José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, octubre 28, 2024

La poesía de Jorge Martillo Monserrate: del infierno amoroso, ebrio y vital, y la confrontación con la muerte

(Foto: R. Vallejo, 2024)

Aviso a los navegantes (1987), el primer poemario de Jorge Martillo Monserrate (Guayaquil, 1957), Premio Nacional Eugenio Espejo 2024, tiene un verso que anuncia uno de los motivos poéticos de su obra, que es la ebriedad como un estado personal de la experiencia estética en medio de la tentativa amorosa y, que, al mismo tiempo es una loa bellísima a la cerveza: «Entre salir a emborracharme / cerveza tras cerveza / (oro líquido que no pudieron inventar los alquimistas) / y la música ayuda / usted persiste / da vueltas a mis ansias de embriagarme»[1]. En la poesía inicial de Martillo, la cerveza es celebración de la vida, es complicidad en el amor, es refugio ante el desasosiego, es compañía para el infierno, es el oro líquido que calma la sed de vida. En El amor es una cursilería que mata (2009), uno de sus últimos poemarios, la cerveza es testigo silencioso y frío de la soledad del poeta: «Tengo tres cervezas / Y una tristeza / Las botellas están acostadas en el congelador / La pena me muerde el pecho hasta hundirme»[2].

            La cerveza —veces, el vino— es el símbolo de una ebriedad que, además de procurar la experiencia estética, es también una manera de andar sin ataduras por la vida. En un desdoblamiento literario, Martillo, a través del personaje del Conde de sus crónicas, se ve a sí mismo: «Cuando lo encontré dijo que solo le interesaba: Beber, leer, escribir y matarse […] Es un pésimo escritor pero un excelente amigo»[3], dice en un texto poético que tiene una versión similar como crónica en Guayaquil de mis desvaríos. Crónicas urbanas (2013). Líneas más adelante, en la crónica, modifica la última frase: «Es un pésimo escritor pero un excelente borracho»[4]. El sitio para beber cervezas es el célebre Montreal, espacio donde nos reuníamos los escritores de Sicoseo que, Martillo y Velasco Mackenzie transformaron en un mítico lugar literario.

            Para el poeta, la ebriedad es un estado vivencial que nos confronta con la muerte. En Fragmentarium (1992), el hablante lírico cuya voz se prolonga en una intensa confesión, dice: «Beber, forma de conocimiento / Liquidez que ata y desata a la Muerte […] Vi, oh dios, a la Muerte. / Las voces se apagan. Los rostros desaparecen»[5]. La confrontación con la Muerte es un motivo temático recurrente de la poesía de Martillo desde el comienzo de su obra. Así, en el poema «hic novae vitae porta est», que es la inscripción que consta en el frontis del arco del portón de la entrada número tres del Cementerio General de Guayaquil, la visita al cementerio le permite contemplar desde el cerro las dos ciudades, la de los vivos y la de los muertos y, en medio de la contemplación, tomar consciencia de su rebeldía frente a la muerte: «he visitado esos cerros enrojecidos y me sé cautivo / ni mi cuerpo ni mi espíritu surcarán el portón / y la leyenda en latín dará cuenta de mi eternidad»[6].

            El hablante lírico invoca la muerte como una manera de espantarla. En Vida póstuma (1997) asistimos a una confesión estremecedora del poeta, construida como un testamento al borde de la insania mental y la constatación de la condición solitaria del ser humano. «Que nadie recuerdo el día de mi nacimiento» dice la voz poética y recuerda las vicisitudes de aquel momento para concluir, con la certeza del que ya nada teme, menos a la muerte: «La muerte es más atractiva que el acto de nacer»[7].

            El poeta no elude su confrontación con la muerte. Se introduce en la muerte y su gata Perla lo arranca de ella a zarpazos. Juega con la muerte mientras bebe lentamente su cerveza espumosa en el bar Montreal. La percibe cercana, se siente un corazón podrido, una botella vacía y vuelve a ofrecer, hacia lo que considera el final de sus días, un último aviso a los navegantes. Esta presencia de la muerte como una constante de la vida está íntimamente ligada a esa simbólica ebriedad celebratoria en medio de una locura que el poeta intenta eludir:

 

Podrían ser mejores las cervezas de la otra orilla

—inyectadas como un soplo de morfina en mi cuerpo—

Pero estas cervezas calientes dicen presente

Les doy la bienvenida

Hay que rendirle culto

A toda expresión de vida y muerte.[8]

           

            Pero esa cercanía con la muerte tiene su precio: lo que se paga es ese vaciarse de la vida, esa vida que se consume en lo inútil; ese asumir la soledad en lo cotidiano, esa soledad dominical que apesta. Es la muerte que transcurre en una tradición poética engarzada con el Modernismo, pero sin las adjetivaciones exóticas: en la poesía de Martillo estamos ante la muerte desnuda, como en Edgar Lee Master y sus muertos de Spoon River; una poesía sustantiva, convertida en lo que se teme y, al mismo tiempo, se anhela: «Lo mejor de la vida ha sido morirse»[9]. El poeta se vacía de cosas y de afectos; se abandona a la felicidad de 17 cervezas bien frías en coloquio cifrado con las 17 puñaladas de un poeta de célebre ebriedad como Pedro Gil. El poeta, como un muerto a la deriva, anda en búsqueda del arte poética de la muerte, que, a fin de cuentas, es el acabamiento del mundo:

