José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, marzo 27, 2023

Cinco imágenes de una invasión

De mi archivo: La invasión a Irak, por parte de una coalición militar formada por E.E. U.U., Reino Unido, España y otros países, ocurrió hace veinte años entre el 20 de marzo y el 1 de mayo de 2003. La administración Bush justificó la invasión diciendo que el régimen de Saddam Hussein tenía armas de destrucción masiva (químicas, biológicas y nucleares) y que apoyaba el terrorismo de Al-Qaeda. El secretario general de la ONU, Kofi Annan, denunció que la invasión violaba la Carta de la ONU y el carácter ilegal de la invasión, según el derecho internacional. Nunca se encontraron armas de destrucción masiva y la Comisión del 11-S, entidad norteamericana para la investigación del atentado criminal contra las Torres Gemelas, determinó que no había pruebas de vínculo algo entre Hussein y Al-Qaeda. La invasión se prolongó en una guerra que en siete años causó la muerte de más de 100.000 civiles, según la ONG Iraq Body Count. De acuerdo a la misma organización las muertes de civiles documentadas, desde la invasión hasta 2023, alcanza la cifra de 300.000[1]. Un recuento informativo, veinte años después, se puede encontrar en este análisis del portal digital BBC News Mundo: Las mentiras que llevaron a Estados Unidos y a sus aliados a invadir Irak hace 20 años (y cuáles son sus consecuencias hoy en día) 

Publicado en Arca. Revista de Cultura, No. 3 (Junio 2003): 60-61.


            1 Un soldado norteamericano, subido a la estatua de 40 pies de altura de Saddam Hussein erigida en pleno centro de Bagdad, coloca sobre la cara del ex dictador de Iraq, una bandera norteamericana. Enseguida, una soga de grueso calibre rodea el cuello de la estatua. Al extremo de la soga, decenas de iraquíes tiran de la soga para tumbar el monumento. Como no lo logran, un tanque del ejército norteamericano llega en su ayuda. Entonces, simbólicamente, se vienen abajo los 25 años del régimen dictatorial de Hussein, el principio universal de no intervención, el sistema de Naciones Unidas como guardián de la paz mundial y se erige en el espacio vacío dejado por la estatua de Hussein, el espíritu omnipresente del Imperio encabezado por George W. Bush.

 

2 Aproximadamente dos millones de personas en Madrid y otros dos en Roma; un millón y medio en Londres igual que en Barcelona; doscientas mil en París; cien mil en Dublín y otro tanto en Atenas; unas setenta mil en Amsterdam, en Bruselas, o en Glasgow; decenas de miles en Oslo, Helsinki, Estocolmo, Goteburgo, Copenhague, Luxemburgo y Viena. Millones de manifestantes en Europa marcharon contra la guerra imperial en el momento en que el eje Bush-Blair-Aznar había decidido por sí y ante sí el ataque a Irak. Las protestas se multiplicaron en diversas partes del mundo durante los 21 días que duró la invasión. El manifiesto No en nuestro nombre, firmado por decenas de intelectuales de los Estados Unidos —Alice Walker, Noam Chomsky, Adrienne Rich y Edward Said, entre otros— tiene un llamado perentorio: «¿Qué clase de mundo será éste, si se permite al gobierno de los Estados Unidos lanzar comandos asesinos y bombas dondequiera que se le antoje?». El eje ganó la guerra militar como estaba previsto. No obstante, hasta hoy, esos millones de manifestantes del mundo entero son la expresión de una opinión pública global que condenó al Imperio y que, potencialmente, incuba el germen de la resistencia.

       

