José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, febrero 10, 2025

«Emilia Pérez»: un narcomusical rocambolesco



            En la edición del Festival de Cannes de 2024, Jacques Audiard, su director, ganó el Premio del Jurado; ganó el premio a la Mejor Actriz por el conjunto de sus actrices y también el de Banda sonora. En los premios del Cine Europeo, Emilia Pérez fue premiada como mejor película, Audiard el de dirección, y Karla Sofía Gascón, la protagonista, ganó el de Mejor Actriz. Ganó cuatro Globos de Oro. Los Critics Choice Award le dieron el premio a Mejor Película en Lengua Extranjera y a Mejor Actriz de Reparto (Zoe Saldaña). Tiene diez nominaciones para los BAFTA y trece para el Oscar, convirtiéndose en la película extranjera más nominada en la historia del premio. Por contraste, en México existe una ola de dicterios de diverso calibre contra la película por parte de un sector de la crítica especializada y la activista trans Camila Aurora, también directora de cine, realizó, en clave de parodia, un cortometraje musical titulado Johanne Sacrebleu, que al 25 de enero tenía ya 2,8 millones de visualizaciones en YouTube.

Emilia Pérez es un narcomusical francés que, según Marcelo Báez, en su crítica documentada y analítica, a pesar de sus defectos «representa un paso audaz para el cine contemporáneo al abordar temas controversiales como el narcotráfico y la identidad de género en un formato popular» al tiempo que señala cómo Netflix la ha convertido en un fenómeno cultural y concluye que la película «siempre será recordada como el filme que nos hizo discutir sobre lo queer, lo narco y lo trans». Asimismo, me parece que la película es entretenida justamente porque construye una historia fuera de lo común con asuntos tan conflictivos como lo queer, lo narco, lo trans, así como el drama de los desaparecidos y la corrupción de la justicia.  Sin embargo, el tratamiento de tales temas parecería encapsulado en una especie de banalización del mal, siguiendo el concepto de Hannah Arendt.

El guion es rocambolesco desde su planteamiento inicial. La transformación ética, política y espiritual del narcotraficante es inverosímil tal como está desarrollada. Juan “Manitas” del Monte, un narcotraficante mexicano —no es un narco cualquiera, es un capo—, transiciona y ya como Emilia (ambos personajes interpretados por Karla Sofía Gascón) se convierte en alguien que decide encabezar la tarea de encontrar a las víctimas desaparecidas por causa del narcotráfico. Manitas es un macho criminal y cruel; la transformación moral, si no se trabaja a profundidad en la psicología del personaje —y la película no lo hace—, es difícil de creer, no solo en términos narrativos sino en términos humanos. Además, el que ni Jessi, la mujer de Manitas (Selena Gómez) ni los hijos, no reconozcan al capo cuando lo ven como Emilia es dudoso en términos realistas, por decir lo menos.

Asimismo, el que a la policía y a la prensa no les interese averiguar de donde salió Emilia Pérez cuando ella empieza a protagonizar la búsqueda de los desaparecidos es poco creíble. Audiard ha dicho que se trata de una “ópera”, por lo que su historia no necesita ser realista. Efectivamente, no requiere ser realista, pero sí necesita que el pacto de verosimilitud, con la información que existe sobre el tema en el siglo veintiuno, sea diferente al de la ópera del siglo diecinueve. ¿A cuenta de qué un problema tan grave como el de la violencia del narcotráfico en México puede ser trivializado en un musical rocambolesco? La industria del espectáculo, con su mirada colonial, continúa interpretando a América Latina como territorio del exotismo.

En cuanto a las interpretaciones, las de Zoe Saldaña y Adriana Paz son destacables. Saldaña está metida en su papel de abogada, sabe manejar las emociones y su presencia en los números musicales es primorosa. Adriana Paz, la única mexicana en el elenco principal, está muy bien en su personaje y le pone tremenda emoción a la canción «Las damas que pasan» de la procesión final de la película, aunque es justamente la secuencia que consagra la banalización del mal pues en ella se mitifica a Emilia Pérez. Selena Gómez, en cambio, es un desastre: desde su español macarrónico y su rigidez expresiva hasta su deslucida participación en la parte musical.

