José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

domingo, julio 18, 2021

J. V. Mackenzie: cóctel para celebrar a Guayaquil

 

Litografía del fondo: «Las Peñas», 1982, del artista alemán Manfred Kuttner (Greiz, 1937 - Düsseldorf, 2007).

             

            Es un fabulador contumaz. A comienzos de los 80, él me contó que su apellido materno tenía su origen en una familia de esclavos de las plantaciones de caña de azúcar de Jamaica, cuyos descendientes llegaron a Ecuador para la construcción del ferrocarril. Yo mencioné el dato en un acto público, al final del cual se me acercó la señora Aida Mackenzie, la madre, para decirme que todo lo que yo había dicho acerca de los cuentos de sus hijos estaba muy bien, pero que ni su padre ni su abuelo habían sido esclavos. Tanto la madre como el hijo estaban en lo cierto: quienes llegaron en 1900 hacía varias generaciones que ya no eran esclavos, lo que no descarta que sus ancestros no lo hubieran sido. Jorge Velasco Mackenzie es un fabulador de oficio.

            Él ha reflexionado en «El fantasma y el cuento imposible», lo que significa el combate de la persona que escribe contra la dificultad de la escritura misma: «Desde la primera mañana, cuando decidí escribir el cuento imposible, he recibido la visita puntual del fantasma de la página en blanco»[1]. En este relato, aparece Lima Paladines: «… en verdad, así se llamaba el sastre de la esquina de mi barrio, pero aquello no me importaba, me agradaba oírlo sonar con sus vocales abiertas y cerradas…»[2].

            En una novela que da testimonio de una generación que hizo del sicoseo una actitud vital y estética, reaparece Zacarías Lima Paladines, quien escucha a Cristóbal Garcés leer en el bar Montreal, el poema «Confesiones del ebrio inmortal», de autor anónimo: «He bebido, día tras día he bebido / celebrando las bodas del sol con la luna / los lejanos plenilunios / los mediodías cuando el sol es una bola de fuego / ardiendo en mis entrañas / en el crespúsculo, cuando aparece el desierto oscuro / que abrasa y sin embargo es frío»[3]. Esa ebriedad del Yo lírico se expresa en este cóctel que condensa la tradición de los cañaverales de Jamaica, el aroma del café que se secaba sobre las aceras de las calles de Guayaquil y el fruto de los limoneros montuvios: a este cóctel lo he bautizado con una construcción del nombre del escritor, similar a la de J.D. Salinger, uno de sus maestros.

 

            Cóctel «J.V. Mackenzie»

 

Ingredientes:

1 ½ oz de ron San Miguel Gold.

¾ oz de ron San Miguel Black.

½ oz de crema de café

¼ oz de zumo de limón amarillo

Preparación:

Mezclar todos los ingredientes en coctelera con hielo.

Agitar por 30”.

Presentación:

Servir en copa de cóctel fría.

Adornar con rodaja de limón amarillo en el borde de la copa.

 

            La dificultad de la escritura se incrementa con el oficio, con la permanencia de los textos inconclusos, como aquel poema que alcanzó solo un verso: «qué le queda al poeta qué le queda»[4]. Tal vez, le quede iluminar la fiesta de la vida con el espíritu del ron y el aroma de café; evocar la memoria de aquellos veinte mil esclavos jamaiquinos que se rebelaron en la Navidad de 1831 y consiguieron su libertad en 1834; y continuar fabulando en la derrota de uno mismo que es toda escritura.



[1] Jorge Velasco Mackenzie, «El fantasma y el cuento imposible», en No tanto como todos los cuentos (Quito: Campaña de Lectura Eugenio Espejo, 2004), 41.

[2] Velasco Mackenzie, «El fantasma…», 42.

[3] Jorge Velasco Mackenzie, Tatuaje de náufragos (Quito: Ministerio de Cultura del Ecuador, 2008), 195.

[4] Jorge Velasco Mackenzie, «Como gato en tempestad», en Como gato en tempestad (Guayaquil: Casa de la Cultura, núcleo del Guayas, 1977), 105.

lunes, mayo 24, 2021

Humberto E. Robles (1938-2021), in memoriam

           

Humberto Robles (foto: Mercedes Robles)

Con sencillez y generosidad académica, en 1993, Humberto E. Robles aceptó ser, desde su primer número, miembro del consejo asesor de Kipus. Revista Andina de Letras, publicación de la Universidad Andina Simón Bolívar, sede Ecuador. Años más tarde, en 2018, con el mismo espíritu, integró el consejo asesor de otra revista que también fundé: Pie de página. Revista literaria de creación y crítica, de la Universidad de las Artes, de Guayaquil. Su tarea crítica comenzaba por una exigencia de sí mismo y un reconocimiento socrático del propio saber: «darme cuenta de mi ignorancia porque esa es una de las bellezas de exigirme, de trabajar y de estudiar, [darme cuenta] cuan ignorante es uno, cuan limitado es…»[1]. Para él, la función de la crítica radica en lecturas capaces de esclarecer e interpretar un texto, de tal forma que se lo valore inserto en su contexto cultural, y creía firmemente en las revistas académicas como espacios para el desarrollo de los estudios literarios.


