José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, septiembre 23, 2024

«El demonio de la escritura»: imaginación libérrima y arte de narrar


Para Solange Rodríguez Pappe (Guayaquil, 1976), la escritura es una forma de perder el alma; quien escribe, de alguna manera, es protagonista de una catábasis, o como lo dice la narradora de su cuento «Innovación»: «el camino al infierno que todo escritor debe cruzar en el descenso hasta su identidad propia, donde descubre que hace sombras en la pared, lanzando ganchos contra su propio ego» (142-143).[1] En ese proceso de pérdida de su alma, quien escribe se convierte en un ser que invoca al Diablo, pero este siempre será selectivo, como lo es con la muchacha que lo busca en la noche de Año Nuevo. A ella, el Diablo interpela con estas palabras: «Aún no sé si eres digna de participar de mis misterios. Como debes imaginarte, no es cuestión de aparecer y pedir; eso lo hacen todo… Lo más importante: ¿estás interesada en llevarle horror al mundo?» (15). El horror que quien escribe lleva al mundo se funde con el horror del mundo y en esa mezcla del bien y del mal es en donde los seres humanos exorcizamos nuestros propios demonios. El demonio de la escritura, de Solange Rodríguez, es un libro de cuentos deslumbrante por el tratamiento que hace de lo fantástico, por la visión cultural de lo demoníaco y lo apocalíptico, y por el arte de contar historias. La escritora nos envuelve en el horror y con ella descendemos al infierno de unos personajes que invocan sus propios demonios.

            Rodríguez nos aproxima a lo fantástico sin forzar la historia: nos introduce en el mundo fantástico desde lo cotidiano: en un momento dado, sin que nos demos cuenta, ya estamos adentro de una dimensión de la realidad que no sabíamos que existía. Y es que, para la narrativa de Rodríguez, lo fantástico es un espacio que existe en el espacio de lo cotidiano. En un cuento esplendente como «Hija del alba», una muchacha, que en una crisis ha saltado por una de las ventanas de la casa, quiere conocer al Diablo, luego de entablar una extraña relación con Miguel, que resulta un discípulo de aquel. Miguel la lleva al piso 13 de un edificio donde el Diablo da una fiesta de Año Nuevo. Ahí, ella se topará con el pasado y la tradición del pacto con el Diablo. El cuento siembra la idea de que la locura es una caída libre de quien logra sostenerse en el aire.

            En «Supay», lo demoníaco se expresa culturalmente mediante lo carnavalesco. Es la celebración de la fiesta popular de la diablada el escenario para una historia homo-erótica que implica la liberación del deseo y el encuentro de lo diverso. Dice una danzante de la diablada: «El bien y el mal van a enfrentarse esta noche, ángeles contra demonios por el alma de los hombres» (46). Leonidas, turista español de 62 años, disfruta del sexo pagado con Jahir, mulato de Iquitos, en simbólico romance del mestizaje cultural. El espacio del cuento es una representación de la hibridez cultural que genera el turismo y, al mismo tiempo, una manifestación de la cultura popular literaturizada más allá de la simple representación folclórica, es decir, reelaborada con maestría narrativa. Al final, con el humor sarcástico que está esparcido en los cuentos del libro, dos demonios que contemplan el baile en la calle de la pareja comentan lo que observan: «Es un pobre diablo blanco —concluyó el preceptor—. Todavía sigue bailando enamorado» (53).

            También tenemos la presencia del espíritu de Lilith, considerada la primera esposa de Adán, que está dotada de atributos demoníacos, según la tradición de los cabalistas medievales. En la Biblia de Jerusalén, se la menciona en Isaías 34:14: «Los gatos salvajes se juntarán con hienas y un sátiro llamará al otro; también allí reposará Lilit y en él encontrará descanso». En el cuento «El Edén de Lilith» se desarrolla una historia con el tema de la vida eterna como resultado de una intervención demoníaca. La madre anciana y la casa en estado de destrucción se transforman en una madre rejuvenecida y una casa cuyo jardín reverdecido son los signos de una vida que no acaba. Rodríguez sabe darle el giro preciso al cuento para que, lo que se nos presenta como una historia de cuidado afectuoso se convierta, en un sutil pestañeo, en una historia fantástica de rituales satánicos.

            Los cuentos de tesitura apocalíptica y distópica del libro son relatos que se expresan en un lenguaje de tono bíblico. Así tenemos, la parábola de la casa enferma y monstruosa y la moraleja que encierra: «Toda civilización que invade necesita fundarse en una historia de miedo para construir su reino» (83). También, la permanencia de la diosa-mujer convertida en una narradora que mantiene la memoria de la diosa a través de la oralidad de quien, por unas monedas, mantiene la memoria de una historia ancestral, en «Rassa o el sueño de dios». Cuando la narradora, en un distópico lugar habitado por un Patriarca y sus mujeres, conoce a la mujer que lo domina todo desde su cama deja establecido el sentido mítico de la historia: «Vi a Rassa y vi a Dios. Solo así podría explicarlo. Llenaba la cama transversalmente, desnuda y abandonada al sueño, completamente obscena» (131). Y, además, la cercanía amorosa a Rassa y la posterior transfiguración de la narradora están cargadas de una enorme sensualidad que perdura más allá de la destrucción de aquel extraño lugar.

            Los textos de este libro recuperan la vivaz narrativa de los cuentos populares y, así, lo fantástico emerge, si se puede decir, de manera natural. «El lecho del mar» es un cuento que nos hipnotiza debido a su sabiduría narrativa: la voz que narra se mueve sutilmente entre el mundo de lo real, el de los sueños, el de la agonía y el de la muerte. La narración va y viene, entre la vida y la muerte, igual que Dinora, el personaje que entra y sale del lago helado. Pero, en el relato, hay más: existe la Poeta, la anciana del asilo que se siente próxima a morir; esta anciana es la llamada de la muerte para Dinora: «Solo le quedaron los ojos desesperados, sus ojos de doncella sacrificada clamando a la luna que se desvanecía tras la coronación de un sol emergente» (68).

