José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, junio 13, 2022

«1984»: impecable y descarnada puesta en escena

La actuación de Patrick Valembois en el papel de Winston Smith es extraordinaria.

«La guerra es la paz. / La libertad es la esclavitud. / La ignorancia es la fuerza» son las tres consignas del Partido con las que el Ministerio de la Verdad —Miniver, en neolengua— educa políticamente a los ciudadanos. En las telepantallas aparece el rostro Emmanuel Goldstein, el Enemigo del Pueblo y comienzan los Dos minutos de Odio en los que todos, quisieran o no, eran irremisiblemente arrastrados a participar: «A los treinta segundos no hacía falta fingir. Un éxtasis de miedo y venganza, un deseo de matar, de torturar, de aplastar rostros con un martillo, parecerían recorrer a todos los presentes como una corriente eléctrica convirtiéndole a uno, incluso contra su voluntad, en un loco gesticulador vociferante»[1]. El rostro de Goldstein se desvanece y da paso al rostro del Gran Hermano. En la sala Malayerba, en Quito, bajo la dirección de Eduardo Hinojosa, Distópico Teatro ha estrenado 1984, una impecable y descarnada puesta en escena de la novela homónima de George Orwell.

           

O'Brien (David Noboa) y Winston Smith
El horror de la distopía política orwelliana está presente en los varios niveles semánticos de la obra teatral. La adaptación mantiene el sentido político de la novela, representa con credibilidad actoral el carácter de los personajes y sostiene, con los recursos propios del diálogo teatral, la tensión de un mundo vigilado por el aparato represivo y el ojo del Gran Hermano. El Estado totalitario es un ente omnipresente, de manera asfixiante, a lo largo de la obra: desde la oficina del Miniver, donde el miedo impera, hasta la habitación 101, en donde Winston es torturado por O’Brien para que sane de su inadaptación y acepte que ama al Gran Hermano: «Me preguntaste una vez qué había en la habitación 101. Te dije que ya lo sabías. Todos lo saben. Lo que hay en la habitación 101 es lo peor del mundo»[2].

            La actuación de Patrick Valembois en el papel de Winston Smith es extraordinaria. Desde el comienzo, Valembois logra una caracterización convincente de su personaje: su mirada, su voz, su actitud corporal, todo contribuye a convertirlo en el atormentado y desconfiado Winston Smith que descubre la verdad detrás de su trabajo de reescritura de la historia según los postulados del Ministerio de la Verdad. La fuerza actoral de Valembois dialoga con el espectador sobre el padecimiento del ciudadano común frente al miedo y la alienación que el Estado totalitario produce en cada uno: en la transformación del cuerpo del actor, desde el burócrata alienado del Miniver hasta la piltrafa deshumanizada de la habitación 101, se concentra el terror del totalitarismo dicho por O’Brien (David Noboa logra la repulsa que su cínico y cruel personaje genera en el espectador): «La tortura solo tiene como finalidad la misma tortura. Y el objeto del poder no es más que el poder»[3].

 

Fernanda Corral, como Parsons, en uno de sus tres papeles, junto a Patrick Valembois como Smith.

            Hay que destacar el despliegue escénico de Fernanda Corral, que tiene a su cargo tres papeles: el del burócrata Parsons, el de la anticuaria informante y el del Gran Hermano. La actriz pasa del miedo del alienado burócrata a la hipocresía canalla de la anticuaria y remata con la representación del poder absoluto del implacable Gran Hermano. La versatilidad de Fernanda Corral en sus tan diferentes caracterizaciones habla de un excelente trabajo actoral y la mano de una dirección de actores notable.

           

El recurso audiovisual está bien logrado para mostrarnos la acción en otros escenarios. Proyectado en la pantalla, el video sobre el encuentro de Winston y Julia (Doménica López) fuera de la ciudad.

            La puesta en escena de 1984 utiliza el recurso audiovisual de manera lograda. La telepantalla en donde aparece el Gran Hermano y desde donde los controla todo, los escenarios exteriores, el bosque y el cuarto vigilado por el GH, en donde suceden los encuentros de Winston y Julia (Doménica López, que consigue convertirse en la representación de la idealización amorosa que será la perdición de ambos), y los elementos de la actualidad social (al comienzo de la obra) y del miedo mayor de la tortura (casi al final) son elementos que fluyen contribuyendo a la acción de la obra. Uno siente que el expresionismo minimalista de la utilería se complementa con los videos que reproduce una telepantalla en la que quienes lo observamos todo somos nosotros, espectadores del horror de una distopía que podría convertirse en una realidad del presente.  