 

Digo que cuando venga la muerte

Los versos que escribí

Desaparecerán de la memoria

Y los libros

Como un acto de magia

De mi último aliento.[10]

 

En medio del desvarío de la ebriedad y la invocación a la muerte, el hablante lírico asume el amor como la realización celebratoria del deseo y su evocación permanente; asume la condición de lo efímero porque el ser amado es un cuerpo en fuga, una ausencia que se llena con otros cuerpos que también serán ausencia. Hay en ese vacío el imperativo de la maldad, antes que la ternura, como si el hablante lírico quisiera destruir el espacio del amor y convertirlo en espacio de la nostalgia sin redención posible. El poeta reniega del amor entendido como los lugares comunes de una felicidad de postal:

 

El amor es una cursilería que mata

Te impulsa a prometer el cielo desde el infierno mismo

Vender cuotas de amor eterno aunque luego se pudra en una botella

Jurar amar hasta la muerte cuando el olvido está en la esquina

Este sentimiento te lleva a tatuar corazones

En muros y paredes / hojas de cuaderno y correos electrónicos

Corazones que laten gritando que estás vivo

El amor es una cursilería que mata[11]

 

En la tradición de Medardo Ángel Silva, también poeta y cronista de Guayaquil, Martillo es un heredero de los poetas malditos en este trópico de violencia caliente. Por su poesía, navega el barco ebrio de Rimbaud y la ciudad nocturna y pecadora de Baudelaire. El infierno es un lugar que el poeta evoca atravesado por sus tribulaciones y a donde nos convoca para compartir la agonía de la existencia, en la medida en que se enfrenta un dios ruin. El hablante lírico de Fragmentarium se identifica como pecador y se confiesa; el poeta, transido por la culpa judeo-cristiana, se vuelve blasfemo para liberar ese estremecimiento que provoca la existencia y convivir con lo que se teme: «Dice el poeta a sus poemas en llamas: / La poesía es ambigüedad erigida en sistema, / su destino es emparejarse con el horror»[12]. El poeta nos lleva a un descenso a los infiernos para alcanzar una plenitud que está oculta y comparte con nosotros la libertad que procura el descubrimiento de la belleza sin moral: «Oí: / no ensucies el aire, empuerca tu vida. / Lo prohibido no existe, las fronteras son abismos para los estúpidos. / Acude a la expresión auténtica, no huyas del rebelde, ni del orate. / La belleza del infierno existe, pero no es un hecho público»[13].

A lo largo de su obra, un/una poeta va construyendo su arte poética. En ella, quien escribe poesía se erige como un ser que ha recibido sus dones de las divinidades o alguien que trabaja y se desvela para suplir la ausencia del favoritismo de las deidades. En Jorge Martillo el don de la verdad poética fluye trepidante en sus versos. Una recopilación de sus libros, publicada en 2016, se titula Aquí yace la poesía. Yacer, en sus varios sentidos: el del reposo, el del texto ya domado por la escritura y sereno para ser leído; el de cópula de los amantes, el del texto erotizado, el del ars amatoria, el del amor ausente; el de la muerte, el del texto en el sepulcro contenido por el féretro en forma de libro. Lo cotidiano, el amor erótico, la muerte: ese infierno tan temido que el poeta comparte con nosotros: «Desde hace tiempo pregunto: / Por qué mi poesía es una larga conversación conmigo mismo / Será el lenguaje capaz de devorar como el fuego / Deseo convertirme en ceniza / Y desaparecer»[14].

Su verdad poética se nutre de una ciudad a la que ama de infinitas maneras y que está siempre presente en lo cotidiano de su poesía y, por supuesto, en el protagonismo de sus crónicas. La voz del poeta joven la recorre como un escenario popular para la experiencia amorosa y literaria, en sus primeros textos: «recuerdas aquellas cervezas en la oscuridad del melba / esas lenguas enroscándose como serpientes en el barrio las peñas […] el chillar de felinos alunados al llegar a la fortificada ciudad del amor»[15]; y la voz del poeta ya mayor, que se define decadente, la maldice en sus poemarios de madurez como un prisionero condenado a vivirla: «Maldita ciudad / Antro de locos / He bebido de tu veneno / He mordido tu carnada que trastoca los sentidos / Que me mantiene cautivo»[16].

Su verdad poética está embebida de cerveza, ese oro líquido que le da brillo a la oscuridad del solo: «Este domingo es como una droga / Ese soy yo / El pobre infeliz que es feliz con 17 cervezas bien frías […] Ese soy yo / El que se cree libre porque camina descalzo / Por calles sembradas de vidrios»[17]. La soledad es un abismo que atrae y que engulle, un monstruo que devora al solo, a ese que llega a donde nadie lo espera. La cerveza es el espejo del hablante lírico que le permite mirarse a sí mismo en su infinita tristeza y su contacto más cercano con la muerte.

