José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, julio 21, 2025

La edición prínceps de «La victoria de Junín. Canto a Bolívar» y las cuitas del poeta

 

En esta segunda entrega sobre La victoria a Junín. Canto a Bolívar, en su bicentenario, les ofrezco una noticia sobre la edición prínceps de 1825, cuya edición facsimilar, en 1975, se la debemos a la Academia Ecuatoriana de la Lengua. De igual manera, a partir de su correspondencia, comparto una reflexión acerca de las vicisitudes literarias y vitales que padeció J. J. Olmedo durante el proceso de escritura del poema y, en general, sobre el oficio de la poesía en medio de las tareas políticas de los poetas civiles.

 

 

 

 

La edición prínceps de La victoria de Junín. Canto a Bolívar

           

            «Consta el Canto a Bolívar en su edición primera de 28 páginas, no numeradas las 4 primeras ni las 3 últimas. Mide con los márgenes muy anchos 28,5 cm x 18.5. Lleva 22 notas, impresas al pie de las páginas, y al fin del Canto la Advertencia [que es una nota de cuarenta líneas en letra cursiva en la que Olmedo justifica el extenso vaticinio del Inca]»[1]. Así describió Aurelio Espinosa Pólit, S.I., la edición prínceps de La victoria de Junín. Canto a Bolívar, de José Joaquín de Olmedo, que carece de portada, que está firmada como J. J. Olmedo y que, debajo de la Advertencia, lleva el siguiente colofón: «Guayaquil: Imprenta de la Ciudad, por M. I. Murillo, 1825».

            La edición no señala el mes de su impresión, pero deducimos que apareció en mayo por una carta a Bolívar, del 15 de mayo de 1825, en la que Olmedo le confiesa que unos amigos lo han convencido para que imprima el poema a pesar de su reticencia: «Como esta composición es toda de usted, yo no he querido tomarme la libertad de imprimirla. Pero me han asaltado varios amigos […] y todos me repusieron que usted no tiene propiedad alguna, porque todas sus cosas son comunes entre sus amigos y entre los buenos ciudadanos […] Me han convencido y queda bajo prensa».[2]

            El 4 de mayo de 1975, la Academia Ecuatoriana de la Lengua, AEL, conmemoró el primer centenario de vida institucional y con ese motivo, en colaboración con la Biblioteca Ecuatoriana Aurelio Espinosa Pólit, BEAEP, publicó una edición facsimilar de la edición prínceps de La victoria de Junín. Canto a Bolívar, que también en aquel año cumplió el sesquicentenario de su aparición.[3] La publicación de la AEL de 1975 utilizó «el único ejemplar conocido en el Ecuador de la Edición Princeps» del Canto que resposa en la BEAEP, según su director de entonces, Julián Bravo, S.I., que escribió la introducción de la publicación que estoy comentando.

Asimismo, esta edición fascimilar tiene una presentación de Julio Tobar Donoso, director de la AEL de aquellos años, titulada «Iniciativa patriótica», en la que señala: «Unánimemente resolvió la Academia la edición facsímil de esa joya que tanto honra la feliz impaciencia con que los amigos de Olmedo anhelaron que el épico canto se vistiese de las escasas galas que podría ofrecerle la misma gloriosa ciudad en que había nacido la sublime inspiración», y dedica una página para la cita de la descripción de la edición prínceps que hizo Aurelio Espinosa Pólit, S.I.

Además, esta publicación reproduce una selección de versos del Canto aparecida en 1826, seguramente, antes de las ediciones de París y Londres, que reproduce el texto según la edición de 1825, en La flor colombiana. Biblioteca escogida de las patriotas americanas o Colección de los trozos más selectos de prosa y verso, tomo primero, publicado en París, en Casa de Bossange padre, Calle de Richelieu, No. 60. La selección en La flor colombiana lleva el título «Fragmentos de un canto a la victoria de Junín por Olmedo».

Finalmente, resulta fascinante que la Advertencia que incluye Olmedo al final de la edición de 1825 tenga que ver exclusivamente con el que será uno de los elementos más controvertidos del Canto, que es la extensa presencia del Inca en el poema, motivo que el propio Bolívar cuestionó al conocer el plan del poeta. Olmedo, invocando el poder de la imaginación y la libertad —asuntos de índole romántica que no le eran extraños a nuestro poeta neoclásico—, concluye:

 

Se dirá en fin que el Inca de este canto sabe más de lo que pudo saber en su tiempo—Pero adviértase que ese es un Inca dotado de espíritu profético, y que según las antiguas tradiciones predijo la invasión de los españoles, la suerte del imperio y el establecimiento de una nueva religión que mandó abrazar á su Pueblo. Sobre todo no debe estrañarse que tenga ideas de religión, de lejislación, de historia de ciencias y de literatura del siglo quien habita la región de la luz y de la verdad. [He corregido la total ausencia de tildes del original, pero mantengo la ortografía de la época]

En el marco de las celebraciones del bicentenario de La victoria de Junín. Canto a Bolívar, de José Joaquín Olmedo, es un acierto que contribuye a la preservación de nuestro patrimonio cultural bibliográfico que el Municipio de Guayaquil haya postulado el manuscrito original del Canto al programa Memoria del Mundo, de Unesco. Sería loable que también publicase una edición facsimilar de la edición guayaquileña de 1825 y, además para el estudio de las nuevas generaciones, complementarla con la edición londinense de 1826, e incluir una selección de estudios realizados en diferentes épocas así como de textos académicos contemporáneos.

La Academia Ecuatoriana de la Lengua, que en este año está celebrando el sesquicentenario de su vida institucional, ha contribuido a la conmemoración del bicentenario de La victoria de Junín. Canto a Bolívar, de José Joaquín Olmedo, con el acceso libre a la versión digital de la edición facsimilar de este poema fundacional de la tradición literaria ecuatoriana e hispanoamericana publicada por la Academia en 1975.

            

 

Las cuitas del poeta ante su poema

 

            Las cartas de Olmedo durante la escritura del Canto nos proveen de un material exquisito para testimoniar la angustia creativa que consume al poeta en situaciones que, desde la teoría literaria, serían más propias de un romántico que de un neoclásico. La primera carta en la que tenemos noticia de que está escribiendo el Canto, o por lo menos que está comenzando a escribirlo, es la que dirige «A Simón Gótico», el 31 de enero de 1825. En ella, Olmedo le confiesa a Bolívar que se sintió conmocionado por la victoria de Junín y que aquella lo motivó a plantearse la escritura de un canto celebratorio de la misma.

El poeta revela, como punto inicial del proceso de creación, su entusiasmo para escribir acerca de un suceso histórico que lo conmueve; frente a ese entusiasmo, sin embargo, la prosaica cotidianidad le impide la escritura. Este es tal vez el problema que más agobia a los escritores: la confrontación del espacio de aislamiento que requiere toda escritura frente a las urgencias de lo cotidiano. En Olmedo, aquello será un queja permanente: no solo las “ocupacioncillas”, sino también las tareas cívicas que asumió durante su vida pública conspiraron contra su escritura; y él lo sentía y lo resentía.

