Paz dice que «el horror sagrado brota de la extrañeza radical. El asombro produce una suerte de disminución del yo. El hombre se siente pequeño, perdido en la inmensidad, apenas se ve solo»[7]. Al comienzo, el héroe reconoce su condición transitoria en el mundo y su extravío en la inmensidad de la Naturaleza que está contemplando, pero, de inmediato, y al contrario de lo señalado por Paz, la fuerza espiritual del superhombre interviene para que el Yo lírico se ubique, física y mentalmente, en el lugar que el héroe considera, por sí mismo, que le corresponde: «He pasado a todos los hombres en fortuna, porque me he elevado sobre la cabeza de todos».

El «fuego extraño y superior» lo lleva a un triunfalismo voluntarista —superando la posibilidad de que «el corazón se espante», como le sucede a la voz poética del pesimista Leopardi en su poema de corte metafísico “El infinito”—, que se expresa en la delirante situación de poder sobre la Naturaleza en la que se ubica el hablante lírico: «Yo domino el Universo con mis plantas; toco al Eterno con mis manos; siento las prisiones infernales bullir bajo mis pasos; estoy mirando de una guiñada los rutilantes astros; los soles infinitos; he visto sin asombro el espacio que encierra la materia». El romanticismo del conde Leopardi, por el contrario, ubica al hablante lírico vencido por la contemplación del horizonte sin límites, en medio de «aquel silencio infinito», hasta que lo eterno lo envuelve: «En esta / inmensidad se anega el pensamiento, / y el naufragar en este mar me es dulce»[8]. Para Bolívar esa derrota ante lo inasible del Tiempo sería símbolo de un estado espiritual más bien enfermizo y decadente por lo que su actitud desafiante lo reafirma como héroe que se engrandece en todo momento; la lectura que hace en el rostro del Tiempo lo prepara para la continuidad de la misión que este último habrá de encomendarle: «y en tu rostro leo la historia de lo pasado y los libros del destino».

 

Emilio Moncayo, El Chimborazo al sur de Riobamba, óleo sobre tela, 65 x 102 cm, 1930.

Leopardi siente su patriotismo inflamado pero la tristeza lo envuelve viendo a su patria vencida, incapaz de alzarse en contra de los invasores y volver la mirada a los tiempos de la Roma imperial. Su lamento en el poema «A Italia» (1818) se debe a que los italianos no luchan por Italia, sino que han estado involucrados en las Guerras Napoleónicas: «Veo, ¡oh patria!, los muros y los arcos, / columnas, simulacros, yermas torres / de nuestros ascendientes, / mas no veo la gloria, / ni el hierro ni el laurel que antes ceñían / a nuestros viejos padres»[9]. El patriotismo romántico de Leopardi es pesimista pues está marcado por las derrotas históricas y su propio espíritu contemplativo. Por el contrario, Bolívar, que ha triunfado como guerrero, siente que todo lo puede: es el superhombre romántico que, a pesar de estar «sobrecogido por un terror sagrado», tiene el temple para hablar con fantasmagóricas apariciones. Esta es la enorme diferencia en la condición espiritual entre este «nuevo género humano» que constituyen los patriotas y amantes del Nuevo Mundo frente al Viejo Mundo, que ya nada tiene que enseñarle a nuestra América.

En «Mi delirio», el héroe recibe una misión por parte del Tiempo, como sucede en el caso de la misión providencial que emana del delirio místico del profeta Ezequiel. En cambio, si Prometeo es el primer romántico que proviene de la Grecia clásica dado que roba el fuego sagrado, como parte de su condición de héroe trágico, para entregárselo a los hombres y procurar la libertad de sus espíritus, el Yo lírico del poema de Bolívar, encarnado por el propio Libertador, es un rebelde que ya ha conseguido la libertad de su patria frente al yugo español y que, en su delirio, imagina que el Tiempo reafirma la misión que él mismo jurara en el monte Sacro.

La rebeldía del héroe romántico encarnado por Bolívar no se da contra unos dioses abstractos. La rebeldía de Bolívar se da contra el poder colonial al que, en el momento de la escritura, ha derrotado casi en su totalidad: «Observa —me dijo—, aprende, conserva en tu mente lo que has visto, dibuja a los ojos de tus semejantes el cuadro del Universo físico, del Universo moral». Bolívar es un romántico que se encuentra fundando una patria y, por tanto, su espíritu voluntarista aún está bañado de optimismo en el futuro de la humanidad entendido como progreso material y moral. Por eso, Bolívar, al igual que en su juramento de Roma, vuelve a imponerse una tarea moral, ahora que ha cumplido parte de aquel destino glorioso que vislumbró frente a su maestro, en esta ocasión, por boca del Tiempo: «no escondas los secretos que el cielo te ha revelado; di la verdad a los hombres». Y nuevamente se asemeja al delirio místico; al final del Apocalipsis, Juan recibe el mensaje de uno de los siete ángeles: «Y me dijo: Estas palabras son fieles y verdaderas. Y el Señor, el Dios de los espíritus de los profetas, ha enviado su ángel, para mostrar a sus siervos las cosas que deben suceder pronto. ¡He aquí que vengo pronto! Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía de este libro» (Ap. 22: 6-7).

