José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, junio 12, 2023

Crónica sobre un seguro que no te asegura


El mejor seguro es el que no se usa. Digamos que, si tomo un seguro de vida —que de ninguna manera me protege frente a la muerte—, el hecho de que no se ejecute quiere decir, ni más ni menos, que sigo vivo. Ahora, el colmo sería que me muera de un patatús y que mis deudos, por trabas burocráticas de la aseguradora, no puedan cobrar el seguro. Menos dramático, pero más común, es tomar un seguro de viaje para emergencias de salud. Lo óptimo es no usarlo porque significa que el viaje no tuvo novedades en este sentido. Pero, así como el mejor seguro es el que no se usa, el peor seguro es el que no puedes usar cuando necesitas hacerlo. Y aquí es donde comienza mi crónica sobre un seguro que tomé y que no te asegura nada.

Mi esposa, mi hija y yo viajamos a Ciudad de México invitados por mi hijo que, por motivos laborales, reside allá desde hace dos años. Al momento de reportar el viaje a VISA-Banco Pichincha, el operario de la tarjeta me ofreció un seguro de viaje que tomé confiado en la seriedad de quien me lo vendió. En menos de un segundo, la transacción estaba cobrada a través de mi tarjeta de crédito; en cambio, el intento —que, al final, fue fallido— de usar el seguro me tomó muchas horas.

Veamos los hechos. El día jueves 25 de mayo, a la noche, mi esposa presentó un inesperado e intenso dolor de muelas. No, nada tuvieron que ver ni los tacos ni los jalapaños ni las rancheras. Era un dolor de muelas sin historia que fue la entrada a un laberinto burocrático privado: el kafkiano mundo de una empresa de seguros. Esa misma noche me comuniqué al número de emergencia al que el seguro me obligaba a llamar antes de cualquier atención médica (+1 800 832 3010). Lo hice a las:

10h35 (espera de 13' 35")

10h49 (me colgaron)

10h51 (me colgaron)

10h53 (espera de 7' 21").

Nadie respondió. Solo escuché una voz robótica que decía que espere en la línea hasta que sea atendido. Nadie me atendió. Lo peor es que, en la espera desesperada, me obligaron a escuchar una melodía repetitiva y exasperante que algún relacionista público de la empresa consideró que era una manera de ir ablandando al cliente, mediante tortura musical, hasta atenderlo. Pero, en este caso, nadie contestó mi llamada de emergencia. Yo quedé con un malestar estético en el oído y me esposa continuó con su dolor de muelas.

Al día siguiente, volví a llamar al 1 800 y luego de tres intentos, finalmente, alguien respondió, a las 09h19; después de escuchar mi reclamo por lo sucedido la noche anterior, y sin ofrecerme ninguna explicación sobre aquello, me dijo que iba a comprobar nuestros datos. A las 11h42, avisaron por teléfono (al número de mi hijo que reside en Ciudad de México y que yo había señalado para la comunicación con el proveedor) para decir que mi esposa tendría una cita para el sábado 27 a las 12 del día y que volverían a llamar para indicar el lugar. Nunca llamaron de nuevo para indicar el lugar, ni enviaron correos ni mensajes de WhatsApp. Tampoco enviaron señales de humo a través de Popocatépetl. La cuestión es que mi esposa tuvo que atenderse por cuenta propia para calmar el dolor. No quiero imaginarme la escena si hubiera sido un brazo roto o algo más grave.

En síntesis, el seguro de viajes con la aseguradora AXA Partners, que VISA-Banco Pichincha me vendió, no me sirvió cuando intenté usarlo. Para empezar, la aseguradora se demoró doce horas en responder frente a una emergencia y, al final, ni siquiera completó el proceso de atención como es debido. La tarjeta, obviamente, tampoco se ha hecho responsable a pesar de actuar como broker de seguro pues no ha querido devolveme el importe pagado por un seguro que no pudo ser usado en el momento en que fue necesario. Como decía mi abuela: lagarto que traga, no vomita.

