José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, agosto 25, 2025

«Caminando sobre arenas movedizas», v. III: la dramaturgia poética de Patricio Vallejo Aristizábal, un artista del teatro

Patricio Vallejo Aristizábal, en la presentación de Caminando sobre arenas movedizas, v. III, el 11 de diciembre de 2024 en la Facultad de Artes de la Universidad Central del Ecuador, en Quito.

Él es un artista del teatro que dirige, actúa, enseña y escribe, y, sobre todo, persevera en la escena teatral con el colectivo Contraelviento Teatro. Patricio Vallejo Aristizábal es consciente de que el teatro también se lee y que aquella disputa entre la representación escénica y la expresión literaria está superada en el texto dramatúrgico, entendido como un proceso que incluye la puesta en escena que se apropia de la palabra poética cuando la acción teatral así lo requiere. Cómo él mismo dijera años atrás: «La dramaturgia es el territorio paradojal donde habita el sentido del escenario […] la palabra en el escenario es acción […] por eso no es el papel sino la escena la que acoge a la palabra viva en el teatro, y en la frontera está el actor»[1].

            Su más reciente publicación es el volumen 3 de Caminando sobre arenas movedizas, una serie que reúne su dramaturgia y que, con precisión teórica, tiene por subtítulo desde un comienzo Textos escritos para el escenario. Y es que es en la escena, es decir, en la acción teatral, en donde estos textos se realizan. No obstante, leerlos es también una manera de representarlos en nuestra imaginación y, más aún, cuando el texto nos conduce al seno de la acción teatral y la expresión poética refuerza el sentido escénico. El texto dramatúrgico está a disposición de otras agrupaciones teatrales para que le den vida desde su propia perspectiva. De hecho, el volumen II tiene obras que fueron escritas para que las representen otros elencos: «el trabajo en conjunto con ellos supuso un enriquecimiento de nuestro acervo y una ampliación del horizonte de sentido de nuestra cultura grupal»[2].

Este nuevo volumen contine las obras más representativas, tal vez, que Contraelviento Teatro ha representado y que Vallejo considera «un momento de consolidación de nuestra propuesta técnica, creativa, estética y pedagógica que denominamos “comportamiento barroco del actor y de la escena”, entre 2006 y 2021»[3]. Este comportamiento barroco ha sido la propuesta estética de Vallejo y Contraelviento de tal forma que sus obras son un tejido de diversos lenguajes y una acumulación de elementos significativos en la puesta en escena. Los textos son guiones que se van transformando durante la construcción escénica de tal forma que el texto dramático viene a ser el producto de un proceso de creación teatral. Las obras que leemos son el resultado del trabajo en el escenario y adquieren su propio valor textual en la medida en que la palabra poética se ha instalado en ellas.

 

Verónica Falconí en La flor de la Chukirawa.
          Quiero referirme especialmente a esa obra de enorme fuerza poética y política que es La flor de la Chukirawa, estrenada en julio de 2007[4]. Una anciana solitaria, sobreviviente de la tragedia de La Josefina, en 1993, se consume en sus recuerdos picando piedras en la vía entre Cuenca y Azogues. Su hijo, tras ser reclutado por el ejército norteamericano bajo la promesa de la green card, ha muerto en una guerra en el extranjero y la prensa local quiere saber más de este héroe ecuatoriano. Solamente la trama ya plantea varios conflictos que van desde la pobreza estructural del país, la migración por causa de la pobreza y el abandono familiar, hasta la guerra imperial. La política abraza la trama de esta obra cuyos personajes se expresan con una conmovedora fuerza poética en escena: la Madre, el Ángel del Hijo Muerto, el Ángel Mensajero y el Encantador de Feria.

Los elementos escenográficos, acumulados con conciencia de lo barroco, están articulados para que la acción se desarrolle en una permanente confrontación con la realidad no dicha, pero que existe en los espectadores. Las escenas se suceden con la fuerza simbólica de los ángeles: el del hijo muerto, es una presencia fantasmal; el del mensajero, es la representación de una prensa que tiene un relato grueso para vender, pero que no escucha ni entiende los matices de la vida. La Madre es un personaje condenado a sobrevivir en soledad el eterno duelo que es la pérdida de un hijo, a repetir el trabajo inútil de picar piedras que la mantiene en la pobreza, a evocar el secreto de la vida: «La flor de la Chukirawa es hermosa y atractiva pero no se la puede tocar porque es dura y tiene espinas» (112).

