José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
Mostrando entradas con la etiqueta Arte y moral. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Arte y moral. Mostrar todas las entradas

lunes, marzo 13, 2023

«Tár»: entre la cultura de la cancelación y el ocaso de la genialidad impune

           

Cate Blanchett interpreta a la compositora y directora Lydia Tár.

Lydia Tár (Cate Blanchett), famosa compositora y directora de orquesta, conversa en una cafetería con su amigo Andris Davis (Julian Glover), un director retirado, acerca de la cultura de la cancelación en el mundo de la música a propósito de James Levine, exdirector de la ópera de New York[1]. Esta conversación y la clase en la Academia Julliard son dos indicios básicos en el guion de la película por cuanto la protagonista tiene una conducta similar a la de Levine, sobre la que no revela remordimiento alguno y no cree en las definiciones identitarias para la valoración del arte musical. ¿Lydia Tár es una víctima de la cultura de la cancelación? ¿Tár es una artista genial que abusa de su posición de poder para manipular a los demás? ¿Ella es culpable del suicidio de Krysta Taylor? ¿Merece el ostracismo? Tár (150’, EE.  UU., 2022), con dirección y guion de Todd Field, es no solo el retrato íntimo de una artista que se extravía en el laberinto del poder sino también una mirada crítica sobre la conflictiva relación del arte y la moral, con una actuación impecable de una Cate Blanchett que se apropia de todas las facetas de su personaje.

            Es conflictivo el punto de vista narrativo que Todd Field escogió para contar la historia. En la era del #MeToo la narrativa privilegia la mirada de las víctimas; en Tár, la historia está narrada desde la perspectiva de la perpetradora, quien domina casi todas las escenas de la película, y hay que estar muy atentos para que la compasión que uno siente por el personaje y su caída no nos haga olvidar que Lydia Tár es una mujer de poder que ha usado su posición privilegiada para sus conquistas sexuales. En el filme, Sharon Goodnow (Nina Hoss), la esposa de Tár, a quien engaña con frecuencia, es primer violín de la orquesta; se insinúa, más allá de la adoración que le profesa, que Francesca Lentini (Noémi Merlant), la asistente personal, ha tenido algún romance con Tár; cuando llega a la orquesta la chelista rusa Olga Metkina (Sophie Kauer, actriz y chelista anglo-alemana), una millennial de modales bastos, Tár lleva adelante una doble manipulación en función de seducirla: convence a la orquesta para que escoja el Concierto para violonchelo en mi menor, de Edward Elgar, como apertura del programa e incide en el proceso de audición para que el solo sea interpretado por Olga. La misma narrativa de la película obliga a repensar los conflictos personales de Tár y si su genialidad es suficiente para justificar sus abusos y su conducta amoral.

Todd Field también dirigió In the Bedroom (2001) y Little Children (2006)

Los rumores sobre la conducta sexualmente abusiva y acosadora de Tár revientan cuando Krysta Taylor, una de sus jóvenes conquistas, se suicida. De la suicida sabemos muy poco y Tár se encarga de hacerla aparecer como una muchacha desequilibrada que, al parecer, sufre una depresión severa y está obsesionada con ella. En realidad, Tár ha desplegado su influencia para que a Krysta se le cierren los espacios en el mundo de la música, no se sabe si por su baja calidad artística o por una relación que, básicamente, ha sido de tipo sexual y terminó mal. Tár, que no expresa ni el más leve remordimiento por lo ocurrido, no es inocente ante los sucesos, pues, al enterarse del suicidio de Krysta, le pide a Francesca que borre los mensajes de correo de aquella. El suicidio de la antigua discípula es objeto de una indagación judicial que pone a Lydia en jaque y que tiene como efecto el retiro del apoyo de algunas fundaciones a su programa de jóvenes talentos y el ocaso de su propia carrera. La historia de Krysta nos revela la conducta recurrente de Lydia Tár que es la de convertir en su protegida a una joven talentosa, envolverla sexualmente y luego abandonarla por una nueva joven talentosa.

Al suicidio de Krysta se suma la circulación en redes sociales de un video, evidentemente manipulado, de su clase en Julliard, lo que acelera su caída. La escena de la clase en Julliard, que dura algo más de diez minutos, es decidora en términos del desarrollo del personaje; asimismo, la escena tiene un brillante manejo de planos que contrapone los egos en conflicto de Tár y Max, el estudiante; y, finalmente, el parlamento de Lydia es un alegato inteligente en favor de la separación de la obra de arte y la conducta moral del artista. El conflicto de la película está concentrado en esta escena pues Tár no solo argumenta a favor del arte de Bach o Beethoven, independientemente de sus conductas morales, sino de ella misma y, al mismo tiempo, demuestra que es capaz de arrasarlo todo ya que humilla sin piedad al estudiante con tal de imponer su perspectiva.

