García Márquez, 1927. |
Vivir para contarla (2002) es un autobiografía de lectura placentera
pues, por la belleza de la palabra, los detalles de la vida del escritor se
convierten en materia literaria y la narración en una historia que dialoga
textualmente con la obra del autor. El libro se abre cuando García Márquez
acompaña a Luisa Santiaga, su madre, a vender la casa de Aracataca, el sábado
18 de febrero de 1950, y los recuerdos de su infancia se aglutinan durante el
viaje como la epifanía que iluminará su mundo literario. «El tren hizo una
parada en una estación sin pueblo, y poco después pasó frente a la única finca
bananera del camino que tenía el hombre escrito en el portal: Macondo. Esta palabra me había llamado
la atención desde los primeros viajes con mi abuelo, pero sólo de adulto
descubrí que me gustaba su resonancia poética».
En aquel viaje a la semilla,
a sus 23 años, García Márquez confiesa que cuando llegó al pueblo se vio a sí
mismo y a su madre «tal como vi de niño a la madre y a la hermana del ladrón
que María Consuegra había matado de un tiro una semana antes, cuando trataba de
forzar la puerta de su casa». El martes de la semana siguiente, a la hora de la
siesta, mientras jugaba a los trompos con Luis Carmelo Correa, su más antiguo
amigo, contempló a una mujer de luto que caminaba junto a una niña de doce
años. «Eran la madre y la hermana menor del ladrón muerto, que llevaban flores
para la tumba». Así ocurre en «La siesta del martes» (1962), donde la señora
Consuegra está transformada en Rebeca, encerrada para el mundo, años después de
la misteriosa muerte de José Arcadio Buendía, su esposo. La experiencia vital
como referente realista de una novela caracterizada por la invención mágica.
García Márquez cuenta
que su abuelo, el coronel Nicolás Márquez, veterano liberal de la Guerra de los
mil días, esperó su jubilación hasta la muerte. Igual que en El coronel no tiene quien le escriba
(1958). El mismo coronel, que hacía pescaditos de oro, tuvo que salir de
Barrancas luego de matar, en duelo de honor, a Medardo Pacheco. Cumplió condena
en Riohacha y luego en Santa Marta, para finalmente, llegar a Aracataca. «Tú no
sabes lo que pesa un muerto». Es el peso que lleva José Arcadio Buendía luego
de matar a Prudencio Aguilar.
La genialidad de la escritura
es lo que transforma la memoria de aquel niño, que observó el mundo de su casa
con los ojos abiertos y de mirada intensa del primer Aureliano, en literatura.
Publicado en Cartón Piedra, suplemento cultural de El Telégrafo, 01.03.19
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