3 El miedo, que presidió las imágenes de la propaganda imperial, fue diseminado en la opinión pública de Occidente igual que las prohibidas bombas de racimo arrojadas por el Eje. Se dijo que la guerra era para protegernos de la alianza de Hussein con Bin Landen y de la existencia de armas de destrucción masiva y químicas que amenazaban al mundo. Arthur Schlesinger, ex consejero de John F. Kennedy, declaró que Hussein «no tiene nada que ver con los ataques del 11 de septiembre». La propia CIA señaló que no había evidencias que probaran alguna conexión entre Ben Laden y Hussein. De lo que sí tenía evidencia es de los lazos entre Ben Laden, petroleros sauditas y el régimen de Paquistán. Scott Ritter y los inspectores de Naciones Unidas que estuvieron en Iraq en 1998 señalaron varias veces que las armas químicas fueron destruidas casi por completo. Los nuevos inspectores tampoco concluyen que las armas del autócrata Hussein fueran una amenaza. Después de todo, si Hussein hubiera sido peligroso lo era porque Estados Unidos, que bombardeó los campos de Vietnam con napalm, le facilitó tecnología militar cuando era su aliado en contra de los ayatolas de Irán. El periodista Jorge Ramos concluye que, finalizada la guerra, no existe evidencia de que Hussein escondiera armas químicas y bactereológicas ni se ha podido probar que su ejército poseyera misiles con un alcance superior a 150 kilómetros.

4 Al comienzo, en la pantalla de la CNN, la guerra parecía una exhibición de fuegos artificiales. Esa fue la imagen que nos quisieron vender: una guerra de precisión, aséptica, sin víctimas inocentes. Una guerra inteligente en donde únicamente serían aniquilados los malos. Una parte de la prensa norteamericana se puso el uniforme del patrioterismo. Pero no les fue posible mantener el engaño. A pesar de la censura y la manipulación de los periodistas —informados solo de las ruedas de prensa oficiales— la existencia de la cadena Al Jazeera y de periodistas independientes mostraron el rostro verdadero de esta invasión criminal. Un solo ejemplo: en el pasillo de lo que parece ser un hospital, decenas de cadáveres de civiles se amontonan; un par de médicos cargan en sus brazos el cuerpo destrozado y bañado en sangre de un niño. La Cruz Roja ya no sigue contando lo que podían ser miles de civiles muertos sobre los que el Eje tendrá que responder.        
Rice, Rumsfeld, Cheney y Bush

  
5 La invasión militar del eje Bush-Blair-Aznar consumó el golpe de Estado mundial contra el dictador Sadam Hussein. El Imperio se consolida y continuará escribiendo la Historia como ya lo hizo en Afganistán. «Un guión eternamente repetido: los unos bombardean, los otros se guarecen». Así lo señala la palabra profética de Alejandro Moreano en su excelente libro El Apocalipsis perpetuo: «la nueva categoría organizadora del mundo ya no es la libertad sino la seguridad. La peor de las pesadillas orwellianas parece haberse cumplido: vivimos en el seno de un mundo policíaco». La siniestra derecha militarista que gobierna los EE. UU. —Dick Cheney, vicepresidente, Donald Rumsfeld, secretario de Defensa; Condolezza Rice, secretaria de Estado— ha de estar preparando las nuevas guerras preventivas, que antaño promoviera la doctrina nazi. Bush, convertido en la policía del mundo, es el Gran Hermano cuyo ojo todo lo vigila, todo lo invade, todo lo gobierna.

 


[1] Para mayor información, consultar el sitio web Iraq Body Count: https://www.iraqbodycount.org/


lunes, marzo 20, 2023

Siete fragmentos alrededor del neo-romanticismo ecléctico

Constance Mayer (1775-1821), El sueño de la felicidad (1819). Museo de Louvre.

1

Dijeron que la vida personal y la cotidianidad del autor no le interesaba al arte literario. Dijeron que el nuevo escenario tenía que ser urbano. Dijeron que la heroicidad de ahora es opaca y carece de pasión. Dijeron que había llegado el fin de la historia. Pero, contra la hegemonía del pensamiento único, estamos en un tiempo de diversidad de saberes y de un canon que se construye desde tradiciones propias; un momento de reivindicaciones políticas inéditas que implican la convivencia con la otredad; una ruptura con la modernidad cartesiana que nos lleva a la superación de la dicotomía entre cultura y naturaleza. También estamos en el tiempo de autorretratos, de las selfies que se multiplican en las redes sociales, de las confesiones reprimidas por las convenciones sociales que afloran como salidas de un baúl que se abre ya sin miedo; del reconocimiento de la naturaleza como un ente vivo y con derechos; de la emergencia de los feminismos y de los derechos de la población LGBTI; del protagonismo de personas que sobreviven a la violencia y el ascenso del neofascismo. Vivimos la continuidad de la historia desde la construcción de un nuevo yo y la lucha por nuevas libertades.