Zethpham D. Smith Greist como Max, en la Academia Julliard.
Max, que devela ciertas limitaciones artísticas propias de un estudiante, pero desde un inamovible ego de superioridad moral, dice: «Honestamente, como una persona pangénero Bipoc [acrónimo de Black, Indigenous, People Of Color], la vida misógina de Bach hace que sea imposible para mí tomar su música seriamente». Más adelante, cuando Tár interpreta a Bach, sentados ambos en la misma banca del piano, Max agrega: «Tú tocas realmente bien, pero por ahora los compositores varones blancos cisgénero no son mi asunto». Tár reacciona con enojo creciente frente a los argumentos del estudiante y con una retórica virulenta, completamente antipedagógica, le demuestra que los mismos argumentos de una crítica basada en género, sexualidad, etnicidad o moralidad pueden ser utilizados contra él. Humillado, Max se retira insultándola y con ello su superioridad moral se deshace.

En el trasfondo de esta escena, el director Todd Field, que camina por la cornisa frente al consenso de la cultura de la cancelación, nos hace pensar que cada uno puede preferir a un artista u otro basado en sus principios morales o identitarios, pero que no se puede negar el valor del arte de un artista solo porque realizó acciones moralmente reprochables. Después de todo, la Iglesia Católica censuró miles de obras literarias juzgándolas por la moralidad del autor y el texto, y durante la llamada Revolución Cultural, de China, el maoísmo condenó el arte de origen burgués del pasado y con ello casi toda la historia de la música de Occidente. A fin de cuentas, los seres humanos no somos santos y es muy hipócrita pretender que solo aquellos a quienes consideramos moralmente buenos (basados en definiciones identitarias o patrones morales contemporáneos) merecen seguir existiendo en la historia del arte y la literatura. Lo dicho, sin embargo, no es una justificación para la conducta depredadora de Tár: hoy en día, el acoso y el abuso deben ser condenados sin cortapisas. La cuestión que sigue en debate es cómo separar la obra del artista en estos casos y si la condena justa debe ser, en todos los casos, esa suerte de muerte civil de quien es hallado culpable más que por tribunales de justicia por el linchamiento mediático de las redes sociales.

Noémi Merlant es Francesca Lentini, la asistente de Tár.
La actuación de Cate Blanchett es soberbia. Ella sabe cómo administrar su cuerpo, su gestualidad y su voz: está impecable en la entrevista inicial llevada por Adam Gopnik, escritor de The New Yorker, que hace el papel de sí mismo. Esa escena nos permite conocer las ideas del personaje sobre el arte musical y muestra a Tár como una compositora y directora inteligente que habla con claridad de ideas sobre su propio arte. Ya hablamos de la clase en Julliard, pero su faceta manipuladora la vemos, sobre todo, cuando convence a la orquesta de incluir en el programa el solo de Elgar, o cuando despide a Sebastian Brix (Allan Corduner), su director adjunto, y termina por sentirse ofendida. Una faceta vulnerable de Lydia es la angustia que le causa su hipersensibilidad auditiva que se expresa en la presencia de esos fantasmas provocados por los imperceptibles ruidos de la noche que, para ella, son los ruidos de sus pesadillas. Asimismo, la relación con su hija Petra demuestra la enorme sensibilidad que subyace en el interior de Lydia y la niña se convierte, al mismo tiempo, en un sostén emocional de la directora. Cate Blanchett responde con una actuación esplendorosa al ritmo, los diálogos inteligentes, los silencios medidos, las escenas oníricas y el miedo que le causan dos vecinas, madre e hija, que viven enfermas y abandonadas por su familia. Blanchett es capaz de llevar en sí, con brillantez y solvencia actoral, la diversidad de máscaras con las que Todd Field ha construido su personaje.

Sophie Kauer, actriz y chelista, es Olga Metkina
Todo esto nos lleva de regreso a aquella conversación con una admiradora, luego de la entrevista al inicio de la película. En la escena, la admiradora, le pregunta si alguna obra que haya dirigido le ha causado una emoción desbordada. Lydia le responde que siempre hay un ciclo de expectativa y recompensa que la hace anhelar llegar al punto de la satisfacción. Esta observación pertenece a mi admirada crítica mexicana Fernanda Solórzano, quien concluye su artículo así: «Es un trance, agrega, que la lleva a decir cosas que ella no recuerda —pero los demás sí—. A esta alegoría de la seducción y el cortejo, Lydia agrega una “confesión”. El sonido de disparos en La consagración de la primavera, de Ígor Stravinski, le revela que se puede ser víctima y perpetrador a la vez. “Fue hasta que la dirigí —remata— que me convencí de que todos somos capaces de asesinar”»[2].