Patricio Vallejo también aborda el tema de migración en Las señales del cielo (2017) de una manera profundamente humana que nos deja un sabor agridulce, que nos remite, al mismo tiempo, a la esperanza de los sueños y a la tristeza de sus límites. El problema de la pobreza estructural está presente siempre, pero lo que más nos conmueve es el drama personal de cada miembro de una familia que migra y la nostalgia andina que envuelve a los personajes. No es solo la condición social, es, sobre todo, la condición humana del ser transeúnte. Cada uno lleva su dolor a cuestas, pero también sus ilusiones y sus deseos; cada uno se va en la búsqueda de lo que no puede ser quedándose. La abuela, símbolo de la tradición y de la tierra, es la que se queda, tratando de entender el destino de todos, alegrándose por la felicidad de su nieto que intenta cruzar fronteras una y otra vez. Y, cubriéndolo todo, las señales del cielo que la abuela entiende como premoniciones del viaje de cada uno. La abuela tiene la luz del optimismo que dan el amor por la vida y el cuidado de los otros.


Verónica Falconí y María Belén Bonilla en La canción del sicomoro.
             El teatro de Patricio Vallejo atravesado por elementos culturales andinos también dialoga intertextualmente con los clásicos. La canción del sicomoro (2016)[5] es una obra que nos habla de los feminicidios de hoy a través de la deconstrucción de de Desdémona, que paga con su vida los celos de Otelo. La Actriz, personaje contemporáneo que dialoga con el espíritu de Shakespeare, reafirma el valor de su arte para confrontar el horror del feminicidio: «A pesar de la indiferencia sigo siendo mujer y siendo actriz, valorando el teatro como valoro mi vida». En Al final de la noche otra vez (2006)[6], Eva, una mujer joven que desafía los prejuicios sociales y que se va transformando, en las diversas escenas, en cuerpos rebeldes, se enfrenta a Los Antepasados de Dios, y en medio de esta confrontación, está la Vida, una suerte de desdoblamiento de Eva que le permite interpelarse a sí misma. Encerrada en el horror de la existencia, Eva exclama: «Doblemente engañada. Cuando me soltaron en esta mierda y me dijeron que era el Edén. Cuando me expulsaron y nada. ¿Qué queda más allá de la niebla y la montaña?» (87), lo que complementa aquello que ha señalado en una escena anterior: «el juego es ser suicida y no matarse» (84).

La práctica teatral de Patricio Vallejo concuerda con lo dicho por Antonin Artaud, según el parlamento de la Cantora en su obra Estruendo: ceremonia para enjuiciar al espíritu del tiempo (2021)[7]: «El teatro como la peste desata conflictos, libera fuerzas, desencadena sucesos, y si esos sucesos y esas fuerzas son oscuras no son la peste o el teatro los culpables, sino la vida» (192). Aquí, nuevamente está presente el diálogo intertextual con Shakespeare que se combina con la canción protesta de Víctor Jara, y esa manera de incluir los problemas sociales contemporáneos para confrontar al poder: en este caso, el confinamiento debido a la pandemia y la actitud tragicómica del gobierno para proteger a la población.

     

(Foto: R. Vallejo, 2025)
 A modo de epílogo, este volumen recoge un texto de Verónica Falconí, de actriz de Contralviento Teatro, confiesa que, como actriz de la mayoría de las obras teatrales, ha habitado los mundos creados en ellas y reconocerse en los actos de sus personajes. «Y siempre, cada texto me ha sido un territorio amable, cada palabra escrita que hice mía en el escenario, me hizo crecer, encontrarme con la belleza de la valentía, de la poesía, de la coherencia, del dolor, de la infinita dulzura…» (215). Este tercer volumen de la dramaturgia de Patricio Vallejo Aristizábal complementa su obra reunida, que es un legado poético y político para los colectivos teatrales de nuestra América.

 


[1] Patricio Vallejo Aristizábal, Caminando sobre arenas movedizas. Textos escritos para el escenario. Obra reunida, volumen I, 1999-2003 (Quito: Fondo Editorial del Ministerio de Cultura del Ecuador, 2012), 18. Contiene las obras «Tarjeta sucia», «Herodías y la luna del desierto», «¡Adiós!» y «Réquiem».

