José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, octubre 13, 2025

Tambores para una poesía perdida

Marcelo Báez Meza que, además de ser un escritor de indispensable lectura es un aplicado y generoso editor, llevó adelante el minucioso y amoroso trabajo de compilación y estudio de la poesía de Velasco Mackenzie, que, bajo el título No tanto como todos los poemasse presentó en la FIL de Guayaquil, el pasado 19 de septiembre. El libro está publicado bajo el sello de Báez Editores y la Academia Ecuatoriana de la Lengua. Compartí el trabajo de edición con Marcelo y escribí el posfacio que ustedes pueden leer a continuación.

Jorge Arteaga, Sueño erótico, óleo sobre tela, 180,5 x 140 cm, Premio Salón de Julio 1980.



            Existe un poema de Jorge Velasco Mackenzie (Guayaquil, 16 de enero de 1948 – 24 de septiembre de 2021) que vive extraviado entre los vericuetos del laberinto municipal y húmedo de la ciudad de la ría y los manglares. Él, que transitó las aulas de la Escuela Municipal de Bellas Artes, puso a dialogar un texto poético con una pintura que, hasta donde han llegado mis pesquisas, no se sabe en qué lugar de la reserva del Museo Municipal de Guayaquil se encuentra, ya sea porque anda perdida en algún recoveco edilicio o ya sea porque, durante uno de los períodos caóticos que vivió el municipio, la obra desapareció de la peor manera.

            En la nota bio-bibliográfica que consta en su primer cuentario, De vuelta al paraíso (1975), se dice que Jorge ganó «el Primer Premio en el Concurso Nacional de Poema Mural, del Patronato Municipal de Bellas Artes, en 1975». Dos años después, en la sección «sicoseadores del mate», del único número de la revista Sicoseo (abril de 1977), con el desparpajo y la irreverencia de aquellos sicoseadores, se decía de Velasco: «pasó por la pintura y por la poesía y no le gustó; creyó que el cuento era más fácil y no quiere salirse de esa patineta». Pero no se trata de que no le hayan gustado ni la pintura ni la poesía; todo lo contrario: Velasco escribió durante años reseñas sobre exposiciones en sus columnas «El ojo chícharo» en diario Expreso, y «Paredes y paredones», en el suplemento Meridiano cultural,[1] y fue un lector voraz e inteligente de poesía, así como un poeta impenitente según lo demuestra este libro.

Hay casualidades en la vida que son inverosímiles en la literatura, por lo que, mi encuentro con una foto de nuestro escritor cuando asistía a Bellas Artes y una nota manuscrita en un libro, resulta una de esas coincidencias que convierten la búsqueda en hallazgos tan fortuitos como preciosos. La foto de un jovencísimo Jorge frente a un caballete, en blanco y negro, de 6 x 9 cm, cuyo origen podríamos situar en el primer lustro de la década del 70, estaba esperando por mí entre las páginas de un ejemplar de Terra Nostra, de Carlos Fuentes, que Jorge me regaló cuando se fue a España, becado por el Círculo de Lectores, en 1979.

Jorge Velasco Mackenzie, en sus años de estudiante de la Escuela Municipal de Bellas Artes, c.1970-1975.

            En este tiempo de la posverdad, la foto es un testimonio de que, efectivamente, a Jorge lo tentó la pintura en el comienzo de sus búsquedas. En 2009, escribió: «Las artes visuales, o más certeramente, la visualidad artística y sus contenidos semánticos han ejercido en mí una gran atracción. En las dos dimensiones de la pintura, en la tridimensionalidad de la escultura he podido hallar registros que me han servido para “escribir mirando”»[2]. Diez años más tarde, dirá en una entrevista que su paso por la pintura fue decisivo porque «gracias a las artes visuales logré situarme como autor»[3].

En el año en que ganó la beca, Velasco ya estaba preparando Colectivo, la antología que reunió veinte años de poesía y que apareció en 1980. El prólogo que escribió está reproducido en este libro, pero me interesa mostrarles el apunte que encontré en la última hoja de Terra Nostra. Se trata de un borrador de la dedicatoria que Jorge finalmente estampó en Colectivo: «En el colectivo viaja también Hugo Mayo, por eso este libro está dedicado a él». Aquí, la letra nerviosa de Velasco Mackenzie con una poética tinta verde, como aquella con la que solía escribir Neruda, ensayaba una dedicatoria en la que el nombre de la mítica revista literaria Motocicleta contribuía al juego de sentidos frente al título de la antología que nombra un tipo de transporte público popular.


             La lectura crítica que Velasco desarrolla en «Terceto para Hugo Mayo» es visionaria, iluminada e iluminadora y da cuenta de su calidad de gran lector de poesía al señalar que «lo que pretendía [Hugo Mayo] era otra fundación poética y nacional, sus “rasgos verbales” nunca olvidan la topografía local, pero eso sí, dentro de la misma poesía vanguardista […] como una entrada a lo desconocido con imágenes violentas»[4]. Con Hugo Mayo, Velasco desarrolló una relación de discípulo y amigo e hizo cuanto estuvo a su alcance para rescatar y publicar la obra de nuestro poeta vanguardista que, desde su condición de burócrata de la Gobernación del Guayas, se autodefinía como un «empleado público del verso». Velasco lo acompañó hasta su muerte y Hugo Mayo (1895-1988) le dejó en un cartón de jabones sus textos, que el hijo del poeta debía entregarle a Velasco: «Ahí están desordenados los dos libros inéditos de los que te hablé: Osadía de la pupila rebelde y A un kilómetro otro horizonte, encárgate de ellos, no dejes que se vuelvan pura chamarasca»[5]. Gastón Egas nunca le entregó la caja de jabones a Velasco y esos poemas también se perdieron o se convirtieron en aire igual que pompas de jabón.