El fino sarcasmo sobre el mundo literario es tratado con la alevosía del humor en tres cuentos que nos hablan de la dureza, traiciones, vanidades y pérdida del alma de quienes están inmersos en la literatura. En «El taller de escritura», la autora desarrolla una alegoría fantástica sobre el recambio generacional y esa pérdida del alma en la escritura de la que hablemos al comienzo: los chicos del taller «confían en que conseguirán suspenderse por encima de la realidad para observarla mejor» (71) y se mantienen volando, aunque algunos caen: «Se desploman por inseguros, por incapaces, porque la vida es impiadosa con los artistas sentimentales». El cuentario se cierra con «La cornisa», un cuento cargado de humor negro, en clave de farsa fantástica, que caricaturiza la vanidad de los escritores varones. Lo que nos cautiva del texto es el viaje fantástico, a partir de la cornisa, de la narradora que cuenta una historia con una mujer demonio, un crimen y la apropiación de la ficción por parte de alguien que se define a sí misma, en relación con el mundillo literario, como seglar. El punto de la narradora es que «la historia debe permanecer por encima del escritor» (156).

El demonio es un dios marginal y marginado, una furia poderosa y reprimida en cada uno de nosotros que nos convoca en el mal. En «Invocación», el cuento del hablamos al principio, los herederos del escritor K. quieren una escribiente que, embebida del estilo del maestro, continúe su obra. A pesar de la invocación al espíritu de K., la moraleja es que la imitación y la impostura literarias siempre decepcionan. Pero, hay algo más en el cuento y en el sentido del horror que maneja el libro. La escritora que continuará la obra de K. dice que el pasaje favorito es aquel en el que un escritor escribe terror hasta vomitar sangre: «No se puede pasar indemne por el mal. Ni el que lo hace ni el que lo lee» (142). Esta es la problematización ética que reside en El demonio de la escritura, de Solange Rodríguez Pappe, un cuentario de imaginación libérrima que se sustenta en el dominio del arte de contar de historias.



[1] Solange Rodríguez Pappe, El demonio de la escritura (Bogotá: Minotauro, 2024), 142-143. Los números entre paréntesis indican la página de la cita en esta edición. La fotografía del libro que ilustra esta entrada es mía.


lunes, mayo 13, 2024

«Las nubes y las sombras», novelina sobre la virtud y la concupiscencia

           

A pesar de que «Las nubes y las sombras» abre Abandonados de la tierra (1952), el primer cuentario de César Dávila Andrade (1918-1967) es un texto poco conocido. Por su estructura y extensión, «Las nubes y las sombras» es una novelina; de tesitura realista y onírica a la vez, reúne algunas de las constantes de la narrativa daviliana: la sexualidad reprimida, el fanatismo religioso y el lirismo que atenúa el horror. La novelina transcurre entre la realidad de una vida conventual y reprimida, y la irrealidad de la divagación del espíritu y el deseo sexual. El texto se abre con la descripción del convento que es una edificación lúgubre en las afueras de la ciudad, lo que refuerza la idea del aislamiento, un espacio cerrado donde habita el deseo reprimido. El convento, que en días de lluvia despierta ideas suicidas, está concebido como una prisión de la que los novicios quieren escapar. El propio padre Roque Gómez se fugará de esta prisión buscando la liberación de su espíritu en medio del enfrentamiento, entre la castidad y la concupiscencia, que librará su alma. La batalla interior del padre Roque se muestra desde el comienzo cuando él contempla desde una de las ventanas del convento que, en un claro junto al camino, una pareja estaciona su vehículo; el sacerdote mira que el hombre extiende una alfombra sobre la hierba y, enseguida, la pareja comienza a acariciarse y a desvestirse. La contemplación de la escena sexual trae consigo la culpa: la sexualidad culpable del padre Roque se devela no solo en la manera como reprime el deseo en los novicios sino también en el tormento interior al que él mismo se somete. Al siguiente día, el padre Roque llevará a caminar a los novicios hacia el claro en donde estuvieron los amantes. Ahí, él les dará un sermón de ribetes tremendistas en el que la muerte es presentada como la poderosa entidad que arrasa con todo. Lo sexual, en el relato, está asociado a la imagen de las moscas, el hedor de lo podrido y el horror. Esas moscas que tanto revolotean en los cuentos de Dávila Andrade. De ahí que, la visión que tiene el padre Roque al contemplar las nubes se convierte en el símbolo de una herejía a la que se llega por el camino forzado de la virtud y el temor al pecado carnal. Esta contradicción, presente en todo el relato, nos deja ver un tratamiento descarnado e irreverente sobre el tema de la sexualidad y lo religioso por parte de Dávila.
La visión del padre Roque es herética: él contempla las nubes y ve que estas forman el cuerpo sensual de la virgen confrontado con la imagen del unicornio. El sacerdote quiere huir del pecado, que es la presencia del deseo, pero, luego de la visión de las nubes tiene la visita de una seductora mujer en traje de amazona con quien se vuelve a topar en la vieja casa paterna convertida en un hotel; al abandonar el convento, llega a una casa de citas habitada por prostitutas decadentes y, más adelante, camino a su pueblo, se verá enfrentado a la destrucción de aquel mundo en el que viviera de niño: el tiempo pasado es de muerte; en el presente, la batalla entre la virtud y el pecado lo conduce hacia el tiempo de la angustia y la locura. En «Las nubes y las sombras», el protagonista se presenta como un ser manipulado por un poder oscuro que convierte en inútil su batalla interior entre la virtud y el vicio. En esta novelina, atravesada por la irreverencia y la fuerza de la herejía, el protagonista resulta un individuo manejado por un ente, arbitrario y cruel, que se solaza con la inutilidad de la lucha entre la virtud y el vicio del ser humano. Esa entidad siniestra conduce la huida del ser humano, en un viaje sin sentido a través de visiones oníricas y situaciones reales en ambientes degradados, hacia la realidad última de una vida atormentada que es la locura y la muerte: «¡Una burla infinita articulaba todas las cosas existentes!»[1].

[1] César Dávila Andrade, «Las nubes y las sombras», en Abandonados en la tierra (Quito: Talleres Gráficos Minerva, 1952), 53.