2

Nos enseñaron que no había que confundir al Narrador con el Autor; que lo único que debía considerar la crítica era el texto; y, sin embargo, hoy vemos de cuántas diversas maneras se funden la voz autoral con la voz narrativa y las formas confesionales de una voz que, siendo narrativa y autoral a la vez, las ha convertido en escritura para darnos ese objeto del deseo llamado texto. El enunciado Rousseau en Las confesiones podría ser la poética de una literatura confesional que da cuenta del yo en la complejidad de su situación espiritual e histórica: «Emprendo una obra de la que no hay ejemplo y que no tendrá imitadores. Quiero mostrar a mis semejantes un hombre en toda la verdad de la Naturaleza y es hombre seré yo. Solo yo. Conozco mis sentimientos y conozco a los hombres […] Si no soy mejor, a lo menos soy distinto de ellos»[1]. No toda experiencia de vida puede convertirse en literatura; finalmente, la cotidianidad anodina de la especie humana carece de intriga y sucesos capaces de desautomatizar la visión cotidiana del mundo. Pero sí, toda experiencia de vida puede ser literatura, no por las anécdotas sobre su existencia sino por la contemplación de los intersticios del alma de aquella vida en la materialización que conlleva la escritura destinada a entusiasmo estético, la escritura capaz de convertir la experiencia de un alma en la conmoción espiritual del ser humano.

3

El mundo agitado por las antiguas tormenta y pasión está testimoniado en dos libros de una narrativa cargada de poesía. El uno es Nuestra piel muerta, de Natalia García Freire: novela en la que la escena del mundo rural andino reemplaza a la campiña del gótico de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX; el castillo de Otranto da paso a la casa solitaria, de resonancias lúgubres y el fanatismo religioso, tanto el ancestral como el sincrético, se ha instalado como un ente sobrenatural en los corazones de los personajes. Desde similar orilla, el cuentario Las voladoras, de Mónica Ojeda, recupera la tradición oral popular de la ruralidad andina mediante la reelaboración poética de los mitos, en el marco del sincretismo religioso y cultural del mundo indígena y mestizo. Estos cuentos de Ojeda se inscriben en esa tradición de voces rumorosas que entretejen los sentidos de la vida y de la muerte, que descubren el horror y lo místico; la tradición oral popular y los saberes ancestrales y la crueldad del mundo: todo aquellos a lo quienes leemos nos asomamos desde el sublime terror de vernos confrontados con la muerte. Las historias y los personajes de ambos libros habitan el universo de un neogótico incrustado en los Andes.

4

La preeminencia del Yo, herencia romántica por excelencia, es una característica de Los cielos de marzo, de Andrea Crespo Granda, una novela de prosa lírica que estremece, y que, desde el tono confesional, abraza un neo-romanticismo, formalmente ecléctico, que narra una conmovedora historia de amor contrariado resuelta con la inmolación de la heroína. La novela es una desgarradora novela lírica que está estructurada con formas libres; su protagonista es una memorable heroína romántica, y su escritura, envuelta en el sentido irónico del arte y en una conmovedora expresión poética, recupera el paisaje de la naturaleza en función del espíritu. Asimismo, en el registro del Yo confesional, Estancias, de Alicia Ortega (Guayaquil, 1964), es una estremecedora práctica de escritura andrógina que nos permite transitar, desde la cotidianidad de la autora, en nuestra propia experiencia de vida. Alicia Ortega escribe sus meditaciones iluminando lo que ha vivido y las convierte en filosofía de lo cotidiano y sus gestos. Este texto andrógino es escritura del Yo, pero no desde el narcisismo sino desde la mirada cómplice de la sororidad, que transita en los espacios del duelo y la fiesta. Escritura andrógina que se sitúa entre el testimonio autobiográfico y el ensayo, entre la auto ficción y la filosofía, entre el diario de viaje y la cartografía personal. Tanto la novela de Crespo como la auto ficción andrógina de Ortega son textos que se inscriben en la estética del Yo neo-romántico libre, confesional, experimental, que deviene en el tiempo del Yo confesional que se autorretrata en la escritura, ya sea a través del personaje o de la propia autora.

