José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, febrero 24, 2025

«Aún estoy aquí»: un conmovedor drama político

Por su papel como Eunice en Aún estoy aquí, Fernanda Torres ganó un Globo de Oro a Mejor Actriz y junto con Demi Moore por La sustancia son mis favoritas para ganar el Oscar en esta categoría.

            Rubens Paiva (1929-1971) fue in ingeniero civil que, como diputado del Partido Laborista Brasileño, PTB, se opuso al golpe de las Fuerzas Armadas, apoyadas por los EE. UU., contra el presidente João Goulart, en 1964, que instauró la dictadura militar que duró hasta 1985. Paiva tuvo que exiliarse, pero regresó a los nueve meses y, apartado de la política, se dedicó a su profesión. El 20 de enero de 1971 fue detenido en su casa y llevado sin fórmula de juicio a un cuartel donde lo torturaron para, finalmente, desaparecerlo. Por la Ley 9.140 fue reconocido como muerto en 1995.[1]

            Maria Lucrécia Eunice Facciolla Paiva (1929-2018) estaba casada con Rubens Paiva. Después de que los militares se llevaran a su esposo, ella fue detenida ilegalmente y sometida a violentos interrogatorios durante doce días. Al tomar conciencia de la situación política en la que se encuentra, Eunice, con cinco hijos, comienza a estudiar derecho y se gradúa de abogada a los 48 años. Eunice se convirtió en una activista contra la dictadura y por los derechos humanos, particularmente, de los derechos de los pueblos indígenas del Brasil.

Marcelo Rubens Paiva, hijo de Rubens y Eunice, publicó en 2015 el libro autobiográfico Aún estoy aquí (Ainda estou aquí) y Walter Salles dirige la película del mismo nombre que es un conmovedor drama político con una actuación extraordinaria de Fernanda Torres, que por ello recibió un Globo de Oro y está nominada al Oscar de Mejor Actriz Principal.

La película está centrada en Eunice y la manera cómo enfrenta una etapa crucial de su vida que fue la detención y posterior desaparición de su marido, en cómo mantiene la unidad familiar y la crianza de sus cuatro hijas y su hijo, y en cómo se transforma en una activista social. Al contarnos, durante la primera media hora, la vida cotidiana de la familia antes de la detención de Rubens, el director no solamente nos retrata al personaje, sino que evidencia todo el espíritu de la gente que la dictadura militar laceró con crueldad.

Salles introduce los recuerdos de los Facciolla Paiva con filmaciones Super 8, con lo que logra darnos imágenes de primoroso afecto familiar; además, sus tomas de la playa, del fútbol callejero, de los bailes en casa, de las comidas, etc., construyen un relato emocionante sobre la convivencia de padres e hijos al comienzo de los 70. La omnipresencia intimidante y totalitaria de la dictadura, así como la insurgencia de la guerrilla urbana, se sienten con los sobrevuelos y el tránsito de camiones de militares, al igual que los informativos de televisión que pasan las noticias de los secuestros de embajadores.

            Luego de la detención de Rubens (Selton Mello) llega el protagonismo de Eunice (Fernanda Torres). La caracterización de Torres es extraordinaria, llena de matices en la mirada, los gestos y la voz. La contención en su expresión corporal, cuando está cautiva, muestra su confrontación al poder autoritario desde la dignidad humana y, al mismo tiempo, el equilibrio emocional ante el terror que está viviendo. Luego está su manejo de la escena, que es manejo de todas las situaciones a la que se enfrenta, la expresión de su rostro que confronta la persecución, las carencias y sus desafíos en la defensa de las comunidades indígenas de la Amazonía. Todo contribuye a una caracterización memorable: su voz serena y firme, su explosión contra los policías del régimen que vigilaban permanentemente su casa cuando murió Pimpão, el perro, su alegría de justicia el día en que, finalmente, declararon desparecido muero a Rubens, etc. Fernanda Torres tiene una actuación exquisita y lleva encima de sí casi todo el registro conmovedor de la película. La aparición de su propia madre, Fernanda Montenegro[2], como la madre de Eunice, es un regalo del cine cargado de emoción.

Aún estoy aquí, dirigida por Walter Salles, es un estremecedor drama político, íntimo y cotidiano, atravesado por el amor y la esperanza, y por la dignidad vital como los instrumentos con los que una mujer y sus hijos se enfrentan a las atrocidades de la dictadura militar brasileña.