[2] Patricio Vallejo Aristizábal, Caminando sobre arenas movedizas. Textos escritos para el escenario. Obra reunida, volumen II (Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana, 2019), 22-23. Contiene las obras «Al final de la noche», «A ver, una historia», «Cantares desde la caverna», «Las trazas del tiempo», «Donde la luz se abraza con la sombra» y «Ecos bajo la luna».

[3] Patricio Vallejo Aristizábal, Caminando sobre arenas movedizas. Textos escritos para el escenario. Obra reunida, volumen III (Quito: Ediciones Contraelviento, 2024), 41. Contiene las obras «Al final de la noche otra vez», «La flor de Chukirawa», «La canción del sicomoro», «Las señales del cielo», y «Estruendo: Ceremonia para enjuiciar al espíritu del tiempo».

[4] El enlace dirige al video de la presentación de La flor de la Chukirawa en el Teatro Prometeo de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, en Quito, en octubre de 2021.

[5] El enlace dirige al video de la presentación de La canción del sicomoro en el Teatro Nacional Sucre, de Quito, como parte del Festival Fiesta Escénica 2021, en junio de 2021.

[6] El enlace dirige al video de la presentación de Al final de la noche otra vez en la sala El Monasterio de Contraelviento Teatro, de Quito, en junio de 2009.

[7] El enlace dirige al video de la presentación de Estruendo: ceremonia para enjuiciar al espíritu del tiempo en La Cabaña de Vidrio, una vivienda rural en la parroquia de La Merced, de Quito, intervenida para representaciones teatrales, en abril de 2021, durante el encierro debido a la Covid-19.

 

lunes, marzo 24, 2025

De teatreros guayaquileños y el arte de la fotografía en la realidad de la ficción


La actriz Rossana Iturralde

«Los teatreros podrán no estar en la memoria, pero están en la historia. / La historia es la memoria hecha ficción. / La memoria se pierde en la realidad. / La historia la sobrevive […] Para eso la fotografía: / cosifica la memoria / y la hace historia»[1]. En su hermoso libro La ficción de un rincón del horizonte (1979-1994), Jorge Massucco nos entrega no solo una memoria en imágenes de quince años de la escena teatral guayaquileña, sino también una profunda reflexión poética sobre la ficción, la realidad y el arte de la fotografía.           

            Este libro, cuidado con amor, es una muestra del trabajo de una familia de artistas visuales (Marina Paolinelli y Diego Massuco Paolinelli acompañan a Jorge en esta aventura) con la colaboración, en la conceptualización visual y el cuidado editorial de Mario Rodríguez Dávila y Bertha Díaz, respectivamente, que editaron Las fotos del obrero (2023). El archivo fotográfico que expone este libro es en sí mismo una joya de la memoria que quienes estudian la historia del teatro en Guayaquil debería considerar como la base de cualquier investigación académica. Un archivo de esta naturaleza da cuenta, por un lado, de la presencia permanente del fotógrafo en las obras teatrales y, por tanto, de un testimonio visual de primera línea, y, por otro, confirma la existencia de una ferverosa actividad teatral guayaquileña que no ha sido debidamente estudiada por la academia.

           

Pipo Martínez Queirolo
            Leemos este libro como si asistiéramos a una exposición fotográfica. A lo largo de la muestra, Jorge Massucco, además de entregarnos su mirada de artista sobre el trabajo de la gente de las artes escénicas nos convoca a una reflexión permanente sobre la ficción, ese espacio autónomo del arte representativo por donde se cuelan los espectros de la realidad. Dice Massucco: «La fotografía, otra ficción. / Y la vida de los sueños se pierden como la memoria / Cuando la realidad nos aparta de las ficciones que han ido tejiendo nuestras vidas. / Y entonces volvemos a las fotografías, con nuevas y distintas lecturas. La fotografía sobrevive / a la realidad» (228). La memoria de estas ficciones, capturada en la fotografía, es ese movimiento permanente de la utopía que nos permite seguir creyendo en la vida.