            «Quisiera pensar que “lo nuestro” y lo cosmopolita me constituyen»[2], establecía Humberto Robles en su discurso de ingreso como miembro correspondiente de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, el 3 de julio de 2013. Ese discurso, que es una reflexión sobre Ecuador. Journal de Voyage, de Herni Michaux, entendido como poética de un mural que abarca tres mundos: el Atlántico, los Andes y la Amazonía, es también la génesis de un trabajo de mayor aliento titulado Michaux y su Journal de voyage. Hacia ecuadores y allende. Presencias, rastros y contrapuntos (con varios rescates y anexos) (2016), en el que Robles, desde una lectura cultural que va interrogándose sobre lo nuestro y su inserción cosmopolita, inserto en la tradición martiana de nuestra América, nos conduce por la ruta de Michaux y, al mismo tiempo, desentraña la mirada del otro sobre nuestro territorio y el ser que lo habita. Robles desarrolla cuatro líneas de lectura que se entrecruzan: 1) el empalme del diario de Michaux con la crónica de La Condamine; 2) el esclarecimiento del sentido del mundo y la tensión entre lo familiar y lo extraño; 3) la descripción de la enmarañada imaginería de la naturaleza y la cultura ecuatoriales; y 4) el enlazamiento del diario con la producción literaria del Ecuador en aquel entonces.[3]

           


«Mientras no haya una conciencia de nación no saldremos de la crisis»[4], dijo Robles y sus palabras corroboran el sentido general de su obra crítica. La visión del matapalo en el diario de Michaux estaba con la distinta misma mirada en Los Sangurimas, de José de la Cuadra, cuya obra es analizada en Testimonio y tendencia mítica en la obra de José de la Cuadra (1976): este libro ha fijado el basamento para toda lectura posterior de la obra de De la Cuadra en dos líneas: la representación de la situación histórico-social y la recuperación de la tradición oral de la cultura montuvia y su construcción mítica. Una particular disección de Robles es la que lleva a cabo a partir de la «Teoría del matapalo» con la que De la Cuadra abre Los Sangurimas y la estructura misma de la novela montuvia, entendido como motivo para cohesionar la memoria colectiva y las hazañas engarzadas en lo mágico y lo maravilloso: «La solución para ese problema de composición la halló en el insigne árbol montuvio: el matapalo»[5]. Este libro inaugural está dedicado a Mercedes Tort Capparelli, su compañera de vida, con quien estuvo casado cincuenta y ocho años.

           


La noción de vanguardia en el Ecuador. Recepción-trayectoria-documentos. 1918-1934 (1989) es un aporte fundamental, con documentación de primera mano, que expone una perspectiva nueva, compleja, llena de hallazgos, de lo que significó la presencia, el descrédito y el descarte de la noción de vanguardia en nuestro país. Hurgando en revistas literarias, periódicos y otras publicaciones de la época, que el autor tiene la gentileza de compartir con quienes leemos el libro, Robles propone una lectura crítica sobre un período en el que conviven varias vertientes de tradición y ruptura y enfatiza que, antes que hablar de vanguardia es mejor hacerlo de noción de vanguardia. Robles expone la recepción de la literatura de vanguardia por parte de la intelectualidad ecuatoriana y explica de qué manera la noción de vanguardia fue diluyéndose hacia la literatura social. Después de 1934, «se descartó y rezagó cualquier referencia a la noción o al vocablo en tanto la una como el otro representaban manifestaciones del espíritu burgués»[6].

           


De Pigafetta a Borges. Ensayos sobre América Latina (2016) contiene un conjunto de reflexiones rigurosas y de prosa que ilumina los textos que da cuenta de lo nuestro y del mundo. El viaje enlaza las aventuras de Pigafetta y Michaux, atraviesa los vasos comunicantes entre historia, ficción y perniciosos nacionalismos que desarrolla Borges y recala en el Guayaquil imaginado de la literatura. Este libro incluye dos ensayos claves para la literatura ecuatoriana: el uno, «Imagen e idea de Guayaquil: el pantano y el jardín (1537-1997)», es un recorrido por textos literarios de diversos géneros que dan cuenta del imaginario que ha sido construido alrededor de Guayaquil. En medio de las imágenes sobre la riqueza, abundancia y comercio del puerto, «perdura la sensación de una ciudad pujante, en marcha, no realizada, sin una identidad que se haya consolidado» con demasiados seres excluidos.[7] El otro es «Pablo Palacio: el anhelo insatisfecho», un texto que está en el inicio de las investigaciones de Robles sobre la vanguardia. En él, analiza las novedades vanguardistas de la obra de Palacio y enlaza la creación del personaje del Teniente, en Débora, con el procedimiento utilizado por Unamuno en Niebla. Ese mismo Unamuno, cuyo descubrimiento en los años colegiales llevó a Robles al campo de los estudios literarios que realizó en Columbia University y en Northwestern University.