5

Dos cuentarios escritos en clave opuesta se inscriben en el terror de lo real y en la presencia inquietante de lo fantástico en la realidad. En De un mundo raro, Solange Rodríguez Pappe construye sus relatos extraordinarios —en el tono del horror fantástico de la tradición de Poe— a partir de la libertad de la imaginación, como otra aproximación que tiene el conocimiento para desentrañar los niveles ocultos de lo real en una atmósfera gótica del trópico: el mundo de ultratumba es parte del mundo de los vivos y las premoniciones apocalípticas son reelaboraciones de la destrucción a la que el mal somete al mundo. Este es un cuentario que, a partir de la ironía y el humor para enfrentar la muerte y los miedos a lo sobrenatural, destruye la dicotomía racional entre lo real y lo fantástico construyendo un mundo que los contiene a ambos en lo cotidiano sin solución de continuidad entre sus bordes; un libro en el que algunas de sus historias suceden en tiempos apocalípticos y mundos distópicos como para decirnos que vivimos la era de un apocalipsis permanente; un libro que incorpora la oralidad del folklore en el rito solitario que integra la escritura y la lectura. En el otro extremo, en un tono hiperrealista, el cuentario Sacrificios humanos, de María Fernanda Ampuero, desarrolla el horror de lo abyecto del ser humano en cada cuento y asistimos al espectáculo de una galería asfixiante de monstruos sin posibilidad de redención a partir de una imaginación libérrima. Son historias que, en la tradición de Mary Shelley, E.T.A. Hoffman y Horacio Quiroga, incorporan los elementos que se desprenden del gótico del romanticismo del siglo XIX en historias y escenarios contemporáneos: la casa tenebrosa acompañada de la violencia intrafamiliar; la recuperación de la oralidad popular para potenciar el terror y lo sobrenatural; la presencia de seres de ultratumba en combinación con seres violentos en el mundo patriarcal de los vivos; todo ello, en medio de personajes que luchan dentro de sí mismos contra sentimientos depresivos, angustiantes, morbosos. En ambos cuentarios, la heroína rebelde se enfrenta a la violencia del patriarcado, lucha contra de las convenciones y disfruta de su sexualidad libre.

6

Desde la confrontación del Yo con la muerte y la redención de ese mismo yo a partir de una heroicidad cotidiana estos dos poemarios están envueltos por la atmósfera del neo-romanticismo ecléctico. Labor de duelo, de María Paulina Briones, poemario de verso deslumbrante, está alimentado de lo onírico y la terrorífica cotidianidad de la muerte. En él, la poeta medita sobre la vida atravesada por el duelo y, en su verso, recupera el sentido del dolor para continuar la vida con la sabiduría del ser que ha purgado la pérdida. El poema, en este sentido, ha transgredido el terreno sonámbulo de la muerte. Victoria Vaccaro García, en Breve mitología del cuerpo original, convierte en poesía la transición de un cuerpo, que nace varón, y la génesis de la mujer que lo habita; su escritura evoca a la naturaleza para volverla compañera de los diversos estadios del espíritu. El poemario se construye desde la textualidad ceremonial de un tránsito que es, al mismo tiempo, corporal y del espíritu.

 

y 7

François Gerard, Madame de Staël (c. 1817), Coppet Castle.


El neo-romanticismo ecléctico es una escritura que puede observarse en la literatura ecuatoriana de comienzos del siglo XXI y que, con amplia libertad de formas y preocupaciones temáticas, reelabora ciertos conceptos del romanticismo decimonónico a partir de un yo con identidad de género, la construcción de nuevas formas de relación con la naturaleza, la asimilación de variadas estéticas de la escritura, una visión crítica del mundo marcada por la diversidad sexual y étnica y el rechazo al canon patriarcal dominante. Vivimos un tiempo en el que recobra vigencia, desde perspectivas contemporáneas, el entusiasmo enfrentado al fanatismo. Ya lo señaló Madame de Staël: «El fanatismo es una pasión exclusiva, cuyo objeto es una opinión; el entusiasmo se repliega a la armonía universal: es el amor de lo bello, la elevación del alma, la alegría del sacrificio, reunidos en un mismo sentimiento lleno de grandeza y de serenidad»[2]. La amplitud que ha ganado para el arte y la literatura la definición de lo bello, el entendimiento del alma en unidad indisoluble del cuerpo ya que toda persona es un cuerpo con historia, el entendimiento del yo como un yo escindido y diverso, las nuevas libertades por las cuales se lucha, el acercamiento a la naturaleza y la relación de respeto que se establece entre el ser humano y la vida son características de un nuevo entusiasmo. La ironía del distanciamiento que se establece entre quien escribe y la escritura; el entendimiento de la literatura como un artificio ecléctico y un espacio para la problematización de la rebeldía son los cimientos de un neo-romanticismo que deconstruye las convenciones patriarcales, supera las ilusiones del liberalismo económico y concentra la mirada en el ser humano por sobre el capital. Finalmente, desde la experiencia de formas experimentales, envuelta la literatura en nuevas prácticas signadas por la vieja formulación de tormenta e ímpetu, esta tendencia neo-romántica ejerce, desde el eclecticismo textual, el sentido liberador de la escritura.