Su verdad poética está atravesada por el amor erótico que es realización plena del deseo, imposibilidad de permanencia y ausencia dolorosa de la mujer amada. Así, el hablante lírico, atragantado de muerte, se resiste a la felicidad ilusoria del amor y prefiere la tristeza de la pérdida y el mal amor: «Celebrarán mi fin / Las mujeres que recuerden / Que más fue la maldad que la ternura»[18]. Este dolor provocado por la celebración erótica se encubre con malditismo. El hablante lírico de Maremagnum no quiere saber de compasión y, de alguna manera, se solaza en la maldad del amante amoral: «Fui un hijo de puta […] Tuve dos y tres amantes a la vez / confundí sus nombres / Bebí de sus tetas / Dibujé con saliva obscenas formas de amar»[19]. En el infierno vital, tantas veces evocado, todo asomo de romanticismo está condenado al fracaso. En la poética de Martillo, «si el amor no es maldito, es una forma de piedad»[20]. Y, como toda piedad es una forma de impostura, de felicidad inauténtica, el poeta no tiene piedad ni consigo mismo y, en una conmovedora metáfora, da cuenta de la dolorosa condición de su caída: «Me siento como el trapo para limpiar mesas de cantina»[21].

Su verdad poética, la autenticidad de su caída en el abismo de la soledad, lo lleva enemistarse con la propia poesía de tal forma que, en sus textos de madurez, le toca convivir con la ausencia de aquella. Esta declaratoria es estremecedora y contradictoria al mismo tiempo: «La poesía me abandonó / Tal como las mujeres / Que dejo escapar en simulada libertad / La poesía me abandonó / Daría lo que me resta de existencia / Por un solo verso»[22]. Estremecedora porque el abandono no es solo de la poesía, sino de la vida misma. Sin embargo, en medio de la ausencia y el abandono, la poesía persiste como persiste la vida:

 

Cómo se escribe poesía

Era la pregunta estúpida

Ahora descubro que la poesía siempre está

Como tras esa mirada tuya tan velada y dormida

Ahora descubro que la poesía siempre está

Intentando ocultar para confesar tanto.[23]

 

            Martillo ha construido una poética confesional en la que el hablante lírico se va despojando de sí mismo, en una ceremonia de ebriedades y dolorosa, en un tránsito por el infierno de la soledad y las ausencias, en una confrontación descarnada con la muerte, para vaciarse en la poesía, entendida como una exploración continua de las posibilidades del lenguaje cotidiano. Así, la voz poética define su oficio:

 

Escribo para despojarme de mis despojos

Para desalojar los fantasmas que me habitan

Para excluir los demonios que me incitan

Escribo para reflejarme en el espejo que no miente

Para treparme en la cresta de la ola y reventar.[24]

 

Jorge Martillo Monserrate ha vertido en su poesía la turbulenta experiencia de la existencia cercenada de ilusiones y de amores abandonados, con ausencias y caídas, desnuda ante la muerte, persistente en la vida.



[1] Jorge Martillo Monserrate, Aviso a los navegantes (Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, 1987), 17. Énfasis añadido.

[2] Jorge Martillo Monserrate, «El amor es una cursilería que mata. Catálogo de ayuda, autoayuda y destrucción (2009)», en Aquí yace la poesía (Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, 2016), 214.

[3] Martillo, «El amor es una cursilería que mata…», 206.

[4] Jorge Martillo Monserrate, Guayaquil de mis desvaríos. Crónicas urbanas (Guayaquil: Editorial El Conde, 2013),

[5] Jorge Martillo Monserrate, Fragmentarium (Quito: Ediciones de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, 1992), 83. Este libro ganó el Premio Nacional de Literatura Aurelio Espinosa Pólit 1991.

[6] Martillo, Aviso…, 69.

[7] Jorge Martillo Monserrate, Vida póstuma (Guayaquil: Manglar Editores, 1997), 23. La foto de portada y contraportada de esta edición es de Liliana Miraglia, una de las tres personas a las que está dedicado Fragmentarium; las otras dos son Eduardo López y Ricardo Maruri.

[8] Martillo, «Maremagnum. 1995-1998», en Aquí yace la poesía, 119.

[9] Martillo, «Maremagnum. 1995-1998», 138.

[10] Martillo, «Prendas interiores», en Aquí yace la poesía, 192.

[11] Martillo, «El amor es una cursilería que mata», 200.

[12] Martillo, Fragmentarium, 71.

[13] Martillo, Fragmentarium, 63.

[14] Jorge Martillo Monserrate, «Prendas interiores», 189.

[15] Martillo, Aviso…, 55.

[16] Jorge Martillo Monserrate, «Últimos versos de un poeta decadente (1993-2003)», en Aquí yace la poesía, 156.  

[17] Martillo, Vida póstuma, 63 y 64.

[18] Martillo, Vida póstuma, 52.

[19] Martillo, «Maremagnum», 145.

[20] Martillo, Fragamentarium, 43.

[21] Martillo, «Maremagnum», 146.

[22] Martillo, «Últimos versos de un poeta decadente», 158.

[23] Martillo, «El amor es una cursilería que mata», 230.

[24] Martillo, «Maremagnum», 148.


miércoles, agosto 14, 2024

«El vino de mi sombra»: celebración de la vida más allá de su inexorable finitud



            La poesía es un espacio comunitario en el que la palabra hilvana la diversidad de voces del mundo y va construyendo una colcha de versos que arropa la desnudez interior del ser humano ante la vida. La poesía se alimenta de poesía y la voz poética es una amalgama de voces que, paradójicamente, nos permite aquella confrontación tan temida con nosotros mismos y nuestra soledad. Y, la poesía es la habitación personalísima del yo y su estremecimiento frente a sí, el otro y al mundo.