 

…Mucho tiempo ha, mucho tiempo ha que revuelvo en la mente este pensamiento. Vino Junín, y empecé mi canto. Digo mal; empecé a formar planes y jardines; pero nada adelanté en un mes. Ocupacioncillas que, sin ser de importancia, distraen, atencioncillas de subsistencia, cuidadillos domésticos, ruidillos de ciudad, todo contribuyó a tener la musa estacionaria. Vino Aya­cucho, y desperté lanzando un trueno. Pero yo mis­mo me aturdí con él, y he avanzado poco. Necesitaba de necesidad 15 días de campo, y no puede ser por ahora. (Epistolario, 244)

 

En Olmedo también existe de manera constante el descontento con lo que produce su escritura. Es como si la idea que tiene de lo que quiere conseguir con el poema no se compadeciera de aquello que finalmente logra en el texto; como si el poeta, a pesar de todo el trabajo y la entrega que pone en él, estuviera agobiado por la imposibilidad de concretar en el poema la esperanza de realización de lo sublime, de la poesía que lo consume. Esta insatisfacción con el resultado de lo producido parecería ser una manifestación generalizada de los escritores y artistas y radica en el hecho de que todo artista concibe el sentido del arte en una esfera de lo utópico que, por ello, resulta una imposibilidad de realización en sí misma, según lo dice en la carta citada:

 

Por otra parte, aseguro a usted que todo lo que voy pro­duciendo me parece malo y profundísimamente inferior al objeto. Borro, rompo, enmiendo, y siempre malo. He llegado a persuadirme de que no puede mi Musa medir sus fuerzas con ese gigante. Esta persuasión me desalien­ta y resfría. Antes de llegar el caso estaba muy ufano, y creí hacer una composición que me llevase con usted a la inmortalidad; pero venido el tiempo me confieso no sólo batido sino abatido. ¡Qué fragosa es esta sierra de Parnaso, y qué resbaladizo el monte de la Gloria! (Epistolario, 244)

 

            Las dudas, los temores, el abatimiento; los interrogantes, los desconciertos, la incertidumbre; en su proceso de trabajo poético, Olmedo tiene consciencia plena de la magnitud de la tarea en la que se encuentra y, al mismo tiempo, siente que le fallan las fuerzas para lograr su cometido con éxito. No es solamente el pánico frente a la página en blanco, es, más que nada, la lucidez para saber, además de lo que es bueno o malo en poesía, aquello que es sublime. ¡Y cuando se conoce o, incluso, se intuye qué es lo sublime, la escritura se convierte en una tarea cargada de frustraciones por cuanto el poeta se da cuenta de cuán lejos está del ideal que imagina! El 28 de febrero confía sus penurias a su amigo Joaquín Araujo:

 

Me tiene Ud. embarcado en un mar tempestuoso. Las Musas debían cantar las últimas victorias, y yo que sue­lo hacer versos me he creído comprometido con la patria a cantar en un tono que no he de poder desempeñar debidamente. El objeto es grande y sublime y yo me encuentro muy inferior a él. Además, he tenido la des­graciada felicidad de haber concebido un plan grande y magnífico, y éste es otro motivo que me tiene lleno de cobardía y timidez. Las Musas requieren una especie de confianza, que da libertad para emprender el vuelo con alas extendidas; pero cuando un poeta llega a ser avasallado por la desconfianza, como lo estoy yo, el vuelo es rastrero, interrumpido, y las alas parecen mojadas y encogidas. Nada bueno puede esperarse de la situa­cn: así todo lo que voy haciendo me parece fo y vul­gar. (Epistolario, 247)

 

            Durante la escritura del Canto, por la carta del 15 de abril a Bolívar, nos enteramos de qué manera el proyecto se le había ido de las manos a Olmedo. Suele pasar que las Musas — «…mozas voluntariosas, desobedientes, rebeldes, despóticas (como buenas hembras), libres hasta ser licenciosas, indepen­dientes hasta ser sediciosas», según el propio Olmedo— conducen las intenciones del poeta por sus particulares y secretos caminos. Al 31 de enero, el poeta confesaba: «apenas tengo compuestos 50 versos»; dos meses y medio después, esto es lo que le cuenta a Bolívar:

 

Mi canto se ha prolongado más de lo que pensé. Creí hacer una cosa como de 300 versos, y seguramente pasará de 600. Ya estamos 520; y aunque ya me estoy precipitando al fin, no sé si en el camino ocurra dar un salto, o un vuelo a alguna región desconocida. No era posible, mi querido señor, dejar en silencio tantas cosas memorables, especialmente cuando no han sido cantadas por otra musa. (Epistolario, 250)

 

            La versión final del Canto tiene 906 versos y si estuvo terminado para el 30 de abril, según la fecha de la carta con la que el poeta envía el poema manuscrito por él mismo al Libertador, quiere decir que ¡Olmedo escribió más de la tercera parte del poema en menos de quince días y en ese mismo tiempo corrigió el Canto en su totalidad! En esta carta, Olmedo vuelve a expresar su descontento frente al resultado y, sin embargo, con qué satisfacción y modestia, abriendo el paraguas antes de que lluevan las críticas, le envía una copia del poema a su héroe:

 

Pensé que esta carta fuese tan larga como mi canto; pero no puede ser, porque ya el correo apura, y todo el tiempo lo he gastado en copiar mis versos por cum­plir la promesa que hice a usted de remitírselos en este correo. En el que viene haré todas las observaciones que me ocurran contra mí mismo. Porque yo no estoy con­tento con mi composición. Pensaba dejarla dormir un mes para limarla y podarle siquiera trescientos versos, porque su longitud es uno de sus vicios capitales. ¡Cómo va usted a fastidiarse! (Epistolario, 251)

 

La respuesta a las observaciones que hiciera Bolívar en su carta de julio de 1825 llegó recién el 19 de abril de 1926, cuando Olmedo ya estaba en Londres preparando la edición londinense del Canto. Olmedo no responde a Bolívar sino con la reafirmación de la idea que sostiene a su plan, excusándose por los errores de impresión del poema y explicando que ha realizado algunas correcciones: «Después se ha corregido más y se han hecho adiciones considerables [al poema]; pero como no ha se variado el plan, en caso de ser imperfecto, imperfecto se queda» (Epistolario, 263). Pero lo más interesante de la respuesta de Olmedo es la asunción de su parte de la idea romántica de la libertad del poeta sobre la escritura de poesía abiertamente en contra de las reglas de las poéticas clásicas esgrimidas por Bolívar para criticar el plan del Canto:

 

Todos los capítulos de las cartas de usted merecerían una seria contestación; pero no puede ser ahora. Sin embargo, ya que usted me da tanto con Horacio y con su Boileau, que quieren y mandan que los principios de los poemas sean modestos, le responderé que eso de reglas y de pautas es para los que escriben didácticamente, o para la exposición del argumento en un poema épico. ¿Pero quién es el osado que pretenda encadenar el genio y dirigir los raptos de un poeta lírico? Toda la naturaleza es suya; ¿qué hablo yo de naturaleza? Toda la esfera del bello ideal es suya. El bello desorden es el alma de la oda como dice su mismo Boileau de usted. Si el poeta se remonta, dejarlo; no se exige de él, sino que no caiga. Si se sostiene, llenó su papel, y los críticos más severos se quedan atónitos con tanta boca abierta, y se les cae la pluma de la mano. (Epistolario, 264)[4]

 