[1] Jean-Jacques Rousseau, Las confesiones [1782] (México: W.M. Jackson, Inc., 1973), 1.

[2] Madame de Staël, Alemania [1810] (Madrid: Espasa-Calpe, Colección Austral # 184, 1991), 187.

lunes, marzo 13, 2023

«Tár»: entre la cultura de la cancelación y el ocaso de la genialidad impune

           

Cate Blanchett interpreta a la compositora y directora Lydia Tár.

Lydia Tár (Cate Blanchett), famosa compositora y directora de orquesta, conversa en una cafetería con su amigo Andris Davis (Julian Glover), un director retirado, acerca de la cultura de la cancelación en el mundo de la música a propósito de James Levine, exdirector de la ópera de New York[1]. Esta conversación y la clase en la Academia Julliard son dos indicios básicos en el guion de la película por cuanto la protagonista tiene una conducta similar a la de Levine, sobre la que no revela remordimiento alguno y no cree en las definiciones identitarias para la valoración del arte musical. ¿Lydia Tár es una víctima de la cultura de la cancelación? ¿Tár es una artista genial que abusa de su posición de poder para manipular a los demás? ¿Ella es culpable del suicidio de Krysta Taylor? ¿Merece el ostracismo? Tár (150’, EE.  UU., 2022), con dirección y guion de Todd Field, es no solo el retrato íntimo de una artista que se extravía en el laberinto del poder sino también una mirada crítica sobre la conflictiva relación del arte y la moral, con una actuación impecable de una Cate Blanchett que se apropia de todas las facetas de su personaje.

            Es conflictivo el punto de vista narrativo que Todd Field escogió para contar la historia. En la era del #MeToo la narrativa privilegia la mirada de las víctimas; en Tár, la historia está narrada desde la perspectiva de la perpetradora, quien domina casi todas las escenas de la película, y hay que estar muy atentos para que la compasión que uno siente por el personaje y su caída no nos haga olvidar que Lydia Tár es una mujer de poder que ha usado su posición privilegiada para sus conquistas sexuales. En el filme, Sharon Goodnow (Nina Hoss), la esposa de Tár, a quien engaña con frecuencia, es primer violín de la orquesta; se insinúa, más allá de la adoración que le profesa, que Francesca Lentini (Noémi Merlant), la asistente personal, ha tenido algún romance con Tár; cuando llega a la orquesta la chelista rusa Olga Metkina (Sophie Kauer, actriz y chelista anglo-alemana), una millennial de modales bastos, Tár lleva adelante una doble manipulación en función de seducirla: convence a la orquesta para que escoja el Concierto para violonchelo en mi menor, de Edward Elgar, como apertura del programa e incide en el proceso de audición para que el solo sea interpretado por Olga. La misma narrativa de la película obliga a repensar los conflictos personales de Tár y si su genialidad es suficiente para justificar sus abusos y su conducta amoral.