Sonia Manzano, que conoce los placeres y sinsabores de la escritura, define su quehacer poético con imágenes sorprendentes, sensorialmente extrañas y cargadas de sensualidad. Así, en «Escribo»[1], la poeta define su escritura como un salirse de sí misma para contemplar «al hombre que incendia el horizonte / con un clavel mojado en gasolina», y para sostener entre sus brazos «una piedra que lacta en mi pecho / el flujo lunar de la nostalgia». Definido el quehacer poético como una tarea que se realiza en todo momento y bajo las circunstancias más disímiles, la poeta desafía la lógica racionalista para envolvernos con el manto sensual de lo irracional:

 

Escribo

guardando el equilibrio

en una sola pierna

acostada en la tapa

de un gran piano de cola

mientras un gato lame

las teclas insonoras de mi cuerpo (62)  

 

La relación intertextual que establece la poeta atraviesa el poemario, que se inaugura con «Tiempo, me has vencido» en diálogo con César Dávila Andrade y su célebre poema «Espacio, me has vencido», que da cuenta de la contundente derrota del ser humano ante la inmensidad del universo. En el poema de Manzano, el inexorable transcurrir del tiempo es asumido con serenidad, desprovisto de dramatismo y con pinceladas de humor en medio de la gravedad del asunto. ¿Cuál es esa espada «fraguada en ocio lento» (11)? El disfrute de la vida persiste y, a pesar del tiempo, sigue escuchándose, bajo tierra, «el violín fosilizado del deseo» (13). Así, la cercanía de la muerte que corona la victoria del tiempo no impide que la poeta confiese, con ironía, el carácter de su máscara victoriosa, en una estrofa cuya imprecación inicial se resuelve con un macabro sentido del humor:

 

Ay, Tiempo

me has tirado de bruces

sobre la imagen y semejanza

de mi creación más perfecta

esa que calza en mis zapatos

esa que usa el mismo vestido

con el que asisto al recital

que brinda cada año

la Sociedad Secreta de los Poetas Muertos (12)

 

            El poema concluye con la muerte del poeta, en parte porque la vida es poesía en movimiento, en parte porque la muerte es la clausura de ese texto finito que es la existencia del ser humano. Así, la muerte es la que concluye el poema de la vida: «La mano de la muerte / arrancó de la mano del poeta / la pluma que apretaba / y concluyó el poema con un verso / de su propia autoría» (17). Pero esa muerte no es cualquier muerte, pues en la última estancia del poema resuena, como un signo de todo poeta, la invocación a García Lorca: «Cuando ya su inocencia había sido fusilada / llegó la orden de suspender la ejecución / Eran las cinco en punto de la tarde». (20)

            En la siguiente sección, la poeta invoca a Walt Whitman a través del célebre verso de su poema dedicado a Abraham Lincoln: «Oh, capitán, mi capitán». Si en el texto primero, el tiempo ha vencido, en este poema la nostalgia de lo que fue y no volverá se acumula en un sitio solitario en donde la poeta quiere levantar morada. La invocación no está exenta de la ironía característica de la voz poética: «No mastico hojas de hierba / de haberlo hecho / hace mucho hubiera escrito / un demencial canto a mí misma» (25). Hay un anhelo de volver a la palabra original, concebida como nostalgia inédita a través del paso del tiempo. Luego de una imagen, tan inesperada como surreal, «una botella en llamas / con un náufrago adentro» (28), la invocación al poeta Whitman, convertido en el capitán de su poema a Lincoln, clama por la liberación del poema que aletea: «entre los dientes / de una rosa carnívora».

            La tercera estancia del poema se cierra con una paradoja: la imagen de la imposible perennidad del ser consuma en su epitafio se contrapone a la perennidad de la poesía por sobre la lógica implacable de la muerte: «escribir sobre la arena / un epitafio en verso / tan bello y doloroso / que no habrá espuma alguna / que se atreva a borrarlo». Belleza y dolor de la poesía que anhela escribir la poeta detenida en ese lugar solitario al que ha llegado al final de la vida, igual que la profesora de piano, del poema final, espera frente a su instrumento en una habitación con fragancia de nardos.

            Esa soledad es también el espacio de la libertad definitiva que simboliza el mar. La poeta se aleja del capitán y decide enfilarse hacia su confrontación con la muerte. En los últimos versos que invocan a Safo, la poeta suicida, hay una tácita sororidad: la voz poética se autoimpone la misión de encontrar el peñasco de la isla de Léucade de donde Safo se arrojó para alimento del mar y la de cubrir con la túnica de aquella los restos que el mar devuelve «a la playa tantas veces recorrida / por sandalias suicidas». Es en esa soledad, en esa muerte, en ese naufragio personal, en donde la voz poética encontrará el sitio deshabitado, según clama: «uno en el que mi sombra / encuentre la luz que la proyecte». (25)

            Las sombras carecen de cuerpos. El poema que da título al poemario invoca a la música de jazz y sus versos crecen con el símil musical. El vitalismo del jazz y la bohemia de sus músicos van desgranándose en los versos. Una anciana, símbolo del paso del tiempo y de la acumulación de vida, canta Summer Time «con el mismo dolor con que lo haría / una mujer que acaba de parir / un pájaro sin alas» (56). Ese dolor intenso que se nos queda grabado en la retina mientras el pájaro palpita extraño entre los versos del poema. La anciana recibe una propina de hojas muertas: es la música que queda atrás. ¿Qué son aquellas hojas muertas que la sombra se saca del escote? El pasado, la vida que ya no es y, sin embargo, continúa porque «debajo de la almohada / el vino de mi sombra / esconde una hoja muerta / aún con vida». (57)