[1] La Ley 9.140/95, sancionada por el presidente Fernando Henriques Cardoso, establece en su artículo 1: «Son reconocidas como muertas, para todos los efectos legales, las personas que hayan participado, o hayan sido acusadas de participación, en actividades políticas, en el período del 2 de septiembre de 1961 al 5 de octubre de1988, y que, por ese motivo, hayan sido detenidas par agentes públicos, encontrándose, desde entonces, desaparecidas, sin que de ellas haya noticias».

[2] En 1998, Fernanda Montenegro, la mamá de Fernanda Torres, fue nominada tanto al Globo de Oro como al Oscar en la categoría Mejor Actriz Principal por su papel de Dora Teixeira en Estación central (Central do Brasil), también dirigida por Walter Salles. Por dicho papel, Fernanda Montenegro fue premiada como mejor actriz por el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, por Los Angeles Film Critics Association, por la Associação Paulista de Críticos de Arte, y ganó el Oso de Plata en el Festival Internacional de Cine de Berlín.


lunes, enero 06, 2025

La revictimización de los cuatro niños de Guayaquil

Cortejo fúnebre de los cuatro menores de Las Malvinas, el 1 de enero de 2025. (Captura de pantalla del video de la periodista de Karol Noroña en su cuenta en X)

           
El 24 de diciembre, la jueza Tanya Loor declaró desaparición forzada el caso de los cuatro menores afrodescendientes del sector de Las Malvinas, en Guayaquil: Josué e Ismael Arroyo Bustos, de 14 y 15 años; Saúl Arboleda Portacarrero, de 15, y Steven Medina Lajones, de 11. Ese mismo día, se encontraron en las inmediaciones de la Base Aérea de Taura cuatro cadáveres calcinados y con señales de torturas. El 31 de diciembre, la Fiscalía informó que los restos encontrados pertenecían a los cuatro menores y formuló cargos contra dieciséis militares de la Fuerza Aérea acusados de haber perpetrado el crimen y un juez ordenó su prisión preventiva. El 1 de enero, más de mil personas, entre el desgarrador reclamo de justicia y el cántico del chigualo, acompañaron el cortejo fúnebre de los niños rumbo al Cementerio del Suburbio Ángel María Canals, en Guayaquil.

A los cuatro menores afrodescendientes les dieron muerte de varias formas. La primera fue con la captura, tortura, ejecución y cremación de sus cuerpos. Un crimen que fue posible de determinar por las evidencias abrumadoras del momento de su captura por parte de los militares, de su traslado en una camioneta de las FAE, el descubrimiento de los cuerpos quemados en los alrededores de la Base Aérea de Taura y la posterior identificación de sus restos. Esta ejecución cruel y el ánimo de desaparecer los cuerpos comprometen al Estado y al gobierno con la búsqueda de la verdad, el enjuiciamiento de todos los responsables, la reparación a las familias y a la comunidad, y la garantía de no repetición. Jan Jarab, representante para América del Sur del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, según el portal electrónico de la ONU, declaró que la investigación de tan grave atropello debe ser independiente, sin presiones políticas y exhaustiva, abordando las eventuales responsabilidades del mando. Asimismo, subrayó que el fatal hecho «debe marcar un punto de inflexión en la forma de conducir la política de seguridad pública en el país».

Después del 8 de diciembre, desde el momento mismo en que los padres y los organismos de Derechos Humanos denunciaron la desaparición de los cuatro menores, el discurso del odio que se instaló en las redes sociales asesinaba a la par el buen nombre y la memoria de las víctimas. Cuando ya fue evidente que los militares se los habían llevado, la versión oficial decía que los menores fueron capturados luego de haber cometido un robo, cosa que el propio Fiscal desmintió durante la formulación de cargos. En las redes sociales, básicamente X-Twitter y las infames cadenas de WhatsApp, se desataron los mensajes de odio acusando falsamente a los menores de pertenecer a bandas criminales y trucaron fotos que presentaban a uno de los menores con tatuajes y armas. De manera infame, se tachó a los padres de negligentes y se dijo que todo era un complot político para denigrar a las Fuerzas Armadas. El crimen y la narrativa contra los cuatro menores de Las Malvinas, además, evidencia el racismo estructural de nuestra sociedad. Como dijera, en una entrevista para el programa The View, el 14 de julio de 2018, el actor afroamericano D. L. Hughley: «El lugar más peligroso para vivir para los negros es la imaginación de los blancos».