En Algunos tambores que suenen así, Velasco rinde homenaje a tres de sus poetas preferidos, no solo con los tres exergos del poemario sino con sendos poemas atravesados por un registro de las particulares poéticas y la actitud vital de cada uno: Ezra Pound (1885-1972), «Estaba equivocado / estaba realmente equivocado […] pese a todo, fue siempre el mejor artesano / Lo que escribió y leyó / nadie lo olvidará después»; Hart Crane (1899-1932), «Cada noche alcoholizándose en los muelles de Brooklyn / entregado a las atroces fieras del vino, / escribiendo a ratos para superar la perfección de la muerte»; y José Lezama Lima (1910-1976), «Yo no lo he visto pero lo imagino […] Como una araña su escritura / y en la araña atrapado en el tiempo de la infancia».

            El tono de su poesía, tanto en Algunos tambores… como en Manual de acción imaginaria tiene reminiscencias del Archibald MacLeish (1892-1982) de Conquistador —que Velasco conoció, seguramente, en la traducción de Francisco Alexander—, antes que de poetas de nuestra tradición: «¿Qué significan los muertos para nosotros en nuestra mejor fortuna? / Nos han dejado los caminos hechos y los muros en pie: / Nos han dejado las sillas en las habitaciones: / otras cosas que hay de ellos»[6]. Su poesía también se emparienta con los versos conversacionales de Malcolm Lowry (1909-1957) y el desparpajo expresivo de sus loas alcohólicas: «La idea de libertad está ligada al trago. / Nuestra vida ideal contiene una taberna / donde un hombre puede sentarse y hablar o pensar nada más, / sin miedo al dragón nocturno […] donde podemos beber por siempre sin deber / con la puerta abierta, y el viento soplando»[7].

Con el poeta peruano Antonio Cisneros (1942-2012) desarrollaron una amistad a distancia y mantenían una mutua admiración. Compartían su gusto por los poetas que recorren este posfacio y también el alcoholismo con el que ambos embriagaban su poesía y sus vidas. Y, por supuesto, la irreverencia contra los poetas tradicionales de sus respectivos países que Velasco Mackenzie convierte en un manifiesto poético en «Sobre los poetas y la poesía», uno de los textos de su Manual de acción imaginaria: «Pobres hombres los poetas sin cabeza […] Si hubieran estado con nosotros […] no aparecerían tan serios / en las estatuas de los parques / y en las calles que llevan sus nombres / no se cometerían tantas fechorías»[8]. Irreverente, siempre, y practicante de formas nuevas de apropiación del habla popular para el lenguaje de la literatura, como lo fue la actitud vital y estética de Sicoseo y que se encarnó, básicamente, en la obra del propio Velasco, Fernando Artieda (1945-2010) y Fernando Nieto Cadena (1947-2017).

Robert Burns (1759-1796), pionero del romanticismo, es el poeta escocés más amado en su tierra y es conocido en el mundo por su poema Aud Lang Syne («Por los viejos tiempos») que se canta para despedir el año. También es famoso su poema Scotch Drink («Bebida escocesa»)[9], en el que celebra el papel del whisky en la vida cotidiana del ser humano y en las celebraciones de su comunidad.


O Whisky! soul o’ plays and pranks!

Accept a bardie’s gratfu’ thanks!

When wanting thee, what tuneless cranks

Are my poor verses!

Thou comes - they rattle in their ranks,

At ither´s arses!

 

¡Oh, Whisky! ¡Alma de juegos y bromas!

¡Acepta la gratitud de un bardillo!

Cuando te necesito, ¡qué crujidos desafinados

son mis pobres versos!

Tú vienes y ellos se superan en su rango.

¡A tomar por el culo!


           

En la tradición poética que le canta a las bebidas alcohólicas se inscribe uno de los poemas más estremecedores de nuestra literatura a partir de la ebriedad iluminada: «Confesiones del ebrio inmortal». Burns tiene en su honor un cóctel llamado «Bobby Burns» del que existe una variedad de recetas, según el bar y la época, y yo quiero, en esta ocasión, homenajear al poeta que es Jorge Velasco Mackenzie con un cóctel al que he llamado «Tatuaje Mackenzie». El nombre del cóctel hace alusión al motivo del tatuaje en la obra literaria última de Jorge[10] y al origen escocés de su apellido materno, cuyo antepasado llegó a nuestra América y se internó en los cañaverales de Jamaica para recalar en Ecuador en los años del tendido de la vía de ferrocarril, obra en la que trabajaron aproximadamente 4.000 jamaiquinos.