Y es que la historia no termina ahí. Cuando ya regresamos a Ecuador, llamé al número de atención al cliente de la tarjeta VISA. Repetí por tres ocasiones lo que conté arriba a sendos operarios que me enviaron en cadena uno a otro y el que me atendió, al final de la peregrinación telefónica, me dijo que volviera a llamar. Bueno, entonces me enojé y le dije que el servicio era deficiente, mediocre y que me estaban estafando. Le dije que quería que me devuelvan lo que pagué por los tres seguros. Como siempre, el hombre tenía que consultar con un supervisor para responderme. Luego de la consulta, me dijo que a quien yo tenía que hacer la reclamación era a la compañía de seguro. Es decir, que empiece nuevamente la peregrinación en otro lugar. Yo pensé: «Kafka, ¿estás ahí?». Después de insistir, me dijo que la empresa aseguradora se comunicaría por teléfono conmigo. Es lo que se llama aplicar el pendejómetro al cliente. Obviamente, la empresa aseguradora nunca se comunicó telefónicamente conmigo. Lo que sí hizo fue enviarme —¡el 6 de junio!— un correo electrónico del que hablaré más adelante.

Existe una burocracia estatal que es mediocre. La burocracia de este seguro privado es más que mediocre: es indolente, soberbia y robotizada. Me enviaron un correo el sábado 27 a las 21h01 diciéndome que no me había presentado. ¿Cómo querían que me presentara si nunca me dijeron a dónde tenía que hacerlo? Yo le respondí contándole la historia que les he contado a ustedes. El martes 6 de junio, a las 10h11, me volvieron a enviar un correo que era un copia y pega del anterior con un añadido: «déjenos saber si solicitamos reprogramación del servicio». ¿Reprogramación del pedido de un servicio de emergencia después de doce días? ¿Qué se imaginan estos tipos? ¿Qué mi esposa iba a permanecer con un pañuelo alrededor de la cabeza sujetándole la mandíbula esperando su atención? ¿Son estúpidos o qué? (Bueno, «qué» no es una opción válida).

            Se le atribuye a Einstein la frase: «solo hay dos cosas infinitas, el universo y la estupidez humana, y no estoy muy seguro de la primera». La haya dicho o no, lo cierto es que la estulticia burocrática es infinita sin lugar a duda. Ese mismo día me llegó un correo firmado por un Travel Assistance Coordinator (así, poscolonialmente, en inglés: como si al estar escrito en inglés se revistiera, automáticamente, de eficiencia) de AXA Partners, ubicada en la Calle 102 N. 17a – 61, en Bogotá D.C, Colombia. Como no quiero hacer más largo el cuento, resumo: me daban 90 días de plazo para presentar la reclamación —ellos hablan de reembolso; yo, en cambio, de devolución del importe de lo que pagué por los seguros porque el producto que me vendieron no sirve— y me piden que presente una serie de papeles que, obviamente, buscan que nadie pueda terminar la reclamación; y todo esto con la siguiente advertencia: «el envío de los documentos no implica aceptación de responsabilidad por nuestra parte, ya que los documentos entrarán en estudio con el fin de definir aprobar o no su solicitud». En otras palabras: dedíquese a recolectar todos los papeles solicitados —incluido «Cualquier otro documento que la compañía considere necesario para evaluar su caso»— y ya veremos. Esto ya es la aplicación de un pendejómetro sofisticado, cuyo inventor merece un lugar especial en el infierno de Dante.