La narrativa para justificar el crimen de los militares ha sido consistente en deshumanizar a las víctimas asumiendo que, por su lugar de origen, su condición social y su color de piel, eran delincuentes o prospectos de sicarios. No satisfechos con esta narrativa racista y clasista, se quiso presentar el cortejo de los habitantes de Las Malvinas camino al cementerio como si fuera un acto de grupos delincuenciales: ni siquiera respetaron la ceremonia fúnebre y volvieron a darle muerte a los muertos. Enfrentando a esta narrativa de la granja de troles, la periodista Karol Noroña, que cubrió el entierro, escribió en su cuenta de X-Twitter: «Escoltadas con vecinos motociclistas, el retumbe de petardos —no armas—, música —y no amenazas—, las madres y los padres, las hermanas y los hermanos se fundieron en lágrimas y aplauso de quienes los acompañaron cantando chigualos de resistencia. El adiós afro a los angelitos».

  Y seguirán matándolos, aún después de muertos; seguirán revictimizando a las familias en la medida en no exista un proceso que permita verdad, justicia, reparación y garantía de no repetición, en el sentido en que señala la ONU en su portal electrónico. El crimen y la narrativa contra los cuatro menores de Las Malvinas, además, evidencia el racismo estructural de nuestra sociedad. Pero, resuena un canto en la voz del poeta Antonio Preciado: «Hoy saqué de la arena / un hueso que me ha pertenecido […] Pues bien, / me haré una flauta, / compondré una canción a mi asesino, / y la saldré a tocar / todas las lunas / a lo largo de todos los caminos»[1].



[1] Antonio Preciado, «Hallazgo», De sol a sol (Quito: Libresa, Colección Antares # 86), 142.


lunes, diciembre 23, 2024

Llanto y clamor de justicia por los cuatro niños desaparecidos de Guayaquil

La madre y el padre de los menores Arroyo Bustos.

El domingo 8 de diciembre, los hermanos Josué e Ismael Arroyo Bustos, de 14 y 15 años; Saúl Arboleda Portacarrero, de 15, y Steven Medina Lajones, de 11, estuvieron jugando fútbol y, alrededor de las ocho de la noche, entraron en una panadería, cercana al Mall del Sur, en la avenida 25 de Julio, al sur de Guayaquil. Luis Arroyo, padre de los hermanos, dijo, en su dramático testimonio a la cadena Ecuavisa, que dos horas más tarde, en la noche de aquel domingo recibió una llamada desde un número que no conocía. La persona inidentificada que llamó le comentó el suceso y le pasó el teléfono a Ismael, su hijo mayor, que le contó que los militares los habían cogido, que los habían golpeado y apaleado y que los habían dejado botados, desnudos, en los alrededores de la base militar de Taura, ubicada en el km 23,5, vía Durán-Tambo. Luis avisó al ECU-911, pero cuando llegaron al sitio, ya no estaban los niños. La persona desconocida volvió a llamar amenazándolo y diciéndole que grupos delictivos ya se habían llevado a los niños y, desde entonces, perdió contacto con dicho individuo.

Luis Arroyo, en su testimonio, indica que, luego de denunciar el hecho a la Fiscalía, al revisar las cámaras del ECU-911, se ve que, efectivamente, los niños van atrás, en una camioneta con logo de las FF. AA cruzando el puente de la Unidad Nacional, rumbo a Durán. «El teniente de la Unase [Unidad Antisecuestros y Extorsión, de la Policía Nacional] incluso me dijo que la FAE mismo, que el comandante les había obligado a estos malos elementos a recuperar la ropa de los menores, y él mismo le entrega al teniente, al siguiente día, la ropa». La fiscal que lleva el caso le dijo a Luis Arroyo que en los videos se ve cómo los militares golpean a los niños. En resumen: una patrulla de la Fuerza Área Ecuatoriana, FAE, fue responsable del operativo en el que se llevaron a los niños en un vehículo de la institución.