           

Marina Salvarezza
            Las fotos del libro son un testimonio aleatorio del teatro callejero y el de las salas, del teatro experimental y del clásico, de los espectáculos de títeres, música y danza, de las búsquedas del teatro en el cine; en síntesis, de la escena teatral guayaquileña y sus protagonistas. La limitación de esta muestra fotográfica la señala el propio autor: «Nunca tuve la intención de un registro prolijo de la actividad teatral. Lamentablemente» (31); pero, quién puede reclamarle a Massucco el que se haya dedicado a asistir a tantas funciones durante tantos años y tomar tantas fotos con esmero, porque para un artista de la fotografía como él lo importante es entregarnos su mirada del teatro a través de la imagen fotográfica. Como él mismo lo dice: «La ficción de la vida valió la pena vivirla» (31).  

           

Lucho Mueckay
El libro de Jorge Massucco tiene un tono nostálgico de aquel que, al igual que los teatreros, cree en lo creado y crea para creer. A mí me quedan las palabras del padre, Jorge Massucco Tagliaferro, en su poema «De la patria», que comparten esa ficción utópica de querer un mundo «donde la justicia impera soberana y el derecho a la vida no se implora». Que esa patria sea la ficción de todos, dice el hijo (70), y yo añado que esa ficción sea la esperanza de nuestra historia.

 

 

Taty Interllige y Oswaldo Segura entrevistados por el poeta Fernando Artieda


[1] Jorge Massucco, La ficción desde un rincón del horizonte (1979-1994) (Guayaquil: Manso Rojo Ediciones, 2024), 62 y 69. Los números en paréntesis señalan la página de la cita en esta edición.


lunes, agosto 19, 2024

«Diario de un loco», de Sarao: treinta años de un Gogol en deslumbrante clave local

María Sacoto (Marva) y Lucho Mueckay (Ausencio González y Chiriboga) en Diario de un loco, de Nicolai Gogol, adaptado por Lucho Mueckay. Teatro Centro de Arte, 17 de agosto de 2024. (Foto: R. Vallejo, 2024)
            En la última entrada del Diario de un loco (1835) de Nicolai Gogol (1809-1852), la del día 34 de febrero de 343, el narrador protagonista Aksenti Ivanovich Poprishchin se quiebra en su locura y todo lo que habíamos leído como farsa se convierte en una tragedia: el destino de Poprishchin, desde un comienzo, es sumirse en la locura total, y su invocación a la madre es el llamado desesperado al único ser que le queda, aunque ella ya no puede salvarlo. En la deslumbrante adaptación de este clásico ruso, que, desde hace treinta años, Lucho Mueckay ha interpretado en clave local, esta última escena es estremecedora y condensa el dolor que el personaje sobrelleva en su mente desquiciada: el humor, a lo largo de la obra, nos prepara para este instante trágico: la locura del burócrata Ausencio González y Chiriboga es también el símbolo de la insania social en la que vivimos atrapados.

           

Estreno en el Teatro del Ángel, 1994. Foto de Joshua Degel.
En 1994, la Asociación Cultural Sarao estrenó Diario de un loco con Lucho Mueckay, como Ausencio González, y Tani Flor, bailarina y maestra de danza de Sarao, en el papel de Marva. Desde entonces, la obra ha tenido más de 200 representaciones y varias actrices han interpretado a Marva: Michelle Mena, Camila Moncada, Marina Salvarezza, en 2019, por los 30 años de Sarao, y Steff Alarcón, en 2023, por los treinta y cinco. El sábado 17 de agosto, en el Teatro Centro de Arte, de Guayaquil, en el marco de las Jornadas Culturales Theatertage, del Centro Cultural Ecuatoriano Alemán, con el auspicio del Goethe-Institut, de Alemania, Diario de un loco fue nuevamente representada. En esta oportunidad, Lucho Mueckay trabajó con María Sacoto, en el papel de Marva, un dúo actoral con mucha química en la escena.

            La adaptación de Diario de un loco hecha por Lucho Mueckay no solo le imprime actualidad al tiempo que respeta el sentido del relato original de Gogol, sino que, además, introduce un par de escenas que refuerzan el humor y el papel del arte y el artista en medio de la locura. Una de ellas, es la que muestra a Ausencio como diputado del Congreso, quien ofrece un hilarante discurso que mezcla con maestría el enredo amoroso de la obra y una fina crítica a la política local. La otra escena es aquella en la que Ausencio y Marva se involucran en un diálogo sobre la libertad del arte y los artistas, muy similar a la libertad expresiva de los locos.