La preocupación por la obra que habrá de publicar es permanente en Olmedo. El poeta es consciente de lo trascendente y de lo menor en su producción literaria. A su amigo Bello le escamotea textos cuando éste se los pide —París, 12 de junio de 1827: «No puedo prometer versos para El Repertorio. Ya me parece que he perdido esta gracia» (Epistolario, 273)— y, casi al final de su vida, cuando se entera de que Juan María Gutiérrez está preparando una edición de sus poemas, Olmedo, en la misma carta del 31 de diciembre de 1846 en la que le da indicaciones acerca de una última corrección a unos versos del Canto, advierte con preocupación:

 

Mucho me ha asustado Ud. diciéndome que a más de Junín, Miñarica, Epístola de Pope, tiene otras cositas mías para publicarlas. Cuidado amigo. ¿Qué serán esas cositas? No se desacredite Ud. ni me desacredite. Ni mi edad ni mi nombre de Ud., ni el mérito de su empresa, ni el tiempo es de cositas. (Epistolario, 297)

 

            La carta revela, más allá de las quejas constantes acerca de que hubiesen podido ser mejores poemas, aquellos textos poéticos de los que el poeta Olmedo está satisfecho, al menos medianamente: el Canto a Bolívar, la Oda al general Flores, vencedor de Miñarica, y sus traducciones de las tres epístolas del Ensayo sobre el hombre, de Alexander Pope.

Portada de la edición facsimilar (AEL, 1975)
Ante la oda de Miñarica, Olmedo tiene sentimientos encontrados: por un lado, sabe que la Musa, como él dice, volvió a visitarlo con sus mejores versos por causa de un suceso histórico —Al General Flores, el 1 de abril de 1835: «Después de diez años de sueño me despertó la victoria de Miñarica, lo que me sorprendió en términos que me creía poeta o versificador por la primera vez» (Epistolario, 281)—  y está, más que probable, consciente de que este poema es un texto que se acerca en mucho a lo sublime poético que él imaginaba. Al mismo tiempo, pasado los años y desarrollados los acontecimientos históricos en la peor dirección que hubiera podido esperar, se da cuenta de que, políticamente, el poema al general Flores resultó un fiasco. En carta del 18 de noviembre de 1840, dirigida al doctor José Fernández Salvador, al tiempo que le envía dos ejemplares del poema le explica: «La oda a Miñarica… El argumento no es favorable. No es bueno cantar guerras civiles: el elogio de los vencedores no puede hacerse sin mengua de los vencidos; y vencidos y vencedores, todos son nuestros hermanos. Con todo mi corazón quisiera borrar algunos versos de esa composición». (Epistolario, 293)

            Parecería que Olmedo conoce y asume que el trabajo literario es un encuentro incesante con la dificultad para la realización plena del proyecto estético que ha sido concebido en el marco de un ideal de belleza; sabe que la tarea del poeta está confrontada de manera permanente con la cotidianidad doméstica, y, en el caso de los poetas civiles como él, con las ocupaciones derivadas de los deberes políticos; y reconoce que, a medida en que se crece en lecturas y en la propia experiencia poética, se vuelve mucho más complicada la escritura puesto que la insatisfacción con lo escrito siempre será mayor. En carta al general Flores, del 8 de abril de 1836, durante el proceso de escritura de la oda de Miñarica, Olmedo desarrolla su concepción de la dificultad del oficio:

 

Cuando yo era niño componía con facilidad extrema, ya porque la niñez es una estación mágica, ya porque no emprendía composiciones serias y elevadas, ya en fin porque, conociendo menos el arte, me aterraba menos el espectro de la perfección. Después avanzando más en edad y un poco más en el arte, he tenido siempre la desgracia de no componer en la situación que me convenía. Necesito de tantos accidentes que no es fácil reunirlo; y por esto compongo rarísimas veces. Necesito estar perfectamente libre de toda clase de ocupación; necesito de un lugar cómodo, agradable, con vista a los campos, a los ríos, a los montes; necesito de amigos que me critiquen, de jueces que me aplaudan, y aun de porfiados que disputen sobre cada palabra, frase o pensamiento; porque he observado que la disputa me despierta más las ideas y me calienta más que el vino. […] La idea sola de que puedo ser Diputado a la Convención me tiene en inquietud, será más cuando lo sea, y la pobre oda a Miñarica no aparecerá, como el gracioso yaraví de la cieguecita. (Epistolario, 283-284)

 

            El poeta es muy cuidadoso acerca de lo que estima poesía de buena ley; muy exigente con aquello que quiere que se publique; muy avaro con lo que considera digno de mostrarse al público. Y, no obstante, fallecido el poeta, aparecen los académicos que se empeñan en publicar cualquier papelillo que encuentran garabateado en el escritorio del poeta, ya indefenso, con la excusa de que así la posteridad conocerá mejor la obra del poeta cuando el mismo académico es el primero en desdecir de la calidad literaria del inédito encontrado. A Olmedo le sucedió lo dicho con poemas de ocasión y versos familiares que, junto a su obra trascendente, fueron reunidos como libro —algunos inéditos, otros publicados para la ocasión— después de su muerte. Las cuitas y los pudores del poeta fueron, como en el caso del héroe de su Canto, un arar en el mar.

 

Publicación de 1826, en formato in-16, donde aparecieron fragmentos del Canto de la versión de 1825.
 


[1] José Joaquín Olmedo, Poesía - Prosa, edición de Aurelio Espinosa Pólit, S.I. (Puebla: Editorial Cajica, Biblioteca Ecuatoriana Mínima, 1960), 92. Esta descripción está reproducida en la edición facsimilar de la edición prínceps de la que estamos hablando. Las negritas están marcadas en el original.

[2] José Joaquín Olmedo, Epistolario, edición de Aurelio Espinosa Pólit, S.I. (Puebla: Editorial Cajica, Biblioteca Ecuatoriana Mínima, 1960), 255.

[3] José Joaquín Olmedo, La victoria de Junín. Canto a Bolívar, edición facsimilar de la edición prínceps de 1825 (Quito: Academia Ecuatoriana de la Lengua, 1975). Agradezco a Alejandro Casares por la digitalización de esta publicación que reposa en la Biblioteca Carlos Joaquín Córdova, de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, y que se puede descargar en la página web de la AEL.

[4] El 30 de septiembre de 2024, en este blog, publiqué una entrada acerca de la correspondencia entre Bolívar y Olmedo con el título «Aquiles critica a Homero: las cartas de Bolívar y Olmedo sobre La victoria de Junín».

 

lunes, septiembre 30, 2024

Aquiles critica a Homero: las cartas de Bolívar y Olmedo sobre «La victoria de Junín»

De mi archivo: En la entrada del pasado 16 de septiembre escribí sobre la amistades atravesadas por la literatura. Como una prolongación de tal asunto, les ofrezco este texto que da cuenta de la relación de Olmedo y Bolívar, que tuvo las cercanías y alejamientos de los avatares políticos, en el tiempo en que Olmedo escribía La victoria de Junín. Canto a Bolívar.


Etna Velarde Perales (Lima, 1940-2014). Batalla de Junín, 1974. Museo del Ejército Fortaleza Real Felipe, ubicado en la Plaza Independencia, Callao, Perú.