A pesar de que hay videos, llamadas, testimonios y hasta la ropa de los niños, como elementos que vinculan a los militares del operativo con la tortura y desaparición de los menores, el ministro de Defensa, en una reciente declaración gubernamental pregrabada, responsabilizó a grupos delincuenciales por la desaparición de los menores y añadió: «Calificar desde lo político este hecho como una desaparición forzada es hacerle juego al crimen organizado». Por su parte, el jefe del Comando Conjunto de las FF. AA. dijo: «Seamos enfáticos, debido a la información que se vierte en medios de comunicación y redes sociales, en donde uno de los padres de familia afirma haber conversado con uno de sus hijos, luego de intervención militar, se descarta cualquier participación de la fuerza pública en hechos posteriores a la referida intervención y que sería causa de la desaparición».

No obstante, según señala la abogada Lolo Miño, experta en Derechos Humanos, en su cuenta en X, los militares que detuvieron a los niños, en nombre del Estado, asumieron la responsabilidad de su custodia en el momento mismo en que los subieron a la camioneta de la institución. También se conoce que dos militares que participaron en el operativo han sido llamados a rendir su versión y uno de ellos se acogió al silencio. La inculpación a grupos delictivos carece de verosimilitud y más parece un distractor que, aún en el supuesto no consentido de que así haya sido es por sí mismo un horror: unos militares se llevan a unos niños, los golpean, los abandonan desnudos cerca de una base militar y deslindan su responsabilidad de lo que pudo haberles sucedido después. Lamentablemente, la versión oficial ha preferido, desde su primera declaración pública, trece días después de los hechos, adherirse al espíritu de cuerpo institucional y no a apoyar sin restricciones a quienes investigan la desaparición de los cuatro menores y a garantizar la independencia de la investigación.

Lo más execrable ha sido la forma como en la red social X-Twitter las cuentas del odio han querido, de distinta manera, echar lodo sobre los niños víctimas e intoxicar a la ciudadanía sobre un caso que, en algún momento, podría ser definido como una desaparición forzosa. No voy a repetir aquí los epítetos denigrantes, aporofóbicos y racistas que han utilizado los mercenarios digitales en contra de los niños —de origen afro y habitantes de uno de los sectores más empobrecidos de Guayaquil— para justificar su desaparición, pero si señalaré que resulta doloroso leer tanta infamia contra las víctimas. Por lo mismo, es necesario recordar que la desaparición forzada es un delito de lesa humanidad imprescriptible que, en su artículo 2, la Convención Internacional contra las Desapariciones Forzadas ha definido así:

 

A los efectos de la presente Convención, se entenderá por desaparición forzada el arresto, la detención, el secuestro o cualquier otra forma de privación de libertad que sean obra de agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o del ocultamiento de la suerte o el paradero de la persona desaparecida, sustrayéndola a la protección de la ley. (Énfasis añadido)

 

            La desaparición de los cuatro menores debe hacernos reflexionar como sociedad, al menos en dos puntos: los riesgos de la militarización de la sociedad a pretexto de una guerra interna, y lo injusto de la perfilación que se hace con las personas empobrecidas o racializadas. Además, y en medio del drama familiar y comunitario, vendrá la politización del caso con pronunciamientos de todas las partes y acusaciones de todos los tipos, por lo que, para mantener la ecuanimidad en este caso, es necesario escuchar a la academia y los expertos en estos temas, a las organizaciones defensoras de los Derechos Humanos; hay que estar atentos a los informes de los investigadores del Estado, a los reportajes del periodismo independiente, a la gente de opinión en quien confiemos; y hay que oír a los voceros gubernamentales para exigirles resultados, incluido el presidente que, catorce días después de la desaparición de los niños, finalmente ha dado declaraciones, promete que no habrá impunidad para nadie y ha ordenado la intensificación de la búsqueda de los niños y de los responsables de su desaparición. Al tuitero @odiadorxxx123etc hay que bloquearlo sin remordimientos.

            Finalmente, no me queda más que decir cuan estremecedor resulta escuchar el llanto de la madre de los hermanos Arroyo que suplica por el regreso de sus hijos, a quienes los militares se los llevaron vivos y de cuya custodia son legalmente responsables. En el testimonio ya citado, el padre se lamenta: «Y ahora que no lo puedo llevar al colegio… a veces, me arrepiento, estoy aquí en mi casa, haciendo nada…». Es difícil celebrar la alegría de la Navidad, mientras la tristeza de la desaparición de cuatro niños invade el corazón de su familia y su comunidad. Mientras escribo, me resuenan en el pecho, como una letanía lacrimosa, las palabras angustiadas del menor Ismael Arroyo en la última comunicación que tuvo con su padre y que este ha repetido ante la prensa: «Papá ven, ¡sálvame!».