            Las sombras son también memoria del duelo. La madre que acompaña y protege a la sombra de la voz poética es invocada para que permita que la vida fluya con cada muerte a cuestas. Hay un reconocimiento sereno de la finitud y, por tanto, un ruego a la madre protectora: «no salves lo insalvable». Cada uno espera la muerte que le toca porque es inevitable, porque la flecha que habrá de aniquilarnos no espera; la voz poética proclama, entonces: «la que me corresponde / ya viene silbando por los aires» (41). La madre en, que nos dio la vida, no podrá protegernos de la muerte inexorable.

            En esta esfera de duelos, dos sombras se proyectan ya sin sus cuerpos: la de la hermana y la del hermano. Bellos y conmovedores poemas de duelo y nostalgia. Esa tristeza por la hermana querida que no está es el reconocimiento de que lo que fue un cuerpo vivo que ya no es más que una ausencia definitiva. La imagen de la contemplación de esa ausencia por parte de la sombra que regresa a la habitación en la que alguna vez fue sombra de un cuerpo vivo es estremecedora:

 

La sombra de mi hermana

contempla largamente

la ausencia del cuerpo de mi hermana

y solo se retira

después de que le dice entre sollozos

que la extraña (43)

           

En similar sentido, la sombra del hermano es evocada con la desesperada necesidad de evitar la partida de aquel que se fue en un caracol con ruedas, «cuya cajuela guarda / los vagidos de un mar que aún no nace» (53). Ese extrañamiento es un llamado desde el lugar de la muerte, ahí donde habitan todas nuestras nostalgias. Cuando el hermano enciende el coche y acelera: «Se rompe la barrera del sonido / con un silencio sordo que revienta / los tímpanos de todo el universo / Se rompe el dique que contiene / las aguas de todos mis océanos» (53). La voz poética nos abandona a la ausencia de un hermano, que también es el nuestro, el de hermano difunto que todos llevamos en nuestra tristeza.

Solo somos sombras, parece decirnos la poeta, sombras sin cuerpos, proyecciones platónicas. Una sombra chinesca es la metáfora sobre la brevedad de la vida: apenas somos «la sombra de un instante» (44). La sombra es también la prolongación del cuerpo en la aventura de estar vivo. ¿Qué es el cuerpo que se busca a sí mismo? Es cuerpo finito y la sombra es prolongación de la memoria, símbolo de la poesía que continúa viviendo cuando el cuerpo ya no es: «Yo soy la sombra / de mi sombra / ambas buscamos / un cuerpo que escapó / mientras las dos dormíamos» (46). ¿Qué es entonces una sombra sin cuerpo sino la existencia del ser prolongada en el desierto indescriptible de la muerte?

Entre las sombras, las hay aquellas que son perversas, violentas y que se extienden en versos tremendistas. El préstamo del título «Catedral salvaje», de Dávila Andrade, le permite a Sonia Manzano trabajar una reinterpretación metafórica: las resonancias telúricas del poema daviliano son reemplazadas por la dureza criminal del asunto; así, ante la sombra del cura que sermonea a una feligresía embelesada, «solo el niño / que canta alabanzas a la Virgen / sabe que los ojos pederastas / están inyectados / con la sangre blanca y pegajosa / que eyaculan en secreto / los demonios» (40). La inocencia es la víctima de una catedral salvaje, símbolo de la institución eclesial católica, que permite y encubre la pederastia.

 En esta línea, están la desgarradora imagen del niño hidrocefálico que se alimenta del pezón reseco de su madre y la visión de la mujer adicta que abre la caja de Pandora con la ampolleta de droga; están la niña afgana que es vendida por su padre a un viejo que perpetúa el poder patriarcal sobre el cuerpo de la niña, y la agonía angustiosa de George Floyd que repetía «no puedo respirar / no puedo respirar / no puedo respirar / hasta que su último clamor / fue el de un ruiseñor estrangulado / por el guante racista de la asfixia» (66). Poesía tremendista, cargada la indignación frente a la injusticia del mundo, en medio de un dolor inenarrable, descarnado.  

            Al cerrar el libro leemos «La maestra de piano», un conmovedor texto cargado de verdad vivencial. Esa maestra, que «sumerge su plumaje de cisne hembra / en el lago en el que flotan / los ojos dorados de un anfibio» (70), es la que toma el brazo que la ayuda a caminar y acepta con estoicismo la presencia de «el pájaro senil del deterioro» (70); es la que vive sola y repara su alma rota con la música, que es también poesía: «El piano es su único psiquiatra / solo él conoce / la inocua intrascendencia de sus traumas / El piano es la piedra del sol en que restriega / el curtido ropaje de sus culpas».

La maestra de piano quiere celebrar el final de la vida con el demente frenesí de la música hasta que queden «sus dedos convertidos / en cenizas de sangre» (73). La maestra de piano queda a la espera de que el primero de sus cuatro alumnos           irreales «aparezca / en su sala olorosa a nardos agrios», esa fragancia de nardos de reminiscencias bíblicas y evangélicas. Los nardos del Cantar de los Cantares, el bálsamo de nardo que una mujer derrama sobre la cabeza de Jesús, en Betania; el nardo de la espera, la espera de esa sombra que va con nosotros y que, en un día sin recuerdo, se encontrará vagando extraviada sin el cuerpo que fuimos.