Karla Sofía Gascón interpreta a Manitas y a Emilia Pérez. A pesar de que ella no es responsable del brownfacing, sí lo es de la representación del conflicto de un capo de la droga que quiere transicionar. Sale airosa en sus dos papeles, pero sin llegar a un nivel extraordinario: su representación de Manitas es un tanto estereotipada, no así la de Emilia que muestra matices en sus afectos y la contradictoria violencia que anida en el interior de su personaje. Es cierto también que la polémica desatada alrededor de sus viejas opiniones, que están cargadas de prejuicios, puede empañar, con criterios extra cinematográficos, el valor de su actuación. No obstante, en la cruel cancelación social a la que ha sido sometida, Karla Sofía Gascón, que tampoco ha ofrecido disculpas por sus dichos del pasado, carga con el repudio a la narrativa del filme que es obra del director, con la hipócrita moralina de las redes sociales que la trata como si fuera asesina serial y con esa transfobia taimada que siempre está al acecho.

Ahora bien, el planteamiento principal de la película es una ofensa para las víctimas de la violencia del narcotráfico en México: un asesino, machista y cruel como Manitas, sin verdad ni justicia ni reparación, es el encargado de “hacer justicia” a las víctimas de desapariciones forzosas de los carteles, luego de una conversión sin proceso autocrítico de ningún tipo. Un planteamiento así, embutido en un musical, banaliza el horror del narcotráfico y el dolor de las víctimas asesinadas y desparecidas. Es cruel presentar a las víctimas como personas que tanto carecen de la capacidad para representarse a sí mismas que quien las representa es su propio verdugo.

Finalmente, Emilia Pérez tiene una falencia que no es menor. Hacer hoy un filme sobre protagonistas de un problema grave de un país sin que los actores principales sean de ese lugar, sin locaciones reales y con errores gruesos de representación de la vida cotidiana de dicho país, convierte al filme en una caricatura de mal gusto. Hay muchos ejemplos de que así se lo ha hecho en el pasado, pero, justamente, eso es lo que, con los recursos y el desarrollo cinematográfico que existen hoy ya no hay que hacer en beneficio del cine. De ahí que la parodia musical Johanne Sacrebleu se plantee como un filme sobre franceses y una disputa banal, que sucede en París, pero está filmado en México, y con actores mexicanos que representan a franceses y hablan una jerga caricaturesca del francés. En su defensa, Audiard ha dicho: «Fui tres o cuatro veces a México. Ya conocía el país de antes. En un momento, me di cuenta de que la realidad de la calle mexicana era demasiado real. Sentí miedo y no lograba encajar las imágenes que tenía en mi cabeza. Fue entonces cuando decidí rodar en estudio». Sin embargo, México tiene una industria cinematográfica de primer nivel como para decir, sin inmutarse y justificando que se trata de una ópera, que no quiere ser realista, que no había ni actores ni locaciones para filmar Emilia Pérez.

Mi amiga Michelle Valencia, que es una cinéfila inteligente que no se pierde ni película ni ceremonia de premiación alguna, me recomendó que viera Emilia Pérez tratando de aislarme del ruido mediático a su alrededor. Así lo hice, y, si bien me pareció un filme entretenido, su historia es demasiado rocambolesca para mi gusto y las actuaciones me parecen medianas. Lo peor es que, por su tratamiento superficial a cuenta de presentarse como una ópera, el filme banaliza de tal forma la violencia y la muerte por causa del narcotráfico en México que ofende a sus víctimas. Por lo demás, las nominaciones y premios de la industria del espectáculo me tienen sin cuidado.


lunes, enero 06, 2025

La revictimización de los cuatro niños de Guayaquil

Cortejo fúnebre de los cuatro menores de Las Malvinas, el 1 de enero de 2025. (Captura de pantalla del video de la periodista de Karol Noroña en su cuenta en X)

