José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, diciembre 16, 2024

«Cien años de soledad», de Netflix: un entretenimiento inteligente

           

La ciudad de Macondo se construyó cerca de Alvarado, en el departamento del Tolima, en Colombia, y abarcó un espacio equivalente a setenta canchas de fúbtol.

«Un producto industrial, previsible, retocado hasta lo obsesivo y calculado y sopesado en cada segundo del metraje por productores más pendientes de las notas de marketing que de la historia de Macondo, un producto como este, digo, solo podía acabar en la nadería. Ni siquiera es grotesco —lo cual, lo haría un poco interesante—, tan solo es plano como el cine de superhéroes o una teleserie para adolescentes», escribió Sergio del Molino, en El País, que calificó la adaptación como «una serie horrorosa, un interminable anuncio de café». En cambio, Jack Seale, en The Guardian, escribió con mucho entusiasmo que «esta serie de dieciséis capítulos podría tener dificultades con la problemática política sexual de la novela, pero es una gran y hermosa adaptación de un gran y hermoso libro». Asimismo, Judy Berman, en Time, señala, en tono celebratorio, que «teniendo en cuenta lo difícil de la tarea, es notable lo cerca que está la espléndida Cien años de soledad de Netflix […] de recrear no solo la sustancia, sino también el espíritu cinético del libro» y, más adelante, añade: «Aún más impresionante es hasta qué punto Cien años de soledad, de Netflix, cuenta una historia dinámica sin simplificar en demasía los grandes temas de García Márquez: la política, la religión, la autonomía, el amor, la civilización y su interminable desfile de descontentos y, por supuesto, el flagelo de la soledad en todas sus múltiples manifestaciones».

De los capítulos que he visto desde su estreno, y los veré todos, y más allá de la virulencia o entusiasmos desmedidos, me parece que Cien años de soledad, de Netflix, es una serie que ha convertido la novela de Gabriel García Márquez en un singular entretenimiento televisivo, que hay que celebrar a pesar de las limitaciones que aquello implica.

 

La casa de los Buendía se construyó en Ibagué.

En primer lugar, el público lector tiene que olvidarse del lenguaje de la novela, aunque resulte difícil pues se trata de un clásico literario arraigado en la cultura popular, en la medida en que lo está El Quijote. Casi todo lo que sucede en Cien años de soledad nos emociona y asombra, más allá de la sorpresa de lo anecdótico, por la maravilla de su lenguaje narrativo y aquello es casi intraducible al lenguaje del cine y la televisión. A fin de cuentas, en la novela de García Márquez, tanto lo cotidiano como lo extraordinario, asentados en la tradición oral latinoamericana, se vuelven mágico y maravilloso por efecto de la intervención del lenguaje literario. Uno de los tantos ejemplos de lo dicho es la narración de la tarde en que Remedios, la bella, sube a los cielos: «Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y pasaban con ella a través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria»[1].

 

Diego Vásquez es José Arcadio Buendía adulto.
 

En segundo lugar, hay que considerar la reticencia de García Márquez a convertir su novela en película. En una nota titulada «Diez enseñanzas de Gabriel García Márquez sobre el cine», aparecida en el sitio web de la Fundación Gabo, el escritor dice: «La razón por la cual no quiero que Cien años de soledad se haga en cine es porque la novela, a diferencia del cine, deja al lector un margen de creación que le permite imaginarse a los personajes, a los ambientes y a las situaciones como ellos creen que es […] Ahora, en cine eso no se puede. Porque en cine la cara es la cara que tú estás viendo, la imagen es de tal manera impositiva que tú no tienes escapatoria, no te deja la mínima posibilidad de creación porque te está diciendo todo como es, con una plasticidad, una perentoriedad que no te escapas». Ponerle rostro definido a los personajes de una novela clásica como esta puede resultar desilusionante. Es el riesgo de toda película basada en una obra literaria, sino que lo digan todos los que ya no podemos imaginar a Guillermo de Baskerville sin pensar en el rosto de Sean Connery después de ver la adaptación al cine de El nombre de la rosa (1986). Sin embargo, es un riesgo que vale la pena, más aún si estamos ante una adaptación rodada en Colombia, hablada en español y con una mayoría de actores colombianos. Y Claudio Cataño es un convincente coronel Aureliano Buendía, igual que los son Marleyda Soto Ríos como Úrsula Iguarán y Diego Vásquez como José Arcadio Buendía adultos, Viña Machado como Pilar Ternera, o el español Moreno Borja en la difícil representación de Melquíades.

 

Marleyda Soto Ríos es Úrsula Iguarán adulta.