 

De izq. a der, y de arriba a abajo: Steven Medina, Ismael Arroyo, Saul Arboleda y Josué Arroyo.


 


lunes, abril 29, 2024

Pena de muerte por robar aguacates

Jhonatan M, adolescente de 17 años, fue quemado vivo por robar aguacates en la provincia de Carchi.

En ciertos vecindarios del país hay un letrero que, pese a su amenaza de muerte, permanece colgado en algún poste del barrio sin que ninguna autoridad intervenga: Ladrón agarrado, ladrón quemado. La noche del 24 del abril, un grupo de cuatro personas ingresó a una hacienda de San Francisco de Caldera para robar aguacates. Los ladrones, al ser descubiertos, escaparon, pero Jhonatan M., un adolescente de 17 años que pertenecía a la banda, fue capturado, linchado y quemado vivo por los iracundos perjudicados. Sucedió en la parroquia San Rafael del cantón Bolívar, en el límite entre las provincias de Carchi e Imbabura: un adolescente de 17 años fue asesinado por una turba de pobladores que le prendieron fuego por robar aguacates. Las víctimas del robo de aguacates se convirtieron, en cuestión de minutos, en los victimarios de un adolescente, asesinado con sevicia. Y todo esto sucede, en parte, porque la debilidad del Estado para garantizar la seguridad del país ha desembocado en un espíritu vengativo de la ciudadanía que justifica la crueldad del castigo de los delitos sin que importe su nivel de gravedad. El resultado de la Consulta Popular del 21 de abril evidencia que la gente cree que la militarización del país y el populismo penal son soluciones, casi mágicas, a la violenta descomposición de una sociedad inequitativa y excluyente. Esa militarización de la conciencia ciudadana aprueba con felicidad los tratos denigrantes a las PPL (¡Que se pudran en la cárcel!) y, sin detenerse a pensar en el quebrantamiento de la ley, justifica que cada uno se tome la justicia por su propia mano (¡A todos esos malandrines hay que pegarles un tiro!). Parecería que la ciudadanía ya no exige políticas públicas destinadas a la justicia social ni el fortalecimiento de las instituciones del Estado que garantizan la seguridad ciudadana, sino el endurecimiento de la represión y el castigo. Quienes nos detenemos a meditar en estos asuntos y, aún más, los activistas defensores de los derechos humanos, somos señalados, por efectos de un discurso violento y neofascista, como defensores de los delincuentes. Hay que perseguir a los delincuentes, por supuesto; hay que castigar el cometimiento de los delitos, por supuesto; hay que desplegar todo el poder del Estado para enfrentar al narcotráfico, por supuesto. Nadie defiende a los delincuentes, sino el cumplimiento de la ley, que es lo que diferencia al criminal del agente del orden. Pero nuestra sociedad se ha enfermado de miedo y sed de venganza, lo que se traduce en un ansia de castigo inmediato, sumarísimo, bajo una pena aún más severa que la ley del talión. El ojo por ojo, diente por diente del Éxodo (21:24) nos ha quedado corto. Me dirán, no sin razón: ese adolescente que el pueblo linchó era capaz de matarte, al igual que ese otro que asesinó a un conductor de bus en Guayaquil en la tarde del martes 16 de abril. Si esto se esgrime como razonamiento para ejercer justicia por mano propia es porque la institucionalidad estatal ya no sirve, porque vivimos en un sistema de justicia fallido. Nos hemos convertido en una sociedad en la que un adolescente es capaz de robar y asesinar a sangre fría y un grupo de pobladores es capaz de asesinar a un ladronzuelo con crueldad. ¿Presunción de inocencia? ¿Debido proceso? ¿Castigo proporcional? ¿Tratos digno de las PPL? La despiadada lógica del miedo cultiva la semilla del neofascismo que se traduce en la idea de que si alguien atenta con los derechos humanos de la sociedad pierde su propio derecho humano. El miedo nos lleva a animalizar a ese lumpen que es resultado de la intrínseca desigualdad social y económica del capitalismo y no a cuestionar las políticas económicas que son el caldo de cultivo del crimen. Al despojar a cualquier presunto delincuente de su condición humana, la sentencia del populacho se sintetiza en una aplicación bizarra del derecho consuetudinario: pena de muerte por robar aguacates.