Este texto es una versión resumida de la primera sección de un estudio sobre la narrativa de César Dávila Andrade. La ilustración es de Oswaldo Guayasamín, quien también diseñó la portada del libro de Dávila Andrade.


lunes, enero 01, 2024

«Barro tal vez», de Raúl Pérez Torres: amores, desencanto y sabiduría

(Foto: R. Vallejo, 2024)

Él es un maestro del cuento que tiene narraciones memorables como «Cuando me gustaba el fútbol», «Ana, la pelota humana», «Era martes, digo, acaso que me olvido» (de En la noche y en la niebla, premio Casa de las Américas, 1980) «Solo cenizas hallarás» (Premio Juan Rulfo 1995), o «Micaela». Ahora nos entrega cinco relatos que condensan las virtudes de su cuentística y su capacidad para conmovernos con la intimidad de su voz narrativa y la precisión del bisturí con el que disecciona el alma de sus personajes y el mundo de sus andanzas. Barro tal vez, de Raúl Pérez Torres (Quito, 1941) es un cuentario que nos confronta con la triste constatación sobre la brevedad del amor, que nos envuelve en la atmósfera de la nostalgia y el desencanto tanto en lo vital como en lo político, y que, con la sutileza de la poesía, va desgranando la plácida sabiduría de la vejez en unas historias cuya narrativa se abre continuamente al diálogo intertextual.

«Peguche» es el primer cuento: en él se conjugan las constantes del amor, entendido como un instante placentero de la piel y el alma y, al mismo tiempo, como una nostalgia que prolonga su brevedad; el proceso creativo que se alimenta del amor y de la juventud a quienes devora para su sobrevivencia; y una visión idílica, new age, de la relación del espíritu, la naturaleza y los ritos ancestrales de los pueblos originarios. «Tenía la sensación de que no era ella la que me acompañaba entre los árboles, sino el fantasma de mi conciencia artística»[1], dice el escritor que camina junto a su joven pareja para una limpia en la cascada de Peguche.

«Tengo una necesidad casi fisiológica de imaginar algo bello» (28), dice la voz narrativa de «El caballero y la noche» que contempla a su joven amante dormida y siente que la vida se acaba y se vuelve evocación permanente. La nostalgia es como una oración atravesada por la muerte en «Cordero de Cristo», cuento en el que el deseo como ilusión es evocado como si fuera una fotografía que va borrándose con el tiempo. Esa nostalgia se concentra en «Funky blues», cuento en el que Julia, un inolvidable personaje, se enfrenta al mundo como una imposibilidad para un alma joven, desolada y depresiva, que «a sus veinte años venía de vuelta del paraíso y del infierno» (39) y que funde la experiencia erótica y la experiencia mística.

«Barro tal vez», que da nombre al libro, es una novelina, en tono de un diario íntimo, en la que un escritor en su vejez, durante el encierro por la pandemia, hace un recuento de su vida, no tanto como acontecimiento cuanto como estado del espíritu. Sus relaciones amorosas, marcadas por la asimetría de las edades, se sintetizan en la idealización de sus parejas y su búsqueda de una intensidad literaria y vital, imposible en la cotidianidad: «Una es la mujer que amamos y otra es la que es […] La mujer que se va a su casa y la mujer que se queda en mi imaginación, la mujer real y la mujer de la literatura» (156). En la novelina, el personaje, que es un escritor en su otoño vital, da cuenta de su desencanto político tanto por su propia práctica como por la realidad de una izquierda burocrática y corrupta, incapaz de encontrar nuevas formas de hacer política para las nuevas realidades que incluyen a los pueblos originarios y la naturaleza. Ese desencanto lleva a que el personaje narrador se encierre en sí mismo, en un pequeño jardín como espacio que permite evadir el mundo real: «Ese jardín siempre fue un espacio de poesía, no para la poesía. La poesía es la respiración de las cosas, lo he dicho siempre, y allí, las cosas, las flores, la hierba, el agua, el viento, la lluvia, la tierra, respiran poesía. La belleza habitando por sí sola» (146). La novelina es un monólogo con reflexiones estéticas, éticas, políticas, vitales, hechas por el narrador protagonista en el tiempo de la pandemia. El narrador personaje está marcado por una tristeza otoñal que encierra las alegrías momentáneas, la intensidad de vida que ya no experimenta, y el olvido que empieza a instalarse en el lugar de la memoria: «Poco a poco, pero inexorablemente, ha ido desapareciendo lo bello. Tengo la sensación de que de un momento a otro voy a desintegrarme» (166).

Barro tal vez, de Raúl Pérez Torres, es un cuentario sobre la persistencia de la literatura, sobre el diálogo de los libros que nos hablan de la condición humana, sobre la vida que permanece porque se transforma en literatura con la sabiduría de la existencia: «Me acosa la muerte y el fuego. Quizá mi cuerpo piense que la muerte es una fogata prendida a sus pies. Y esa fogata me lleva a otras hogueras encendidas en el tiempo» (124).



[1] Raúl Pérez Torres, Barro tal vez (Quito: El Ángel Editor, 2023), 17. El número junto a la cita indica la página en esta edición.


lunes, agosto 28, 2023

La bitácora de Carlos Béjar Portilla

De mi archivo: En 1990, Carlos Béjar Portilla publicó el cuentario Puerto de luna y la novela corta La Rosa de Singapur con el número 39 de la Colección Antares, editada por Libresa. La primera edición del cuentario Puerto de luna fue publicado, en 1986, por la Casa de la Cultura Ecuatoriana, núcleo del Guayas. Yo fui el autor del estudio introductorio de la edición de Libresa, que ustedes pueden consultar en mi sitio web. Los dos artículos que reproduzco a continuación tienen su origen en aquel estudio.

 

Carlos Béjar Portilla (Ambato, 1938). Vivió cuatro años en Baños, hasta que, en 1942, su familia se trasladó a Guayaquil, en donde se radicó. (Foto tomada del blog Momento digital. El placer de leer en línea)

Los monos enloquecidos

La bitácora de Carlos Béjar Portilla (I)

Hoy, 14 de enero de 1991

 

           

            Decir que Carlos Béjar Portilla (Ambato, 1938) es el punto de arranque de algo nuevo siempre será riesgoso; sin embargo, asumo el riesgo porque, a pesar de no pertenecer a ningún grupo literario en particular, él es la cabeza visible, la propuesta estética más madura, del movimiento de escritores que irrumpe en la década de los 70 rompiendo, de manera definitiva, toda atadura con el realismo social.