            Finalmente, la decisión de que Cien años de soledad no haya sido una película sino una serie de televisión ha sido un acierto, pues los sacrificios de la trama novelesca son menores. Una serie de dieciséis capítulos tiene otro planteamiento para el espectador que la puede ver como si fuera una novela por entregas. Y, si bien es un asunto extra televisivo, el Centro Gabo ha publicado una guía pedagógica con curiosidades y detalles de la adaptación, capítulo por capítulo, para que lectores y espectadores vean la serie al tiempo que recuerdan la novela. Me dirán que esta guía es una razón más para señalar el fracaso de la serie, pero, al contrario, la considero un elemento adicional para que un nuevo público se interese por la lectura de la novela. ¿Generará la serie más lectores? Habría que hacer una investigación cualitativa, pero los datos de audiencia son halagadores para la producción: la serie apareció en el Top 10 de lo más visto en Colombia, México, Argentina y España, según Netflix, lo que no quiere decir que esos espectadores se transformen mecánicamente en lectores.

 

Viña Machado es Pilar Ternera

A la serie de Netflix basada en Cien años de soledad hay que verla como un entretenimiento televisivo que, en líneas generales, ha cuidado el sentido literario de un clásico de la literatura universal que vive en el imaginario popular[2]. Si bien tiene algunos problemas propios de las dificultades de adaptar visualmente una novela cuya belleza reside en su lenguaje, la serie hace gala, entre otros logros, de fotografía, escenografía, dirección actoral y música (banda sonora y canciones) de muy buena factura. Una serie que, además de deleitar y mantener el interés por la trama, trata al espectador de manera inteligente y retrata con esmero la complejidad de Colombia y su historia, que es la de Latinoamérica.

 

Claudio Cataño es el coronel Aureliano Buendía.


[1] Gabriel García Márquez, Cien años de soledad [1967], 42da. edición (Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1974), 205.

[2] En 1973, por ejemplo, Rodolfo Aicardi y Los Hispanos grabaron la cumbia «Los cien años de Macondo», que interpreta la novela desde la canción popular.


viernes, marzo 01, 2019

La vida convertida en literatura bajo un hálito de magia


           
García Márquez, 1927.
Úrsula
Iguarán, como Gabriel García Márquez, «amaneció muerta el Jueves Santo». Cien años de soledad apareció cien años después que María, de Jorge Isaacs, la novela paradigmática del romanticismo del siglo diecinueve. Isaacs y García Márquez murieron el 17 de abril. Estas casualidades, más propias de la vida que de la literatura, contribuyen al mito de un García Márquez imbuido en la maravilla de las mariposas amarillas. Pero no todo es casualidad: él ha construido una mitología que saquea episodios de su vida para su transformación en literatura.
            Vivir para contarla (2002) es un autobiografía de lectura placentera pues, por la belleza de la palabra, los detalles de la vida del escritor se convierten en materia literaria y la narración en una historia que dialoga textualmente con la obra del autor. El libro se abre cuando García Márquez acompaña a Luisa Santiaga, su madre, a vender la casa de Aracataca, el sábado 18 de febrero de 1950, y los recuerdos de su infancia se aglutinan durante el viaje como la epifanía que iluminará su mundo literario. «El tren hizo una parada en una estación sin pueblo, y poco después pasó frente a la única finca bananera del camino que tenía el hombre escrito en el portal: Macondo. Esta palabra me había llamado la atención desde los primeros viajes con mi abuelo, pero sólo de adulto descubrí que me gustaba su resonancia poética».
            En aquel viaje a la semilla, a sus 23 años, García Márquez confiesa que cuando llegó al pueblo se vio a sí mismo y a su madre «tal como vi de niño a la madre y a la hermana del ladrón que María Consuegra había matado de un tiro una semana antes, cuando trataba de forzar la puerta de su casa». El martes de la semana siguiente, a la hora de la siesta, mientras jugaba a los trompos con Luis Carmelo Correa, su más antiguo amigo, contempló a una mujer de luto que caminaba junto a una niña de doce años. «Eran la madre y la hermana menor del ladrón muerto, que llevaban flores para la tumba». Así ocurre en «La siesta del martes» (1962), donde la señora Consuegra está transformada en Rebeca, encerrada para el mundo, años después de la misteriosa muerte de José Arcadio Buendía, su esposo. La experiencia vital como referente realista de una novela caracterizada por la invención mágica.

            García Márquez cuenta que su abuelo, el coronel Nicolás Márquez, veterano liberal de la Guerra de los mil días, esperó su jubilación hasta la muerte. Igual que en El coronel no tiene quien le escriba (1958). El mismo coronel, que hacía pescaditos de oro, tuvo que salir de Barrancas luego de matar, en duelo de honor, a Medardo Pacheco. Cumplió condena en Riohacha y luego en Santa Marta, para finalmente, llegar a Aracataca. «Tú no sabes lo que pesa un muerto». Es el peso que lleva José Arcadio Buendía luego de matar a Prudencio Aguilar.
            La genialidad de la escritura es lo que transforma la memoria de aquel niño, que observó el mundo de su casa con los ojos abiertos y de mirada intensa del primer Aureliano, en literatura.

