José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, diciembre 30, 2024

María Carolina Geel: aproximaciones textuales a una homicida

Elisa Zulueta en el papel de Mercedes, en la película de Netflix El lugar de la otra (2024), dirigida por Maite Alberdi.

            El jueves 14 de abril de 1955, en el hotel Crillón, de Santiago de Chile, la escritora María Carolina Geel (1913-1996) asesinó a sangre fría a su amante Roberto Pumarino Valenzuela, de 28 años, con cinco balazos. En Cárcel de mujeres, que es crónica, testimonio y confesión, que Geel escribió durante su reclusión en el Correccional El Buen Pastor, ella meditó así sobre aquel momento: «Estábamos frente a frente, y yo, que nunca supe vivir, quedé sujeta a la vida; y él, que tan cabal se daba a ella, que nada sabía de ese otro modo de morir que tienen algunos, cayó. Cruzo las manos y me digo que fui yo quien volvió hacia él la muerte; yo, que levanté un arma mortal, y, en vez de aniquilarme, ¡lo hice morir!»[1]. Una película de Nelflix, El lugar de la otra (2024), dirigida por Maite Alberdi, me llevó a Las homicidas, ensayo y crónica policial, de Alia Trabucco Zerán; este, al cuento «Sangre de narices», de Lina Meruane, y, atravesándolos, el libro de Geel, pionero por su hibridez genérica. Un recorrido estético que hice para entender los motivos nunca aclarados de un crimen que, en todos los productos artísticos visitados, genera reflexiones filosóficas, curiosidad y empatía por la asesina y cierto desdén por la víctima.

            La película de Alberdi mira el suceso criminal de manera oblicua. La protagonista es Mercedes Arévalo (Elisa Zulueta), asistente del juez Veloso que lleva la causa. Mercedes, casada, dos hijos, clase media, vive un matrimonio armónico, pero con estrechez económica. Ella es una mujer silenciosa y sencilla que, al escuchar el testimonio de Geel y conocer el departamento de la escritora debido al encargo de una diligencia, comienza, poco a poco, a imaginar cómo sería ella viviendo la vida de Geel. Y, ya con la llave, va todos los días al departamento y se pone los vestidos de la escritora, usa su maquillaje, lee sus libros y diarios, se sienta en su escritorio, fuma sus cigarrillos, toma su baño, en síntesis, asume el lugar de otra persona y, por un tiempo, siente que protagoniza una vida glamorosa y, sobre todo, libre.

Al mismo tiempo, se desarrolla el proceso judicial de Geel, cuyo nombre civil es Georgina Silva Jiménez. En ese proceso, los testimonios en el juzgado caracterizan a la acusada como si ella también ocupara el lugar de otra persona. Tiempo después, cuando Geel queda libre, gracias al indulto presidencial, esta se topa con Mercedes, frente a su departamento, y en ese intercambio de miradas queda resumido la devolución de su lugar. Pero, Mercedes es ya una mujer distinta a la que vimos al comienzo de la película: en su mirada feliz hay determinación y libertad. En El lugar de la otra, María Carolina Geel es una homicida misteriosa que, sin saberlo, contribuye a la liberación otra mujer y, simbólicamente, de todas las mujeres que asumen su lugar.

           

            La película me llevó a Las homicidas, de Alia Trabucco Zerán, un ensayo y crónica policial, que, con un extraordinario trabajo de archivo, retrata a cuatro mujeres homicidas de Chile. A partir de los crímenes, Trabucco reflexiona sobre la violencia femenina, lo que no significa ni avalar el crimen ni pretender impunidad para las homicidas, y concluye que aquella violencia «pone en jaque las normas que definen qué es ser mujer y permite revisar críticamente las invisibles leyes del género»[2]. En el libro de Trabucco encontré el pedido que hace Gabriela Mistral, que había recibido el Premio Nobel de Literatura en 1946 y que se desempeñaba como Cónsul de Chile en Nueva York, en favor de María Carolina Geel. Mistral solicitó su indulto al presidente Carlos Ibáñez del Campo, el 13 de agosto de 1956: «Respetuosamente suplicamos a Vuestra Excelencia indulto cabal para María Carolina Geel, que deseamos [las] mujeres hispano-americanas. Será esta una gracia inolvidable para todas nosotras».