Lo kafkiano del asunto tiene su lado siniestro. Como en una película de Stephen King, estás en una ciudad extranjera y tienes de pronto un accidente, etc. Al instante, piensas, aliviado, «tengo seguro, no hay problema”». Y es, entonces, cuando empiezan tus problemas. Debes llamar a un +1800 que nunca contesta. Al final, un tipo te dice que tiene que comprobar que existes en el sistema y que esperes un par de horas. Luego te dicen que «mañana» y que te llamarán para decirte el lugar a donde debes ir. Y después de días, te envían un correo para que reprogrames la cita. ¡Y todo esto era una emergencia! Al final, te das cuentas de que estuviste en indefensión durante todo el tiempo de tu viaje. Odiseo anduvo con más protección en su regreso a Ítaca.

Escribo, por lo tanto, sigo vivo. Y, así como muchos en la misma situación, sigo vivo, pero estafado por una aseguradora cuyos servicios me los ofreció mi tarjeta de crédito que, ahora, no se hace responsable de haberme vendido el peor seguro del mundo: el que no puedes utilizar cuando necesitas hacerlo. Tanto el seguro de AXA Partners como la tarjeta VISA-Banco Pichincha que me lo ofreció deberían irse a ese lugar en el infierno en donde los pecadores se embadurnan de estiércol. Definitivamente, Kafka es un insigne escritor del realismo social. Seguramente, sabía de todo este laberinto de las aseguradoras porque trabajó en una compañía de seguros.


lunes, mayo 08, 2023

Puerto del coronavirus: crónicas de Guayaquil en cuarentena

            El 5 de mayo pasado, el doctor Tedros Adhanom Gebreyesus, director general de la Organización Mundial de la Salud, OMS, anunció el fin de la emergencia sanitaria internacional por causa de la COVID-19. En declaraciones de prensa, dijo: «Ayer, el Comité de Emergencias se reunió por decimoquinta vez y me recomendó que declarara el fin de la emergencia de salud pública de importancia internacional. He aceptado ese consejo. Por lo tanto, declaro con gran esperanza el fin de COVID-19 como emergencia sanitaria internacional». Sin embargo, el mismo doctor Gebreyesus aclaró que «esto no significa que COVID-19 haya dejado de ser una amenaza para la salud mundial».[1]

            Este anuncio esperanzador trajo a la memoria colectiva de la gente de Guayaquil las muertes y el sufrimiento que ocasionó la pandemia en aquel aciago 2020 y la irresponsable, por decir lo menos, respuesta institucional que dieron las autoridades gubernamentales en todos los niveles.

            En mi poemario Trabajos y desvelos, en la sección «Puerto del coronavirus: crónicas de Guayaquil en cuarentena», he recreado literariamente algunos episodios que dan testimonio de lo vivido durante aquellos días. Estas crónicas breves pretenden mantener viva la memoria de aquel annus horribilis.

 

Vuelo IB6453

 

            El virus viajaba en primera clase; después de todo, tiene corona. Ese miércoles 18 de marzo de 2020, el virus era el único pasajero de aquel vuelo con once tripulantes. Los asientos del Airbus 340, vacío de pasajeros, servían para que el virus se moviera de un lado a otro de la nave de Iberia. En el vuelo IB6453 venía el virus de la pandemia.

            La pista del aeropuerto José Joaquín Olmedo, de Guayaquil, se llenó de carros de la Autoridad de Tránsito Municipal y de la Policía Metropolitana. «Soy la responsable de haber impedido que aterrice el vuelo de Iberia proveniente de Madrid», dijo la alcaldesa, quien, además, aseguró: «Yo garantizaré la vida de los guayaquileños».

            Pero el coronavirus no llegó por Iberia.

            Resumo lo que han dicho los periódicos y la televisión:

            El Viernes Santos, 10 de abril, la provincia del Guayas reportó 5.281 contagiados; de esos, Guayaquil, su capital, tenía 3.983. Para la misma fecha, a nivel nacional, había 7.161 casos registrados, según el Comité de Operaciones de Emergencia, COE. Al 24 de abril, la cifra de la provincia subió a 15.365 casos de los 22.719 registrados a nivel nacional. El 29 de abril, el secretario de la Presidencia, pulverizando las cifras oficiales, aceptó en una entrevista en NTN24, que, en la provincia del Guayas, habría habido alrededor de ocho mil muertos por la pandemia.