                Publicado en Cartón Piedra, suplemento cultural de El Telégrafo, 01.03.19

martes, mayo 30, 2017

Mamar gallo es un asunto personal y del poder queda muy poco. (A propósito del cincuentenario de Cien años de soledad)



Abajo a la derecha, la edición príncipe de Cien años de soledad. Exposición en el Parlamento Andino.
     En el poema “Primer viaje a Macondo”, de Mística del tabernario, reviví  el recuerdo de cómo fue mi primera lectura, “clandestina, pantagruélica, extraviada”, de Cien años de soledad. En ese tiempo no solo leía sino que devoraba libros porque desde entonces he considerado que la literatura tiene una palabra portentosa para enseñarnos a conocer al ser humano y, por ende, a nosotros mismos. A mi tía Maruja le regalaron la novela para la Navidad de 1974 y, después de leer algunos capítulos, la tiró a la basura por “obscena”. Yo, que entonces era un lector quinceañero, la rescaté del tacho y al finalizar la novela, “en los carnavales del 75, luego de las fiebres, / me convertí en ciudadano de Macondo y renació / mi segunda oportunidad de ser sobre esta tierra”.

José Luis Díaz-Granados y Gustavo Tatis.
Hace poco más de un mes, releí por enésima vez la novela, a propósito de una mesa redonda, en Bogotá, sobre los “50 años de Cien años de soledad”, el 28 de abril, a la que fui invitado por el Parlamento Andino. En ella participé junto a los poetas colombianos José Luis Díaz-Granados y Gustavo Tatis Guerra. Fue una mezcla de ese indescriptible placer que proporciona la relectura de un clásico y la ansiedad de preparar una conferencia sobre un texto del que casi no puede decirse algo nuevo. En esta ocasión, sentí la novela como si transitara en medio de la algarabía de una parranda de vallenatos y, al día siguiente, me levantara, hediendo a anís, con el guayabo del aguardientico.
       Es conocida la relación que García Márquez tenía con gente que ejerce o ha ejercido el poder político: basta señalar que era amigo de Fidel, Torrijos, Clinton y Belisario Betancur. O intuir que si coronel Aureliano Buendía hubiese ganado las guerras que perdió, habría sido muy parecido al dictador de El otoño del patriarca. Tal vez por piedad hacia su personaje, el coronel, que “promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió todos”, termina convertido en un artesano que hace pescaditos de oro y que al morir “metió la cabeza entre los hombros, como un pollito, y se quedó inmóvil con la frente apoyada en el tronco del castaño.” (p. 305)
       Pero, el desasosiego mayor que provoca toda lucha por el poder es que se encuentra atravesada por la incapacidad para amar, por esa aridez que hace de la razón de Estado un dogma de fe: “«Cuídate el corazón, Aureliano», le decía entonces el coronel Gerineldo Márquez. «Te estás pudriendo vivo».” (193) Esa sublimación de la superioridad de la idea de la revolución es lo que lleva al coronel Aureliano Buendía a ordenar el fusilamiento de su compadre, el general José Raquel Moncada y pretender que ese acto político y definitivo en contra de un ser humano sea endosado a una entelequia y no a quien lo ejecuta: “—Recuerda, compadre —le dijo—, que no te fusilo yo. Te fusila la revolución.” Hasta aquí una versión literaria de la razón de Estado, pero, en este punto, lo que vuelve subversivo, y tan lleno de resonancias éticas, al texto literario es la respuesta lacónica que da Moncada al coronel: “—Vete a la mierda, compadre —replicó.” (186)
Al final, los excesos de la lucha y los del ejercicio de la autoridad hacen del líder una deidad a la que nadie puede acercársele pues está protegido por un círculo de tres metros de diámetro y rodeado de áulicos dispuestos a todo por complacerlo: “Sus órdenes se cumplían antes de ser impartidas, aun antes de que él las concibiera, y siempre llegaban mucho más lejos de donde él se hubiera atrevido a hacerlas llegar.” (195) Pasa en todos los procesos por puros que estos se autoproclamen; fatalmente, para desilusión de los optimistas de la política, pasa siempre.
Lo peor de todo es que, en el laberinto del poder en el que el coronel termina atrapado, el general Moncada le hace ver, antes de ser fusilado, con aire de filosófica resignación: “«Lo que me preocupa —agregó— es que de tanto odiar a los militares, de tanto combatirlos, de tanto pensar en ellos, has terminado por ser igual a ellos. Y no hay un ideal en la vida que merezca tanta abyección».” (187)
Edición conmemorativa de Cien años de soledad, 2007.
En la primera descripción que el narrador de la novela hace del coronel está la síntesis anecdótica de lo que serán las vicisitudes del personaje pero también la síntesis conceptual del desencanto que, al final de la jornada, provoca la lucha política puesto que del poder queda muy poco: “Lo único que quedó de todo eso fue una calle con su nombre en Macondo”. (125)
Esta visión desencantada tiene su contrapunto festivo en el mamagallismo de los dos últimos capítulos cuando deja expuesto la desacralización de la literatura en función de lo lúdico. El propio García Márquez se introduce en la ficción junto a sus amigos Álvaro Cepeda Samudio, Alfonso Fuenmayor, y Germán Vargas. Los cuatro, junto con Aureliano Babilonia, serán los asiduos contertulios del sabio catalán. A Aureliano, que se tomaba muy en serio sus lecturas, “no se le había ocurrido pensar hasta entonces que la literatura fuera el mejor juguete que se había inventado para burlarse de la gente, como lo demostró Álvaro en una noche de parranda”. (440)
Esta concepción, dicharachera y mamagallista, contrasta con la mitificación que hace el sabio catalán cuando, regresando a su aldea natal, se desata en improperios contra los inspectores del ferrocarril que quisieron impedir que los tres cajones de libros que llevaba consigo lo acompañaran en el vagón de pasajeros: “«El mundo habrá acabado de joderse —dijo entonces— el día en que los hombres viajen en primera clase y la literatura en el vagón de carga».” (453) Ese sabio catalán ficcionaliza a Ramón Vinyes, el tutor literario de lo que podría llamarse “el grupo de Barranquilla”, esos cuatro amigos que se van de Macondo, siguiendo el consejo de aquel.
Pero el mamar gallo va más allá. Gabriel y Aureliano, se sintieron más cercanos, pues ambos eran nietos de dos coroneles liberales: el coronel Gerineldo Márquez y el coronel Aureliano Buendía. Esa cercanía hace que Aureliano Babilonia le encargue a Nigromanta que atienda a Gabriel, a quien “le anotaba las cuentas con rayitas verticales detrás de la puerta, en los pocos espacios disponibles que habían dejado las deudas de Aureliano.” (442) Comparten simbólicamente, un personaje de ficción y su autor, la herencia del desastre de la guerra y las formas románticas del amor mercenario.