El vino de mi sombra, de Sonia Manzano, es poesía que dialoga con otros textos poéticos y sus poetas, con una escritura que está cargada de ironía, imágenes deslumbrantes e indignación, al tiempo que, de forma permanente, celebra la existencia más allá de la inexorable finitud de la vida.



[1] Sonia Manzano, El vino de mi sombra (Guayaquil: Cadáver Exquisito Ediciones, 2024), 61-62. Los números entre paréntesis indican el número de página en esta edición. La fotografía del libro que ilustra esta entrada es mía.


lunes, marzo 18, 2024

La poesía, la que vive en mí inasible


            ¿Qué es poesía?, me preguntan con motivo de este 21 de marzo, Día Mundial de la Poesía y yo intento, en vano, definir aquello que es indefinible por su propia condición de inasible. «Escribir un poema a la poesía es un asunto de Bécquer y yo soy solo un Vallejo menor de cualquier antología»[1], alcancé a balbucir en unos versos recientes con el ánimo de acunar en mi mano alguna sustancia de la poesía. Para mí, la poesía, «insostenible suspiro de luciérnagas / frágil conjunción de vocablos de espuma / Palabra / murmullo para el vasto corazón de mi noche»[2], ha sido una posibilidad de vivir en otros, de ser otros, de construir la voz de otros que no soy, pero que soy yo a mi pesar porque con aquellos comparto lo humano. Si he sido tantos en tantas otras vidas, si he sido la inocencia condenada o aquello que el poder marcó con fuego, por opción vital «soy / el mundo lapidado / por los que arrojaron con rabia las primeras piedras»[3]. A pesar de los intentos, la palabra que uno tiene, que uno da en la escritura, no alcanza a representar la voz de otros sin caer, de alguna forma, en una tergiversación esencial porque cada ser humano es la imagen de su dolor y de la historia de su tránsito. Así toda apropiación de la voz del prójimo resulta ilegítima; de ahí que: «Soy lo único que puedo ser y sin traiciones / y hasta de eso dudo, pero en ello persisto necio. / Voz de mi voz y de mi personal profundidad de soledades / y nada más que este pobre palabreo mío»[4]. La imposibilidad de poseer un resquicio de la poesía es solo comparable con aquella imposibilidad de poseer al ser amado y aceptar que, tan solo en destellos de lucidez o en instantes de gozo, logramos esa comunión que nos salva del horror, aunque tengamos que aceptar nuestra derrota continua: «El tiempo es la verdad inaccesible que nos duele. / Junto a mí, tu vacío de ti y en él… / ¡la trasparencia de su Ser que arde!»[5]. En la soberbia que nos da la práctica de nuestro oficio, a veces, nos sentimos la voz del que anuncia una buena nueva o presagia una catástrofe porque la del poeta es una palabra que escudriña las regiones abisales del espíritu; es, en muchos sentidos, «lenguaje que nos convierte en seres humanos / poesía que da su numen a la voz de los profetas»[6]. De alguna manera, la poesía se escabulle de la ansiedad del mercado que, además, liquida a la ética. En aquello que escribo, siempre en busca de la poesía, soy también otros poetas que me precedieron y cuyos textos han formado mi sentido del verso, del ritmo, de la imaginería; así, puedo decir en un nuevo retrato de mí mismo: «El acertijo de mundo que soy es poema / habitado por nombres que evoco en vano […] Soy espectro del que fui y esbozo del que anhela / ser en esta innominada poesía mía»[7]. Pero resulta que se escribe en un mundo hostil a la poesía —¿es que alguna vez el mundo fue amigable para la poesía—, un mundo que la desdeña y que no le interesa aprender a leerla, pues teme enfrentarse al espectro de su soledad y al reconocimiento de su finitud, a ese silencio que nos confronta con la muerte. «¿Para qué escribo, entonces? / Tan solo para asumir mi condición de sobreviviente»[8]. La poesía es también esa convocatoria para que el prójimo concurra a la plaza del pueblo y congregado alrededor de la palabra logre exorcizar sus miedos y saborear sus anhelos, y la ráfaga de felicidad a la que todos tenemos derecho: «El poema es una mazorca que amalgama los oficios del pueblo»[9]. La voz del poeta procura, entonces, ese canto que es semilla en tierra pródiga, que consigna la invención de vidas y de mundos en el verso libre, que da cuenta de aquello que nos acongoja y de aquello que nos obliga a la condición de rebeldes, a la necesidad de subvertir ese orden que, impunes, nos han impuesto los poderosos de todos los tiempos: «La poesía / bosque de sueños invadido / por los espectros de la realidad»[10]. En lo más íntimo de mí, estoy convencido de que «mi madre es la ardiente sustancia de mi poesía»[11] y de que existe algo mucho más importante que mis versos, que es aquello por lo que mi escritura, toda ella, es posible: «Este oficio de escribir y leer florece en una rosa palabrera sembrada / por oficiantes de hoz y martillo proletarios en el campo y la ciudad»[12]. Este oficio de la poesía, la que vive en mí inasible.