           
El 24 de diciembre, la jueza Tanya Loor declaró desaparición forzada el caso de los cuatro menores afrodescendientes del sector de Las Malvinas, en Guayaquil: Josué e Ismael Arroyo Bustos, de 14 y 15 años; Saúl Arboleda Portacarrero, de 15, y Steven Medina Lajones, de 11. Ese mismo día, se encontraron en las inmediaciones de la Base Aérea de Taura cuatro cadáveres calcinados y con señales de torturas. El 31 de diciembre, la Fiscalía informó que los restos encontrados pertenecían a los cuatro menores y formuló cargos contra dieciséis militares de la Fuerza Aérea acusados de haber perpetrado el crimen y un juez ordenó su prisión preventiva. El 1 de enero, más de mil personas, entre el desgarrador reclamo de justicia y el cántico del chigualo, acompañaron el cortejo fúnebre de los niños rumbo al Cementerio del Suburbio Ángel María Canals, en Guayaquil.

A los cuatro menores afrodescendientes les dieron muerte de varias formas. La primera fue con la captura, tortura, ejecución y cremación de sus cuerpos. Un crimen que fue posible de determinar por las evidencias abrumadoras del momento de su captura por parte de los militares, de su traslado en una camioneta de las FAE, el descubrimiento de los cuerpos quemados en los alrededores de la Base Aérea de Taura y la posterior identificación de sus restos. Esta ejecución cruel y el ánimo de desaparecer los cuerpos comprometen al Estado y al gobierno con la búsqueda de la verdad, el enjuiciamiento de todos los responsables, la reparación a las familias y a la comunidad, y la garantía de no repetición. Jan Jarab, representante para América del Sur del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, según el portal electrónico de la ONU, declaró que la investigación de tan grave atropello debe ser independiente, sin presiones políticas y exhaustiva, abordando las eventuales responsabilidades del mando. Asimismo, subrayó que el fatal hecho «debe marcar un punto de inflexión en la forma de conducir la política de seguridad pública en el país».

Después del 8 de diciembre, desde el momento mismo en que los padres y los organismos de Derechos Humanos denunciaron la desaparición de los cuatro menores, el discurso del odio que se instaló en las redes sociales asesinaba a la par el buen nombre y la memoria de las víctimas. Cuando ya fue evidente que los militares se los habían llevado, la versión oficial decía que los menores fueron capturados luego de haber cometido un robo, cosa que el propio Fiscal desmintió durante la formulación de cargos. En las redes sociales, básicamente X-Twitter y las infames cadenas de WhatsApp, se desataron los mensajes de odio acusando falsamente a los menores de pertenecer a bandas criminales y trucaron fotos que presentaban a uno de los menores con tatuajes y armas. De manera infame, se tachó a los padres de negligentes y se dijo que todo era un complot político para denigrar a las Fuerzas Armadas. El crimen y la narrativa contra los cuatro menores de Las Malvinas, además, evidencia el racismo estructural de nuestra sociedad. Como dijera, en una entrevista para el programa The View, el 14 de julio de 2018, el actor afroamericano D. L. Hughley: «El lugar más peligroso para vivir para los negros es la imaginación de los blancos».

La narrativa para justificar el crimen de los militares ha sido consistente en deshumanizar a las víctimas asumiendo que, por su lugar de origen, su condición social y su color de piel, eran delincuentes o prospectos de sicarios. No satisfechos con esta narrativa racista y clasista, se quiso presentar el cortejo de los habitantes de Las Malvinas camino al cementerio como si fuera un acto de grupos delincuenciales: ni siquiera respetaron la ceremonia fúnebre y volvieron a darle muerte a los muertos. Enfrentando a esta narrativa de la granja de troles, la periodista Karol Noroña, que cubrió el entierro, escribió en su cuenta de X-Twitter: «Escoltadas con vecinos motociclistas, el retumbe de petardos —no armas—, música —y no amenazas—, las madres y los padres, las hermanas y los hermanos se fundieron en lágrimas y aplauso de quienes los acompañaron cantando chigualos de resistencia. El adiós afro a los angelitos».