Todd Field también dirigió In the Bedroom (2001) y Little Children (2006)

Los rumores sobre la conducta sexualmente abusiva y acosadora de Tár revientan cuando Krysta Taylor, una de sus jóvenes conquistas, se suicida. De la suicida sabemos muy poco y Tár se encarga de hacerla aparecer como una muchacha desequilibrada que, al parecer, sufre una depresión severa y está obsesionada con ella. En realidad, Tár ha desplegado su influencia para que a Krysta se le cierren los espacios en el mundo de la música, no se sabe si por su baja calidad artística o por una relación que, básicamente, ha sido de tipo sexual y terminó mal. Tár, que no expresa ni el más leve remordimiento por lo ocurrido, no es inocente ante los sucesos, pues, al enterarse del suicidio de Krysta, le pide a Francesca que borre los mensajes de correo de aquella. El suicidio de la antigua discípula es objeto de una indagación judicial que pone a Lydia en jaque y que tiene como efecto el retiro del apoyo de algunas fundaciones a su programa de jóvenes talentos y el ocaso de su propia carrera. La historia de Krysta nos revela la conducta recurrente de Lydia Tár que es la de convertir en su protegida a una joven talentosa, envolverla sexualmente y luego abandonarla por una nueva joven talentosa.

Al suicidio de Krysta se suma la circulación en redes sociales de un video, evidentemente manipulado, de su clase en Julliard, lo que acelera su caída. La escena de la clase en Julliard, que dura algo más de diez minutos, es decidora en términos del desarrollo del personaje; asimismo, la escena tiene un brillante manejo de planos que contrapone los egos en conflicto de Tár y Max, el estudiante; y, finalmente, el parlamento de Lydia es un alegato inteligente en favor de la separación de la obra de arte y la conducta moral del artista. El conflicto de la película está concentrado en esta escena pues Tár no solo argumenta a favor del arte de Bach o Beethoven, independientemente de sus conductas morales, sino de ella misma y, al mismo tiempo, demuestra que es capaz de arrasarlo todo ya que humilla sin piedad al estudiante con tal de imponer su perspectiva.

Zethpham D. Smith Greist como Max, en la Academia Julliard.
Max, que devela ciertas limitaciones artísticas propias de un estudiante, pero desde un inamovible ego de superioridad moral, dice: «Honestamente, como una persona pangénero Bipoc [acrónimo de Black, Indigenous, People Of Color], la vida misógina de Bach hace que sea imposible para mí tomar su música seriamente». Más adelante, cuando Tár interpreta a Bach, sentados ambos en la misma banca del piano, Max agrega: «Tú tocas realmente bien, pero por ahora los compositores varones blancos cisgénero no son mi asunto». Tár reacciona con enojo creciente frente a los argumentos del estudiante y con una retórica virulenta, completamente antipedagógica, le demuestra que los mismos argumentos de una crítica basada en género, sexualidad, etnicidad o moralidad pueden ser utilizados contra él. Humillado, Max se retira insultándola y con ello su superioridad moral se deshace.

En el trasfondo de esta escena, el director Todd Field, que camina por la cornisa frente al consenso de la cultura de la cancelación, nos hace pensar que cada uno puede preferir a un artista u otro basado en sus principios morales o identitarios, pero que no se puede negar el valor del arte de un artista solo porque realizó acciones moralmente reprochables. Después de todo, la Iglesia Católica censuró miles de obras literarias juzgándolas por la moralidad del autor y el texto, y durante la llamada Revolución Cultural, de China, el maoísmo condenó el arte de origen burgués del pasado y con ello casi toda la historia de la música de Occidente. A fin de cuentas, los seres humanos no somos santos y es muy hipócrita pretender que solo aquellos a quienes consideramos moralmente buenos (basados en definiciones identitarias o patrones morales contemporáneos) merecen seguir existiendo en la historia del arte y la literatura. Lo dicho, sin embargo, no es una justificación para la conducta depredadora de Tár: hoy en día, el acoso y el abuso deben ser condenados sin cortapisas. La cuestión que sigue en debate es cómo separar la obra del artista en estos casos y si la condena justa debe ser, en todos los casos, esa suerte de muerte civil de quien es hallado culpable más que por tribunales de justicia por el linchamiento mediático de las redes sociales.