Al cierre de este posfacio, encontré la noticia de que el pintor Jorge Arteaga González (Guayaquil, 1950), graduado de la Escuela Municipal de Bellas Artes, en 1971, participó en la exposición colectiva «Cinco Pintores de Hoy», junto a Edgar Chalco, Víctor Franco, Bolívar Peñafiel y Mario Vásquez, organizada por la Sociedad Española de Beneficencia, en 1989. Al revisar el catálogo me topé con el dato de que entre los galardones de Arteaga consta el primer premio del Concurso del Poema Mural, convocado por el Centro Municipal de Cultura (Patronato Municipal de Bellas Artes), de Guayaquil, en 1975. ¡El mismo año en que Velasco Mackenzie ganó el mismo premio! ¿Velasco escribió el poema y el cuadro lo pintó Arteaga? No pude averiguarlo enseguida porque en la reserva del Museo Municipal únicamente está Sueño erótico, óleo sobre tela, 180,5 x 140 cm, con el que Arteaga ganó el Salón de Julio en 1980.

Sin embargo, días después del hallazgo, Marcelo Báez Meza, que es el editor de esta compilación, logró contactar con Jorge Arteaga a través de la magia que se le atribuye a la distópica vigilancia de nuestra cotidianidad que llevan a cabo las redes sociales. El artista, de 75 años, le confirmó que él y Velasco Mackenzie, que en aquellos años eran amigos cercanos, participaron en colaboración de poeta y pintor, y ganaron el premio. En serio y en broma, Artega le dijo que como a Velasco la poesía no le alcanzaba para mentir, se pasó al cuento. Aquellas mentiras que se convierten en la verdad de la ficción. Lamentablemente, Arteaga no tiene foto de la obra premiada, aunque recuerda que cuadro y poema eran de tema erótico. El cuadro del poema mural que escribió Velasco y pintó Arteaga, en 1975, se extravió para siempre en el laberinto edilicio.

 

             Desde el cautiverio del poeta junto al dragón nocturno, en ese doloroso tránsito para desintoxicarse del que aquel hizo literatura en La casa del fabulante (2014), ya es tiempo de decir ¡salud!: «He bebido junto al cuervo de Poe / en el barco ebrio de Hart Crane / todas esas antologías inglesas llenas de ginebra y poesía». Más allá de los tatuajes matafóricos de su escritura, Jorge Velasco Mackenzie llevaba tatuada la poesía en su clandestina condición de poeta. Despellejados los versos del poema, resecados al sol y convertidos en cuero, resuenan, en ritual de tabernas, los tambores para una poesía perdida.



[1] En Lecturas tatuadas. Letras, plástica, música (Quito: Campaña Nacional Eugenio Espejo por el Libro y la Lectura, 2009), les dedicó «las lecturas (los resultados) de un exégeta arbritrario que nunca para de fabular sobre lo que mira» (138-139), a Judith Gutiérrez, Estuardo Maldonado, Enrique Tábara y José Carreño.

[2] Lecturas tatuadas…, 135.

[3] Roberto Bayot Cevallos, «Jorge Velasco Mackenzie: “Creo que el hecho de la inmediatez, de leer solo lo que nos gusta, lastima», Aullido, marzo 6 de 2019, acceso 19 de julio de 2025, https://aullidolit.com/jorge-velasco-mackenzie-entrevista/

[4] Lecturas tatuadas…, 61.

[5] Lecturas tatuadas…, 64-65.

[6] Archibald MacLeish, Conquistador, versión española por Francisco Alexander (Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1960), 15.

[7] Malcolm Lowry, «Sin el dragón nocturno», en Un trueno en el Popocatépetl. Poemas selectos, edición bilingüe, traducciones de Rafael Vargas, José Emilio Pachecho y Jaime García Terrés (México D.F.: Ediciones Era, 2000), 69.

[8] Jorge Velasco Mackenzie, Manual de acción imaginaria, El Telégrafo, suplemento cultural Tricolor, domingo 6 de agosto de 1978, 2. Con este conjunto de poemas, Velasco ganó el segundo premio en el Concurso Nacional de Poesía, convocado por el Centro Municipial de Cultura, de Guayaquil, en 1978. El seudónimo que utilizó fue: El Oso Hormiguero, en alusión al poemario de Antonio Cisneros Canto ceremonial contra un oso hormiguero, premio Casa de las Américas 1968. Como nota curiosa, consigno aquí que Velasco utilizó la ilustración de la portada de Como higuera en un campo de golf (1972), de Cisneros, para la portada de su cuentario Raymundo y la creación del mundo (1979), con la anuencia del peruano.

[9] Robert Burns, «Scotch Drink», National Trust for Scotland, 23 de diciembre de 2019, acceso 19 de julio de 2025, https://www.nts.org.uk/stories/scotch-drink Burns escribió este poema en el invierno de 1785 y lo publicó al año siguiente en su libro Poems, Chiefly in the Scottish Dialect.