[1] Raúl Vallejo, «Envío: una vez más, Márgara Báez», en Trabajos y desvelos (Ibagué: Caza de Libros Editores / Ulrika Editores, 2022), 57. La fotografía que ilustra esta entrada es mía.

[2] Raúl Vallejo, Crónica del mestizo (Quito: b@aez.editor.es / Libresa, 2007), 11.

[3] Raúl Vallejo, «Autorretrato, 2003», en Rituales de oficio. Poesía reunida 2003-2015 (Bogotá: Grupo Editorial Ibáñez, 2016), 18.

[4] Vallejo, Crónica…, 37.

[5] Raúl Vallejo, «Balada de Oriana y Constantino», en Cánticos para Oriana (Quito: Planeta / Seix Barral, 2003), 32.

[6] Raúl Vallejo, «Credo», en Missa solemnis (Quito: Planeta / Seix Barral, 2008), 55.

[7] Raúl Vallejo, «Autorretrato, 2015», en Mística del tabernario (La Habana: Casa de las Américas, 2017), 26.

[8] Vallejo, «Taberna de la cofradía de Chapinero bajo», en Mística del tabernario…, 31.

[9] Vallejo, «Roses For Export», en Trabajos y desvelos…, 51.

[10] Vallejo: «Envío», en Mística del tabernario…, 207.

[11] Vallejo, «La máquina de coser Singer», en Trabajos y desvelos…, 62.

[12] Vallejo, «Primero de mayo», en Trabajos y desvelos…, 56.


lunes, septiembre 25, 2023

«Cuerpo presente», de Siomara España: voz de la profeta que clama justicia

            

Cuerpo presente, de Siomara España Muñoz, cumple con uno de los cometidos de la escritura: hablar con las ausentes. Poética documental sobre la violencia feminicida que toma partido por la justicia y la vida. (Foto: R. Vallejo, 2023)
            En su poemario De cara al fuego (2011), Siomara España, como si hubiese tenido, como si hubiese temido, la presunción de lo que alguna vez escribiría, ya nos hablaba de la poesía como una escritura en la que la voz poética se vuelve cuerpo de poeta desde el asombro que provoca lo que duele, lo que sangra: «Cuando sufras el poema / cuando cada línea te sangre a borbotones su tinta de rabia / de dolor o esquizofrenia / cuando sufras línea a línea / verso a verso / será la hora del poeta»[1]. Una poesía que invade la zona de placer de sus lectores y los confronta con el dolor que la gente, desaprensiva, a veces pretende escamotear.

            Cuerpo presente (2022), de Siomara España Muñoz (Paján, 1976), es un libro que convierte sucesos criminales, asesinatos que desgarran el espíritu, en poesía de conmovedora belleza; es una crónica poética de feminicidios que nos envuelve en el desasosiego, pero que, al mismo tiempo, en la medida en que la poeta asume la voz de una profeta laica, sus versos nos mueven a la indignación y al clamor de justicia.

            Dice con acierto Mercedes Roffé, en la contratapa, que Cuerpo presente se inscribe en una tradición que nos remonta a Gotfried Benn y su poemario Morgue (1912). En nuestra literatura, yo hermano estos poemas de Siomara España con un estremecedor texto de nuestra Ileana Espinel (1933-2001): «María Juana Pinto», aparecido en Tan solo 13 (1972). El poema de Espinel parte de una noticia aparecida en El Comercio, del 13 de abril de 1970, que cuenta que una mujer pobre fue asesinada a golpes en presencia de sus tres hijos por el guardián de una hacienda: «Te molieron a palos, María Juan Pinto / que vives en la cruz de estas palabras»[2]. Pero, en la poesía de España, esta experiencia de la crónica de crímenes reales es llevada in extremis hacia una propuesta estética que logra fundir la voz testimonial de la profeta en la belleza del horror que envuelve el registro de la voz de la poeta:

 

Soy todas las mujeres de esta orilla

soy todas las mujeres muertas

un espejo roto

que refleja el mar de las ahogadas

canto y escribo

en los pedazos

en las aceras encendidas de la ira

ya sin lumbre

ya sin nombre[3]

 

            En el libro de Siomara España la propuesta de poetizar una serie de feminicidios, acaecidos en nuestro país, es llevada con el rigor de la cronista y la libertad de la palabra poética. La poeta parte de noticias de prensa que la escritura transforma en poesía. En este sentido, estamos ante una poesía que hace de la realidad de la muerte violenta, del asesinato de mujeres, su materia poética. Una poesía que documenta el ciclo de la violencia patriarcal desde la conciencia de las víctimas, reivindicándolas desde la ternura herida:

 

Era y ya no soy

los ojos y los labios

suplicando ante la muerte

historia silenciada mil veces repetida

mis ojos van gritando la ternura traicionada

pálida y liviana

al efecto de esta agua

era y ya no soy

pájaro sin alas[4]

 

Cuerpo presente es un poemario que nos confronta con esa violencia sin hacer concesiones al lirismo escapista: la violencia de la misoginia está en la vida, y, por tanto, es posible en la poesía. No hay escape mientras no se haga justicia.