            Puerto de luna (cuentos) y La Rosa de Singapur (novela corta) aparecieron en 1990, con el número 39 de la Colección Antares, editada por Libresa. A propósito, esta colección llegó a los cincuenta títulos entre obras clásicas y contemporáneas con estudios introductorios serios dirigidos, sobre todo, a maestros y estudiantes.

            Dos obras por el precio de una, como diría algún publicista elemental. En esta entrega, hablaré del cuentario, según el neologismo utilizado por Cecilia Ansaldo, en su profunda ponencia sobre el cuento, presentada en el IV Encuentro sobre Literatura Ecuatoriana Alfonso Carrasco Vintimilla, realizado en Cuenca.

            Puerto de luna es la concentración de las preocupaciones temáticas y estilísticas de Béjar. Cuentos con una enorme economía de lenguaje; personados trazados con líneas gruesas para su descripción física, pequeños indicios de su interioridad; conflicto apretado y anécdota contada en forma sustantiva. Esta economía, a veces, va en merma de la propia posibilidad narrativa del cuento y no consigue armar una estructura acabada («Punto muerto», «El taxi color amarillo», «Mañuco»).

            En cambio, en «Puerto de luna», el cuento que le da nombre al volumen, la economía de lenguaje funciona de manera exacta. El primer párrafo plantea el ambiente exterior de la acción. El segundo, introduce sutilmente el elemento fantástico. El tercero, no presenta la información necesaria para saber que se trata de fantasmas que recorren puertos también fantasmas. El cuerpo, sirve para que el narrador se introduzca en la historia como personaje. Del quinto al octavo, desarrolla la historia de amor entre este y Dolly. En el séptimo, menciona un elemento nuevo —indicio verdadero— que trae violentamente el tiempo de lo narrado a la actualidad. El último párrafo resuelve la contradicción entre realidad y fantasía y logra romper el tiempo circular de la historia. «Henry Fiol» y «Epílogo imaginario, por Jorge Luis Borges» consiguen, de igual manera, aquella excelencia.

            Béjar organiza en el libro un juego de referencias cruzadas, de guiños culturales, de propuestas vitales con la lectura, que vuelven placentera la lectura del cuentario. Cuentos de ambiente marinero se conjugan con la novelina La Rosa de Singapur, que comentaré en la próxima entrega. Hasta tanto, con estas aguas navegamos.

 

 

Los monos enloquecidos

La bitácora de Carlos Béjar Portilla (II)

Hoy, 21 de enero de 1991

 

            Costumbre de Béjar, en lanzamientos de libros y exposiciones, al calor de Guayaquil y del ron con cola, el escritor atrapaba en su red al prójimo para hablar de una novela de mar provista únicamente de los aparejos indispensables.

            La Rosa de Singapur, para los que se perdieron el artículo del lunes anterior, apareció en 1990, con el número 39 de la Colección Antares, editada por Libresa, en un volumen que incluyó su cuentario Puerto de luna, comentado en la entrega anterior.

            Ya no es la situación lo que sostiene al texto, como sucedía en Tribu sí (1982, finalista del premio Seix Barral de 1973), su novela anterior. En esta ocasión, se trata de una novela corta en la que Béjar revela su deseo de contar cosas. De narración sustantiva y ambiente marino, La Rosa de Singapur desarrolla su discurso en el género de la novela de aventuras.

            La novela se presenta como un manuscrito encontrado en una botella, en la playa, por el capitán José Chimistra, quien informa a la Capitanía del Puerto, anexando el manuscrito, el 4 de noviembre de 1992. El narrador —el que escribe el manuscrito— asume su manera de decir como si estuviera escribiendo una bitácora o libro de a bordo.

            La Rosa de Singapur es también la novela de la búsqueda de la paz interior del ser humano, que habrá de conseguir al fundirse, ser uno, con la naturaleza; cuestión que ya estaba presente en Tribu sí. Los amigos de aventura: Miguel, el Vasco; el Fakir, Ku man Ku y el narrador son los protagonistas —nuevamente, la idea de la tribu— que están juntos, en 1946, la noche del naufragio del Faraón, se encuentran, en 1967, en una isla solitaria, al final de sus vidas marinas, fundidos con la naturaleza.

            Esa búsqueda es el hilo narrativo que va tejiendo las peripecias hasta formar una bien construida colcha hecha de diversos retazos, pues la narración expresionista —descripciones en trazos gruesos, personajes y ambientes esbozados en pocos párrafos—, acentuada en lo que sucede fuera del mar (por ello esa alusión pasajera a Sonia, la bailarina o a El Rincón de los Artistas), permite que el narrador contraponga la complejidad de lo cotidiano —en tierra— con la sencillez de la paz interior —en la mar—: una isla donde los humanos, desde lejos, «parecen pájaros marinos».

            Esa sensación de anécdotas truncas se da porque la economía del lenguaje está planteada como característica discursiva, aunque se exagera en el caso de la vida del cocinero malayo Ku man Ku, de quien se sabe muy poco para ser el protagonista.

            Pocos le creyeron a Béjar, pero aquí está La Rosa de Singapur navegando. «Pequeños rizos, viento de popa». Lectores de a bordo: a expandir las páginas del libro como si fueran las velas de una pequeña embarcación.    


lunes, julio 31, 2023

El machismo demagógico y la crítica literaria

De mi archivo: En abril y mayo de 1991, escribí, en mi columna Los monos enloquecidos, sendos comentarios que respondían a dos artículos, el uno firmado por Fernando Artieda y, el otro, por “El mono Alevoso”, aparecidos en el suplemento cultural de Meridiano, que dirigía el mismo Artieda. Los artículos fueron parte de un debate sobre dos maneras distintas de entender el comentario de textos, asimilado como un tipo de crítica literaria. El debate se dio a propósito de la aparición de los libros de Gilda Holst, Liliana Miraglia, Livina Santos y Marcela Vintimilla, cuyos comentarios he reproducido en las dos últimas entregas. Sigo creyendo que ese tipo de comentario que usa el texto como pretexto para hablar de cualquier otra cosa menos del texto como tal no contribuye a la crítica literaria. Esto, por supuesto, no quiere decir que esté en desacuerdo con las diferentes maneras que hoy existen para aproximarse a los textos literarios en tanto objetos culturales. Estos artículos de treinta y dos años atrás dan cuenta del estado del arte sobre la crítica y cómo se leían los textos escritos por mujeres en ese entonces.  