Bolívar y Olmedo, el guerrero y el poeta, fueron legisladores y hombres de Estado. Los dos, protagonistas de un momento épico de la patria naciente: el uno como adalid de la guerra de independencia transformado en héroe de un poema, el otro como poeta de esa lucha que hizo del guerrero el héroe mítico del canto que celebra dicha gesta. Pero, además, con la particularísima condición de actores de la inédita situación, vital y literaria, de ser el poeta y el héroe del poema que discuten entre sí acerca del plan de la obra lírica, de la presencia del héroe frente al resto de personajes, y de los logros y fallos de la expresión poética.

En carta del 31 de enero de 1825, Olmedo le revela a Bolívar su proyecto literario: «Vino Junín, y empecé mi canto. Digo mal; empecé a formar planes y jardines; pero nada adelanté en un mes […] Vino Ayacucho, y desperté lanzando un trueno. Pero yo mismo me aturdí con él, y avanzado poco. Necesitaba de necesidad 15 días de campo, y no puede ser por ahora […] Apenas tengo compuestos 50 versos: el plan es magnífico».[1]

A fines de abril del mismo año, Olmedo le envía una copia manuscrita por él mismo de La victoria de Junín. Canto a Bolívar. La respuesta de Bolívar a Olmedo es la de un hombre culto, de sólida formación clásica, que se manifiesta maravillado luego de la primera lectura de un poema. Según se desprende de su carta fechada en Cusco, el 27 de junio de 1825, Bolívar recibe con pudor su conversión en héroe literario, aunque todavía no sabía que el poema ya había sido publicado días antes: «Vd., pues, nos ha sublimado tanto, que nos ha precipitado al abismo de la nada, cubriendo con una inmensidad de luces el pálido resplandor de nuestras opacas virtudes»[2].

Consciente de la importancia relativa del individuo en las gestas históricas, Bolívar parece curarse en salud al momento de valorar en menos su propia actuación heroica al compararla con la memoria literaria que nos ha quedado de la guerra de Troya: «Si yo no fuera tan bueno y Vd. no fuese tan poeta, me avanzaría a creer que Vd. había querido hacer una parodia de la Ilíada con los héroes de nuestra pobre farsa»[3]. No lo dice pero lo vive en su condición de persona: la caída en el abismo de la nada se debe a la fuerza de la poesía.

En la carta del 15 de mayo de 1825, Olmedo le describe con largueza el plan del poema, «grande y bello (aunque sea mío)». La minuciosa descripción del plan por parte de su autor se ha convertido en un documento sustancial tanto para la historia de la escritura del Canto, cuanto para la crítica del mismo. En dicha carta quedan establecidos el problema básico de composición que enfrentó el poeta y la meditada solución que le encontró, el programa político que formularía en el Canto, la épica que pretendía construir, y la narrativa que desarrollaría en él.

La aparición del Inca, su presencia prolongada en el poema y, sobre todo, el contenido político de su discurso son las objeciones frecuentes que se han hecho al Canto. Bolívar fue el primero: «El plan del poema, aunque en realidad es bueno, tiene un defecto capital en su diseño». Tal parece que la queja del Libertador es una queja argumentada como interpretación política y, sin embargo, develada como reclamo del héroe al sentir su protagonismo disminuido:

 

El Inca Huaina-Cápac parece que es el asunto del poema: él es el genio, él la sabiduría, él es el héroe en fin. Por otra parte no parece propio que alabe indirectamente a la religión que le destruyó; y menos parece propio aún, que no quiera el restablecimiento de su trono, para dar preferencia a extranjeros intrusos, que aunque vengadores de su sangre, siempre son descendientes de los que aniquilaron su imperio: este desprendimiento no se lo pasa a Vd. nadie. La naturaleza debe presidir a todas las reglas, y esto no está en la naturaleza. También me permitirá Vd. que le observe que ese genio Inca, que debía ser más leve que el éter, pues que viene del cielo se muestra un poco hablador y embrollón...[4]

 

Bolívar, además, realiza en su carta algunas observaciones menores al poema —observaciones que, en su mayoría, sirvieron para que Olmedo corrigiera la piel del texto en la edición que publicó en Londres en 1826— mas, en lo sustancial, el Libertador es tremendamente elogioso acerca del poema y no se limita a realizar una alabanza genérica sino que va señalando la parte que corresponde al juicio celebratorio. No obstante las críticas de sobre la presencia del Inca, el entusiasmo de Bolívar por el poema es indiscutible y lo expresa sin melindres:

 

Confieso a Vd. humildemente que la versificación de su poema me parece sublime: un genio lo arrebató a Vd. a los cielos. Vd. conserva en la mayor parte del canto un calor vivificante y continuo: algunas de las inspiraciones son originales; los pensamientos nobles y hermosos: el rayo que el héroe de Vd. presta a Sucre es superior a la cesión de las armas que hizo Aquiles a Patroclo. La estrofa 130 es bellísima: oigo rodar los torbellinos y veo arder los ejes: aquello es griego, es homérico. En la presentación de Bolívar en Junín, se ve, aunque de perfil, el momento antes de acometerse Turno y Eneas. La parte que Vd. da a Sucre es guerrera y grande.[5]

 

Bolívar y Olmedo, dada su cercanía y confianza, solían utilizar un tono de chanza en su correspondencia. En la carta del 27 de junio ya citada, en párrafo posterior, el Libertador menciona que para la misión diplomática que le ha encomendado en Inglaterra ha unido a ella al señor José Ignacio Paredes, un matemático, «porque no fuese que llevado Vd. de la verdad poética, creyese que dos y dos formaban cuatro mil; pero nuestro Euclides ha ido a abrirle los ojos a nuestro Homero, para que no vea con su imaginación sino con sus miembros, y para que no le permita que lo encanten con armonías y metros, y abra los oídos solamente a la prosa tosca, dura y despellejada de los políticos y de los publicanos»[6].

De hecho, ese tono informal también lo usaba Olmedo con el Libertador en los términos en que una relación de amistad así lo permite. Cuando el poema todavía estaba en la etapa de su nacimiento, en la carta ya citada del 31 de enero de 1825, el poeta que, al parecer, había recibido alguna recomendación por parte de Bolívar para que la presencia del Libertador dentro del poema no sea lo protagónica que terminó siendo, le responde:

 

Usted me prohíbe expresamente mentar su nombre en mi poema. ¿Qué, le ha parecido a usted que, porque ha sido dictador dos o tres veces de los pueblos, puede igualmente dictar le­yes a las Musas? No, señor. Las Musas son unas mozas voluntariosas, desobedientes, rebeldes, despóticas (como buenas hembras), libres hasta ser licenciosas, indepen­dientes hasta ser sediciosas. […] Si a usted no le gusta que le alaben, ¿por qué no se ha estado durmiendo, como yo, cuarenta años?[7]

 

Al final de cuentas, lo que nos queda es el testimonio de la amistad de Bolívar y Olmedo, condicionada por la política y en medio de la literatura. Esta relación nos ha permitido conocer las opiniones primeras de Bolívar acerca del Canto que constituyen un testimonio especial y único que parece extraído de la metaliteratura cervantina: un personaje histórico con consciencia de ser un personaje de la ficción literaria que se ve a sí mismo en un libro ofrecido al público en una librería. La mirada del guerrero Aquiles confrontada con la ceguera visionaria del poeta Homero, la atronadora confusión de la guerra con la silenciosa iluminación de la poesía.



[1] Esta entrada del blog es un extracto del apartado «Aquiles critica a Homero: las cartas de Bolívar», del capítulo «José Joaquín Olmedo: cantautor de la Independencia», de mi libro Patriotas y amantes. Románticos del siglo XIX en nuestra América (Bogotá: Lumen, 2017), 190-202.