Noémi Merlant es Francesca Lentini, la asistente de Tár.
La actuación de Cate Blanchett es soberbia. Ella sabe cómo administrar su cuerpo, su gestualidad y su voz: está impecable en la entrevista inicial llevada por Adam Gopnik, escritor de The New Yorker, que hace el papel de sí mismo. Esa escena nos permite conocer las ideas del personaje sobre el arte musical y muestra a Tár como una compositora y directora inteligente que habla con claridad de ideas sobre su propio arte. Ya hablamos de la clase en Julliard, pero su faceta manipuladora la vemos, sobre todo, cuando convence a la orquesta de incluir en el programa el solo de Elgar, o cuando despide a Sebastian Brix (Allan Corduner), su director adjunto, y termina por sentirse ofendida. Una faceta vulnerable de Lydia es la angustia que le causa su hipersensibilidad auditiva que se expresa en la presencia de esos fantasmas provocados por los imperceptibles ruidos de la noche que, para ella, son los ruidos de sus pesadillas. Asimismo, la relación con su hija Petra demuestra la enorme sensibilidad que subyace en el interior de Lydia y la niña se convierte, al mismo tiempo, en un sostén emocional de la directora. Cate Blanchett responde con una actuación esplendorosa al ritmo, los diálogos inteligentes, los silencios medidos, las escenas oníricas y el miedo que le causan dos vecinas, madre e hija, que viven enfermas y abandonadas por su familia. Blanchett es capaz de llevar en sí, con brillantez y solvencia actoral, la diversidad de máscaras con las que Todd Field ha construido su personaje.

Sophie Kauer, actriz y chelista, es Olga Metkina
Todo esto nos lleva de regreso a aquella conversación con una admiradora, luego de la entrevista al inicio de la película. En la escena, la admiradora, le pregunta si alguna obra que haya dirigido le ha causado una emoción desbordada. Lydia le responde que siempre hay un ciclo de expectativa y recompensa que la hace anhelar llegar al punto de la satisfacción. Esta observación pertenece a mi admirada crítica mexicana Fernanda Solórzano, quien concluye su artículo así: «Es un trance, agrega, que la lleva a decir cosas que ella no recuerda —pero los demás sí—. A esta alegoría de la seducción y el cortejo, Lydia agrega una “confesión”. El sonido de disparos en La consagración de la primavera, de Ígor Stravinski, le revela que se puede ser víctima y perpetrador a la vez. “Fue hasta que la dirigí —remata— que me convencí de que todos somos capaces de asesinar”»[2].

La película se resuelve en el sentido de la compasión aristotélica. Lydia Tár es castigada con el ostracismo por la institucionalidad musical. Como una forma de purgación, ella regresa a la casa de su infancia en donde recuerda a Leonard Bernstein, su mentor, mientras mira un video antiguo en el que este habla sobre la música y enfatiza la manera cómo el lenguaje musical nos revela sentimientos para los que no encontramos palabras: «La música es lo que se siente cuando uno la escucha». En ese momento, Lydia, liberada del peso del poder y la fama, llora y su llanto es purificador. Después, en algún lugar del sudeste asiático, ella dirige una orquesta juvenil con la misma dignidad, profesionalismo y arte con los que dirigía la Filarmónica de Berlín, cuando ensayaba la Quinta sinfonía en do sostenido menor, de Gustav Malher. El concierto de grabación de la banda sonora de un videojuego, con un público de cosplayers, simboliza la purgación de la artista genial que, debe con sencillez, dirigir composiciones y músicos lejanos al glamur de la música académica. Este momento final nos remite a la primera escena cuando Francesca, se deduce, filma a Lydia dormida en el asiento de un avión y la expone en una conversación por WhatsApp, tal vez, con Krysta: la poderosa y genial directora es, en esa situación, una mujer frágil. El final está concebido como una moraleja sobre la necesidad del renacimiento de Lydia Tár cuando ha caído víctima de la cultura de la cancelación y de sus propios excesos; Todd Field propone, como cierre, la posibilidad de redención de la artista en el ejercicio de su propio arte.



[1] Levine fue separado en 2018, cuando ya estaba jubilado y era director musical emérito de la orquesta, por su conducta sexualmente abusiva y acosadora, durante sus cuarenta años de carrera, luego de los testimonios de más de setenta músicos varones. «Lo que ocultaba James Levine, director de la ópera de New York», Perfil, 13 de marzo de 2018, acceso 10 de marzo de 2023, https://www.perfil.com/noticias/internacional/lo-que-ocultaba-james-levine-director-de-la-opera-de-nueva-york.phtml

[2] Fernanda Solórzano, «Tár, el proyecto de ser dios», Letras Libres, 01 de febrero de 2023, acceso 10 de marzo de 2023, https://letraslibres.com/revista/tar-el-proyecto-de-ser-dios/