Mercedes Barcha. La Habana, 1985. Foto de Raúl Vallejo.
En esta parte de la novela, aparece también Mercedes, “la boticaria silenciosa”, (Mercedes Barcha, esposa de García Márquez). Aureliano es quien ayuda a Gabriel a llenar los formularios para un concurso cuyo premio era un viaje a París, y, casi siempre, ambos hacían esta tarea “entre los pomos de loza y el aire de valeriana de la única botica que quedaba en Macondo, donde vivía Mercedes, la sigilosa novia de Gabriel.” (456) Asimismo, Amaranta Úrsula anhela tener “tener dos hijos indómitos que se llamaran Rodrigo y Gonzalo…” (432), que es el nombre de los hijos de García Márquez y Mercedes. Guiños, juegos para hacer de la literatura un espacio lúdico en donde se pueden entremeter los hechos de la realidad cotidiana del escritor entre las líneas ficción.

Dummy de GGM, en La Cueva, Barranquilla
Como buen mamagallista, García Márquez se describe a sí mismo, en una foto de postal de su partida hacia París, como un aventurero ligero de equipaje: “El pueblo había llegado a tales extremos de inactividad, que cuando Gabriel ganó el concurso y se fue a París con dos mudas de ropa, un par de zapatos y las obras completas de Rabelais, tuvo que hacer señas al maquinista para que el tren se detuviera a recogerlo.” (456, énfasis añadido). Años más tarde, en una entrevista, diría que nombrar a Rabelais fue una cáscara de banano que algunos críticos pisaron y que los llevó a decir que la desmesura de algunos personajes de la novela se debía a la “influencia” de Rabelais en la formación literaria del autor.
Parecería que mamar gallo es un asunto personal de la gente del Caribe colombiano, y que no hay que tomarse tan a pecho los alcances de la literatura ni a sus autores; pero también que tras ese halo de cumbiamba desaprensiva se esparcen verdades tan profundas que confirman la condición efímera de todo poder. Esta relectura reciente de Cien años de soledad me hizo sentir la tristeza y la desolación en medio de la parranda.

García Márquez, Gabriel, Cien años de soledad. Bogotá, Real Academia Española / Asociación de Academias de la Lengua Española. Edición Commemorativa, 2007. 614 pp.