            Humberto Eudoro Robles Cobos (Manta, 18 de agosto de 1938 – Miami, 20 de mayo de 2021), profesor emérito de Northwestern University, nos deja el recuerdo de su amor cotidiano por la familia, de su plática amena y socarrona, al más puro estilo de la oralidad montuvia, y un legado indeleble para la tradición crítica en búsqueda de una conciencia de nación.  



[1] Humberto Robles entrevistado por Carlos Calderón Chico, en Literatura, autores y algo más… (Guayaquil: edición de autor, c. 1983), 211.

[2] Humberto E. Robles, «Cual los imbéciles, buscando un bastón. En torno al enmarañado viaje de Henri Michaux al Ecuador», en De Pigafetta a Borges. Ensayos sobre América Latina (Barcelona: Paso de Barca, 2016), 43.

[3] Humberto E. Robles, Michaux y su Journal de voyage. Hacia ecuadores y allende. Presencias, rastros y contrapuntos (con varios rescates y anexos) (Barcelona: Paso de Barca, 2016), 29-30.

[4] Humberto E. Robles, «El país que inventamos choca con el país real», entrevista, El Comercio, 1 de agosto de 1999: C7.

[5] Humberto E. Robles, Testimonio y tendencia mítica en la obra de José de la Cuadra (Quito: Editorial Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1976), 198.

[6] Humberto E. Robles, La noción de vanguardia en el Ecuador. Recepción-trayectoria-documentos. 1918-1934 (Guayaquil: Editorial Casa de la Cultura Ecuatoriana “Benjamín Carrión”, Núcleo del Guayas,1989), 70. 

[7] Humberto E. Robles, «Imagen e idea de Guayaquil», en De Pigafetta a Borges…, 95.


domingo, mayo 09, 2021

La sencillez de tu heredad

Mi madre, Aida Corral Macías, en Manta, c. 1945.

La modestia de tus actos fueron oraciones vespertinas

en un tiempo que aún creía en el sentido del rezo.

Tu sapiencia académica proviene del pan de cada día

en un hogar que daba gracias al cielo por él.

Tus lecciones de economía familiar —poética de la necesidad—

indispensables cuando el padre es el rostro de la ausencia.

Arroparse hasta donde alcance la sábana.

Saber que vendrá el tiempo de las vacas flacas

Y no desear los bienes del prójimo.

 

Nadie hablará de tu aporte a la democracia, excepto yo que fui testigo

de tu política hogareña, madre, que no amaste a tus hijos de la misma manera.

Nos amaste según la necesidad de amor

que cada uno requirió en su angustia de solitud.

 

Y por el blanco resplandeciente de tu cabellera

—en tu juventud, dulce de pechiche—

supe del color de la plenitud que emana una vida despojada de la fatuidad.

El tesoro que nos legaste, madre, es tu vivencia cotidiana del perdón humano.

 

Yo solo anhelo que los excesos de mi orgullo y la insaciable soberbia de mi Narciso,

en tu nombre, madre, en la vida tuya que nos bendice,

sean derrotados por la sencillez de tu heredad.


 

Estancia 6 de "Madre, sé que me nombras desde lo eterno",

en Mistica del tabernario, 2015.


miércoles, abril 07, 2021

Nuestra piel muerta: La poesía de lo que habrá de pudrirse

           

«He vuelto a nuestra casa sin saber por qué, padre, y ahora amo lo que veo y puedo comprenderlo todo: el lenguaje sagrado de los cuerpos muertos, la fecundidad de lo oscuro y húmedo, las grutas naturales y los hombres que las han copiado para hacer su templos, la efervescencia de la vida la podredumbre y los desechos, el cosmos contenido en un ser del tamaño de una cabeza de alfiler». (Foto del autor, 148)

            Lucas regresa en busca del padre, pero también de los silencios de la que fue su casa, de la enajenada lucidez de su madre, de los restos de un hogar que es una patria sometida por dos intrusos. «El que regresa no tiene nombre, ni sabe lo que busca, y en su propia casa vive en calidad de huésped»[1]. Lucas regresa e interpela a su padre muerto rememorando su crueldad de patriarca cobarde: el padre que se rindió ante los extraños, el padre que se olvidó de su propio hijo; el padre que, en nombre de un Dios sin piedad, declaró loca a su mujer y la condenó al ostracismo. Lucas regresa y el mundo de los insectos, de aquello que aparentemente carece de importancia, vuelve en su deseo: «Con un poco de suerte, yo podría haber sido una mantis flor, un escarabajo Hércules o una chinche asesina»[2]. Nuestra piel muerta, de Natalia García Freire, es una bella novela de lenguaje sobrio, poético y sobrecogedor, que despliega un novedoso gótico andino desde los elementos del horror y la piedad románticos.