 

 


Los monos enloquecidos

Los criterios del machismo demagógico

Hoy, 01 de abril de 1991

 

            El domingo 10 de marzo en el diario Meridiano, de Guayaquil, apareció el artículo «Palabra de mujer», de Fernando Artieda, acerca de cuatro escritoras: Gilda Holst, Liliana Miraglia, Livina Santos y Marcela Vintimilla, sobre cuyos libros publiqué sendos comentarios.

            Artieda comienza su artículo así: «Es difícil escribir sobre literatura femenina porque los hombres no podemos pisar ese territorio de la creación artística sin pensar que violamos una máquina de pudor como entelequia» (el subrayado es mío). Note el lector la expresión: «violamos». La mujer, «una máquina de pudor», es objeto de violencia ¿sexual? (al parecer sí, por lo del «pudor» que sigue) hasta por el hecho de sus textos sean leídos. Se trata, obviamente, de una metáfora sexista.

            El párrafo continúa: [es difícil escribir sobre literatura femenina] «sin sentir una mano tibiamente tomada de la nuestra, sin darle humanidad a la culpa, por el derramamiento de una lágrima». Aparte de lo cursi que resulta la frase, nuevamente estamos antes una formulación sexista: solo porque se trata de una mujer, el lector tendría que «sentir su acercamiento».

            Pero el problema principal es la personificación de lo escrito en el texto como si fuera la vida de la autora. Señala que «penetramos el barroco que borda Liliana Miraglia para revelar el leve perfil de sus emociones en duerme vela»; que los textos de Marcela Vintimilla son extraños «como extraviándose entre las verdades secretas de la autora»; y que Livina Santos no puede escapar a «un mundo que se cuece entre desayunos, bohemia, conversaciones telefónicas y cigarrillos compartidos, y camas compartidas, por qué no». (Los subrayados son míos).

            En todos los casos, estamos ante un problema teórico: ya sabemos que nunca el autor debe ser confundido con el narrador de la historia. ¿Por qué, entonces, al tratarse de una mujer, se afirma que unos cuentos son extraños porque se extravían entre los secretos de la vida de la autora?

            ¿Y por qué al escribir sobre la actividad artística de una mujer se tiene, necesariamente, que hacer referencia —velada o frontalmente— a lo sexual? El tercer caso es un típico ejemplo de criterio sexista y perdonavidas (nótese la formulación «por qué no»). Y lo peor es que termina afirmado: «literatura de mujer valiente». Es como si al comentar un libro escrito por un hombre, se asimilara las vivencias sexuales de los personajes a la vida del autor y se finalizara diciendo: «literatura de hombre valiente».

            En el artículo se habla de todo, excepto de la calidad literaria de los textos. Sin embargo, el final, el autor concluye, gratuitamente, que las cuatro autoras «integran este nuevo “grupo de Guayaquil” solo que en su versión joven, femenina y bella». Aparte de que el “juicio literario” no se sostiene en el desarrollo del artículo —jamás da razones literarias para afirmar esto último—, tal “alabanza” resulta también sexista y demagógica: siguiendo la lógica del discurso del autor, los escritores del 30 habrían formado el “grupo de Guayaquil” en su versión “vieja, masculina y fea”.

            Vista así la cosa, la frase que cierra el artículo: «Es palabra de mujer», resulta irónica. Hubiera escrito: «Es palabra de macho demagogo» y todo hubiera quedado entendido.

 

 

Los monos enloquecidos

Más sobre el machismo demagógico

Hoy, 14 de mayo de 1991

 

            Ante todo, dos definiciones: 1) jamás un/a escritor/a debería “contestar” al comentarista o al crítico; los/las escritores/as hemos dicho lo que hemos querido en el texto literario; el debate, sobre lo dicho en el texto, tendría que darse entre comentaristas y críticos; y 2) para sostener un debate hay que situar el objeto del debate; y situarlo bien.

            En mi artículo de abril uno, analicé el carácter machista-demagógico del comentario de Fernando Artieda «Palabra de mujer». De ninguna manera hice «una defensa de cuatro “damas ofendidas”», como equivocadamente señala, en el suplemento de Meridiano, que dirige Fernando Artieda, el pasado mayo cinco, “El mono Alevoso”, [sic], un personaje creado a imagen y semejanza del propio Artieda. Sobre la calidad de los libros de las cuatro escritoras, yo escribí sendos comentarios en esta misma columna; por lo mismo, no me interesa, ni creo que sea tarea del comentarista, hablar acerca de la vida privada de los/las escritores/as.

            “El mono Alevoso” dice que las cuatro están «en el centro de una polémica». Esta afirmación evidencia que “el mono alevoso” no sabe leer un artículo. El objeto del debate no son las escritoras, ni siquiera sus libros; ellas no son el centro de ninguna polémica porque nadie ha debatido sobre la calidad de sus obras. El objeto del debate es el discurso cargado de machismo y demagogia que utilizó Fernando Artieda en el artículo ya mencionado; ese es el centro de la polémica. Y lo que está detrás del objeto de este debate son dos maneras distintas de asumir el discurso literario.

            Tampoco existe nada personal. Por ejemplo, en mi artículo del martes pasado lamenté que el poeta Fernando Artieda, entre otros, no estuviese en Poesía viva del Ecuador, antología preparada por Jorgenrique Adoum.

            Lo del machismo demagógico ya lo analicé en el artículo del 1 de abril y a eso no ha respondido ni Artieda ni su alma gemela. Con “viveza criolla” han querido desviar el objeto del debate. Las escritoras guardan «prudente, reflexivo e inteligente silencio», sencillamente porque el debate no es sobre ellas y creo que, también, por lo señalado en la primera consideración de las dos con las que empecé este artículo.