[2] La carta está reproducida por Manuel Cañete en su estudio sobre Olmedo, aparecido en R. Blanco Fombona, compilador, Autores americanos juzgados por españoles, (París: Casa Editorial Hispano-Americana, 1902), 128-129.

[3] Ibidem, 129.

[4] Autores americanos juzgados por españoles, 131.

[5] Ibidem, 132-133.

[6] J.J. Olmedo, La Victoria de Junín. Canto a Bolívar, edición facsimilar de la edición londinense de 1826, comentada por Rafael Bernal Medina, (Bogotá: Academia Colombiana de Historia, 1974), 96.

[7] Epistolario, 246.


lunes, octubre 17, 2022

200 años de «Mi delirio sobre el Chimborazo»: acción y estado del alma del héroe romántico

Cuadro de Tito Salas, (1929), Casa de Bolívar, Caracas
           
¿Responde el texto de «Mi delirio sobre el Chimborazo», fechado en Loja, el 13 de octubre de 1822,[1] al delirio real en una situación extrema de un hombre confrontado a los rigores de la Naturaleza o, más bien, corresponde a la imaginación literaria pletórica de romanticismo convertida por la fuerza poética en delirio del Yo lírico? Es probable que este suceso haya sido real en el deseo —sobre este episodio de la vida de Bolívar  no existe documentación confiable aunque la mitificación del héroe lo ha dado por un suceso real contra la realidad de las condiciones objetivas que se requieren para ascender un volcán de la magnitud del Chimborazo—; no obstante, el poder de convicción de la literatura, como verdad del lenguaje, es lo que nos lleva a considerar verosímil no solo el ascenso realizado por un hombre que no era andinista sino también la escritura del texto como producto de un estado de delirio en el que el Yo lírico, en la cumbre nevada del volcán, se enfrenta a la presencia fantasmagórica del Tiempo.

            Sigmund Freud, en su estudio «El delirio y los sueños en la Gradiva, de W. Jensen» (1907), describe el singular ejemplo de sicoanálisis de un personaje literario al trabajar como un caso clínico la conducta del protagonista de la novela Gradiva, una fantasía pompeyana (1902). Freud afirma que «lo que sucede es que en todo delirio existe un grano de verdad, digno de completa fe, el cual constituye la fuente de la convicción del enfermo»[2]. Al describir las características principales del delirio, entendido como una perturbación, Freud señala dos: «en primer lugar, pertenece a aquel grupo de estados patológicos que no ejercen una inmediata influencia sobre el soma, sino que se manifiestan tan solo por síntomas anímicos; en segundo lugar, se caracteriza por el hecho de que en él adquieren las “fantasías” el supremo dominio; esto es, encuentran fe en el sujeto e influyen en sus actos»[3].

En términos generales, el delirio tiene además una característica mística que hay que considerar para el análisis del texto de Bolívar. Esta dimensión mística se encuentra en el entramado de referencias a deidades clásicas que Bolívar utiliza en «Mi delirio». El misticismo encerrado en esa perturbación que es el delirio lo leemos en el libro del profeta Ezequiel que relata la visión que tuvo de la gloria de Dios, descrito como una figura fantasmagórica al igual que Bolívar contempla en su poema la aparición del Tiempo como una deidad: «Y vi apariencia como de bronce refulgente, como apariencia de fuego dentro de ella en derredor, desde el aspecto de sus lomos para arriba; y desde sus lomos para abajo, vi que parecía como fuego, y que tenía resplandor alrededor». (Ez, 1: 27-28)

«Mi delirio sobre el Chimborazo» es un poema en prosa cuya tesitura transita el camino nebuloso de las visiones; su escritura está cargada de alusiones clásicas e impregnada de arrebatadas imágenes de corte romántico; un texto poético en el que su autor ha construido un Yo lírico que está profundamente comprometido, desde la acción política, con la libertad de la patria. En él, Bolívar reedita el tópico del viajero que domina la Naturaleza desde la cúspide de una montaña, similar a su juramento sobre el monte Sacro (15 de agosto de 1805) cargado, entonces, de una mirada severa sobre los valores cívicos del mundo antiguo. En esta ocasión, Bolívar, triunfante en sus gestas heroicas, entregado al delirio romántico, ratifica en el ámbito de las visiones la tarea realizada y lo que falta aún por obtener para la realización plena no solo de la libertad sino de la construcción de la gran Colombia con la que todavía sueña.

¿Por qué habla de delirio un hombre como Bolívar, signado por la acción política y militar, y acostumbrado a la racionalidad en el análisis de los intereses de los partidos? ¿Por qué se desvía de las batallas que tiene que librar todavía para consolidar el proceso independista en Perú, para ascender al Chimborazo y, enseguida, para escribir un poema que da cuenta de su estado de delirio en la cúspide del volcán? Tal vez porque en Bolívar habita el espíritu de la libertad y la originalidad, el del héroe romántico que es, al mismo tiempo, patriota y amante. Su delirio, en resumidas cuentas, es concomitante con su gesta gloriosa pues su ascensión a la cumbre del volcán y, como resultas de ella, su delirio son acción y estado del alma posibles debido a que era el Dios de Colombia que me poseía.

No se trata, entonces, de una aventura del ocio per se sino de una misión diferente emprendida por un llamado superior. En primera instancia, la ascensión se debe a la presencia de un espíritu inexplicable para el Yo que lo impele a una acción en la que debe derrotarse a sí mismo, a su cansancio, a sus temores y que, por adición, lo colocará en un logro mayor que el de sus antecesores en la aventura: «…y arrebatado por la violencia de un espíritu desconocido para mí, que me parecía divino, pasé sobre los pies de Humboldt, empañando aún los cristales eternos que circuyen el Chimborazo». El arrebato es un estado en el que el sujeto queda fuera de sí, imposibilitado de actuar racionalmente y, por tanto, a merced de un «espíritu desconocido» que, según lo anuncia el Yo lírico, parece ser de origen divino: en el párrafo siguiente del texto nos enteramos de que esa divinidad es el «Dios de Colombia». Lo que, en definitiva, mueve a Bolívar para emprender el viaje y la ascensión es, nuevamente, aquello que ha movido su vida entera: la patria divina.

Rafael, La visión de Ezequiel, óleo sobre tabla, 40x30, 1518
            El Yo lírico acusa «un delirio febril», esto es, una pérdida de contacto con la realidad ante la magnificencia de la Naturaleza y los efectos que esta tiene sobre los sentidos del sujeto que la contempla y la vive en el delirio: «me siento como encendido por un fuego extraño y superior». Se trata de una experiencia mística si nos atenemos a las visiones del profeta Ezequiel, aunque en este caso el dios sea, con oxímoron incluido, un dios laico. El fuego que envuelve la aparición que contempla el profeta y el arco iris que irradia aquella son semejantes al «fuego extraño» del hablante lírico y «el manto de Iris» con el que dicho Yo llega envuelto: «Al guerrero, travestido en un ser fuera del mundo, las alas, el vuelo de lo alucinante (alucinógeno), esa máquina de múltiples vuelos que es el delirio —variante romántica de la imaginación— le permite ascender hacia la misma cima…»[4]. La poesía es aquí producto de ese instante de enajenación del sujeto que en su delirio visualiza aquello que le está vedado a quienes permanecen estancados en la norma.