  Y seguirán matándolos, aún después de muertos; seguirán revictimizando a las familias en la medida en no exista un proceso que permita verdad, justicia, reparación y garantía de no repetición, en el sentido en que señala la ONU en su portal electrónico. El crimen y la narrativa contra los cuatro menores de Las Malvinas, además, evidencia el racismo estructural de nuestra sociedad. Pero, resuena un canto en la voz del poeta Antonio Preciado: «Hoy saqué de la arena / un hueso que me ha pertenecido […] Pues bien, / me haré una flauta, / compondré una canción a mi asesino, / y la saldré a tocar / todas las lunas / a lo largo de todos los caminos»[1].



[1] Antonio Preciado, «Hallazgo», De sol a sol (Quito: Libresa, Colección Antares # 86), 142.


lunes, diciembre 23, 2024

Llanto y clamor de justicia por los cuatro niños desaparecidos de Guayaquil

La madre y el padre de los menores Arroyo Bustos.

El domingo 8 de diciembre, los hermanos Josué e Ismael Arroyo Bustos, de 14 y 15 años; Saúl Arboleda Portacarrero, de 15, y Steven Medina Lajones, de 11, estuvieron jugando fútbol y, alrededor de las ocho de la noche, entraron en una panadería, cercana al Mall del Sur, en la avenida 25 de Julio, al sur de Guayaquil. Luis Arroyo, padre de los hermanos, dijo, en su dramático testimonio a la cadena Ecuavisa, que dos horas más tarde, en la noche de aquel domingo recibió una llamada desde un número que no conocía. La persona inidentificada que llamó le comentó el suceso y le pasó el teléfono a Ismael, su hijo mayor, que le contó que los militares los habían cogido, que los habían golpeado y apaleado y que los habían dejado botados, desnudos, en los alrededores de la base militar de Taura, ubicada en el km 23,5, vía Durán-Tambo. Luis avisó al ECU-911, pero cuando llegaron al sitio, ya no estaban los niños. La persona desconocida volvió a llamar amenazándolo y diciéndole que grupos delictivos ya se habían llevado a los niños y, desde entonces, perdió contacto con dicho individuo.

Luis Arroyo, en su testimonio, indica que, luego de denunciar el hecho a la Fiscalía, al revisar las cámaras del ECU-911, se ve que, efectivamente, los niños van atrás, en una camioneta con logo de las FF. AA cruzando el puente de la Unidad Nacional, rumbo a Durán. «El teniente de la Unase [Unidad Antisecuestros y Extorsión, de la Policía Nacional] incluso me dijo que la FAE mismo, que el comandante les había obligado a estos malos elementos a recuperar la ropa de los menores, y él mismo le entrega al teniente, al siguiente día, la ropa». La fiscal que lleva el caso le dijo a Luis Arroyo que en los videos se ve cómo los militares golpean a los niños. En resumen: una patrulla de la Fuerza Área Ecuatoriana, FAE, fue responsable del operativo en el que se llevaron a los niños en un vehículo de la institución.

A pesar de que hay videos, llamadas, testimonios y hasta la ropa de los niños, como elementos que vinculan a los militares del operativo con la tortura y desaparición de los menores, el ministro de Defensa, en una reciente declaración gubernamental pregrabada, responsabilizó a grupos delincuenciales por la desaparición de los menores y añadió: «Calificar desde lo político este hecho como una desaparición forzada es hacerle juego al crimen organizado». Por su parte, el jefe del Comando Conjunto de las FF. AA. dijo: «Seamos enfáticos, debido a la información que se vierte en medios de comunicación y redes sociales, en donde uno de los padres de familia afirma haber conversado con uno de sus hijos, luego de intervención militar, se descarta cualquier participación de la fuerza pública en hechos posteriores a la referida intervención y que sería causa de la desaparición».

