Historias que asemejan postales: son
como un instante congelado en el tiempo en el que se cuece la intensidad de un
drama. Historias que se construyen con peripecias encaminadas a un final
tremendo, en donde la muerte es la consecuencia del horror al que los
personajes son sometidos. Historias de amores contrariados, envueltos en la
nostalgia de aquello que rara vez se realiza a plenitud. Cariño malo, de
Silvia Vera Viteri,[1]
es un muestrario de seres humanos envueltos por la insania, el crimen y la
soledad, cargados de culpa, que claman por un poco de amor. 
(Foto: R. Vallejo, 2025).
«Cariño malo» es el cuento que da título al libro. Una historia algo rocambolesca que pone en evidencia la hipocresía social, el sectarismo religioso y el crimen, a partir del drama de un amor agobiado por el remordimiento del incesto. Ignacio San Andrés, el personaje protagónico, es un heredero de una familia rica, ligada al Opus Dei, que confronta la practicidad del negocio familiar con su vocación artística y que, al descubrir un innombrable secreto familiar, se desmorona. Hay cierto tremendismo en la composición de esta historia en cuyos secretos reside el origen de la desagracia. Los designios de Dios son un tormento insoportable y en la persistencia de la culpa se concentra la tensión del cuento: «Nuestra fragilidad estuvo atada a cargas ajenas. Y Dios lo consintió» (61).
La insania mental de algunos seres que habitan estos relatos está sugerida y la sutileza para ir desenredando la madeja de la enajenación acompaña al lector hasta que la autora lo deja caer para que se estrelle contra la locura descarnada del personaje. En «Acróbata», asistimos al monólogo de un personaje que va ganando intensidad hasta que este nos somete a su angustia vital: «Entre otras acrobacias he colgado mi mente en el aire» (10). Y desde ese vacío caeremos al horror sugerido en el subtexto del cuento. Es el mismo horror que subyace también en «Atrevido descolado mueble viejo», cuento en el que el narrador protagónico asume que un mueble viejo de su casa lo interpela: «Necesitas un contertulio porque el brother con quien finges conversar es una entidad del vacío. Y lo sabes. Es solo reflejo de tu mísera soledad» (27). Esa conversación con uno mismo, del yo que se piensa otro, es el preámbulo de un cuadro de violencia generado por el encierro de un personaje que imagina a la casa en la que vive como un ente que lo odia. El realismo de la narración deviene alucinación y el tono muta, de manera sutil, hacia la visión enajenada del personaje.
El horror circula como un rumor en estos cuentos. El horror asociado al crimen queda expuesto en «La visita». La historia del cuento tiene como referente un conocido feminicidio ocurrido en un cuartel policial, pero al evitar nombrarlo la cuentista lo transforma en el patrón de una sociedad patriarcal y en un modelo de las conductas misóginas. El feminicida del cuento es portador de una maldad que carece de culpa y que únicamente busca la impunidad y el retrato de ese monstruo cotidiano, cercano, multiplica la sensación de horror que propone el texto. De igual forma, en «El desconcierto», la desaparición del hijo de doña Rosita, genera en Isabel, la protagonista, las sospechas de que el chico ha sido asesinado y de que su cuerpo es la carne del asado que un comerciante está ofreciendo en la fiesta del pueblo. Una narración apretada, sugerente, una intriga cargada de tensión, de final abierto: ¿estamos ante un crimen macabro o ante un cuadro histérico?
El horror también está inmerso en un gesto amoroso que es, al mismo tiempo, un acto de muerte. «Azucena o la melancolía», narrado desde un yo protagónico que se interpela a sí mismo en la persona de un tú, perturba por esa mezcla de compasión y crueldad que se conjuga al momento del crimen. «¿Por qué no comprendiste a tiempo que todo éxtasis es una alucinación?» (20) se interroga el protagonista en un diálogo teatral consigo mismo dentro del relato. La narración sugiere sucesos, actitudes, pasiones. Lo que alguien fue ya no existe más en el cuerpo consumido por la enfermedad. En este cuento perturbador, que conjuga, como en Horacio Quiroga, amor, locura y muerte, el personaje siente que ama en un acto de piedad criminal. La sentencia con la que el protagonista se justifica y perdona, «Azucena, tú y yo vamos a descansar de ti» (22), quedará resonando en la conciencia de los lectores como un eco de lo siniestro.
