José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

viernes, marzo 01, 2019

La vida convertida en literatura bajo un hálito de magia


           
García Márquez, 1927.
Úrsula
Iguarán, como Gabriel García Márquez, «amaneció muerta el Jueves Santo». Cien años de soledad apareció cien años después que María, de Jorge Isaacs, la novela paradigmática del romanticismo del siglo diecinueve. Isaacs y García Márquez murieron el 17 de abril. Estas casualidades, más propias de la vida que de la literatura, contribuyen al mito de un García Márquez imbuido en la maravilla de las mariposas amarillas. Pero no todo es casualidad: él ha construido una mitología que saquea episodios de su vida para su transformación en literatura.
            Vivir para contarla (2002) es un autobiografía de lectura placentera pues, por la belleza de la palabra, los detalles de la vida del escritor se convierten en materia literaria y la narración en una historia que dialoga textualmente con la obra del autor. El libro se abre cuando García Márquez acompaña a Luisa Santiaga, su madre, a vender la casa de Aracataca, el sábado 18 de febrero de 1950, y los recuerdos de su infancia se aglutinan durante el viaje como la epifanía que iluminará su mundo literario. «El tren hizo una parada en una estación sin pueblo, y poco después pasó frente a la única finca bananera del camino que tenía el hombre escrito en el portal: Macondo. Esta palabra me había llamado la atención desde los primeros viajes con mi abuelo, pero sólo de adulto descubrí que me gustaba su resonancia poética».
            En aquel viaje a la semilla, a sus 23 años, García Márquez confiesa que cuando llegó al pueblo se vio a sí mismo y a su madre «tal como vi de niño a la madre y a la hermana del ladrón que María Consuegra había matado de un tiro una semana antes, cuando trataba de forzar la puerta de su casa». El martes de la semana siguiente, a la hora de la siesta, mientras jugaba a los trompos con Luis Carmelo Correa, su más antiguo amigo, contempló a una mujer de luto que caminaba junto a una niña de doce años. «Eran la madre y la hermana menor del ladrón muerto, que llevaban flores para la tumba». Así ocurre en «La siesta del martes» (1962), donde la señora Consuegra está transformada en Rebeca, encerrada para el mundo, años después de la misteriosa muerte de José Arcadio Buendía, su esposo. La experiencia vital como referente realista de una novela caracterizada por la invención mágica.

            García Márquez cuenta que su abuelo, el coronel Nicolás Márquez, veterano liberal de la Guerra de los mil días, esperó su jubilación hasta la muerte. Igual que en El coronel no tiene quien le escriba (1958). El mismo coronel, que hacía pescaditos de oro, tuvo que salir de Barrancas luego de matar, en duelo de honor, a Medardo Pacheco. Cumplió condena en Riohacha y luego en Santa Marta, para finalmente, llegar a Aracataca. «Tú no sabes lo que pesa un muerto». Es el peso que lleva José Arcadio Buendía luego de matar a Prudencio Aguilar.
            La genialidad de la escritura es lo que transforma la memoria de aquel niño, que observó el mundo de su casa con los ojos abiertos y de mirada intensa del primer Aureliano, en literatura.

                Publicado en Cartón Piedra, suplemento cultural de El Telégrafo, 01.03.19

domingo, febrero 17, 2019

De la lentitud, el conflicto de clases y el canon de belleza de Roma


Fotograma icónico de Roma, de Alfonso Cuarón, "León de Oro" del Festival de Venecia en 2018.

            ¿Qué es una película lenta? ¿Por qué cuando una película es lenta se asume sin más que es aburrida? ¿Importa que una película evidencie el conflicto social de una sociedad? ¿Por qué la presentación del conflicto social haría de una película una suerte de panfleto político? ¿Deben actrices y actores corresponder a los cánones de belleza del cine de Hollywood? Roma, de Alfonso Cuarón, es una película morosamente bella, que retrata el conflicto político en el México de los 70, y que rompe el molde de belleza del cine de Hollywood.
            Es posible que Hollywood nos haya deformado el sentido del tiempo en el cine. Al parecer, las escenas que duran más de un minuto y medio nos resultan largas, y, lo que es peor, aburridas. Y, además, tiene que existir ruido, música incidental y diálogos conflictivos. Roma, por el contrario, nos permite disfrutar de la narración morosa de la cámara, recorrer los detalles, entender el alma de los personajes desde su cotidianidad doméstica. Nos ofrece el ruido de la ciudad y nos alimenta con una música que sale de la estación de radio: ruido y música que es parte de la cotidianidad: los espectadores escuchamos lo mismo que oyen los personajes. La belleza radica en el deleite que experimentamos sobre los detalles.
José Antonio Guerrero como Fermín
            El conflicto social en Roma está integrado a la historia de la película. Así, la represión del gobierno de Echeverría al movimiento estudiantil y la participación de los llamados “Halcones” durante la “Matanza de Jueves de Corpus” es un episodio central de la película. Fermín, el enamorado de Cleo, es parte de los Halcones y la escena cuando ella lo encuentra, luego de un entrenamiento de artes marciales, y él la enfrenta con agresividad es la representación de las violencias política y patriarcal. El clímax de este conflicto llega cuando Cleo ve a su enamorado participar del asesinato de un estudiante durante la represión y aquello le desencadena el parto prematuro. Así, los personajes son parte del conflicto: como represor, el uno, y testigo, la otra: la represión no es solo un marco histórico, sino también un momento del drama personal.
           
