El 5 de mayo pasado, el doctor
Tedros Adhanom Gebreyesus, director general de la Organización Mundial de la
Salud, OMS, anunció el fin de la emergencia sanitaria internacional por causa
de la COVID-19. En declaraciones de prensa, dijo: «Ayer, el Comité de
Emergencias se reunió por decimoquinta vez y me recomendó que declarara el fin
de la emergencia de salud pública de importancia internacional. He aceptado ese
consejo. Por lo tanto, declaro con gran esperanza el fin de COVID-19 como
emergencia sanitaria internacional». Sin embargo, el mismo doctor Gebreyesus
aclaró que «esto no significa que COVID-19 haya dejado de ser una amenaza para
la salud mundial».
Este anuncio esperanzador trajo a la
memoria colectiva de la gente de Guayaquil las muertes y el sufrimiento que
ocasionó la pandemia en aquel aciago 2020 y la irresponsable, por decir lo
menos, respuesta institucional que dieron las autoridades gubernamentales en
todos los niveles.
En mi poemario Trabajos y desvelos, en la sección «Puerto
del coronavirus: crónicas de Guayaquil en cuarentena», he recreado literariamente
algunos episodios que dan testimonio de lo vivido durante aquellos días. Estas
crónicas breves pretenden mantener viva la memoria de aquel annus horribilis.
Vuelo IB6453
El virus viajaba en primera clase;
después de todo, tiene corona. Ese miércoles 18 de marzo de 2020, el virus era
el único pasajero de aquel vuelo con once tripulantes. Los asientos del Airbus
340, vacío de pasajeros, servían para que el virus se moviera de un lado a otro
de la nave de Iberia. En el vuelo IB6453 venía el virus de la pandemia.
La pista del aeropuerto José Joaquín
Olmedo, de Guayaquil, se llenó de carros de la Autoridad de Tránsito Municipal
y de la Policía Metropolitana. «Soy la responsable de haber impedido que
aterrice el vuelo de Iberia proveniente de Madrid», dijo la alcaldesa, quien,
además, aseguró: «Yo garantizaré la vida de los guayaquileños».
Pero el coronavirus no llegó por
Iberia.
Resumo lo que han dicho los
periódicos y la televisión:
El Viernes Santos, 10 de abril, la
provincia del Guayas reportó 5.281 contagiados; de esos, Guayaquil, su capital,
tenía 3.983. Para la misma fecha, a nivel nacional, había 7.161 casos
registrados, según el Comité de Operaciones de Emergencia, COE. Al 24 de abril,
la cifra de la provincia subió a 15.365 casos de los 22.719 registrados a nivel
nacional. El 29 de abril, el secretario de la Presidencia, pulverizando las
cifras oficiales, aceptó en una entrevista en NTN24, que, en la provincia del Guayas,
habría habido alrededor de ocho mil muertos por la pandemia.
Este cronista no sabe cómo, a pesar
de que el vuelo 6453 de Iberia no pudo aterrizar, el virus se las ingenió para
instalarse en una ciudad que se sentía poderosa y feliz, y que se creía invulnerable.
Un momento grave de la vida
«El momento más grave de mi vida es
el haber sorprendido de perfil a mi padre», escribió César Vallejo.
Movido por la necesidad de enterrar
a su muerto querido y de rendirle honores fúnebres, de no abandonarlo al
anonimato de la fosa común o a la caridad de un féretro de cartón, un hijo
transportó el cadáver de su padre en un viejo Trooper azul desde Guayaquil hasta
la parroquia Cerecita, donde había nacido. En el asiento trasero del yip,
viajaba sentado el cadáver con una mascarilla de tela blanca que cubría su
nariz y boca.
Sucedió el jueves 9 de abril. Durante
el viaje, el hijo compartió el camino hacia la soledad eterna en compañía del
difunto. Esa soledad, poblada en vida de los silencios cotidianos con los que
platican los varones, se prolongó por cincuenta kilómetros largos. Cuando el
hijo regresó del cementerio de Cerecita a la casa familiar —vacía para siempre
de padre— pronunció las palabras de su orfandad definitiva:
«El momento más grave de mi vida es
haber visto a mi padre, a través del espejo retrovisor, con una mascarilla que
le cubría nariz y boca, sentado y muerto, en el asiento trasero del viejo yip
azul».
Viernes Santo
El becerro de oro, el que Aarón
fundió con los zarcillos que se quitaron de sus orejas las hijas y los hijos de
Israel, se ha convertido en el becerro volador de acero, aluminio y titanio que
alquiló el arzobispado de Guayaquil. No creo en becerros ni en helicópteros. Creo
en el valor de la oración compartida por quienes habitan el hogar del
confinamiento.
Viernes, 10 de abril: han sacado a
pasear por los aires al Cristo del Consuelo. Ese que carga todos los dolores y
las culpas, ese que nos recuerda que nuestras penas con ser muchas son pocas
ante la muerte del Hijo abandonado por el Padre. Pero la muerte del Hijo de
Dios solo tiene sentido si es redención de la condena primigenia, aquella que
recibió el ser humano cuando fue expulsado del Paraíso. El bálsamo del Cristo
sería la promesa de las Bienaventuranzas para aquellos que recibirán la tierra
por heredad, mas no la resignación ante la iniquidad del mundo.