            Las distintas maneras de asumir el discurso literario saltan a la vista. No basta escribir un artículo supuestamente “elogioso” para “quedar bien”. Eso es hacer demagogia; no es comentar literatura. Es necesario leer el texto y analizar lo que expresa dicho texto. Llenar el artículo de adjetivos y utilizar un lenguaje acaramelado que habla de todo menos del texto, tampoco es comentar literatura; y, sin embargo, esa es la práctica de Artieda. En cambio, en mi manera de entender el comentario, las afirmaciones gratuitas, “elogiosas” o “perversas”, son dañinas para el desarrollo de nuestro proceso de escritura.

            Afirmar, como lo hizo Artieda, que las cuatro escritoras integran el “nuevo grupo de Guayaquil solo que en su versión joven, femenina y bella”, sin que dé razones literarias para dicho “juicio literario”, aparte de que es adular a escritoras que aún están construyendo su propio proyecto de escritura y definiendo todavía aquellos que quieren decir a sus lectores, no es comentario de texto; repito; es demagogia machista. Esas son nuestras diferencias y ese el marco del debate.  


lunes, junio 26, 2023

Livina Santos y Marcela Vintimilla: sus primeros cuentarios

De mi archivo: En 1989, cuatro escritoras, todas exintegrantes del taller de literatura de avanzados del Banco Central de Ecuador y la CCE, Núcleo del Guayas, dirigido por Miguel Donoso Pareja, y formadas en la Escuela de Literatura de la Universidad Católica de Guayaquil: Gilda Holst, Liliana Miraglia, Livina Santos y Marcela Vintimilla publicaron sendos cuentarios que son, hasta hoy, un punto de referencia obligado para estudiar la literatura escrita por mujeres. Algunos de sus cuentos aparecieron, en 1987, en una muestra de la «Nueva narrativa ecuatoriana», publicada en la revista Hispamérica, No. 48, editada en EE. UU, fundada y dirigida por Saul Sosnowski. En la entrega del 29 de mayo reproduje las reseñas sobre los libros de Gilda Holst y Liliana Miraglia; en esta, reproduzco las reseñas de Una noche frente al espejo, de Livina Santos, y Cualquier cosa me invento para ver, de Marcela Veintimilla.

 

(Foto: R. Vallejo, 2023)

Los monos enloquecidos

Historias de todos los días

Hoy, 4 de marzo de 1991

 

            Livina Santos (Guayaquil, 1959), en su cuentario Una noche frente al espejo, plantea con sencillez y, la mayoría de las veces, con profundidad, el entrampamiento de la mujer en el mundo («Rosas rojas para mi secretaria» —la mujer cosificada en la oficina—, «Trastoque» —la mujer que necesita “ser como hombre” para vivir en un mundo organizado a la conveniencia de los hombres—, «De regreso a casa» —la mujer envuelta en su auto represión, incapaz de modificar su rutina—, «Beatriz» —la mujer que busca entre los hombres su estabilidad—, «Una mancha» —la mujer acosada sexualmente por el hombre—, «María José ha muerto» —la mujer escritora que requiere escapar de su rutina para crear—). Esta preocupación temática y su correspondiente manera de abordarla es el testimonio de una escritura de mujer, tendencialmente, está en proceso de constitución.

            Pero el universo temático de Livina Santos no se agota en la cuestión de la mujer. Ella ha optado por desarrollar, a partir de esas historias de todos los días, los temas de la cotidianidad que están presentes en las preocupaciones del ciudadano común y, entre estos, la brecha afectiva entre madre e hija («Clasificados»); los conflictos amorosos («Final de tres»); la homosexualidad y el SIDA («Figuras para desarmar»; la búsqueda de afectos («Entre amigos»).

            En los cuentos en donde lo cotidiano es reemplazado por lo extraordinario, la escritora no se mueve con facilidad. La muerte del padre en «Para ir al cielo» es completamente gratuita pues no corresponde a la sintaxis de la historia contada. En «Julia tiene los senos pequeños» hay problemas de construcción por los muchos elementos que se entrecruzan a nivel de la anécdota.

            En ocasiones, el tratamiento temático es superficial («En busca del sinamor», «Ella me quería a mí»). Es, en esos momentos, cuando los textos se alejan de la literatura y parecería que caen en la subliteratura.

            Una noche frente al espejo demuestra la decidida vocación de narrar de Livina Santos. En general, buen manejo de la anécdota y de una prosa sencilla, sustantiva; textos en busca de lectores. Tal vez por esto, los cuentos situacionales del libro resultan poco interesantes («Con olor a insomnio», «Un cuento corto con perspectiva larga» y «Situación»).

            Existe cierta inseguridad en el manejo del idioma. Solo señalaré dos ejemplos: «El día que se decida a rebanarse un tajo de sus pechos…» (el reflexivo se está usado en exceso y no es posible «rebanar un tajo»); «…sabía que aprovecharía la mínima oportunidad para seguirme agrediendo» (debió escribir: «seguir agrediéndome»).

            A pesar de lo dicho anteriormente, Una noche frente al espejo, de Livina Santos, es un libro de agradable lectura que recupera, a partir de un lenguaje y una estructura sencillos, a esos personajes y a esos hechos de la vida diaria que por comunes nos hemos olvidado de desentrañar con profundidad.

 

 

Los monos enloquecidos

Visión de lo que no se ve

Hoy, 11 de marzo de 1991

 

            En general, los cuentos de Cualquier cosa me invento para ver están impregnados de una atmósfera extraña («De calles y maquetas»), un deseo de escribir expresado en los textos («Intentando escribir la historia que acabo de soñar») y una visión —entre tierna y desencantada— de lo que puede ofrecer la vida a las personas («Para no olvidarme de ser yo»).

            De los cuatro libros comentados durante las últimas semanas, este es el más cuidado a nivel de la piel del texto. Sin embargo, creo que la corrección gramatical no define al texto literario, aunque es obvio que ofrece la posibilidad de una lectura sin ruidos. En el caso del libro de Marcela Vintimilla, esta lectura sin ruidos es posible, salvo ejemplos excepcionales como al escribir «peñizcándose» en lugar de «pellizcándose» y «volverla a mirar» y «volver a mirarla». Tanto no define al texto literario la corrección gramatical que, a pesar de que este es el libro más cuidado a ese nivel, es, al mismo tiempo, entre los cuatro, el de escritura menos madura.