            Este cronista no sabe cómo, a pesar de que el vuelo 6453 de Iberia no pudo aterrizar, el virus se las ingenió para instalarse en una ciudad que se sentía poderosa y feliz, y que se creía invulnerable.

 

Un momento grave de la vida

 

            «El momento más grave de mi vida es el haber sorprendido de perfil a mi padre», escribió César Vallejo.

            Movido por la necesidad de enterrar a su muerto querido y de rendirle honores fúnebres, de no abandonarlo al anonimato de la fosa común o a la caridad de un féretro de cartón, un hijo transportó el cadáver de su padre en un viejo Trooper azul desde Guayaquil hasta la parroquia Cerecita, donde había nacido. En el asiento trasero del yip, viajaba sentado el cadáver con una mascarilla de tela blanca que cubría su nariz y boca.

            Sucedió el jueves 9 de abril. Durante el viaje, el hijo compartió el camino hacia la soledad eterna en compañía del difunto. Esa soledad, poblada en vida de los silencios cotidianos con los que platican los varones, se prolongó por cincuenta kilómetros largos. Cuando el hijo regresó del cementerio de Cerecita a la casa familiar —vacía para siempre de padre— pronunció las palabras de su orfandad definitiva:

            «El momento más grave de mi vida es haber visto a mi padre, a través del espejo retrovisor, con una mascarilla que le cubría nariz y boca, sentado y muerto, en el asiento trasero del viejo yip azul».

 

Viernes Santo

 

            El becerro de oro, el que Aarón fundió con los zarcillos que se quitaron de sus orejas las hijas y los hijos de Israel, se ha convertido en el becerro volador de acero, aluminio y titanio que alquiló el arzobispado de Guayaquil. No creo en becerros ni en helicópteros. Creo en el valor de la oración compartida por quienes habitan el hogar del confinamiento.

            Viernes, 10 de abril: han sacado a pasear por los aires al Cristo del Consuelo. Ese que carga todos los dolores y las culpas, ese que nos recuerda que nuestras penas con ser muchas son pocas ante la muerte del Hijo abandonado por el Padre. Pero la muerte del Hijo de Dios solo tiene sentido si es redención de la condena primigenia, aquella que recibió el ser humano cuando fue expulsado del Paraíso. El bálsamo del Cristo sería la promesa de las Bienaventuranzas para aquellos que recibirán la tierra por heredad, mas no la resignación ante la iniquidad del mundo.

            Desde las ventanas de sus casas los habitantes del puerto han levantado las miradas hacia el cielo: vieron ese moscardón rugiente del espectáculo sacerdotal. En vano esperaron que cayera la lluvia bendita sobre sus corazones atribulados. Al becerro vo
lador le ofrecieron el holocausto de sus cadáveres queridos a la espera del sepulturero agobiado. Suplicaron la protección del Cristo del Consuelo para sus vivos y permanecieron con los párpados cerrados como si en ese gesto se inocularan el virus de la esperanza.

 

Testimonio del Hospital y la Casa de las Muñecas

 

            Le dicen «La José», es homosexual, tiene cálculos renales y carece de inscripción de nacimiento. Sus padres, que acuden fervientes a una iglesia evangélica, le han inculcado la idea de que es preferible que se muera antes de que siga siendo gay. A Sharon, una joven trans que antes de la cuarentena se dedicaba a la prostitución callejera, su madre le ha dicho que no tiene dinero para mantenerla en la casa, que vea cómo se las arregla. Sharon y «La José» conviven en la Casa de las Muñecas junto a una decena más de personas LGBTI, algunas colombianas y, otras, venezolanas. Las historias de los parias de la tierra son similares por lo que este cronista teme ser repetitivo en su narrativa, pero sucede que, en la existencia cotidiana, cada drama es único, verdadero e irrepetible para quien se mira en el espejo de su propio dolor.