[10] Recordemos Tatuaje de náufragos (novela, 2008), Lecturas tatuadas (ensayos, 2009), Tatuajes para el alma (teatro, 2011) y el poema inédito Manual de vidas tatuadas (2015) que aparece en este libro. Además, está su novela inédita Ciudad tatuada (2020).

lunes, octubre 06, 2025

Centenario del natalicio de Rafael Díaz Icaza

           

Ángel Emilio Hidalgo y Bertha Díaz
            El Registro Civil lo tiene asentado como Ycaza; sin embargo, para el homenaje por el centenario de su natalicio, su hija Bertha Díaz Martínez recuperó el apellido Icaza, originalmente con I latina, que, por motivos burocráticos, terminó con la Y griega que todos conocemos y que su padre usó durante toda su vida.[1] Conmemorar a Rafael Díaz Icaza (Guayaquil, 1925-2013) es celebrar la trayectoria de un intelectual que fue un generoso gestor cultural, un narrador de ruptura y un poeta de personalísima voz, a quien es necesario releer para profundizar y ampliar, con una mirada contemporánea, nuestra tradición literaria. Después de todo, este homo poeticus pertenece a una especie animal en extinción, como él lo dijo: «Somos, aunque nos pese, / animales extraños / alimentados de papel impreso».[2]

            Recuerdo que quienes conformamos Sicoseo hicimos de la irreverencia una actitud literaria y vital. Más que ser parricidas, que es una cíclica rebeldía generacional, decíamos que la oposición a la generación anterior era por razones ideológicas y políticas. Disquisiciones aparte, lo que quiero señalar es que, en medio de la confrontación, Rafael Díaz Icaza que, entonces era presidente del núcleo del Guayas de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, no solo publicó en sus talleres editoriales el único número de la revista Sicoseo (abril 1977), sino que dio cabida en la colección Letras del Ecuador, a Fernando Nieto Cadena, Jorge Velasco Mackenzie y Fernando Artieda, entre otros. Así, mostró su espíritu generoso, amplio y tolerante y su vocación por la promoción de la literatura de los jóvenes.[3] Vale recalcar que la colección Letras del Ecuador, creada y dirigida por él, es uno de los más importantes programas editoriales de los 70 y 80.[4]

            Cuando a Rafael Díaz Icaza le concedieron el Premio Eugenio Espejo (2011), yo publiqué un estudio sobre su obra cuentística, así que en este párrafo únicamente diré que el encasillamiento que se hizo de su narrativa como epigonal del realismo social solo cabe para sus dos primeros libros. A partir de su novela Los prisioneros de la noche (1967) y su cuentario Tierna y violentamente (1970) estamos ante un narrador que abandona los temas del realismo social y ahonda en la problemática existencial de los individuos e incursiona en lo fantástico. Su cuentario Prometeo el joven y otras morisquetas (1986, Premio Aurelio Espinosa Pólit) es un libro antológico de nuestra narrativa corta: lenguaje sensual, desacralización atravesada por el humor, asunción de lo fantástico como elemento de la realidad, reflexión sobre el oficio de escribir. «Morisqueta IV (Prometo el Joven)» es una joya del ars narrandi, un metatexto sobre la dificultad de la escritura, el proceso creativo y la vocación literaria. El hombre que se enfrenta a la máquina de escribir y al lápiz como instrumentos que manipulan su escritura con la repetición, se da cuenta de su temor para introducirse en lo nuevo y persiste en su oficio: «Aunque pudiera durar muchos años, el hombre mantenía en su interior, cual secreta encomienda, la voluntad de volver a escribir».[5]

           

Rafael Díaz Icaza lee sus poemas
            Jorgenrique Adoum, en su prólogo a la antología poética Bestia pura del alba (2007), nombra una trilogía de grandes poetas ecuatorianos que emergieron de llamada Generación Madrugada: César Dávila Andrade, Efraín Jara Idrovo y Rafael Díaz Icaza.[6] Su poesía abarca los grandes temas del mundo: el horror de la guerra, la heroicidad de los vencidos, la soledad del individuo, la confrontación con la muerte, la búsqueda de la poesía en todo; y, en ella, la ternura siempre presente. Su «Credo», de Zona prohibida (1972) es una declaración de amor al ser humano y la naturaleza: «Creo en vosotros, animales y plantas / microorganismos y hombres / tranquilos elementos / dioses sin pectorales y sin mitras / ángeles errantes / sin varas de poder ni bastones de mando» (223). Adoum cita el pensamiento de Díaz Icaza sobre su quehacer poético: «En cada cosa, en cada retrato, en cada paso en que el ser humano va dejando algo de sí, queda la impronta de su sufrimiento o de su júbilo, y la Poesía no es otra cosa, para mí, que la más cara, más pura y más honrada suma de experiencias y tránsitos» (16 y 17). Díaz Icaza, entendió, desde la profundidad de su verdad poética, que somos seres de transición en medio de la crueldad del mundo, exploradores del amor, esencialmente solitarios, que estamos irremediablemente condenados a la muerte, pero que debemos resistir en nombre de la vida:

 

Tenías todos los ases y figuras

pero no era tu mesa. Tenías todos los dados

y estabas, sin embargo, condenado a perder.

[…]

Pero jamás dijiste estoy vencido.

Devuelvan a su sitio mis pupilas.

Quiten las ancas, porque quiero vivir.