Algunos cuentos no terminar de cuajar. En «La calle», por ejemplo, los indicios son amontonados sin desarrollo posterior; «Todavía sigo aquí» tiene un tratamiento manido para el tema —la iniciación sexual de un adolescente con una prostituta—; en «Lo del tenis» la actitud del padre al prohibirle jugar tenis al protagonista no responde a la lógica de los indicios.

Sin embargo, también encontramos cuentos en donde el proceso de maduración es ostensible, con buen planteamiento y desarrollo de la anécdota («Para olvidarme de ser yo»), buena construcción del mundo interior del personaje («Más íntegro que nunca el cielo sigue ahí»), buen manejo de la intriga mediante el sistema de acumular indicios y dar un golpe final («La pulsión»); en general, anotaciones/observaciones sobre los detalles de la vida que modifican la conducta de los personajes y un variado abanico temático: la necesidad de triunfar en un partido de tenis, la urgencia de una cita a la que irremediablemente se llega tarde, el deseo de agredir al prójimo, la traición del burócrata al amigo, el descubrimiento del amor y la magia, el anhelo de poseer una ciudad, etc.

La perspectiva intimista con la que asume la narración de algunos cuentos («Más íntegro que nunca el cielo sigue ahí», por ejemplo) tiene una ventaja y un problema: la intriga es sostenida por el ahondamiento en el mundo interior del personaje, pero, a su vez, esto le impide a la escritora construir un personaje antagónico que sea algo más que una sombra, lo que afecta, finalmente, a la tensión del cuento.

Cualquier cosa me invento para ver es un libro de heterogénea calidad pero que nos permite afirmar la existencia de una escritura en proceso de formación y una actitud hacia la literatura en la que cualquier cosa es posible de ser inventada para contar.


lunes, mayo 29, 2023

Gilda Holst y Liliana Miraglia: sus primeros cuentarios

De mi archivo: En 1989, cuatro escritoras, todas exintegrantes del taller de literatura de avanzados del Banco Central de Ecuador y la CCE, Núcleo del Guayas, dirigido por Miguel Donoso Pareja, y formadas en la Escuela de Literatura de la Universidad Católica de Guayaquil: Gilda Holst, Liliana Miraglia, Livina Santos y Marcela Vintimilla publicaron sendos cuentarios que son, hasta hoy, un punto de referencia obligado para estudiar la literatura escrita por mujeres. Algunos cuentos de las cuatro escritoras aparecieron, en 1987, en una muestra de la «Nueva narrativa ecuatoriana», publicada en la revista Hispamérica, No. 48, editada en EE. UU, fundada y dirigida por Saul Sosnowski. En esta entrega, reproduzco las reseñas de los libros Más sin nombre que nunca, de Gilda Holst, y La vida que parece, de Liliana Miraglia. El próximo fin de mes, en esta misma sección, publicaré las reseñas de los libros de Livina Santos y Marcela Vintimilla.

 

(Foto: R. Vallejo, 2023)

Situaciones de humor e ironía

Hoy, 18 de febrero de 1991

 

Más sin nombre que nunca, de Gilda Holst (Guayaquil, 1952), es un cuentario en el que, junto con el ejercicio, todavía por pulir, de contar historias, existe un profundo desentrañamiento de situaciones. Algunas de las historias consiguen combinar lo que se cuenta con la disección de la situación que lo contado provoca («El rescate», cuento logrado sobre lo absurdo en lo cotidiano; o «Reunión», excelente alegato acerca de la condición de la mujer).

Otras, sin embargo, muestran en exceso su proceso de construcción o no cuajan en el tono absurdo que proponen («Percance en la carretera» y «Día de playa»); o, el detenerse en lo situacional, se encierran sobre sí mismas y se vuelven hostiles al lector («El ejercicio»).

En el cuentario de Gilda Holst existe la presencia de una escritura de mujer. No solo por sus cuentos acerca de la condición de la mujer, que, a partir de situaciones cotidianas, demuestran en el desarrollo de su historia lo irracional de la discriminación («Reunión», «Palabreo», «Destino», «La competencia»), sino porque, a lo largo de los textos, las observaciones del narrador (¿podré decir narradora, en tanto categoría literaria?) desmitifican a través de la ironía la organización masculina del mundo: «una comprensiva cojudez un poco femenina», «una mujer que sube una montaña es un despropósito», «Esa mujer ofrecía el estúpido espectáculo de estar enamorada», etc.

 

Gilda Holst (Foto de Liliana Miraglia)

La ironía y el humor son dos cualidades de la escritura de Gilda Holst. Pero, al mismo tiempo, evidencian su deuda con Pablo Palacio. El problema no es solo de forma de contar, sino que, en ocasiones, esa deuda se reconoce en la construcción de la frase (el segundo párrafo de «El escritor»), la estructura del cuento («El ejercicio»), o el tratamiento temático («Una palpitación detrás de los ojos»).

Errores cometidos a nivel de la piel del texto —a pesar del trabajo en el taller entorpecen la lectura; cito solo dos ejemplos: «Su mano se aferró al mango que llevaba en la cintura» (¿se aferró a la fruta o al mango del cuchillo que llevaba en la cintura?); «Jala la palanca del motor, sale y levanta la tapa del carro» (¿cuál es la palanca del motor en un automóvil?).

Pero estos errores no son, en todo caso, los que definen el libro. Cuentos como «Luisa Pajós», de impecable construcción del proceso de creación literaria y la intervención de la vida en éste; «En el temblor», cruel disección de la pareja, o en el ya mencionado «Reunión», son los que nos hablan de una escritora que construye, sobre sólidas bases, su manera de narrar.

 

Contar poco, decir más

Hoy, 25 de febrero de 1991

 

            La vida que parece, de Liliana Miraglia (Guayaquil, 1952), es un cuentario que, en la mayoría de los textos que lo integran, se caracteriza por la presencia de soportes anecdóticos mínimos. En general, no estamos ante cuentos que cuentan historias. Esto impide, por ejemplo, que el lector recuerde y/o se identifique con algún personaje l—quiero decir, con la alegría, el dolor o la duda de este—. No estamos ante una propuesta estética que intenta atrapar lectores.