Desde las ventanas de sus casas los
habitantes del puerto han levantado las miradas hacia el cielo: vieron ese moscardón
rugiente del espectáculo sacerdotal. En vano esperaron que cayera la lluvia
bendita sobre sus corazones atribulados. Al becerro vo
lador le ofrecieron el
holocausto de sus cadáveres queridos a la espera del sepulturero agobiado. Suplicaron
la protección del Cristo del Consuelo para sus vivos y permanecieron con los
párpados cerrados como si en ese gesto se inocularan el virus de la esperanza.
Testimonio del Hospital y la Casa de las Muñecas
Le dicen «La José», es homosexual,
tiene cálculos renales y carece de inscripción de nacimiento. Sus padres, que
acuden fervientes a una iglesia evangélica, le han inculcado la idea de que es
preferible que se muera antes de que siga siendo gay. A Sharon, una joven trans
que antes de la cuarentena se dedicaba a la prostitución callejera, su madre le
ha dicho que no tiene dinero para mantenerla en la casa, que vea cómo se las
arregla. Sharon y «La José» conviven en la Casa de las Muñecas junto a una
decena más de personas LGBTI, algunas colombianas y, otras, venezolanas. Las
historias de los parias de la tierra son similares por lo que este cronista
teme ser repetitivo en su narrativa, pero sucede que, en la existencia
cotidiana, cada drama es único, verdadero e irrepetible para quien se mira en
el espejo de su propio dolor.
Mariasol Mite Galarza vive al norte,
en La Atarazana, y trabaja al final de la ciudad, casi al llegar a la zona del
puerto, en el Hospital General Guasmo Sur, HGGS. Se moviliza en taxi, cuando
encuentra alguno, o con un compañero de trabajo que tiene carro. Ella es
responsable de la unidad de atención al usuario. ¿Dónde tienen a mi madre? Mariasol
debe, durante sus largas jornadas, dar respuestas que resuelvan avatares, que
calmen angustias y que disipen miedos. Mi abuelito entró anoche pero no sé
de él. Su palabra es como un hilo que siempre está a punto de romperse y
cuyo sentido desemboca en el alivio de quien la escucha o en el llanto ante lo
irremediable. Dígame, por favor, que no es cierto que mi esposo ha muerto.
En su oficina, sobre un anaquel, ha
colocado la imagen del Divino Niño, ese infante vestido con un batón rosado que
dirige la mirada hacia un cielo ilusorio; Mariasol cree que «la fe sin acción
es palabra muerta». Ella, además, recibe las donaciones que llegan al hospital:
botellas de agua, pizzas, empanadas, fanesca, etc. Debe repartirlas para el
personal médico, administrativo y de servicio; así como para ciertos pacientes.
Es como si trabajase en una permanente multiplicación de los panes.
Mariasol es también una activista
trans y es quien dirige la Casa de las Muñecas, una organización de base
comunitaria que alberga y protege, en particular, a chicas trans en situación
de calle. El año pasado, vi a Mariasol encabezando la comparsa de la Casa de
las Muñecas durante el desfile del Día del Orgullo LGBTI, en Guayaquil. Aquel
sábado de junio, lucía un bodysuit de franjas verticales con los colores del
arcoíris y, pegado a los hombros, pañuelos de tul coloridos que ondeaban como
si el espectro de luz de la tarde bailara junto con el movimiento de sus
brazos. Este año, seguramente, no habrá desfile, pero el Orgullo, para ella, no
es de un día, sino de la vida entera.
El trabajo de la Casa, durante la
cuarentena, lo coordina con Amy Antonella, mujer trans, alta como una espiga bañada
en melaza. Las dos, junto a otras personas que viven acogidas en la Casa, hacen
las compras de los víveres en el Mercado Central. Allá van, protegidas con
mascarillas, guardando la distancia social que recomiendan las autoridades de
salud. «La pasamos bien. Es como una terapia para mitigar tanto encierro. Y,
aunque todo está más caro, logramos llenar la canasta». La multiplicación de
los panes parecería una destreza del activismo de Mariasol.
La Casa no tiene ningún tipo de
apoyo, ni estatal ni municipal, y sobrevive por donaciones esporádicas que
Mariasol consigue aquí y allá. Quienes habitan la Casa son personas expulsadas
de todo paraíso; rechazadas por aquellos que llevan su misma sangre, son
errantes sin tierra prometida. En aquella casa encuentran un pan sencillo y el
cuidado de quienes han aprendido a servir en medio del sufrimiento propio.
Mariasol llega a su hogar en las
noches y sigue atendiendo mensajes desde su teléfono móvil. Conversa con su
madre y con su hermana. Mira alguna película que le permita olvidarse del
trajín del día. «No soy ninguna heroína. Yo, simplemente, le estoy devolviendo
a la vida la oportunidad que me ha dado para ser lo que soy y para servir». El
hospital la espera al día siguiente. La Casa de las Muñecas, siempre la acompaña.