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Jorge Velasco Mackenzie (1948-2021) escribiendo El búho frente al espejo, novela que quedó inconclusa. (Foto: Cristina Velasco Cabrera, 27-09-2020)
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Él creía que quien escribe es un indomesticable
ser de la noche como el búho. Habitó la soledad esencial que acompaña a toda
escritura. Y, para él, el acto de la escritura fue el sentido medular de una
vida plena: «… escribo en cualquier lugar, escribo en el bus, haciendo cola
para pagar la luz, viajando a la Universidad de Babahoyo, donde trabajo; de
noche, de día, vestido, desvestido, a veces me escapo de los lugares sociales
para escribir una frase que me parece importante …». Jorge Velasco Mackenzie
(Guayaquil, 16 de enero de 1948 – 24 de septiembre de 2021) fundó en su
escritura el barrio de Matavilela y perennizó una imagen de Guayaquil como la
ciudad de los manglares; indagó en la historia y nos mostró un país que se
entiende mejor anclado en la realidad de la ficción; creó una conflictuada visión
literaria del mundo de la marginalidad y lo popular; e hizo de la escritura,
concebida como urgencia cotidiana, la permanente búsqueda de nuevas rutas de la
imaginación y del lenguaje poético. «El búho, ave voraz, al ser envuelto por la
nocturna, busca sus presas vivas o muertas, el hambre perpetua que lo acosa
requiere a cada instante ser calmada. El escritor, en afanes parecidos, noche
tras noche, busca el alimento del verbo encarnado y lo devora para
convertirlo en texto». El búho y él: las criaturas
extrañas de la familia y el mundo. Él, el más hermoso maromero de la palabra, con
el alma tatuada de literatura.
El rincón de los justos
(1983) es la novela de la cultura marginal del Guayaquil que, entre finales de
los 70 y comienzos de los 80, se convirtió en una ciudad de desplazamientos
humanos. Matavilela, barrio enclavado en el centro, es la representación literaria
de lo popular, de ese otro orden que la ciudad aceptaba, vergonzante, como
parte de su espíritu y al que, al mismo tiempo, expulsó de sí hacia el sur. La
novela es un testimonio crítico sobre la vida de personajes de la marginalidad
que son la identidad de Matavilela, así como ejemplo de la invención de una
deslumbrante narrativa que transforma el habla popular en lenguaje literario.
Velasco Mackenzie completó su imagen
de Guayaquil con la apocalíptica Río de sombras (2003) y la nostálgica Tatuaje
de náufragos (2008). «Nadie nunca es la ciudad, señor Basilio, ni siquiera
las calles ni los monumentos, la ciudad es el tiempo que tardamos en vivirla;
el tiempo de las palabras con que podemos inventarla», le dice un personaje al
cronista de Río de sombras, perseverando en la idea de la necesidad de
la escritura para inventar el mundo. En Tatuaje de náufragos, a partir
del cierre del simbólico bar Montreal, nos entrega la disección de una
generación de artistas y escritores; el doctor Zacarías Lima Paladines, médico
legista, es el encargado de esta autopsia de seres vivos y de ser parte de una
investigación criminal. Lima es un lector cultivado que piensa que «escribir
era también el arte de ocultar», y, a ratos alter ego
del autor, devela la más descarnada autocrítica de lo que fue Sicoseo,
considerado un grupo insurgente ante el mundo de la cultura oficial de
Guayaquil, «… cuando solo fue una liga de parvos y borrachos, por eso nunca
salió nada bueno de ahí, de aquellos seres doblegados por el alcohol y la
marihuana, que se reunían cada sábado para beber y fumar …».
Su novelística no se agota en Guayaquil,
sino que se extiende a otros ámbitos ficcionales.
Tambores para una canción
perdida (1986) es la historia de José Margarito, el Cantador, contada desde
la invención mítica y en tono mágico. El Cantador es un esclavo negro que huye
durante cien años, sin conocer que Urbina ya había decretado la manumisión de
los esclavos. Ochumare, el dios que se humaniza como Arco, abre y cierra el
relato: «Cuento lo que el Cantador no recordó al momento de su muerte […] Y,
¿quién soy yo? El Cantador ya no me oía cuando se lo dije, por eso me nombro
Iris, como antes fui Arco, Ochumare, el dueño de su primeriza luz, el que le
quitó la última»
.
En
nombre de un amor imaginario (1996) se desarrolla en el siglo XVIII, en el
marco del arribo de la Misión Geodésica francesa a la Real Audiencia de Quito.
Una cartografía literaria del país, atravesada por el amor contrariado de
Isabel y Jean Pierre Godin. La novela es un collage documental: crónicas,
diarios, actas, etc., que se entretejen, en medio del viaje de los amantes como
metáfora de las vicisitudes de una nación que aún necesita armarse frente al
espejo y luchar contra el peso de la cruz colonial encima: «Los espejos son
ríos imaginarios que no se mueven ni van al mar […] Los ríos son los espejos de
la muerte»
, dice Isabel de Godin
cuando inicia la travesía en busca de su esposo Jean Pierre navegando el río
Amazonas.