No obstante, según señala la abogada Lolo Miño, experta en Derechos Humanos, en su cuenta en X, los militares que detuvieron a los niños, en nombre del Estado, asumieron la responsabilidad de su custodia en el momento mismo en que los subieron a la camioneta de la institución. También se conoce que dos militares que participaron en el operativo han sido llamados a rendir su versión y uno de ellos se acogió al silencio. La inculpación a grupos delictivos carece de verosimilitud y más parece un distractor que, aún en el supuesto no consentido de que así haya sido es por sí mismo un horror: unos militares se llevan a unos niños, los golpean, los abandonan desnudos cerca de una base militar y deslindan su responsabilidad de lo que pudo haberles sucedido después. Lamentablemente, la versión oficial ha preferido, desde su primera declaración pública, trece días después de los hechos, adherirse al espíritu de cuerpo institucional y no a apoyar sin restricciones a quienes investigan la desaparición de los cuatro menores y a garantizar la independencia de la investigación.

Lo más execrable ha sido la forma como en la red social X-Twitter las cuentas del odio han querido, de distinta manera, echar lodo sobre los niños víctimas e intoxicar a la ciudadanía sobre un caso que, en algún momento, podría ser definido como una desaparición forzosa. No voy a repetir aquí los epítetos denigrantes, aporofóbicos y racistas que han utilizado los mercenarios digitales en contra de los niños —de origen afro y habitantes de uno de los sectores más empobrecidos de Guayaquil— para justificar su desaparición, pero si señalaré que resulta doloroso leer tanta infamia contra las víctimas. Por lo mismo, es necesario recordar que la desaparición forzada es un delito de lesa humanidad imprescriptible que, en su artículo 2, la Convención Internacional contra las Desapariciones Forzadas ha definido así:

 

A los efectos de la presente Convención, se entenderá por desaparición forzada el arresto, la detención, el secuestro o cualquier otra forma de privación de libertad que sean obra de agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o del ocultamiento de la suerte o el paradero de la persona desaparecida, sustrayéndola a la protección de la ley. (Énfasis añadido)

 

            La desaparición de los cuatro menores debe hacernos reflexionar como sociedad, al menos en dos puntos: los riesgos de la militarización de la sociedad a pretexto de una guerra interna, y lo injusto de la perfilación que se hace con las personas empobrecidas o racializadas. Además, y en medio del drama familiar y comunitario, vendrá la politización del caso con pronunciamientos de todas las partes y acusaciones de todos los tipos, por lo que, para mantener la ecuanimidad en este caso, es necesario escuchar a la academia y los expertos en estos temas, a las organizaciones defensoras de los Derechos Humanos; hay que estar atentos a los informes de los investigadores del Estado, a los reportajes del periodismo independiente, a la gente de opinión en quien confiemos; y hay que oír a los voceros gubernamentales para exigirles resultados, incluido el presidente que, catorce días después de la desaparición de los niños, finalmente ha dado declaraciones, promete que no habrá impunidad para nadie y ha ordenado la intensificación de la búsqueda de los niños y de los responsables de su desaparición. Al tuitero @odiadorxxx123etc hay que bloquearlo sin remordimientos.

            Finalmente, no me queda más que decir cuan estremecedor resulta escuchar el llanto de la madre de los hermanos Arroyo que suplica por el regreso de sus hijos, a quienes los militares se los llevaron vivos y de cuya custodia son legalmente responsables. En el testimonio ya citado, el padre se lamenta: «Y ahora que no lo puedo llevar al colegio… a veces, me arrepiento, estoy aquí en mi casa, haciendo nada…». Es difícil celebrar la alegría de la Navidad, mientras la tristeza de la desaparición de cuatro niños invade el corazón de su familia y su comunidad. Mientras escribo, me resuenan en el pecho, como una letanía lacrimosa, las palabras angustiadas del menor Ismael Arroyo en la última comunicación que tuvo con su padre y que este ha repetido ante la prensa: «Papá ven, ¡sálvame!».

 

De izq. a der, y de arriba a abajo: Steven Medina, Ismael Arroyo, Saul Arboleda y Josué Arroyo.