Tú no sabías perder

a pesar de las trampas de la muerte. (32 y 33)

 

            En el homenaje por los cien años de su natalicio, Sonia Manzano planteó la necesidad de que se publiquen las obras completas de Rafael Díaz Icaza. Me parece que es una tarea pendiente del Municipio de Guayaquil y la Casa de la Cultura Ecuatoriana que tienen la obligación de honrar a quien sirvió a la institución y, en su literatura, retrató con pasión a su ciudad. En estas líneas, yo quiero recordarlo con la voz juvenil de su primer poemario Estatuas en el mar con el que, a los 21 años, ganó el premio de la Academia Literaria del Instituto Nacional de Santiago de Chile porque da cuenta del amor por el mundo que atraviesa su obra: «¡Yo soy, yo soy la Tierra! ¡Yo soy la eterna madre! / Soy el grito primero que lanzaron los hombres. / Yo sé que un día mis hijos romperán las cadenas / reclamando lo suyo. / ¡Porque yo soy la Tierra!».[7]   



[1] El homenaje a Rafael Díaz Icaza se llevó a cabo en el auditorio del Museo de Antropología y Arte Contemporáneo, MAAC, el jueves 2 de octubre de 2025 y participaron en él Sonia Manzano, Ángel Emilio Hidalgo y Bertha Díaz. En este artículo, me atendré a la propuesta de su hija y escribiré el Icaza con I latina, salvo en la citación de sus obras en la que, por razones de exigencia bibliográfica, mantendré la Y griega.

[2] Rafael Díaz Ycaza, Mareas altas. Canciones y elegías (Guayaquil: Casa de la Cultura Ecuatoriana, núcleo del Guayas, 1993), 17.

[3] Yo publiqué Daguerrotipo (1978), número 73 de la colección Letras del Ecuador, con el generoso auspicio de Rafael Díaz Icaza.

[4] El primer libro de Letras del Ecuador fue Crónica del hombre que aprendió a llorar, de Walter Bellolio (1930-1974) y apareció en octubre de 1975.

[5] Rafael Díaz Ycaza, Prometo el Joven y otras morisquetas (Quito: PUCE, 1986), 71.

[6] Rafael Díaz Ycaza, Bestia pura del alba. Antología poética (Quito: Ediciones Archipiélago, 2007), 8-9.

[7] Rafael Díaz Ycaza, “Soy la tierra”, de «Estatuas en el mar» (1946), en Señas y contrasueñas (Guayaquil: Casa de la Cultura Ecuatoriana, núcleo del Guayas, 1978), 232.

 

lunes, septiembre 22, 2025

«No tanto como todos los poemas»: dispersos e inéditos de Jorge Velasco Mackenzie

Jorge Velasco Mackenzie (1948-2021) (Foto: Durán, 2020)
           En 1981, Jorge Velasco Mackenzie (1948-2021) publicó Algunos tambores que suenen así, un poemario autoeditado, sin pie de imprenta, con ilustración de Pilar Bustos, que él distribuyó entre algunos de sus amigos y que, finalmente, quemó en la terraza del edificio de la Casa de la Cultura, en Guayaquil. No tanto como todos los poemas, de Jorge Velasco Mackenzie, recupera y ordena su obra poética dispersa, incorpora un texto inédito, y reúne sus reflexiones sobre la poesía. Este libro se presentó en la FIL de Guayaquil, y está publicado bajo el sello de Báez Editores y la Academia Ecuatoriana de la Lengua.[1]

            Marcelo Báez Meza que, además de ser un escritor de indispensable lectura es un aplicado y generoso editor, llevó adelante el minucioso y amoroso trabajo de compilación y estudio de la poesía de Velasco Mackenzie. En su texto introductorio —que es una versión ampliada de su discurso de incorporación como miembro Correspondiente de la Academia Ecuatoriana de la Lengua— señala, entre otras conclusiones:

 

Los poemas de Jorge Velasco Mackenzie son manifestaciones de una misma búsqueda artística y personal, dos modos de explorar las mismas profundidades existenciales. Su obra es un buen ejemplo del profundo diálogo entre la poesía y la narrativa […]  El legado de JVM como poeta es el testimonio de un escritor que quizás dejó de escribir poesía, pero que jamás dejó de inyectar lírica en su narrativa. (43 y 44)

            

           Aparte de la reproducción íntegra del poemario incinerado acompañado de una reseña de Sonia Manzano, No tanto como todos los poemas incluye el conjunto «Manual de acción imaginaria» (1978), con el que JVM obtuvo el Segundo Premio del Concurso de Poesía Festival de las Artes Fundación de Guayaquil de dicho año y que apareció en el suplemento Tricolor de diario El Telégrafo, el domingo 6 de agosto de 1978. Asimismo, encontramos en el libro «Confesiones del ebrio inmortal», uno de los poemas más conmovedores y deslumbrantes de la poesía sobre el alcoholismo, que Velasco padeció. El poema fue publicado en la revista Uso de la palabra, en 1984, y años más tarde, Velasco lo incluyó en su novela Tatuaje de náufragos (2009). Hay también algunos poemas que son parte de La casa del fabulante, novela en la que ficcionaliza su experiencia en un centro de rehabilitación para alcohólicos. El libro también entrega «Manual de vidas tatuadas» un poema inédito, de más de 800 versos de arte menor, de tema amatorio. Finalmente, este libro incluye dos reflexiones de JVM sobre poesía: la una es su prólogo para la antología Colectivo (1980), en la que JVM reunió una muestra de veinte años de poesía ecuatoriana (1960-1980) y, la otra, un estudio en tres partes sobre la poesía de Hugo Mayo.