            Pero tampoco existe hostilidad hacia el lector como propuesta de escritura. Lo que Liliana Miraglia pierde al no contar historias se ve compensado por un manejo de la ambigüedad que le permite profundizar las situaciones del texto y multiplicar sensaciones.         

Liliana Miraglia (del Facebook de Cadáver Exquisito)

«Una carta para Ivonne» es un ejemplo de lo dicho; en este cuento, la presencia del absurdo y la ruptura de lo cotidiano —una mujer que entra en una casa sin explicar motivo alguno, que no puede vivir ser vista por el hombre que habita una casa, que intenta escribir una carta para Ivonne y que, finalmente, sale a buscar otra casa— genera múltiples preguntas para un lector obligado a especular acerca de ellas.

            A pesar del trabajo en taller, existen errores a nivel de la piel de texto. «Casi lo he logrado, aunque algunas pueden haber caído en algún lugar…» (se debe decir: «pudieron haber caído». «Esta vez, el portafolio lo deja en el suelo» (debió escribir: «Deja el portafolio en el suelo»). «…subía de dos en dos las escaleras de caracol…» (las gradas pueden subirse de dos en dos, no las escaleras).

            La cuestión de la mujer, como tema principal o evidente, no parece interesar a Liliana Miraglia. Por sus cuentos, sin embargo, rondan narradoras-protagonistas («Una carta para Ivonne», «La venta del solar», «La espera», «La vieja»), personajes femeninos en el centro de la situación («Cuarta o quinta lección de francés», «Historia feliz con final diferente», «El presagio», «Contradicción»).

            Solo en «Lejos de cualquier historia» la cuestión de la mujer es abordada como motivo temático. La situación está centrada en el problema de la maternidad presentada ante el lector a través de un buen manejo del absurdo. En el cuento, una mujer encuentra a su hijo en el estante, recostado sobre una agenda y a punto de derribar una pila de libros. «Evidentemente era hijo mío porque estaba entre mis cosas pendientes, aunque yo no recordaba haberlo parido».

            La vida que parece, de Liliana Miraglia, es un libro donde «se dice más de lo que se cuenta» y que nos propone una lectura de sensaciones a través del buen manejo del recurso de la ambigüedad.


lunes, diciembre 12, 2022

«Las voladoras», de Mónica Ojeda: voces rumorosas del horror

Mónica Ojeda Franco (Guayaquil, 1988). (Foto de Lisbeth Salas)

El cuentario Las voladoras, de Mónica Ojeda, recupera la tradición oral popular de la ruralidad andina mediante la reelaboración poética de los mitos, desde el sincretismo religioso y cultural del mundo indígena y mestizo. Así, en el cuento que da nombre al libro, la leyenda de las voladoras que llevan y traen noticias, que practican hechizos de alcahuetas, que utilizan ayahuasca y otros bebedizos para sus viajes espirituales, se reproduce en una historia de incesto naturalizado en una casa que adquiere características tenebrosas por causa de su aislamiento: «Todavía duermo con la voladora y, a veces, papá mira igual que un caballo en delirio la línea irregular de la valla que separa nuestra casa del promontorio […] El misterio es un rezo que se impone»[1].

Ese mundo que emerge de los relatos de Ojeda es un territorio donde tienen cabida lo siniestro y lo abyecto del tránsito entre la vida y la muerte. Así lo vemos en el cuento «Sangre coagulada»: a través del saber sobre el aborto de la abuela heredado por la nieta, que está mediado por el símbolo de la sangre: «La muerte también nace»[2], la abuela y la nieta, que aceptan su condición de brujas, según las denomina la gente, son el refugio último al que acuden las chicas del pueblo para su propia liberación. Ojeda expone el horror y la violencia del mundo con crudeza, sin dar respiro a quien lee, y sus personajes transgreden las fronteras de lo sobrenatural. Esa virtud que tiene este cuentario para resaltar el horror expandido del mundo es, al mismo tiempo, su límite narrativo y argumental, pues lo repetitivo se agota como estética y se convierte en una fórmula predecible como toda fórmula.

Las voladoras es un cuentario de personajes que avanzan de manera inexorable hacia su propia muerte. Son personajes que, al unísono con quien lee, van preguntándose si es posible vivir después de contemplar la muerte abyecta como sucede en «Cabeza voladora»; o conviven mezclando los niveles de consciencia entre la atmósfera de pesadilla y la violencia real que se da en «Caninos». Los ya nombrados son personajes que cuya existencia se da en el ámbito de lo siniestro y lo perverso, como sucede con la mutilación que un par de hermanas persigue desde una búsqueda de estética que carece de remordimientos y frenos morales, tal como es contada en «Slasher», generando una apología de la perversión polimorfa: «El sonido del dolor es muy parecido al del deleite»[3].

            Ojeda cierra su libro con la brillantez neogótica de «El mundo de arriba y el mundo de abajo», un cuento sobre el duelo de aquello que no tiene nombre. En el relato se conjuga la desesperada peregrinación de un padre que busca resucitar a su hija muerta y la mitología ancestral incaica mediante un estremecedor lenguaje poético, que consigue ese distanciamiento irónico concebido por los románticos: «Solo hay una verdad manando de las grietas: escribir es estar cerca de Dios, pero también de lo que se hunde. Solo hay una verdad brotando desde el fondo del hielo: la escritura y lo sagrado se encuentra en la sed»[4].

El mundo agitado por las antiguas tormenta y pasión del neo-romanticismo ecléctico de estos tiempos también es el mundo de Las voladoras, de Mónica Ojeda. Un cuentario que se inscribe en ese fluir narrativo de voces rumorosas que entretejen los sentidos de la vida y de la muerte; voces que descubren el horror y lo místico. Un cuentario que se alimenta y reelabora la tradición oral popular y los saberes ancestrales y la crueldad del mundo: todo aquello a lo quienes leemos nos asomamos desde el sublime terror que nos provoca contemplar el abismo de la muerte.



[1] Mónica Ojeda, «Las voladoras», en Las voladoras (Madrid: Páginas de Espuma, 2020), 15.

[2] Ojeda, «Sangre coagulada» …, 22.

[3] Ojeda, «Slasher» …, 71.

[4] Ojeda, «El mundo de arriba y el mundo de abajo» …, 115-116.