Pero el hombre de acción difiere de aquel que solo contempla y esa diferencia se expresa en el momento del delirio y de la escritura. Cuando Shelley escribe «Mont Blanc» lo hace bajo la impresión profunda y la excitación poderosa que le ha provocado la contemplación de la Naturaleza. El poeta, al mirar el paisaje de la Naturaleza y escuchar la voz de la montaña, encuentra en ellas una verdad que pretende compartir con el ser humano. Desde la contemplación la voz poética de Shelley se enfrenta al horror que provoca la soledad de la montaña y su escritura es el ámbito para verter en ella la experiencia estética que deriva de la percepción que la mente humana recibe en su relación con la Naturaleza indómita: «¡Cuánto horror amontona tu soledad desnuda! / ¡Oh piedra atormentada y espectral cataclismo! / ¡Como en un planeta en ruinas cubre la nieva muda / la sombra desolada del cielo y del abismo!»[5].

Para Bolívar, en cambio, «la violencia de un espíritu desconocido» lo lleva a la superación de los caminos andados por sus predecesores y, por tanto, puede decir: «pasé sobre los pies de Humboldt, empañando aún los cristales eternos que circuyen el Chimborazo». El volcán deja de ser un pretexto temático para la contemplación y se convierte, por sí mismo, en un elemento natural que el héroe ha vencido para vencerse también a sí mismo: «Llego como impulsado por el genio que me animaba, y desfallezco al tocar con mi cabeza la copa del firmamento, y con mis pies los umbrales del abismo». El volcán se multiplica simbólicamente para convertirse en testimonio de una nueva victoria del héroe, en esta ocasión sobre la Naturaleza y el tópico de la ascensión del viajante se realiza como una hazaña que lo conduce al delirio que le mostrará nuevas verdades.

 

John Singer Sargent, The Descent from Mont Blanc, óleo, 95,2 x 116,2 cm, 1911

Bolívar abre su poema con una invocación embebida en la tradición clásica: «Yo venía envuelto con el manto de Iris». La veloz Iris, hija de Taumante y Electra, según la Teogonía, de Hesíodo, es la mensajera de los dioses. En la Ilíada, de Homero, Hera envía a Iris para decirle a Aquiles que debe incorporarse a la batalla para rescatar el cadáver de su amigo Patroclo en poder de los troyanos (Canto XVIII, 165 – 202); asimismo, es Iris quien acude, llevando la súplica de Aquiles, a la morada de los vientos para que enciendan «la pira en la que yace Patroclo, a quien todos los aqueos lloran» (Canto XXIII, 198-212). Iris es también la representación mitológica de ese fenómeno óptico que es el arco iris y que se manifiesta como, espectro de luz en el cielo, un arco multicolor de esplendente belleza. Bajo esa invocación que se remonta al mundo griego, el Yo lírico se presenta a sí mismo como si estuviera envuelto en una luminosidad particular; irradiando luz en su mítica travesía desde «el Dios de las aguas» hasta el «atalaya del Universo». El mundo mítico de la vieja Europa representado por «el manto de Iris» se conjuga simbólicamente, en ese tránsito de Bolívar que va desde el trópico hasta las nieves perpetuas, con lo real maravilloso —en el sentido que Alejo Carpentier le dio al término— que emana del Orinoco y de «las encantadas fuentes amazónicas». Allá va, entonces, el héroe llevado por Iris en su manto, dispuesto a coronar una nueva hazaña, sin poder alguno que lo detenga. Estamos ante el espíritu del superhombre romántico capaz de dominar la mítica Amazonía y las nevadas cumbres de los Andes.

La realización de la causa de la independencia es motivación suficiente para que, en el presente desolado que lo circunda en las laderas del Chimborazo, el Yo lírico alcance «los cabellos canosos del gigante de la tierra». No presenciamos el sentimiento trágico del héroe del romanticismo decadente, sino que estamos ante el voluntarismo glorioso del superhombre del romanticismo que proviene del espíritu triunfalista del individuo desde el Renacimiento, cuando el ser humano fue convertido en el centro de la creación. Bolívar es el superhombre que corona la cumbre que otros grandes hombres —La Condamine y Humboldt—no alcanzaron; al mismo tiempo, Bolívar se ha convertido en el amante que se verá consumido por el fuego sagrado de la pasión amorosa en su relación recién iniciada con Manuela Sáenz.

La estructura del delirio místico en el libro del profeta Ezequiel parte de una deslumbrante visión de la divinidad; luego sucede la aparición de una entidad fantasmagórica; y, finalmente, el profeta recibe la misión de difundir el mensaje a la comunidad. El fuego, como elemento representativo de la presencia de lo divino, es un símbolo tanto en el delirio de Ezequiel como en el de Bolívar. Una estructura similar encontraremos en «Mi delirio» pues el Yo lírico, que se siente consumido por «un fuego extraño» mientras «un delirio febril» embarga su mente, admite una posesión divina de su ser: solo que, en este caso, ya no se trata del Dios bíblico sino de una divinidad a quien Bolívar ha consagrado su existencia, como un sacerdote de la patria: «Era el Dios de Colombia que me poseía». La condición divina de la patria liberada que posee el espíritu de ese Yo lírico, concebido como un superhombre capaz de tal singular hazaña, es el Dios que va a poseerlo en su delirio para que vea y escuche la fantasmagórica aparición del Tiempo.

El Tiempo, hijo de la Eternidad y cuyo límite es el Infinito, su hermano; el Tiempo, «más poderoso que la Muerte», se aparece ante el espíritu azorado del héroe para confrontarlo y mostrarle lo diminuto que es el ser humano por más gloria que haya logrado, lo ínfimo y deleznable que termina siendo su mundo en el decurso del Tiempo: «¿Crees acaso que el Universo es algo? ¿Que montar sobre la cabeza de un alfiler, es subir?». Si en el monte Sacro el héroe estuvo lúcido frente a su maestro dando inicio a la elaboración de su discurso libertario, en el Chimborazo, el héroe delira, arrebatado, contemplando la aparición de una poderosa deidad. El Tiempo devuelve al superhombre envanecido por la gloria terrenal alcanzada a su condición transitoria y mortal. El Yo lírico del poema, entonces, se sitúa delirante frente a este «viejo cargado con los despojos de las edades» con el estremecimiento que le ocasiona la presencia sublime del poderoso Tiempo.