           

Si bien Orwell concibió su obra para denunciar el peligro que, para las sociedades democráticas, representaba el totalitarismo, tanto del comunismo estalinista como del fascismo, su distopía política continúa vigente. El Estado del capitalismo neoliberal del siglo veintiuno se basa en la vigilancia permanente a sus ciudadanos, en una policía del pensamiento único dispuesta a criminalizar la disidencia, en la fabricación de un enemigo al cual odiar y en una neolengua que manipula la historia y los hechos para justificar la expoliación, la acumulación y la guerra. La versión teatral de 1984, de Distópico Teatro, nos recuerda el horror de poder totalitario con la contundencia política y la belleza estremecedora que emana del arte escénico.



[1] George Orwell, 1984 [1949] (Barcelona: Ediciones Destino, 2008), 21.

[2] Orwell, 1984, 276.

[3] Orwell, 1984, 257.


domingo, agosto 04, 2019

Los cuentos de la peste: "No hablemos más de la muerte, podemos intentar la vida".


Andrés Olmedo, Raúl Sánchez McMillan, María José Avilés, Jaime Tamariz y Jocelyn Gallardo, actores de Los cuentos de la peste, dirigida por Lucho Mueckay, producida por Marlon Pantaleón y presentada en el Estudio Paulsen, en Guayaquil.

            Ese espíritu que se rebela frente a las ataduras y los prejuicios, ese que se libera de los miedos religiosos y la amenaza apocalíptica que se halla agazapada entre el dolor y la muerte de toda peste o catástrofe; el jolgorio de la fiesta de la vida que utiliza la imaginación para resistir a la peste y derrotarla en lo que tiene que ver con su afán por la consunción del espíritu del ser humano; la liberación que se logra a través del hecho de contar las mentiras verdaderas que habitan, intrínsecas, en toda narración literaria.
La puesta en escena del Estudio Paulsen de Los cuentos de la peste, de Mario Vargas Llosa, bajo la dirección de Lucho Mueckay y la producción de Marlon Pantaleón, es un espectáculo teatral de logrado espíritu carnavalesco que reafirma, con actuaciones convincentes y deslumbrantes, el simbólico triunfo de la vida sobre la muerte a través de la imaginación del ser humano y su capacidad para convertir la palabra en instrumento de resistencia del espíritu libre por sobre la carne prisionera de la peste.
La concepción de la puesta en escena, la reducción del texto teatral a hora y media, y el trabajo de dirección de actores han sido trabajados con mano maestra. La obra, que no se ancla en la reproducción realista de época, nos convence, a partir de la utilización de elementos expresionistas tales como un vestuario sugerente o el esbozo de un palacete medieval, de que estamos en 1348, el año de la peste, en Villa Palmieri, Florencia. Por ello, la opción de musicalizar la obra con una versión de las Estaciones, de Vivaldi, “recompuesta” por Max Richter, me parece un ruido para la construcción de época: ¿música barroca del siglo XVIII, con tintes posmodernos, en un ambiente del siglo XIV? Los anacronismos son, a veces, ejemplo de osadía, pero la osadía no siempre funciona.
 Sin embargo, es en este escenario y por la fuerza actoral que el amor y el deseo, el humor, que todo lo desacraliza, y el poder de la imaginación se vuelven representación de una historia al servicio del ser humano que se enfrenta a la represión de la institucionalidad del Estado y la Iglesia.
«No hablemos más de la muerte, en todo caso, podemos intentar la vida», dice el duque Ugolino, representado de manera impecable por Jaime Tamariz. Tamariz nos ofrece un duque Ugolino atormentado y, al mismo tiempo, liberado de las miserias del tiempo de la peste, debido a la mujer que se ha inventado para sobrellevar la soledad y sus desventuras. «Un ser humano no puede vivir sin ilusiones, Aminta», se justifica ante aquella, su condesa de la Santa Croce.
            Aminta también tiene su propia historia en su peregrinar: «Conocí la brutalidad de los hombres, y el placer; ambas cosas me mostraron». Joselyn Gallardo carga con un personaje que pertenece más al estatuto de la fantasía que el mundo real de quienes se han refugiado en Villa Palmieri. A ratos, se excede en la distancia que pone con el resto de los personajes y sus parlamentos se escuchan un tanto recitados. No obstante, cierra la obra de manera brillante.
«Retirarnos a un lugar donde podamos olvidarnos de la peste y donde ella se olvide de nosotros», dice Giovanni Boccaccio, maravillosamente interpretado por Andrés Olmedo. Es el personaje que conduce la fiesta de la palabra y la imaginación. Vargas Llosa lo introdujo en su obra no solo para mostrar la transformación de un escritor académico, al beber de la fuente de lo popular, en el autor de El Decamerón, sino también para reafirmar el poder de la ficción.
Pánfilo (Raúl Sánchez McMillam) y Filomena (María José Avilés) son dos personajes cuyos actores nos convencen de que el ser humano, a través de la ficción, evidencia el deseo de ser distinto de lo que es, de imaginarse viviendo una vida diferente, de resistir, en momento de crisis, la arremetida de todo tipo de peste: «Quiero vivir, y sé que viviré”, dice Pánfilo. Avilés, Sánchez y Olmedo son el trío de actores que impregnan la obra del necesario espíritu carnavalesco que conlleva la sobrevivencia del ser humano en medio de la peste.
Lucho Mueckay, director de Los cuentos de la peste, ha construido una puesta en escena cuyo drama nos envuelve con la fuerza espiritual de las palabras de Boccaccio: «En mí, al amor a la vida es más fuerte que el miedo a la muerte».


Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, el 02.08.19

domingo, junio 17, 2018

La casa en donde se esconde la rabia y transitan mirones


En la sala de la casa Cino - Fabiani, convertida en un escenario teatral, durante una presentación de Rabia, adaptada y dirigida por Sebastián Cordero, sobre su propia película homónima.

      La madera nocturna parece alimentarse de crujidos y susurros con el paso de la gente que transita de la entrada al comedor, del comedor al cuarto de la empleada, de ahí a la sala, de la sala al sótano, luego, al dormitorio del hijo. La madera se eriza con las pisadas de ese público hecho de ojos; público que fisgonea, desde los diversos espacios de las entrañas de un hogar, el drama de unos personajes con los que se entremezcla en un contacto hecho de miradas. La madera es un murmullo que avanza junto a los mirones, un murmullo que va siguiendo a las actrices y actores de un drama teatral, como si fuera la vida, la vida misma… hasta cierto punto, en medio de todos, con la complicidad de todos.
Se trata de la casa Cino – Fabiani, una construcción patrimonial con más de cien años, ubicada en el tradicional barrio de Las Peñas, en Guayaquil. La casa ha sido convertida, en su totalidad, en el escenario de Rabia, adaptada para teatro y dirigida por Sebastián Cordero, basada en su película homónima de 2009, y producida por Arnaldo Gálvez, que administra la casa.
José María (Alejandro Fajardo, sin camisa)
José María (Alejandro Fajardo), el personaje principal, lleva dentro de sí una furia que no puede controlar: los celos que genera el machismo propio y el de los otros, la rebeldía frente a la explotación laboral, la venganza por causa de la violación de la mujer que ama, y un sentido particular de la justicia. Todas estas razones lo llevan al crimen y a vivir escondido, simbólicamente como rata, en el interior de la casa sin que nadie lo sepa. En él se concentra la rabia de un hombre contra el mundo y sus violencias cotidianas, esas que son aceptadas como naturales, aquellas que van acumulándose hasta que se expresan en la violencia que cercena la vida, esa que escandaliza.
Los espectadores asistimos el crecimiento de esa rabia. Las perspectivas son múltiples: junto a los personajes, en su mismo espacio, compartiendo los planos; desde arriba, contemplándolos como una cámara en picado y, simultáneamente, contemplando a esa otra parte del público, que también es una representación: desde arriba, unos espectadores ven a los personajes y a otros espectadores convertidos en personajes que están viendo una obra y son mirados por la otra parte de la audiencia.
El público invade la intimidad del personaje: Rosa (Cilia Figueroa), la empleada doméstica, está en su habitación tratando de echar al joven de la familia. No lo puede sacar, como tampoco puede echar al público que se ha instalado frente a su cama, junto a la puerta, que la contempla desde una ventana y siente su pánico, su parálisis, su impotencia y su llanto. De alguna manera, el público queda anonadado y cómplice ante la violencia sexual a la que Rosa es sometida.
Los espectadores contemplan a otros espectadores
La experiencia del público, en tanto mirones instalados en la casa, está cargada de verdad. Por aproximadamente dos horas, los espectadores se han convertido en intrusos de la intimidad de los personajes. La catarsis llega cuando revienta el llanto y la casa Cino-Fabiani se convierte en un hogar para el dolor de todos, para la rabia contenida.

Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, el 15.06.18 (Las fotos son publicadas por cortesía de Sebastián Cordero).