Asimismo, Mueckay ha desarrollado al personaje de Marva, que en el cuento es apenas mencionada, de tal forma que fortalece el conflicto del protagonista y la tensión dramática. En la adaptación teatral, Marva es la enfermera que representa, al mismo tiempo, la represión institucional sobre la locura y también el surgimiento espontáneo del amor; el cansancio producido por un trabajo violento y la ilusión de compartir un momento de lucidez afectiva. A través del personaje de Marva asistimos a una mezcla de conflictos emotivos que contribuye a redondear el tratamiento del tema de la locura y que permite un juego escénico más complejo entre los dos personajes de la obra.

Mueckay, como Ausencio González, logra una visión crítica sobre la burocracia, el mundillo político local y la alienación de las personas que medran de él. (Foto: R. Vallejo)
            Entre el espíritu del burócrata ruso Poprishchin y el del burócrata ecuatoriano Ausencio González no existen más diferencias que la época de los sucesos. La locura parecería ser el estado natural de un sistema social y político que enajena a todos y que se reproduce con la insania que, estructuralmente, subyace en él. Las relaciones serviles del poder, los abismos de clase y el absurdo de una existencia marcada por la alienación laboral son diseccionados con el afilado bisturí del humor. Uno de los méritos de la adaptación de Lucho Mueckay es haber conseguido una versión tan nuestra y tan actual de Diario de un loco y, al mismo tiempo, tan exacta a la obra de Gogol en su visión crítica de la burocracia, del mundillo político y la alienación de los seres humanos que medran en él. Otro mérito es el de haber dotado de una presencia conmovedora a un personaje cuyo monólogo discurre entre las disparatadas elucubraciones sobre perros que se escriben cartas, la ocupación del trono de España como Fernando VIII y agudas reflexiones sobre la alienación de la política.

La función del sábado 17 de agosto de Diario de un loco, con sala llena, fue deslumbrante: Lucho Mueckay hizo de Ausencio González un loco encendido que busca la libertad en la luna llena, en los pajaritos de esponja como guirnaldas de un paraguas agujereado, en la ilusión de volar; María Sacoto hizo de Marva una enfermera que contempla a Ausencio con los ojos ilusionados del amor y la mirada violenta de la represión institucional. El público pasó riendo a carcajadas de los delirios del burócrata y estremeciéndose hasta las lágrimas con la locura irredenta de Ausencio González.

lunes, junio 13, 2022

«1984»: impecable y descarnada puesta en escena

La actuación de Patrick Valembois en el papel de Winston Smith es extraordinaria.

«La guerra es la paz. / La libertad es la esclavitud. / La ignorancia es la fuerza» son las tres consignas del Partido con las que el Ministerio de la Verdad —Miniver, en neolengua— educa políticamente a los ciudadanos. En las telepantallas aparece el rostro Emmanuel Goldstein, el Enemigo del Pueblo y comienzan los Dos minutos de Odio en los que todos, quisieran o no, eran irremisiblemente arrastrados a participar: «A los treinta segundos no hacía falta fingir. Un éxtasis de miedo y venganza, un deseo de matar, de torturar, de aplastar rostros con un martillo, parecerían recorrer a todos los presentes como una corriente eléctrica convirtiéndole a uno, incluso contra su voluntad, en un loco gesticulador vociferante»[1]. El rostro de Goldstein se desvanece y da paso al rostro del Gran Hermano. En la sala Malayerba, en Quito, bajo la dirección de Eduardo Hinojosa, Distópico Teatro ha estrenado 1984, una impecable y descarnada puesta en escena de la novela homónima de George Orwell.

           

O'Brien (David Noboa) y Winston Smith
El horror de la distopía política orwelliana está presente en los varios niveles semánticos de la obra teatral. La adaptación mantiene el sentido político de la novela, representa con credibilidad actoral el carácter de los personajes y sostiene, con los recursos propios del diálogo teatral, la tensión de un mundo vigilado por el aparato represivo y el ojo del Gran Hermano. El Estado totalitario es un ente omnipresente, de manera asfixiante, a lo largo de la obra: desde la oficina del Miniver, donde el miedo impera, hasta la habitación 101, en donde Winston es torturado por O’Brien para que sane de su inadaptación y acepte que ama al Gran Hermano: «Me preguntaste una vez qué había en la habitación 101. Te dije que ya lo sabías. Todos lo saben. Lo que hay en la habitación 101 es lo peor del mundo»[2].

