Mi madre, Aida Corral Macías, en Manta, c. 1945.
La modestia de tus actos fueron oraciones vespertinas
en un tiempo que aún creía en el sentido del rezo.
Tu sapiencia académica proviene del pan de cada día
en un hogar que daba gracias al cielo por él.
Tus lecciones de economía familiar —poética de la necesidad—
indispensables cuando el padre es el rostro de la ausencia.
Arroparse hasta donde alcance la sábana.
Saber que vendrá el tiempo de las vacas flacas
Y no desear los bienes del prójimo.
Nadie hablará de tu aporte a la democracia, excepto yo que fui testigo
de tu política hogareña, madre, que no amaste a tus hijos de la misma manera.
Nos amaste según la necesidad de amor
que cada uno requirió en su angustia de solitud.
Y por el blanco resplandeciente de tu cabellera
—en tu juventud, dulce de pechiche—
supe del color de la plenitud que emana una vida despojada de la fatuidad.
El tesoro que nos legaste, madre, es tu vivencia cotidiana del perdón humano.
Yo solo anhelo que los excesos de mi orgullo y la insaciable soberbia de mi Narciso,
en tu nombre, madre, en la vida tuya que nos bendice,
sean derrotados por la sencillez de tu heredad.
Estancia 6 de "Madre, sé que me nombras desde lo eterno",
en Mistica del tabernario, 2015.
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