Trabucco señala el paralelismo entre el crimen de Geel y el intento de asesinato cometido por María Luisa Bombal, a la entrada del mismo hotel Crillón, el 26 de enero de 1941, cuando le propinó tres balazos a su examante Eulogio Sánchez Errázuriz, dejándolo gravemente herido. La conclusión, en este caso, fue que Bombal cometió el delito por celos y “privada de razón”, motivos por la que también fue indultada. Trabucco, entonces, considera que el homicidio de Geel es «un crimen por imitación, un asesinato donde una mujer copia y repite, como homenaje y apropiación, el delito perpetrado por otra» (126). Para Trabucco, los motivos de Geel para el crimen permanecerán ocultos tras las narrativas de los celos y el amor. Finalmente, Trabucco considera que el indulto presidencial es una muestra de cómo la sociedad patriarcal refuerza, simbólicamente, la desigualdad de género y desactiva el poder transgresor que habita en la mujer homicida: «La indultamos, señora, porque usted no es más que una mujer. Y es, de hecho, una mujer desarmada» (195).

            El libro me condujo a «Sangre de narices», un relato de Lina Meruane, incluido en su cuentario Avidez[3]. La voz narrativa de «Sangre de narices» mira a María Carolina Geel ya en la cárcel del Buen Pastor, en donde piensa en el crimen como una liberación de su destino matrimonial. El personaje se llama Carolina y recibe de su novio Roberto un hámster hembra al que bautiza como Georgina. Carolina le conseguirá un macho al que Georgina matará junto a sus crías. Este juego de humor oscuro evidencia aún más las contradicciones entre la escritora y lo que la sociedad espera de ella. Carolina, en su celda, lee una noticia que dice que ella mató y bebió la sangre del muerto. Carolina arruga la foto del periódico en la que ella abraza a Roberto y se la mete en la boca. «Mientras la masticaba levantó la cara hacia el ventanuco, un rayo de sol se colaba por una esquina y la escritora deshacía y se tragaba el artículo con su fotografía y entonces, súbita, miró directo al rayo y quedó encandilada». El cuento de Meruane subvierte el relato mediático de la época sobre el homicidio y encuentra la manera de nombrar el crimen cometido por una mujer, de tal manera que humaniza a la homicida y la saca de la esfera de la anormalidad y lo vampiresco.

           Atravesándolo todo, Cárcel de mujeres, ese libro genéricamente inclasificable de María Carolina Geel, se yergue como un texto en el que la autora, según Diamela Eltit, asume una mirada “panóptica” sobre los demás cuerpos encarcelados: «Así, se establece un ojo femenino doblemente privilegiado en la medida que, desde sus beneficios, transforma la mirada en escritura» (11). El libro, que cuando apareció se convirtió en parte del proceso judicial, es un testimonio sobre la vida en prisión, retrata los dramas personales de las mujeres presas en toda su humanidad, y es también una meditación abstracta sobre el crimen cometido por la autora. Insinúa que ese día, ella iba camino a morir, pero que la muerte torció el camino: «¿Iba, pues hacia el fin? Si iba, ¿qué transmutación animal degeneró mi voluntad?» (106). El libro, además, causó conmoción en su momento, pues daba cuenta de los amores lésbicos de las reclusas, pero, sobre todo, es un alegato de Geel acerca de su creencia de que el amor no es suficiente para «desplazar la espantosa miseria moral que el matrimonio llega a infiltrar en los seres» (81). Lo que queda, después de leer las meditaciones de Geel, es la sensación de que ese día, ella quería morir, pero que, un elemento insospechado, cambió el rumbo de los hechos e hizo que, en vez de morir, ella matara.

Los textos que he visitado sobre el crimen cometido por María Carolina Geel reflexionan sobre la aparente inexistencia de motivación para cometerlo y, al mismo tiempo, retratan a Geel en su condición de escritora y homicida. La empatía por Geel no implica la aceptación de su crimen, sino el señalamiento del carácter transgresor de una mujer homicida en una sociedad que solo acepta el papel doméstico y pasivo de la mujer y que, por tanto, convierte a una mujer homicida en una anormalidad monstruosa, despojándola de su condición humana. Sin embargo, en ninguno de los textos visitados pude encontrar algún tipo de pesar por la víctima que, en todos ellos, es un personaje secundario: curiosamente, la figura de la escritora homicida silencia e invisibiliza a su propia víctima. Geel, en su libro, medita sobre su condición de homicida: «De pronto el pensamiento cede y percibe que se puso a rebuscar y rebuscar, porque lo que quería de verdad en su desconsuelo el alma era que la muerte no fuese la muerte» (104). Pero la muerte es muerte y la escritura apenas un consuelo.