            La actuación de Patrick Valembois en el papel de Winston Smith es extraordinaria. Desde el comienzo, Valembois logra una caracterización convincente de su personaje: su mirada, su voz, su actitud corporal, todo contribuye a convertirlo en el atormentado y desconfiado Winston Smith que descubre la verdad detrás de su trabajo de reescritura de la historia según los postulados del Ministerio de la Verdad. La fuerza actoral de Valembois dialoga con el espectador sobre el padecimiento del ciudadano común frente al miedo y la alienación que el Estado totalitario produce en cada uno: en la transformación del cuerpo del actor, desde el burócrata alienado del Miniver hasta la piltrafa deshumanizada de la habitación 101, se concentra el terror del totalitarismo dicho por O’Brien (David Noboa logra la repulsa que su cínico y cruel personaje genera en el espectador): «La tortura solo tiene como finalidad la misma tortura. Y el objeto del poder no es más que el poder»[3].

 

Fernanda Corral, como Parsons, en uno de sus tres papeles, junto a Patrick Valembois como Smith.

            Hay que destacar el despliegue escénico de Fernanda Corral, que tiene a su cargo tres papeles: el del burócrata Parsons, el de la anticuaria informante y el del Gran Hermano. La actriz pasa del miedo del alienado burócrata a la hipocresía canalla de la anticuaria y remata con la representación del poder absoluto del implacable Gran Hermano. La versatilidad de Fernanda Corral en sus tan diferentes caracterizaciones habla de un excelente trabajo actoral y la mano de una dirección de actores notable.

           

El recurso audiovisual está bien logrado para mostrarnos la acción en otros escenarios. Proyectado en la pantalla, el video sobre el encuentro de Winston y Julia (Doménica López) fuera de la ciudad.

            La puesta en escena de 1984 utiliza el recurso audiovisual de manera lograda. La telepantalla en donde aparece el Gran Hermano y desde donde los controla todo, los escenarios exteriores, el bosque y el cuarto vigilado por el GH, en donde suceden los encuentros de Winston y Julia (Doménica López, que consigue convertirse en la representación de la idealización amorosa que será la perdición de ambos), y los elementos de la actualidad social (al comienzo de la obra) y del miedo mayor de la tortura (casi al final) son elementos que fluyen contribuyendo a la acción de la obra. Uno siente que el expresionismo minimalista de la utilería se complementa con los videos que reproduce una telepantalla en la que quienes lo observamos todo somos nosotros, espectadores del horror de una distopía que podría convertirse en una realidad del presente.  

           

Si bien Orwell concibió su obra para denunciar el peligro que, para las sociedades democráticas, representaba el totalitarismo, tanto del comunismo estalinista como del fascismo, su distopía política continúa vigente. El Estado del capitalismo neoliberal del siglo veintiuno se basa en la vigilancia permanente a sus ciudadanos, en una policía del pensamiento único dispuesta a criminalizar la disidencia, en la fabricación de un enemigo al cual odiar y en una neolengua que manipula la historia y los hechos para justificar la expoliación, la acumulación y la guerra. La versión teatral de 1984, de Distópico Teatro, nos recuerda el horror de poder totalitario con la contundencia política y la belleza estremecedora que emana del arte escénico.



[1] George Orwell, 1984 [1949] (Barcelona: Ediciones Destino, 2008), 21.

[2] Orwell, 1984, 276.

[3] Orwell, 1984, 257.


domingo, agosto 04, 2019

Los cuentos de la peste: "No hablemos más de la muerte, podemos intentar la vida".


Andrés Olmedo, Raúl Sánchez McMillan, María José Avilés, Jaime Tamariz y Jocelyn Gallardo, actores de Los cuentos de la peste, dirigida por Lucho Mueckay, producida por Marlon Pantaleón y presentada en el Estudio Paulsen, en Guayaquil.