La película se resuelve en el sentido de la compasión aristotélica. Lydia Tár es castigada con el ostracismo por la institucionalidad musical. Como una forma de purgación, ella regresa a la casa de su infancia en donde recuerda a Leonard Bernstein, su mentor, mientras mira un video antiguo en el que este habla sobre la música y enfatiza la manera cómo el lenguaje musical nos revela sentimientos para los que no encontramos palabras: «La música es lo que se siente cuando uno la escucha». En ese momento, Lydia, liberada del peso del poder y la fama, llora y su llanto es purificador. Después, en algún lugar del sudeste asiático, ella dirige una orquesta juvenil con la misma dignidad, profesionalismo y arte con los que dirigía la Filarmónica de Berlín, cuando ensayaba la Quinta sinfonía en do sostenido menor, de Gustav Malher. El concierto de grabación de la banda sonora de un videojuego, con un público de cosplayers, simboliza la purgación de la artista genial que, debe con sencillez, dirigir composiciones y músicos lejanos al glamur de la música académica. Este momento final nos remite a la primera escena cuando Francesca, se deduce, filma a Lydia dormida en el asiento de un avión y la expone en una conversación por WhatsApp, tal vez, con Krysta: la poderosa y genial directora es, en esa situación, una mujer frágil. El final está concebido como una moraleja sobre la necesidad del renacimiento de Lydia Tár cuando ha caído víctima de la cultura de la cancelación y de sus propios excesos; Todd Field propone, como cierre, la posibilidad de redención de la artista en el ejercicio de su propio arte.



[1] Levine fue separado en 2018, cuando ya estaba jubilado y era director musical emérito de la orquesta, por su conducta sexualmente abusiva y acosadora, durante sus cuarenta años de carrera, luego de los testimonios de más de setenta músicos varones. «Lo que ocultaba James Levine, director de la ópera de New York», Perfil, 13 de marzo de 2018, acceso 10 de marzo de 2023, https://www.perfil.com/noticias/internacional/lo-que-ocultaba-james-levine-director-de-la-opera-de-nueva-york.phtml

[2] Fernanda Solórzano, «Tár, el proyecto de ser dios», Letras Libres, 01 de febrero de 2023, acceso 10 de marzo de 2023, https://letraslibres.com/revista/tar-el-proyecto-de-ser-dios/


sábado, marzo 30, 2019

Nuevas formas para viejas inquisiciones

"Ventana de la denuncia" en el Palacio de la Inquisición, de Cartagena de Indias. Nunca un acusado fue declarado inocente.
En Cartagena de Indias, frente a la plaza Bolívar, queda el Palacio de la Inquisición, que hoy es un museo del horror. En la fachada lateral se encuentra la «Ventana de la denuncia». Cualquier persona se acercaba a ella y denunciaba, a un vecino o vecina, de prácticas judaizantes, blasfemia, o brujería. No había necesidad de presentar ninguna prueba. Bastaba la acusación. La persona denunciada era, contra la lógica del debido proceso, quien tenía que demostrar su inocencia. Según datos de los archivos de la Inquisición, nunca se declaró inocente a nadie y más de 800 personas fueron torturadas y ejecutadas.
            La «Ventana de la denuncia» de hoy es una ventana virtual que existe en las redes sociales. Cualquier persona, con nombre propio o con un alias, escribe lo que quiere sobre un vecino o vecina, y acusa a una persona de corrupta, acosadora sexual, maltratadora, etc. Las personas fanáticas de las ejecuciones sumarias activan, entonces, sus propias opiniones que se resumen en la reproducción acrítica de los mensajes acusadores, llevadas únicamente por sus antipatías o definiciones ideológicas personales. Al final, contrariamente a lo sucedido en el desafío evangélico de la primera piedra, todas aquellas personas, por el contrario, se han disputado el privilegio de arrojar con rabia la primera piedra. Y se sienten orgullosas de actuar como jueces prevaricadores: «Yo le creo a quien piensa como yo».
            Por supuesto que causan indignación las personas abusadoras, maltratadoras, corruptas, etc., en definitiva, las personas que cometen crímenes horrendos. No obstante nos dejamos llevar por un sentido de justicia más parecido a la Ley del Talión antes que al de la presunción de la inocencia. En las redes sociales se acusa sin pruebas, se procesa sin derecho a la defensa, se lincha virtualmente a las personas acusadas y se condena de antemano: exactamente como en los tiempos de la Inquisición. Es más, ni siquiera se tiene en cuenta que, como pasa en muchos países, no existe la pena de muerte: eso no importa, los internautas han inventado la peor de las condenas: la muerte civil de cualquiera que haya sido acusado a través de la posmoderna «Ventana de la denuncia».
            En el campo artístico y literario nos estamos volviendo extremadamente moralistas; pero resulta que artistas y escritores no son santos sino seres humanos con luces y sombras en sus vidas personales. Pretender que las miserias de las personas las inhabilita para ejercer con maestría la medicina, la ingeniería, o el arte, es, por el ejemplo, reducir el canon literario a las meditaciones de los seres santificados. Ciertamente, cada uno es libre de elegir los artistas que admira por su arte y su ética, así como de poner el límite de lo que le perturba, pero resulta inquisitorial el pretender reducir el arte a las miserias morales de la vida del artista.
            Es muy grave que un ser humano quede en indefensión jurídica. Y, sin embargo, los herederos de Torquemada se sienten satisfechos con cada reenvío y, en las redes sociales, encienden las hogueras con gusto.

                  Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, 29.03.19