Complementan su novelística, una de
personaje, El ladrón de levita (1990), monologada por el ladrón y
asesino Enrique Mora Martínez, en su periplo final hacia la muerte: el criminal
se humaniza desde su propia voz, mostrándose atormentado y sociópata. Otra de
aventuras, Hallado en la grieta (2011), bajo la invocación de Melville;
su escenario es Galápagos y sus personajes Valdemar Ventura, el viejo marino, y
Aylin, su mujer, protagonizan una historia de pasión y violencia anclada en el
recuerdo de Hiroshima. Y La casa del fabulante (2014), novela de
dolorosa resonancia autobiográfica, que empata con el «El ebrio inmortal», el
poema de autor anónimo que es leído en el Montreal: «He bebido enfermo para no
morirme del todo / Para que este mío humano que soy no me abandone a la resaca.
/ Mientras confieso que he bebido, he bebido, días tras días, siempre».
Velasco Mackenzie también nos lega
una obra excepcional en el cuento. Él es un maestro en el manejo de la tensión,
la creación de atmósferas, diálogos precisos y personajes llenos de vida y
literatura. Piezas memorables como «Clown», que sostiene la anécdota desde la
voz narrativa de un traje de payaso, convertido en trotamundos; «La mejor edad
para morir», sobre un suicida en Nueva York agobiado por su inmanente soledad;
«Gótico», incursión en el terror de un teatro abandonado de Barcelona; «Último
inning», estampa que mezcla magistralmente una confrontación deportiva y la
lucha de clases; «Llamarada en mitad de la noche», relato en el que expone su amor
por lo popular y su dimensión trágica; «Como gato en tempestad», que retrata a
Allan Baby, el gato conductor de una historia de amor y muerte; «Aeropuerto»,
retrato de la migración y la cultura neocolonial; o esa poética que es «El
fantasma y el cuento imposible», que nos habla del escritor frente a la página
en blanco y la consunción de su alma en la propia escritura.
Menos conocida es su obra poética, dramatúrgica
y ensayística en la que Velasco Mackenzie mantiene sus obsesiones estéticas.
Así, el trabajo creativo del escritor, su conflictiva relación con la ética, la
estética y la política, y las tensiones entre realidad y ficción están
presentes en la pieza En esta casa de enfermos (1985) cuyos protagonistas son
Joaquín Gallegos Lara y Pablo Palacio y en la que, además, en un giro de teatro
dentro del teatro, encontramos las versiones teatrales de los cuentos «La doble
y única mujer» y «Mataburro», de Palacio y Gallegos Lara, respectivamente. Tatuajes
para el alma (2011), dialoga con Tatuaje de náufragos extendiendo
protagonismo a Trista y su madre La Mina, en un texto de dolorosa tensión
afectiva y de vuelo, a ratos surreal, a ratos absurdo. Algunos tambores que
suenen así (1980) y el conjunto «Manual de acción imaginaria» (1978) son
muestrarios de una poesía anclada en la anécdota, de aliento desencantado y
sarcástico. Finalmente, Lecturas tatuadas (2009) recoge sus ensayos
escritos con un fino sentido para la lectura luminosa de la literatura, la
apreciación plástica y la reflexión teórica sobre el acto de la escritura.
Él, que ganó numerosos premios
literarios, siempre fue un maestro y amigo generoso con su saber y modesto con
la apreciación de su propia obra. Él hizo las veces de editor de Cuento a
cuento cuento, mi primer libro: yo había escrito treinta cuentos y él los
redujo a quince, que eran los menos malos; además, diseñó la portada y firmó la
nota de contratapa. La ilustración de la portada se la pidió al artista León
Ricaurte y, a cambio, le compró una cajetilla de Chesterfield. ¿Qué más podía
pedir yo a los diecisiete años? Desde siempre, nos enseñó, siguiendo a Lezama
Lima, que toda escritura debe ser problematizada en su enfrentamiento con la
dificultad: «… siempre me han gustado las cosas difíciles: cuando jugaba
béisbol, lo hacía en tercera base, donde la pelota va como fuego; no fui tan
bueno, pero, por lo menos, yo escogí jugar ahí». Estas palabras de duelo son
mi elegía por Jorge Velasco Mackenzie y el testimonio de mi amorosa admiración
por la escritura tatuada del búho del Matavilela.
P.S.: Este artículo apareció en el número 156 de la revista Rocinante (octubre 2021), dedicado a la memoria de Jorge Velasco Mackenzie y Eliecer Cárdenas, fallecidos el 24 y el 26 de septiembre de 2021, respectivamente. Aquí el enlace de la edición digital de la revista:
Rocinante # 156