[1] María Carolina Geel, Cárcel de mujeres [1956], presentación «Mujeres que matan», de Damiela Eltit, y prólogo de la edición original de Hernán Díaz Arrieta, Alone, (Santiago de Chile: Editorial Cuarto Propio, 2000), 97.

[2] Alia Trabucco, Zerán, Las homicidas (Barcelona: Lumen, 2020), 199.

[3] Lina Meruane, Avidez (Madrid: Páginas de Espuma, 2023).


lunes, diciembre 23, 2024

Llanto y clamor de justicia por los cuatro niños desaparecidos de Guayaquil

La madre y el padre de los menores Arroyo Bustos.

El domingo 8 de diciembre, los hermanos Josué e Ismael Arroyo Bustos, de 14 y 15 años; Saúl Arboleda Portacarrero, de 15, y Steven Medina Lajones, de 11, estuvieron jugando fútbol y, alrededor de las ocho de la noche, entraron en una panadería, cercana al Mall del Sur, en la avenida 25 de Julio, al sur de Guayaquil. Luis Arroyo, padre de los hermanos, dijo, en su dramático testimonio a la cadena Ecuavisa, que dos horas más tarde, en la noche de aquel domingo recibió una llamada desde un número que no conocía. La persona inidentificada que llamó le comentó el suceso y le pasó el teléfono a Ismael, su hijo mayor, que le contó que los militares los habían cogido, que los habían golpeado y apaleado y que los habían dejado botados, desnudos, en los alrededores de la base militar de Taura, ubicada en el km 23,5, vía Durán-Tambo. Luis avisó al ECU-911, pero cuando llegaron al sitio, ya no estaban los niños. La persona desconocida volvió a llamar amenazándolo y diciéndole que grupos delictivos ya se habían llevado a los niños y, desde entonces, perdió contacto con dicho individuo.

Luis Arroyo, en su testimonio, indica que, luego de denunciar el hecho a la Fiscalía, al revisar las cámaras del ECU-911, se ve que, efectivamente, los niños van atrás, en una camioneta con logo de las FF. AA cruzando el puente de la Unidad Nacional, rumbo a Durán. «El teniente de la Unase [Unidad Antisecuestros y Extorsión, de la Policía Nacional] incluso me dijo que la FAE mismo, que el comandante les había obligado a estos malos elementos a recuperar la ropa de los menores, y él mismo le entrega al teniente, al siguiente día, la ropa». La fiscal que lleva el caso le dijo a Luis Arroyo que en los videos se ve cómo los militares golpean a los niños. En resumen: una patrulla de la Fuerza Área Ecuatoriana, FAE, fue responsable del operativo en el que se llevaron a los niños en un vehículo de la institución.

A pesar de que hay videos, llamadas, testimonios y hasta la ropa de los niños, como elementos que vinculan a los militares del operativo con la tortura y desaparición de los menores, el ministro de Defensa, en una reciente declaración gubernamental pregrabada, responsabilizó a grupos delincuenciales por la desaparición de los menores y añadió: «Calificar desde lo político este hecho como una desaparición forzada es hacerle juego al crimen organizado». Por su parte, el jefe del Comando Conjunto de las FF. AA. dijo: «Seamos enfáticos, debido a la información que se vierte en medios de comunicación y redes sociales, en donde uno de los padres de familia afirma haber conversado con uno de sus hijos, luego de intervención militar, se descarta cualquier participación de la fuerza pública en hechos posteriores a la referida intervención y que sería causa de la desaparición».

No obstante, según señala la abogada Lolo Miño, experta en Derechos Humanos, en su cuenta en X, los militares que detuvieron a los niños, en nombre del Estado, asumieron la responsabilidad de su custodia en el momento mismo en que los subieron a la camioneta de la institución. También se conoce que dos militares que participaron en el operativo han sido llamados a rendir su versión y uno de ellos se acogió al silencio. La inculpación a grupos delictivos carece de verosimilitud y más parece un distractor que, aún en el supuesto no consentido de que así haya sido es por sí mismo un horror: unos militares se llevan a unos niños, los golpean, los abandonan desnudos cerca de una base militar y deslindan su responsabilidad de lo que pudo haberles sucedido después. Lamentablemente, la versión oficial ha preferido, desde su primera declaración pública, trece días después de los hechos, adherirse al espíritu de cuerpo institucional y no a apoyar sin restricciones a quienes investigan la desaparición de los cuatro menores y a garantizar la independencia de la investigación.