El Yo lírico acepta su condición de mortal, en el delirio provocado por la fuerza de una Naturaleza invencible; el Yo Lírico se encuentra, de pronto, ante un poder frente al cual se siente ínfimo, transitorio, mortal: «Sobrecogido por un terror sagrado». Bolívar, el guerrero poeta, sufre de la misma sensación de terror que develará el cubano José María Heredia (1803-1839) en su antológico poema «Niágara» (1824); sensación que proviene de la Naturaleza cuando Heredia contempla la magnificencia de las cataratas: «…Niágara undoso, / tu sublime terror sólo podría / tornarme el don divino, que ensañada / me robó del dolor la mano impía» (vv. 5-8). Lo sublime, que estremece y agita el alma del poeta, también provoca que éste retome la escritura: «Templad mi lira, dádmela, que siento / en mi alma estremecida y agitada / arder la inspiración» (vv. 1-3). Esa experiencia de contemplación en «el abismo horrendo» sume al poeta Heredia en la nostalgia, tanto en su condición de patriota desterrado como en la de amante sin amada: «¡Delirios de virtud…! ¡Ay! ¡Desterrado, / sin patria, sin amores, / sólo miro ante mí llanto y dolores!» (vv. 127-129).[6]

Mas, a pesar de encontrarse «sobrecogido por un terror sagrado», Bolívar, dada su condición de héroe guerrero, tiene la entereza para recomponerse y, en el estado de delirio en que se encuentra el Yo lírico, logra confrontar a la fantasmagórica encarnación del Tiempo: «cómo ¡oh Tiempo! —respondí— no ha de desvanecerse el mísero mortal que ha subido tan alto?». Al hablar acerca de la revelación poética y la estrecha relación que existe entre religión y poesía, en El arco y la lira, Octavio Paz dice que «el horror sagrado brota de la extrañeza radical. El asombro produce una suerte de disminución del yo. El hombre se siente pequeño, perdido en la inmensidad, apenas se ve solo»[7]. Al comienzo, el héroe reconoce su condición transitoria en el mundo y su extravío en la inmensidad de la Naturaleza que está contemplando, pero, de inmediato, y al contrario de lo señalado por Paz, la fuerza espiritual del superhombre interviene para que el Yo lírico se ubique, física y mentalmente, en el lugar que el héroe considera, por sí mismo, que le corresponde: «He pasado a todos los hombres en fortuna, porque me he elevado sobre la cabeza de todos».

El «fuego extraño y superior» lo lleva a un triunfalismo voluntarista —superando la posibilidad de que «el corazón se espante», como le sucede a la voz poética del pesimista Leopardi en su poema de corte metafísico “El infinito”—, que se expresa en la delirante situación de poder sobre la Naturaleza en la que se ubica el hablante lírico: «Yo domino el Universo con mis plantas; toco al Eterno con mis manos; siento las prisiones infernales bullir bajo mis pasos; estoy mirando de una guiñada los rutilantes astros; los soles infinitos; he visto sin asombro el espacio que encierra la materia». El romanticismo del conde Leopardi, por el contrario, ubica al hablante lírico vencido por la contemplación del horizonte sin límites, en medio de «aquel silencio infinito», hasta que lo eterno lo envuelve: «En esta / inmensidad se anega el pensamiento, / y el naufragar en este mar me es dulce»[8]. Para Bolívar esa derrota ante lo inasible del Tiempo sería símbolo de un estado espiritual más bien enfermizo y decadente por lo que su actitud desafiante lo reafirma como héroe que se engrandece en todo momento; la lectura que hace en el rostro del Tiempo lo prepara para la continuidad de la misión que este último habrá de encomendarle: «y en tu rostro leo la historia de lo pasado y los libros del destino».

 

Emilio Moncayo, El Chimborazo al sur de Riobamba, óleo sobre tela, 65 x 102 cm, 1930.

Leopardi siente su patriotismo inflamado pero la tristeza lo envuelve viendo a su patria vencida, incapaz de alzarse en contra de los invasores y volver la mirada a los tiempos de la Roma imperial. Su lamento en el poema «A Italia» (1818) se debe a que los italianos no luchan por Italia, sino que han estado involucrados en las Guerras Napoleónicas: «Veo, ¡oh patria!, los muros y los arcos, / columnas, simulacros, yermas torres / de nuestros ascendientes, / mas no veo la gloria, / ni el hierro ni el laurel que antes ceñían / a nuestros viejos padres»[9]. El patriotismo romántico de Leopardi es pesimista pues está marcado por las derrotas históricas y su propio espíritu contemplativo. Por el contrario, Bolívar, que ha triunfado como guerrero, siente que todo lo puede: es el superhombre romántico que, a pesar de estar «sobrecogido por un terror sagrado», tiene el temple para hablar con fantasmagóricas apariciones. Esta es la enorme diferencia en la condición espiritual entre este «nuevo género humano» que constituyen los patriotas y amantes del Nuevo Mundo frente al Viejo Mundo, que ya nada tiene que enseñarle a nuestra América.

En «Mi delirio», el héroe recibe una misión por parte del Tiempo, como sucede en el caso de la misión providencial que emana del delirio místico del profeta Ezequiel. En cambio, si Prometeo es el primer romántico que proviene de la Grecia clásica dado que roba el fuego sagrado, como parte de su condición de héroe trágico, para entregárselo a los hombres y procurar la libertad de sus espíritus, el Yo lírico del poema de Bolívar, encarnado por el propio Libertador, es un rebelde que ya ha conseguido la libertad de su patria frente al yugo español y que, en su delirio, imagina que el Tiempo reafirma la misión que él mismo jurara en el monte Sacro.

La rebeldía del héroe romántico encarnado por Bolívar no se da contra unos dioses abstractos. La rebeldía de Bolívar se da contra el poder colonial al que, en el momento de la escritura, ha derrotado casi en su totalidad: «Observa —me dijo—, aprende, conserva en tu mente lo que has visto, dibuja a los ojos de tus semejantes el cuadro del Universo físico, del Universo moral». Bolívar es un romántico que se encuentra fundando una patria y, por tanto, su espíritu voluntarista aún está bañado de optimismo en el futuro de la humanidad entendido como progreso material y moral. Por eso, Bolívar, al igual que en su juramento de Roma, vuelve a imponerse una tarea moral, ahora que ha cumplido parte de aquel destino glorioso que vislumbró frente a su maestro, en esta ocasión, por boca del Tiempo: «no escondas los secretos que el cielo te ha revelado; di la verdad a los hombres». Y nuevamente se asemeja al delirio místico; al final del Apocalipsis, Juan recibe el mensaje de uno de los siete ángeles: «Y me dijo: Estas palabras son fieles y verdaderas. Y el Señor, el Dios de los espíritus de los profetas, ha enviado su ángel, para mostrar a sus siervos las cosas que deben suceder pronto. ¡He aquí que vengo pronto! Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía de este libro» (Ap. 22: 6-7).

En «Mi delirio», luego de recibida la tarea por parte del Tiempo, «la fantasma desapareció». Entonces es cuando todo el esfuerzo sobrehumano que ha desplegado el héroe para mantenerse activo, escuchando la aparición fantasmagórica, superando con valentía el terror sagrado y respondiendo con entereza a la fantasma durante el delirio se vuelve, finalmente, agotamiento y caída en el reposo luego del éxtasis: «Absorto, yerto, por decirlo así, quedé exánime largo tiempo, tendido sobre aquel inmenso diamante que me servía de lecho». Sin embargo, este desfallecimiento del héroe es momentáneo en la continuidad de la existencia; sucede en un instante que devela la debilidad, propiamente humana, de quien hemos asumido como un superhombre capaz de las mayores hazañas.

Bolívar, agotado, repone sus fuerzas tendido sobre la cumbre del Chimborazo; solo, en medio de la nieve perpetua, el héroe parecería fundirse con la Naturaleza. Mas, la tarea encomendada por el Tiempo debe cumplirse y, nuevamente, la patria llama la atención del héroe recuperándolo de aquel reposo: «En fin, la tremenda voz de Colombia me grita; resucito; me siento; abro con mis propias manos mis pesados párpados». El delirio vivido en la cumbre del volcán ha terminado; le toca ahora a Bolívar llevar «la verdad a los hombres» y, por tanto, entre otras tareas, enseñar el delirio escrito a esos hombres.