            Ese espíritu que se rebela frente a las ataduras y los prejuicios, ese que se libera de los miedos religiosos y la amenaza apocalíptica que se halla agazapada entre el dolor y la muerte de toda peste o catástrofe; el jolgorio de la fiesta de la vida que utiliza la imaginación para resistir a la peste y derrotarla en lo que tiene que ver con su afán por la consunción del espíritu del ser humano; la liberación que se logra a través del hecho de contar las mentiras verdaderas que habitan, intrínsecas, en toda narración literaria.
La puesta en escena del Estudio Paulsen de Los cuentos de la peste, de Mario Vargas Llosa, bajo la dirección de Lucho Mueckay y la producción de Marlon Pantaleón, es un espectáculo teatral de logrado espíritu carnavalesco que reafirma, con actuaciones convincentes y deslumbrantes, el simbólico triunfo de la vida sobre la muerte a través de la imaginación del ser humano y su capacidad para convertir la palabra en instrumento de resistencia del espíritu libre por sobre la carne prisionera de la peste.
La concepción de la puesta en escena, la reducción del texto teatral a hora y media, y el trabajo de dirección de actores han sido trabajados con mano maestra. La obra, que no se ancla en la reproducción realista de época, nos convence, a partir de la utilización de elementos expresionistas tales como un vestuario sugerente o el esbozo de un palacete medieval, de que estamos en 1348, el año de la peste, en Villa Palmieri, Florencia. Por ello, la opción de musicalizar la obra con una versión de las Estaciones, de Vivaldi, “recompuesta” por Max Richter, me parece un ruido para la construcción de época: ¿música barroca del siglo XVIII, con tintes posmodernos, en un ambiente del siglo XIV? Los anacronismos son, a veces, ejemplo de osadía, pero la osadía no siempre funciona.
 Sin embargo, es en este escenario y por la fuerza actoral que el amor y el deseo, el humor, que todo lo desacraliza, y el poder de la imaginación se vuelven representación de una historia al servicio del ser humano que se enfrenta a la represión de la institucionalidad del Estado y la Iglesia.
«No hablemos más de la muerte, en todo caso, podemos intentar la vida», dice el duque Ugolino, representado de manera impecable por Jaime Tamariz. Tamariz nos ofrece un duque Ugolino atormentado y, al mismo tiempo, liberado de las miserias del tiempo de la peste, debido a la mujer que se ha inventado para sobrellevar la soledad y sus desventuras. «Un ser humano no puede vivir sin ilusiones, Aminta», se justifica ante aquella, su condesa de la Santa Croce.
            Aminta también tiene su propia historia en su peregrinar: «Conocí la brutalidad de los hombres, y el placer; ambas cosas me mostraron». Joselyn Gallardo carga con un personaje que pertenece más al estatuto de la fantasía que el mundo real de quienes se han refugiado en Villa Palmieri. A ratos, se excede en la distancia que pone con el resto de los personajes y sus parlamentos se escuchan un tanto recitados. No obstante, cierra la obra de manera brillante.
«Retirarnos a un lugar donde podamos olvidarnos de la peste y donde ella se olvide de nosotros», dice Giovanni Boccaccio, maravillosamente interpretado por Andrés Olmedo. Es el personaje que conduce la fiesta de la palabra y la imaginación. Vargas Llosa lo introdujo en su obra no solo para mostrar la transformación de un escritor académico, al beber de la fuente de lo popular, en el autor de El Decamerón, sino también para reafirmar el poder de la ficción.
Pánfilo (Raúl Sánchez McMillam) y Filomena (María José Avilés) son dos personajes cuyos actores nos convencen de que el ser humano, a través de la ficción, evidencia el deseo de ser distinto de lo que es, de imaginarse viviendo una vida diferente, de resistir, en momento de crisis, la arremetida de todo tipo de peste: «Quiero vivir, y sé que viviré”, dice Pánfilo. Avilés, Sánchez y Olmedo son el trío de actores que impregnan la obra del necesario espíritu carnavalesco que conlleva la sobrevivencia del ser humano en medio de la peste.
Lucho Mueckay, director de Los cuentos de la peste, ha construido una puesta en escena cuyo drama nos envuelve con la fuerza espiritual de las palabras de Boccaccio: «En mí, al amor a la vida es más fuerte que el miedo a la muerte».


Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, el 02.08.19