            Mi contribución es el posfacio «Tambores para una poesía perdida», en el que a partir del relato de la búsqueda de un poema perdido de JVM, comparto mi lectura sobre su poesía. El poema extraviado es aquel con el que Velasco Mackenzie ganó el primer premio del Concurso Nacional de Poema Mural, organizado por el Patronato de Bellas Artes, del Municipio de Guayaquil, en 1975. El poema y el cuadro del pintor Jorge Arteaga González (1950) eran de tema erótico, pero tampoco el pintor tiene una foto del cuadro con el texto. La obra debió ser parte de la reserva del Museo Municipal, pero, lamentablemente, al igual que la casi totalidad de los cuadros premiados de dicho concurso que tuvo al menos veinte convocatorias, ha desparecido.

 

            

           Hacer una hoguera con los ejemplares de su poemario es un gesto similar al de Medardo Ángel Silva que incineró la edición de El Árbol del Bien y del Mal al comprobar que no se había vendido un solo ejemplar. Las razones de Velasco para destruir los ¿300? ¿600? ejemplares de Algunos tambores que suenen así no están claras, pero lo cierto es que, hoy día, los ejemplares de este libro son inencontrables. Por ello, No tanto como todos los poemas, de Jorge Velasco Mackenzie, es una joya literaria que, al reunir su poemario incinerado y sus poemas dispersos, complementa la bibliografía de un autor que hizo de la literatura una militancia vital en el arte de la escritura.


[1] Jorge Velasco Mackenzie, No tanto como todos los poemas, introducción, compilación y notas de Marcelo Báez Meza y posfacio de Raúl Vallejo Corral (Quito: Báez Editores / Academia Ecuatoriana de la Lengua, 2025). La presentación, el viernes 19 de septiembre, estuvo a cargo de Cecilia Ansaldo Briones, Marcelo y yo.

 

lunes, septiembre 15, 2025

Iván Oñate ya lo sabía en «Cuando morí»

           

Iván Oñate (1948-2025)
«He fracasado / me he vuelto loco, / tal vez morí el 14 de agosto / del año 2007. // A la una en punto / de la tarde. / Esto es lo que traigo. / El proceso / que ha llevado mi alma».[1] Raúl Serrano, que fue su amigo cercano, me contó que aquel martes el poeta se había subido en una pequeña embarcación, que iba sobrecargada, para un paseo frente a la playa de Atacames. De nada valieron las advertencias que Iván le hizo al operador de la lancha, que negaba el peligro con las risas del temerario que se burla de los temores de los capitalinos frente al mar. Ya habían perdido de vista la costa cuando naufragaron. Los pasajeros, que no tenían chalecos salvavidas, flotaron agarrados al filo de la barca virada hasta que, de casualidad, unos pescadores alcanzaron a verlos y dieron la señal de alarma para el rescate. De esa experiencia cercana a la muerte nació el poemario Cuando morí (2012), de Iván Oñate (Ambato, 17 de marzo de 1948 – Quito, 10 de septiembre de 2025), que es una meditación sobre la finitud y la precariedad de la existencia que descubre, en el instante de una epifanía, aquel que regresa del límite con la muerte, pero sabe que volverá ahí para atravesar de manera definitiva aquella frontera.

            El poemario se abre con una interpelación al Eterno desde la condición de finitud del poeta, en «Al buen Dios»: «¿La muerte? / ¿Qué sabes tú de la muerte?». Parecería que únicamente el ser humano es capaz de conocer el estado de muerte y, aunque Dios todo lo sepa y esté en todas partes, no sabe lo que es dicho estado, ni nunca estará en esa esfera de lo eterno porque Él es inmortal. El ser humano, en cambio, es consciente de la precariedad de su existencia, pero, si al momento de morir todo se acaba, solo conocerá el fin de la vida, pero no la estancia en la muerte. El poeta, sin embargo, la convierte en escritura: «Allá / al final, // verás el cielo / que dejó de estar arriba / y como un dios borracho / descubrirás la profundidad del universo / que se abisma abajo, / siempre abajo. // Es el fin, / allí acaba todo» (123). Y aquel Dios, o su idea, existe siempre para ser interpelado, porque alguien debe ser culpable de la desnudez y el vacío del ser: «Porque Dios / que era el todo / y debía estar / en todas partes. Por un instante, / por un raptus de conmiseración / nos hizo espacio / y nos legó / este terreno baldío, // un asentamiento en la nada»[2].

           


            La sección que lleva el mismo nombre del poemario se abre con el fantaseo de morir por mano propia. Para ello, no es necesario un revólver o una pistola; basta el gesto del dedo índice apuntando a la sien: «Fue un suicidio / íntimo, discreto. // Silencioso» (51). Esa representación gestual del deseo de morir es también una manera de espantarlo y, a la vez, darlo por hecho en el instante silencioso de lo imaginado. En otro texto, el poeta se contempla a sí mismo: cuando nos miramos al espejo vemos nuestro rostro y el de nuestro enemigo, que somos nosotros mismos: «El enemigo que toma cuerpo / con mi miedo. // El enemigo que adquiere rostro, / por fin, / mojado con mi sangre» (62 y 63). En medio de la cercanía con la muerte que le provocó la experiencia del naufragio, el poeta sabe que la muerte no es lo opuesto a la vida sino su complemento fatal y volver de ese lugar es regresar a la nada sagrada, que es el amor, porque «Quien ama más de una vez / También / morirá muchas veces»[3].