«Mi delirio sobre el Chimborazo» es un texto fundacional del romanticismo de nuestra América más allá de la intención literaria que hubiese tenido su autor, que no fue un poeta sino un guerrero. En la escritura de Bolívar, «Mi delirio» complementa las palabras con las que empieza su ventura libertaria en el monte Sacro, frente a su maestro Simón Rodríguez, mirando a Roma y juzgando al mundo antiguo. Si el «Juramento de Roma» llevaba en sí la formación clásica de Bolívar junto con su voluntarismo romántico, «Mi delirio sobre el Chimborazo» encierra toda la pasión y el arrebato románticos de quien ya ha cumplido gran parte de su juramento y se sabe próximo a su destino glorioso. Exánime, yerto sobre la nieve de la cumbre, el héroe escucha el llamado de la patria, el grito de Colombia; en ese instante Bolívar recupera su condición heroica y el Yo lírico sentencia su recuperación esencial y la tarea con la que empieza su nueva misión: «vuelvo a ser hombre, y escribo mi delirio».

 

 

 

Mi delirio sobre el Chimborazo

Simón Bolívar, 13 de octubre de 1822

 

Yo venía envuelto con el manto de Iris desde donde paga su tributo el caudaloso Orinoco al Dios de las aguas. Había visitado las encantadas fuentes amazónicas, y quise subir a la atalaya del Universo. Busqué las huellas de La Condamine y de Humboldt; seguílas audaz, nada me detuvo; llegué a la región glacial, el éter sofocaba mi aliento. Ninguna planta humana había hollado la corona diamantina que pusieron las manos de la eternidad sobre las sienes excelsas del dominador de los Andes. Yo me dije: este manto de Iris que me ha servido de estandarte ha recorrido en mis manos regiones infernales; ha surcado los mares dulces; ha subido sobre los hombros gigantescos de los Andes; la tierra se ha allanado a los pies de Colombia y el tiempo no ha podido detener la marcha de la libertad; Belona ha sido humillada por los rastros de Iris ¿y yo no podré trepar sobre los cabellos canosos del gigante de la tierra? Sí podré; y arrebatado por la violencia de un espíritu desconocido para mí, que me parecía divino, pasé sobre los pies de Humboldt, empañando aún los cristales eternos que circuyen el Chimborazo. Llego como impulsado por el genio que me animaba, y desfallezco al tocar con mi cabeza la copa del firmamento, y con mis pies los umbrales del abismo.

Un delirio febril embarga mi mente; me siento como encendido de un fuego extraño y superior. —Era el Dios de Colombia que me poseía.

De repente se me presenta el Tiempo bajo el semblante venerable de un viejo cargado con los despojos de las edades, ceñudo, inclinado, calvo, rizada la tez, una hoz en la mano.

«Yo soy el padre de los siglos; soy el arcano de la fama y del secreto; mi madre fue la Eternidad; los límites de mi imperio los señala el Infinito; no hay sepulcro para mí, porque soy más poderoso que la Muerte; miro lo pasado, miro lo futuro, y por mis manos pasa lo presente. ¿Por qué te envaneces, niño o viejo, hombre o héroe? ¿Crees acaso que el Universo es algo? ¿Que montar sobre la cabeza de un alfiler, es subir? ¿Pensáis que los instantes que llamáis siglos pueden servir de medidas a los sucesos? ¿Pensáis que habéis visto la Santa Verdad? ¿Imagináis locamente que vuestras acciones tienen algún precio a mis ojos? Todo es menos que un punto a la presencia del infinito que es mi hermano».

Sobrecogido de un terror sagrado, «cómo ¡oh Tiempo! —respondí— ¿no ha de desvanecerse el mísero mortal que ha subido tan alto? He pasado a todos los hombres en fortuna, porque me he elevado sobre la cabeza de todos. Yo domino el Universo con mis plantas; toco al Eterno con mis manos; siento las prisiones infernales bullir bajo mis pasos; estoy mirando de una guiñada los rutilantes astros; los soles infinitos; he visto sin asombro el espacio que encierra la materia; y en tu rostro leo la historia de lo pasado y los libros del destino».

«Observa —me dijo—, aprende, conserva en tu mente lo que has visto, dibuja a los ojos de tus semejantes el cuadro del Universo físico, del Universo moral; no escondas los secretos que el cielo te ha revelado; di la verdad a los hombres».

La fantasma desapareció.

Absorto, yerto, por decirlo así, quedé exánime largo tiempo, tendido sobre aquel inmenso diamante que me servía de lecho. En fin, la tremenda voz de Colombia me grita; resucito; me siento; abro con mis propias manos mis pesados párpados; vuelvo a ser hombre, y escribo mi delirio.

 

Nota bene: Existen múltiples transcripciones del texto. He preferido trabajar con esta versión tomada directamente por mí de la Colección de documentos relativos a la vida pública del Libertador de Colombia y del Perú, Simón Bolívar, t. XXI, Caracas: Imprenta de G. f. Devisme, 1832, 243-244. He modernizado la ortografía, puesto algunos sustantivos propios en mayúsculas y corregido erratas obvias.

 

La presente entrada es una versión resumida del apartado del mismo nombre publicado en mi libro Patriotas y amantes. Románticos del siglo XIX en nuestra América (Bogotá: Lumen, 2017), 89-110.

 



[1] El Grupo de Investigación en Literatura Colombiana de la Universidad de Santander, en nota al pie de página, ha señalado al respecto: «El texto original de Bolívar fue impreso por primera vez en 1833 [en la portada del libro dice “1832”], en “El Apéndice”, tomo XXI de la Colección de documentos a la vida pública del Libertador, preparado por Francisco Javier Yañes y Cristóbal Mendoza [Sobre la autenticidad del texto Vicente Lecuna señala]: “Recientemente se ha dado a conocer una copia de la época, fechada en Loja el 13 de octubre de 1822 que conservan en Quito los descendientes del coronel Vicente Aguirre”». Serafín Martínez, Ana Cecilia Ojeda y Judith Nieto, Mi delirio sobre el Chimborazo: el texto en la cultura (Bucaramanga: Universidad Industrial de Santander, 2005), 9.

[2] Sigmund Freud, “El delirio y los sueños en la Gradiva de W. Jensen”, en Obras completas, t. II, 4ta ed., Madrid, Biblioteca Nueva, 1981, p. 1.328.

[3] Ibídem, p. 1.307.

[4] Raúl Serrano Sánchez, «Mi delirio sobre el Chimborazo: anuncios y fundación», Kipus. Revista andina de letras, # 26 (2009): 83.

[5] Percy Bysshe Shelley, «Mont Blanc», en Poetas románticos ingleses, traducción de Leopoldo María Panero, (Barcelona: RBA editores, 1999), 135-136.

[6] José María Heredia, «Niágara», en Poesía de la Independencia, compilación, prólogo, notas y cronología de Emilio Carrilla (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1979), 78-82.

[7] Octavio Paz, El arco y la lira, [1956] (México DF: Fondo de Cultura Económica, 2010), 142.

[8] Giacomo Leopardi, «El infinito», en Cantos, introducción, traducción y notas de Diego Navarro, (Barcelona: RBA Editores, 1999), 41.

[9] Leopardi, «A Italia»…, 3.