            La sobriedad narrativa atraviesa la novela. Lucas observa las moscas que vuelan alrededor de un pollo podrido: «Y qué música bellísima escuchaba, padre, cuando volaban; eran alas y eran vida, bendita simetría que susurra»[3]. Ser ala y ser vida: ser el susurro de la exactitud y su halo de divina perfección. Poesía que estremece en la construcción de la imagen poética y que prolonga el estremecimiento que provoca el sentido de la finitud y lo transcendente: «Quiero la resurrección de la carne que solo viene con el fin y la inmundicia»[4]. La vuelta a casa de Lucas para ajustar cuentas con lo que ha muerto es la confirmación de la vida que emerge de lo que se descompone, de lo que se pudre. La poesía de lo que habrá de pudrirse está en la descripción del rostro del padre después de enviar a la madre de Lucas al encierro: «No sé si se ha descrito la geografía de un rostro desesperado, pero se parece a una isla volcánica, cuando la lava se enfría y forma elevaciones disímiles, todas ásperas e inhumanas»[5]. Lenguaje que se transforma en sobrecogimiento de quien lee.

            La escena de la campiña andina ha reemplazado al castillo medieval del gótico de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX: el mundo de la ruralidad serrana es el mundo de la novela. El fanatismo religioso se ha instalado y el pecado es una maldición que abrasa a quien pretende ser libre: las beatas y el cura poderoso, los rosarios y las letanías, y la sentencia de un Dios cruel condenan al infierno terreno a la madre: un ser libre en la sabiduría de sus libros de botánica, que son quemados por una inquisición de pueblo. Josefina, la madre apasionada, convertida en loca y encerrada en nombre de Dios: «La calma de Dios era un maldito cuarto vacío»[6]. La presencia fantasmagórica de Felisberto y Eloy, personajes que encarnan lo siniestro, similar al dúo Coppelius/Coppola de «El hombre de arena», de E. T. A. Hoffmann, y que son introducidos sin ninguna explicación: igual que el mal que asedia para corromper lo humano. El mundo de los vivos se confunde con el de los muertos: «Es como escuchar mil manos rasgando paredes desesperadas por salir. Es como escuchar la conciencia de la tierra. Es como escuchar mil corazones asustados latir alrededor de uno, todo vísceras, todo pulso. Y todo lo demás en el mundo se queda mudo»[7]. El horror atraviesa el mundo narrado y se expresa en la singularidad monstruosa de Felisberto y Eloy, los personajes que representan el mal. Al mismo tiempo, la presencia de la madre, del profesor Erlano y del mundo de los insectos es la representación de la piedad, del sosiego en medio de los espíritus borrascosos que se apoderan del hogar. El mundo agitado por las antiguas tormenta y pasión del neorromanticismo ecléctico de estos tiempos.

            En Pedro Páramo, de Juan Rulfo, Juan Preciado llega a Comala en busca de su padre, que es un rencor vivo. En Los tiempos del olvido, de Jorge Dávila Vázquez, un libro de cuentos orgánico, la familia de un tiempo andino y rural simboliza lo siniestro en ciernes: todos los días son como un viernes sin historia. Nuestra piel muerta, de Natalia García Freire, se inscribe en esa tradición de voces rumorosas que entretejen los sentidos de la vida y de la muerte; pero, además, en esta novela, lo espectral es el estado de la materia que nos libera del mal, que es presencia cotidiana, y desde el mundo de los insectos, ese de la paz de lo que se pudre, emerge el canto vital de la tierra: «La resurrección de la nuestra carne es un milagro. No hay un espíritu que asciende sino un cuerpo que se deshace y baja en espirales por la tierra formando una vida más perfecta y simétrica. Bendita melodía que susurra y se transforma»[8].  



[1] Natalia García Freire, Nuestra piel muerta (Madrid: La Navaja Suiza Editores, 2019), 23.

[2] García Freire, Nuestra piel…, 40.

[3] García Freire, Nuestra piel…, 41

[4] García Freire, Nuestra piel…, 41.

[5] García Freire, Nuestra piel…, 140.

[6] García Freire, Nuestra piel…, 76.

[7] García Freire, Nuestra piel…, 150.

[8] García Freire, Nuestra piel…, 150.