Hay un viaje inesperado a lo eterno durante el instante del volcamiento de la nave, en ese momento en el que no se distingue la diferencia entre el mar y el cielo: «Eso que los pilotos llaman / el efecto del muerto. // Quizá yo estaba muerto, bien muerto / y no me daba cuenta» (52). La condición de mortal en la que vivimos está desnuda en la palabra del poeta hasta que despertamos del sueño que somos en vida, lo que implica que hemos topado, por un instante, el territorio eterno de la muerte. Tras la experiencia del naufragio, dice la voz poética: «lo único que atiné a pensar / fue que al fin / conocería / el argumento de ese sueño» (58). Pero estamos solos; somos solitarios de la muerte y solitarios también de la vida, y el poeta, en todo momento, increpando, interpelando, necesitado de Dios, que en su poesía es una ausencia eterna, como el condenado a la horca necesitado de que alguien, en el instante definitivo, corte de un tajo la cuerda: «Hermanos / Parece ser que a Dios / Le cortaron el agua / La luz y el teléfono // Estamos abandonados a nuestra suerte»[4]. Es la orfandad sin consuelo, la soledad más sola del solitario.

Al final resulta que el ansia de la muerte en la poesía es un clamor por la existencia, en la medida en que la escritura da cuenta de que estamos vivos, aunque carezca de optimismo y se sumerja, como en un naufragio, en la angustia de ser que se parece a la profundidad del océano: «La vida se desploma / infamante y solitaria / en su propia nada, / en su callado y devorante / precipicio» (124). Iván Oñate sobrevivió al naufragio aquel mediodía en Atacames, pero ahora, en este instante de duelo y lágrima para los que quedamos en la tierra, nos ha dejado para siempre. Este poema, de aquella experiencia de muerte, es la oración que rezamos en su memoria junto a mi tocayo Raúl Serrano: «Cuando llegue la fecha y su hora // Señor / Te pido // Por un descanso / Sin dolor // Por un dormir / Sin pesadillas // Por un sueño / Con el olvido / garantizado» (42). Que el viaje en el sendero de lo eterno te sea leve.[5]



[1] Iván Oñate, Cuando morí, 2da.ed. (Quito: Mayor Books, 2013), 11. La primera edición de este poemario fue publicada en México por Ediciones Sin Nombre, en 2012.

[2] Iván Oñate, Anatomía del vacío (Quito: Editorial El Conejo, 1988), 11.

[3] Iván Oñate, La nada sagrada (Quito: Corporación Cultura Eskeletra, 1998), 79.

[4] Iván Oñate, El país de las tinieblas (Zacatecas: Ediciones de Medianoche, 2008), 13.

 

[5] Rumbbb… Trrraprrr… rrach… chaz… over, antología poética publicada por El Ángel Editor, en 2022. Ejerció como profesor de Semiótica y Literatura Hispanoamericana en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central del Ecuador. Era director de la revista Anales, de la Universidad Central del Ecuador. Fue condecorado como Huésped distinguido de la Ciudad de Salamanca, por el Ayuntamiento de Salamanca, en 2019. En 2022, fue el poeta homenajeado por el Encuentro Internacional Poesía en Paralelo Cero, en Ecuador. Publicó, entre otros, los poemarios: En Casa del Ahorcado (1977); Anatomía del Vacío (1988); El fulgor de los desollados (1992); La nada sagrada (1998, 2010); El país de las tinieblas (México, 2008; Perú, 2016); Cuando morí (México, 2012; Ecuador, 2013); Epistemología de la nada (New York 2017). El Festival Internacional Primavera Poética de Lima publicó una antología poética de su obra en 2020. En mayo de 2025 apareció su obra reunida bajo el título Fatiga de materiales, publicado por Editorial Efímera, de Honduras. 

 

 

lunes, agosto 04, 2025

El poeta lírico del canto épico y su permanencia en el canon de Nuestra América


En esta tercera y última entrega sobre La victoria de Junín. Canto a Bolívar, abordo la permanencia del poema en el canon de la literatura de Nuestra América. La ilustración es la portadilla de la edición londinense, de 1826.

En la carta de Olmedo a Bolívar en la que el primero responde a la crítica que éste último le hiciera del poema, y que cité anteriormente, el poeta se explaya en la asunción de sí mismo como un poeta lírico: «
¿Pero quién es el osado que pretenda encadenar el genio y dirigir los raptos de un poeta lírico? Toda la naturaleza es suya; ¿qué hablo yo de naturaleza? Toda la esfera del bello ideal es suya». Estos raptos están en el Canto y se refieren al momento creativo de la inspiración del poeta.

 

¿Quién me dará templar el voraz fuego

en que ardo todo yo? —Trémula, incierta,               50

torpe la mano va sobre la lira

dando discorde son. ¿Quién me liberta

del dios que me fatiga...?

 

            El poeta se consume en el fuego de la poesía; imagen más bien de arrebato creativo: la poesía como un estro que conmueve el espíritu del bardo, en agitación fatigosa dentro del pecho, similar a como lo expresara Alfred de Musset en registro romántico, hacia 1835:

 

Dime por qué palpita el corazón.