En «Mi delirio», luego de recibida la tarea por parte del Tiempo, «la fantasma desapareció». Entonces es cuando todo el esfuerzo sobrehumano que ha desplegado el héroe para mantenerse activo, escuchando la aparición fantasmagórica, superando con valentía el terror sagrado y respondiendo con entereza a la fantasma durante el delirio se vuelve, finalmente, agotamiento y caída en el reposo luego del éxtasis: «Absorto, yerto, por decirlo así, quedé exánime largo tiempo, tendido sobre aquel inmenso diamante que me servía de lecho». Sin embargo, este desfallecimiento del héroe es momentáneo en la continuidad de la existencia; sucede en un instante que devela la debilidad, propiamente humana, de quien hemos asumido como un superhombre capaz de las mayores hazañas.

Bolívar, agotado, repone sus fuerzas tendido sobre la cumbre del Chimborazo; solo, en medio de la nieve perpetua, el héroe parecería fundirse con la Naturaleza. Mas, la tarea encomendada por el Tiempo debe cumplirse y, nuevamente, la patria llama la atención del héroe recuperándolo de aquel reposo: «En fin, la tremenda voz de Colombia me grita; resucito; me siento; abro con mis propias manos mis pesados párpados». El delirio vivido en la cumbre del volcán ha terminado; le toca ahora a Bolívar llevar «la verdad a los hombres» y, por tanto, entre otras tareas, enseñar el delirio escrito a esos hombres.

«Mi delirio sobre el Chimborazo» es un texto fundacional del romanticismo de nuestra América más allá de la intención literaria que hubiese tenido su autor, que no fue un poeta sino un guerrero. En la escritura de Bolívar, «Mi delirio» complementa las palabras con las que empieza su ventura libertaria en el monte Sacro, frente a su maestro Simón Rodríguez, mirando a Roma y juzgando al mundo antiguo. Si el «Juramento de Roma» llevaba en sí la formación clásica de Bolívar junto con su voluntarismo romántico, «Mi delirio sobre el Chimborazo» encierra toda la pasión y el arrebato románticos de quien ya ha cumplido gran parte de su juramento y se sabe próximo a su destino glorioso. Exánime, yerto sobre la nieve de la cumbre, el héroe escucha el llamado de la patria, el grito de Colombia; en ese instante Bolívar recupera su condición heroica y el Yo lírico sentencia su recuperación esencial y la tarea con la que empieza su nueva misión: «vuelvo a ser hombre, y escribo mi delirio».

 

 

 

Mi delirio sobre el Chimborazo

Simón Bolívar, 13 de octubre de 1822

 

Yo venía envuelto con el manto de Iris desde donde paga su tributo el caudaloso Orinoco al Dios de las aguas. Había visitado las encantadas fuentes amazónicas, y quise subir a la atalaya del Universo. Busqué las huellas de La Condamine y de Humboldt; seguílas audaz, nada me detuvo; llegué a la región glacial, el éter sofocaba mi aliento. Ninguna planta humana había hollado la corona diamantina que pusieron las manos de la eternidad sobre las sienes excelsas del dominador de los Andes. Yo me dije: este manto de Iris que me ha servido de estandarte ha recorrido en mis manos regiones infernales; ha surcado los mares dulces; ha subido sobre los hombros gigantescos de los Andes; la tierra se ha allanado a los pies de Colombia y el tiempo no ha podido detener la marcha de la libertad; Belona ha sido humillada por los rastros de Iris ¿y yo no podré trepar sobre los cabellos canosos del gigante de la tierra? Sí podré; y arrebatado por la violencia de un espíritu desconocido para mí, que me parecía divino, pasé sobre los pies de Humboldt, empañando aún los cristales eternos que circuyen el Chimborazo. Llego como impulsado por el genio que me animaba, y desfallezco al tocar con mi cabeza la copa del firmamento, y con mis pies los umbrales del abismo.

Un delirio febril embarga mi mente; me siento como encendido de un fuego extraño y superior. —Era el Dios de Colombia que me poseía.