«Miel de azahares» cuyo núcleo temático reside en lo inicuo de las dictaduras es una historia que combina el amor conflictuado, el sacrificio en nombre de un ideal y la cobardía de aquellos que no se entregan a la pasión que se enciende en sus corazones. La anécdota del cuento parte del tópico del deslumbramiento del hombre mayor, casado y con hijos, por una muchacha que, en este caso, tiene ojos de miel de azahares. La ingenuidad del narrador lo lleva, sin darse cuenta, a delatar a un grupo de jóvenes revolucionarios al que pertenece la joven de la que aquel está prendado frente a un familiar que es un militar que trabaja para la dictadura. Cuando el narrador protagonista descubre el rostro de la muchacha en un cartel que reclama por los desaparecidos del régimen militar, él pregunta, con candidez, ¿qué es un desaparecido? Y un joven le responde: «Es alguien que no está en la muerte, pero tampoco está en la vida» (80). La nostalgia lo acompañará siempre y sin redención posible. Sin embargo, su lamento final carece de remordimiento y solo es capaz de la autocompasión que le provoca la tristeza. «Miel de azahares» es un cuento estremecedor.
En el cuentario, el amor puede ser un sacrificio piadoso o un encuentro cargado de nostalgia. «Sonata» es un diálogo en el que un hombre y una mujer se reencuentran para contarse sus vidas sin ellos y en el que lo que no se expresa en la conversación es conocido por el lector a través de la exposición del pensamiento de los personajes. Lo dicho y lo pensado se complementan para construir una relación que busca una nueva oportunidad para el amor. La palabra no se atreve a decir lo que los cuerpos se dicen en el baile que los libera de sus miedos a la vida. La nostalgia de una canción de Leonard Cohen los une en el instante de vida que se regalan: «Julia y Manuel bailan una sonata, promesa del amanecer después de la vida rota» (46).
Hay cuentos menores que desarrollan diversos tópicos desde perspectivas poco novedosas: la problematización de la vieja militancia política que cede al desencanto y al oportunismo, en términos ya tratados en la literatura («Los compas»), la puesta en escena bastante forzada de un mito clásico en tierras manabitas («Medea»), una visión manida sobre Marilyn Monroe («Gata rubia»), o un tejido enredado sobre un personaje que no entiende aún su transición hacia la muerte (Los reyes dorados).
Cariño malo se cierra con esa nostálgica postal que es «Última mirada a su ventana», un monólogo que nos hace sentir el duelo de la separación de los amantes, con una lluvia que se apaga en la medida en que la ventana va quedando atrás. «Ella se convirtió en fugitiva de mí» (110), dice el narrador mientras se aleja y el silencio lo cubre todo. Un cuento breve que concentra el instante en el que su personaje protagónico evoca la imposible perdurabilidad del amor. Reconocer esa imposibilidad es un momento liberador.
Cariño malo, de Silvia Vera, es un cuentario de narraciones ancladas en evocaciones líricas, que se arman desde un contar que sugiere el entresijo de los dramas de sus personajes; contado con alguna dosis de tremendismo, nos entrega historias que son confesiones en llaga viva de personajes marcados por el horror, la soledad y el anhelo de ser amados.
[1] Silvia Vera Viteri, Cariño malo, (Quito: El Ángel Editor, 2025). Este texto fue leído en la presentación del cuentario el sábado 29 de noviembre en el Centro Cultural Benjamín Carrión, de Bellavista, en Quito, en el marco del XVII Festival Internacional de Poesia Paralelo Cero.