            Mariasol Mite Galarza vive al norte, en La Atarazana, y trabaja al final de la ciudad, casi al llegar a la zona del puerto, en el Hospital General Guasmo Sur, HGGS. Se moviliza en taxi, cuando encuentra alguno, o con un compañero de trabajo que tiene carro. Ella es responsable de la unidad de atención al usuario. ¿Dónde tienen a mi madre? Mariasol debe, durante sus largas jornadas, dar respuestas que resuelvan avatares, que calmen angustias y que disipen miedos. Mi abuelito entró anoche pero no sé de él. Su palabra es como un hilo que siempre está a punto de romperse y cuyo sentido desemboca en el alivio de quien la escucha o en el llanto ante lo irremediable. Dígame, por favor, que no es cierto que mi esposo ha muerto.

            En su oficina, sobre un anaquel, ha colocado la imagen del Divino Niño, ese infante vestido con un batón rosado que dirige la mirada hacia un cielo ilusorio; Mariasol cree que «la fe sin acción es palabra muerta». Ella, además, recibe las donaciones que llegan al hospital: botellas de agua, pizzas, empanadas, fanesca, etc. Debe repartirlas para el personal médico, administrativo y de servicio; así como para ciertos pacientes. Es como si trabajase en una permanente multiplicación de los panes.

            Mariasol es también una activista trans y es quien dirige la Casa de las Muñecas, una organización de base comunitaria que alberga y protege, en particular, a chicas trans en situación de calle. El año pasado, vi a Mariasol encabezando la comparsa de la Casa de las Muñecas durante el desfile del Día del Orgullo LGBTI, en Guayaquil. Aquel sábado de junio, lucía un bodysuit de franjas verticales con los colores del arcoíris y, pegado a los hombros, pañuelos de tul coloridos que ondeaban como si el espectro de luz de la tarde bailara junto con el movimiento de sus brazos. Este año, seguramente, no habrá desfile, pero el Orgullo, para ella, no es de un día, sino de la vida entera.

            El trabajo de la Casa, durante la cuarentena, lo coordina con Amy Antonella, mujer trans, alta como una espiga bañada en melaza. Las dos, junto a otras personas que viven acogidas en la Casa, hacen las compras de los víveres en el Mercado Central. Allá van, protegidas con mascarillas, guardando la distancia social que recomiendan las autoridades de salud. «La pasamos bien. Es como una terapia para mitigar tanto encierro. Y, aunque todo está más caro, logramos llenar la canasta». La multiplicación de los panes parecería una destreza del activismo de Mariasol.

            La Casa no tiene ningún tipo de apoyo, ni estatal ni municipal, y sobrevive por donaciones esporádicas que Mariasol consigue aquí y allá. Quienes habitan la Casa son personas expulsadas de todo paraíso; rechazadas por aquellos que llevan su misma sangre, son errantes sin tierra prometida. En aquella casa encuentran un pan sencillo y el cuidado de quienes han aprendido a servir en medio del sufrimiento propio.

            Mariasol llega a su hogar en las noches y sigue atendiendo mensajes desde su teléfono móvil. Conversa con su madre y con su hermana. Mira alguna película que le permita olvidarse del trajín del día. «No soy ninguna heroína. Yo, simplemente, le estoy devolviendo a la vida la oportunidad que me ha dado para ser lo que soy y para servir». El hospital la espera al día siguiente. La Casa de las Muñecas, siempre la acompaña.



[1] «Se acaba la emergencia por la pandemia, pero la Covid-19 continúa», Organización Panamericana de la Salud, acceso 06 de mayo de 2023, https://www.paho.org/es/noticias/6-5-2023-se-acaba-emergencia-por-pandemia-pero-covid-19-continua