De repente se me presenta el Tiempo bajo el semblante venerable de un viejo cargado con los despojos de las edades, ceñudo, inclinado, calvo, rizada la tez, una hoz en la mano.

«Yo soy el padre de los siglos; soy el arcano de la fama y del secreto; mi madre fue la Eternidad; los límites de mi imperio los señala el Infinito; no hay sepulcro para mí, porque soy más poderoso que la Muerte; miro lo pasado, miro lo futuro, y por mis manos pasa lo presente. ¿Por qué te envaneces, niño o viejo, hombre o héroe? ¿Crees acaso que el Universo es algo? ¿Que montar sobre la cabeza de un alfiler, es subir? ¿Pensáis que los instantes que llamáis siglos pueden servir de medidas a los sucesos? ¿Pensáis que habéis visto la Santa Verdad? ¿Imagináis locamente que vuestras acciones tienen algún precio a mis ojos? Todo es menos que un punto a la presencia del infinito que es mi hermano».

Sobrecogido de un terror sagrado, «cómo ¡oh Tiempo! —respondí— ¿no ha de desvanecerse el mísero mortal que ha subido tan alto? He pasado a todos los hombres en fortuna, porque me he elevado sobre la cabeza de todos. Yo domino el Universo con mis plantas; toco al Eterno con mis manos; siento las prisiones infernales bullir bajo mis pasos; estoy mirando de una guiñada los rutilantes astros; los soles infinitos; he visto sin asombro el espacio que encierra la materia; y en tu rostro leo la historia de lo pasado y los libros del destino».

«Observa —me dijo—, aprende, conserva en tu mente lo que has visto, dibuja a los ojos de tus semejantes el cuadro del Universo físico, del Universo moral; no escondas los secretos que el cielo te ha revelado; di la verdad a los hombres».

La fantasma desapareció.

Absorto, yerto, por decirlo así, quedé exánime largo tiempo, tendido sobre aquel inmenso diamante que me servía de lecho. En fin, la tremenda voz de Colombia me grita; resucito; me siento; abro con mis propias manos mis pesados párpados; vuelvo a ser hombre, y escribo mi delirio.

 

Nota bene: Existen múltiples transcripciones del texto. He preferido trabajar con esta versión tomada directamente por mí de la Colección de documentos relativos a la vida pública del Libertador de Colombia y del Perú, Simón Bolívar, t. XXI, Caracas: Imprenta de G. f. Devisme, 1832, 243-244. He modernizado la ortografía, puesto algunos sustantivos propios en mayúsculas y corregido erratas obvias.

 

La presente entrada es una versión resumida del apartado del mismo nombre publicado en mi libro Patriotas y amantes. Románticos del siglo XIX en nuestra América (Bogotá: Lumen, 2017), 89-110.

 



[1] El Grupo de Investigación en Literatura Colombiana de la Universidad de Santander, en nota al pie de página, ha señalado al respecto: «El texto original de Bolívar fue impreso por primera vez en 1833 [en la portada del libro dice “1832”], en “El Apéndice”, tomo XXI de la Colección de documentos a la vida pública del Libertador, preparado por Francisco Javier Yañes y Cristóbal Mendoza [Sobre la autenticidad del texto Vicente Lecuna señala]: “Recientemente se ha dado a conocer una copia de la época, fechada en Loja el 13 de octubre de 1822 que conservan en Quito los descendientes del coronel Vicente Aguirre”». Serafín Martínez, Ana Cecilia Ojeda y Judith Nieto, Mi delirio sobre el Chimborazo: el texto en la cultura (Bucaramanga: Universidad Industrial de Santander, 2005), 9.

[2] Sigmund Freud, “El delirio y los sueños en la Gradiva de W. Jensen”, en Obras completas, t. II, 4ta ed., Madrid, Biblioteca Nueva, 1981, p. 1.328.

[3] Ibídem, p. 1.307.

[4] Raúl Serrano Sánchez, «Mi delirio sobre el Chimborazo: anuncios y fundación», Kipus. Revista andina de letras, # 26 (2009): 83.

[5] Percy Bysshe Shelley, «Mont Blanc», en Poetas románticos ingleses, traducción de Leopoldo María Panero, (Barcelona: RBA editores, 1999), 135-136.

[6] José María Heredia, «Niágara», en Poesía de la Independencia, compilación, prólogo, notas y cronología de Emilio Carrilla (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1979), 78-82.

[7] Octavio Paz, El arco y la lira, [1956] (México DF: Fondo de Cultura Económica, 2010), 142.

[8] Giacomo Leopardi, «El infinito», en Cantos, introducción, traducción y notas de Diego Navarro, (Barcelona: RBA Editores, 1999), 41.

[9] Leopardi, «A Italia»…, 3.