El feminicidio no es un invento de “los progres” como pretende el negacionismo neofascista del mundo. El feminicidio es inherente a la estructura patriarcal del capitalismo salvaje. En este sentido, la palabra del poeta no es para esconder lo que puede incomodar, sino para develar el horror que pretende ser disfrazado como el viejo “crimen pasional” de individuos que sufren un momento de locura:

 

las mujeres encienden sus dolores

arde por sus cuerpos un horizonte inquieto

pugna por brotar la herida

ellas son corderas horadadas

animal en el rastrojo de su propia casa[5]

 

La palabra de este poemario es la voz de una profeta que denuncia los crímenes de una sociedad patriarcal y, como en la antigüedad bíblica, es una voz que llama a la indignación del pueblo.

Siomara no escamotea la descripción de la violencia sobre el cuerpo de la mujer. Así, en «Cuchillo», el poema sobre Diana Carolina, una mujer embarazada, que fue asesinada en Ibarra, en enero de 2019, la voz profética anuncia y denuncia:

 

Diana me llama desde el vientre mi hijo muerto

por las calles de Ibarra escucho el coro de mi nombre

la voz no nata de mi hijo se une al griterío

la mano de un gendarme se queda en intención de viento

                        y yo ya no soy yo

blanca hoja en el costado de mi herida

                        puñal propicio

para este espejo

que se apaga[6]

 

            El poemario es una crónica descarnada del cuerpo y su fragilidad. En «Boleta de amparo», la poeta continúa el poema que empezara en Celebración de la memoria. En el libro de 2018, dice: «El cuerpo en vertical / escaparate blando / El cuerpo es una jaula / filigrana / que se teje lentamente / del espíritu a la memoria»[7]. En «Boleta de amparo», que es parte de la sección «Verticalidad del cuerpo» —el árbol de una cruz—, los sentidos son complementarios, pero también adquieren una fuerza política que solo es posible desde el habla poética: «El cuerpo en vertical / es una herida andante / no sé por cuánto tiempo / me sostenga en el aire / vivo en la memoria de un pasado con sus sombras / con el miedo amparado / en una hoja / que dice / que / me / salva»[8]. Pero, la realidad de ese “que dice” es la indefensión, pues no hay, no habrá salvación en una boleta de amparo. La violencia de la misoginia no conoce límites de papel.

            La sección «Horizontalidad del cuerpo» —el travesaño de una cruz— se abre con «Bufanda», un poema que prepara a los lectores para el documental sobre feminicidios al que asistiremos desde una voz suave que, sin embargo, encierra el sentido de la violencia que nos envolverá: «El tejido es un crochet con sus fractales / un ropaje para el cuello blando / el frío es corazón presurizado / un corazón sin helio / —digo—». Y cada poema lleva como título asociativo el instrumento de los crímenes o el de su causa: el cuchillo, la almohada, el vidrio, el candelabro, la guardarraya, las tijeras, la navaja, el martillo, el cartucho, el móvil, el pavimento, un árbol. El horror de los objetos de la cotidianidad es el horro de su uso. En la poesía, ese horror se concentra en los versos que le dan la voz a Sharon, la hechicera, —una artista popular que fue asesinada por su conviviente en el primer caso juzgado como feminicidio en el país—, cuyo cuerpo yace en el pavimiento de la carretera: «pero estoy aquí / sin mí / con mi cadáver». El cuerpo de la mujer que ya no es; la ausencia de la vida en la materia de la muerte.

            Durante la lectura de Cuerpo presente me detenía a respirar, porque sus versos me asfixiaban con la concentración de tanta violencia criminal. Así, las mujeres asesinadas eran un coro desgarrador en la voz poética: «El miedo es / la luz perdida de la infancia […] El miedo es soledad / extendida en las cenizas»[9]. El llanto, inútil ante la muerte, libera a quien lee, pero también lo indigna. Contemplaba por la ventana el verdor de la arboleda que rodea mi casa y la voz de la profeta me seguía con su clamor de justicia. La indignación que subyace en los versos de este libro me llevó a releer los versos finales de Celebración de la memoria (2018) para entender que la escritura es esperanzadora, aunque esté envuelta por la materia de lo abyecto:

 

La esperanza sobrevive en el corazón del poeta

La esperanza supervive en el corazón del poeta

La esperanza sobrevive al corazón del poeta

                                   escribir es hablar con los ausentes[10]

 

            Cuerpo presente, de Siomara España, cumple con uno de los cometidos de la escritura: hablar con las ausentes.  En este caso, una poética que es testimonio de la violencia feminicida de nuestra sociedad patriarcal y que hace un llamado a quienes leen para tomar partido por la justicia y por la vida.

 

P.S.: Cortometraje dirigido y producido por los cineastas David Grijalva Calero y Diego Falconi Averhoff basado en el poemario Cuerpo presente, de Siomara España:

 



[1] Siomara España, «Poetas», De cara al fuego (Quito: El Ángel Editor, 2011), 83.

[2] Ileana Espinel, «María Juana Pinto», de Tan solo 13, en Poemas escogidos (Guayaquil: Casa de la Cultura Ecuatoriana, núcleo del Guayas, Colección Letras del Ecuador # 77), 113.

[3] Siomara España, «Crónica», Cuerpo presente (Granada: Valparaíso Ediciones, 2022), 14.

[4] España, «Candelabro»…, 39.

[5] España, «Vidrio»…, 35.

[6] España, «Cuchillo»…, 29.

[7] Siomara España, Celebración de la memoria (Madrid: Huerga y Fierro Editores, 2018), 18.

[8] España, «Boleta de amparo»…, 75.

[9] España, «Miedo»…, 76.

[10] España, Celebración…, 87.