Yalitza Aparicio es Cleo.
El que Yalitza Aparicio sea la heroína de la película es también un acierto, pues subvierte el canon de belleza al que nos tiene acostumbrado Hollywood. Yalitza, indígena de ascendencia mixteca y maestra de párvulos, es la protagonista que logra, con su deslumbrante actuación, imponer la belleza de su persona y su personaje, privilegiando su propio patrón de belleza. También está la belleza del paisaje: la casa familiar, la ciudad, el campo, la playa: Cuarón, logra, justamente por la morosidad expositiva de la fotografía, que contemplemos la belleza del mundo de la película de manera detenida.
            Suceden muchas cosas en la película: entre ellas, la transformación de una familia de clase media en una familia rota por causa del abandono paterno, y el descubrimiento de la complicidad vital de las mujeres. Así que, si se durmió con Roma, como han confesado algunos tuiteros, es porque, seguramente, tenía sueño.

                Publicado en Cartón Piedra, suplemento cultural de El Telégrafo, 15.02.19

domingo, febrero 03, 2019

El violento poder del patriarcado sobre el cuerpo de la mujer


           
Obra de Pavel Egüez publicada en su cuenta de tuiter @paveleguez el 19 de enero de 2019
«Una muchacha debe ser / un velo, una sombra blanca, sin sangre alguna / como una luna sobre el agua; no / peligrosa; / debe / permanecer en silencio y evitar / los zapatos rojos, las medias rojas, pues al bailar, / si bailas, con zapatos rojos te pueden matar». Así dicen los versos finales de «Una blusa roja», de Margaret Atwood, que comienza describiendo una tarea cotidiana: junto a su hermana, está cosiendo una blusa roja para su hija. En «Tortura», un poema en que medita sobre el caso de una mujer a la que le cosieron la boca «y la devolvieron a las calles, / un símbolo mudo», se pregunta: «y no sé si los hombres buenos / que viven una vida ordenada existen / debido a estar mujer / o a pesar de ella».
            Días atrás, la ciudadanía se conmovió al conocer la violación en manada de Martha (nombre protegido), una mujer de treinta y cinco años: no estaba sola ni andaba con desconocidos; tampoco iba caminando por calles oscuras: participaba de la celebración del cumpleaños de uno de sus tres perpetradores, era su amiga de un par de años atrás y se quedó sola con ellos durante menos de media hora mientras otros asistentes a la fiesta salieron a comprar ingredientes que requerían para cocinar. La sevicia de sus violadores se cebó en el cuerpo de la mujer. Y no me voy a detener en los comentarios misóginos en la redes sociales que demostraron cuán arraigada en el imaginario social está la culpa original de Eva. Según datos de ONU-Mujeres, en Ecuador, en los últimos tres años, once mujeres han sido violadas cada día.
            «Si los hombres parieran serían menos desconsiderados», dice Nora de Jacob, un personaje de La mala hora, de García Márquez. Y es que, en el caso de Martha, según la legislación vigente, si ella hubiese quedado embarazada como producto de la violación y decidiera abortar, tendría que, además, ir presa a la cárcel. El negar la despenalización del aborto por violación es otra forma patriarcal de ejercer violencia sobre el ser de la mujer. El patriarcado, al mismo tiempo que niega y criminaliza las decisiones de la mujer sobre su propia vida, la culpabiliza de una agresión sexual por considerar que la mujer es responsable por provocar a su violador o ponerse en una situación de indefensión.
            El 24 de mayo de 2012, Rosa Elvira Cely fue golpeada, apuñalada, violada y empalada en el Parque Nacional, de Bogotá, por Javier Velasco Valenzuela, compañero de estudios, que cumple una condena de cuarenta y ocho años de prisión. Rosa Elvira murió cuatro días después pero su muerte le dejó un legado a Colombia: hoy existe la ley “Rosa Elvira Cely”, que tipifica el feminicidio. Un poema que escribí en homenaje a su memoria dice: «Es la sevicia de un hombre / la complicidad de todos los hombres / la vasta crueldad de la condición masculina». No se trata ni de drogas, de ni de alcohol, ni de seres monstruosos: la agresión sexual y el control sobre el cuerpo femenino, son apenas dos de las formas de la violencia intrínseca que ejerce el patriarcado sobre la mujer.

Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, el 01.01.19