¿Qué hay dentro de mi pecho que se agita

Y que me hace sentir horrorizado?

[…]

Señor, todo mi cuerpo se estremece.[1]

 

            El poeta, al final de su canto, se da cuenta del abismo de la desolación que tiene frente a sí, al sentir la cumbre coronada: «Mas, ¿cuál audacia te elevó a los cielos, / humilde musa mía? ¡Oh! no reveles / a los seres mortales / en débil canto, arcanos celestiales». Y, luego del canto glorioso, heroico, el poeta revela su anhelo de regresar a la intimidad con la Naturaleza y, en tono bucólico, nos descubre su deseo interior:

 

Y ciñan otros la apolínea rama

y siéntense a la mesa de los dioses,                        885

y los arrulle la parlera fama,

que es la gloria y tormento de la vida;

yo volveré a mi flauta conocida,

libre vagando por el bosque umbrío

de naranjos y opacos tamarindos,                          890

o entre el rosal pintado y oloroso

que matiza la margen de mi río,

o entre risueños campos, do en pomposo

trono piramidal y alta corona,

la piña ostenta el cetro de Pomona;                        895

 

            El Canto, que se abre con un retumbar de truenos y rayos, magnificente, con evocación a las soberbias pirámides, a los sublimes montes, se cierra con un discreto retiro del poeta a los campos de su provincia querida que, en versos de tono intimista, suaves, tan solo anhela como recompensa al elevado canto que alcanzara su musa: «una mirada tierna de las Gracias / y el aprecio y amor de mis hermanos, / una sonrisa de la Patria mía, / y el odio y el furor de los tiranos».

 

El Canto y su permanencia poética

 

La literatura cumple, entre otras, una función histórica y también una función política. Conocemos un poco más acerca del sentido del honor, la amistad, o la cólera que habitaron en el espíritu de los combatientes de la guerra de Troya por los versos de la Ilíada, así como sabemos por el Cantar del Mío Cid las intrigas de las cortes y las rencillas que de ella se derivaban al leer el periplo que va del destierro a la gloria y que prueba la templanza y la lealtad del héroe de las gestas castellanas. Mas lo que define a la literatura es, obviamente, su función poética pues sin ella los textos serían únicamente historia, manifiesto político o recurso didáctico. Pero la función poética no es una función más ni está desmembrada de las otras sino que integra a todas las funciones de manera global a través de la belleza propia del lenguaje literario, más allá de la historicidad del concepto de belleza. Simultáneamente, la literatura es parte sustancial del tiempo histórico en el que es creada; puede ser elemento de la ideología de ese tiempo pero, sobre todo, es presencia estética, poética que trasciende la política.

El Canto a Bolívar, sin duda, no sólo es un elemento fundamental del discurso independentista sino que constituyó, en su tiempo, un episodio estético esencial de la gesta de la Independencia. La construcción del discurso independentista se ha dado a través de las cartas, proclamas, manifiestos, himnos nacionales, textos de poesía popular, etc. En medio de tales documentos, el Canto irrumpe con fuerza fundacional en tono épico, sobre todo, por la grandiosidad sostenida de su verso, celebrada desde un inicio por el mismo Bolívar. Pero el Canto es también parte indispensable de la estética de la gesta de la Independencia: transformó las batallas por la libertad en poesía, moldeó en verso la imagen de nuestros héroes con Bolívar a la cabeza, construyó una imagen poética de la tradición, el valor y la esperanza de la patria naciente.

 

Para adquirir el libro
Andrés Bello, Miguel Antonio Caro, Juan León Mera, Manuel Cañete, Marcelino Menéndez y Pelayo, entre otros críticos del siglo XIX, celebraron sin cortapisas la grandiosidad del estro poético del Canto. Olmedo estaba orgulloso de su plan —y la primera discusión alrededor del Canto se da por los elogios del poeta y las objeciones de Bolívar al plan—, pero no es el plan literario lo que vuelve memorable al poema. Ni siquiera el tema, porque poemas del siglo XIX en honor a Bolívar existen escritos por la pluma de Heredia, Fernández Madrid, los mismos Bello y Caro, Mera y hasta el modernista José Asunción Silva, pero ninguno con la permanencia del Canto. Lo que, finalmente, permite la trascendencia del poema a través del tiempo es su escritura, aquel estro poético sostenido de principio a fin, aquel hablante lírico que abre el Canto con la fuerza de las imágenes grandilocuentes y lo cierra con la emotiva sencillez del que se retira a su morada luego de realizado su deber.

El Canto a Bolívar nos llega como una metáfora de la lucha por la libertad de la patria americana, como el testimonio de un tiempo en el que la escritura formaba parte del nacimiento de nuestras naciones porque les insuflaba el alma de patriotismo y les moldeaba una imagen heroica de sí mismas, como la necesidad política de mantener nuestra memoria poética. El Canto es una lectura de presente porque sus versos nos siguen hablando del heroísmo del ser humano, de sus ideales libertarios, de la génesis de la Patria y de la persistencia de la poesía. 



[1] Alfred de Musset, «La noche de mayo», en Poetas románticos franceses, selección y traducción de Carlos Pujol (Barcelona: RBA editores, 1999), 182.