Lo más execrable ha sido la forma como en la red social X-Twitter las cuentas del odio han querido, de distinta manera, echar lodo sobre los niños víctimas e intoxicar a la ciudadanía sobre un caso que, en algún momento, podría ser definido como una desaparición forzosa. No voy a repetir aquí los epítetos denigrantes, aporofóbicos y racistas que han utilizado los mercenarios digitales en contra de los niños —de origen afro y habitantes de uno de los sectores más empobrecidos de Guayaquil— para justificar su desaparición, pero si señalaré que resulta doloroso leer tanta infamia contra las víctimas. Por lo mismo, es necesario recordar que la desaparición forzada es un delito de lesa humanidad imprescriptible que, en su artículo 2, la Convención Internacional contra las Desapariciones Forzadas ha definido así:

 

A los efectos de la presente Convención, se entenderá por desaparición forzada el arresto, la detención, el secuestro o cualquier otra forma de privación de libertad que sean obra de agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o del ocultamiento de la suerte o el paradero de la persona desaparecida, sustrayéndola a la protección de la ley. (Énfasis añadido)

 

            La desaparición de los cuatro menores debe hacernos reflexionar como sociedad, al menos en dos puntos: los riesgos de la militarización de la sociedad a pretexto de una guerra interna, y lo injusto de la perfilación que se hace con las personas empobrecidas o racializadas. Además, y en medio del drama familiar y comunitario, vendrá la politización del caso con pronunciamientos de todas las partes y acusaciones de todos los tipos, por lo que, para mantener la ecuanimidad en este caso, es necesario escuchar a la academia y los expertos en estos temas, a las organizaciones defensoras de los Derechos Humanos; hay que estar atentos a los informes de los investigadores del Estado, a los reportajes del periodismo independiente, a la gente de opinión en quien confiemos; y hay que oír a los voceros gubernamentales para exigirles resultados, incluido el presidente que, catorce días después de la desaparición de los niños, finalmente ha dado declaraciones, promete que no habrá impunidad para nadie y ha ordenado la intensificación de la búsqueda de los niños y de los responsables de su desaparición. Al tuitero @odiadorxxx123etc hay que bloquearlo sin remordimientos.

            Finalmente, no me queda más que decir cuan estremecedor resulta escuchar el llanto de la madre de los hermanos Arroyo que suplica por el regreso de sus hijos, a quienes los militares se los llevaron vivos y de cuya custodia son legalmente responsables. En el testimonio ya citado, el padre se lamenta: «Y ahora que no lo puedo llevar al colegio… a veces, me arrepiento, estoy aquí en mi casa, haciendo nada…». Es difícil celebrar la alegría de la Navidad, mientras la tristeza de la desaparición de cuatro niños invade el corazón de su familia y su comunidad. Mientras escribo, me resuenan en el pecho, como una letanía lacrimosa, las palabras angustiadas del menor Ismael Arroyo en la última comunicación que tuvo con su padre y que este ha repetido ante la prensa: «Papá ven, ¡sálvame!».

 

De izq. a der, y de arriba a abajo: Steven Medina, Ismael Arroyo, Saul Arboleda y Josué Arroyo.


 


lunes, diciembre 16, 2024

«Cien años de soledad», de Netflix: un entretenimiento inteligente

           

La ciudad de Macondo se construyó cerca de Alvarado, en el departamento del Tolima, en Colombia, y abarcó un espacio equivalente a setenta canchas de fúbtol.

«Un producto industrial, previsible, retocado hasta lo obsesivo y calculado y sopesado en cada segundo del metraje por productores más pendientes de las notas de marketing que de la historia de Macondo, un producto como este, digo, solo podía acabar en la nadería. Ni siquiera es grotesco —lo cual, lo haría un poco interesante—, tan solo es plano como el cine de superhéroes o una teleserie para adolescentes», escribió Sergio del Molino, en El País, que calificó la adaptación como «una serie horrorosa, un interminable anuncio de café». En cambio, Jack Seale, en The Guardian, escribió con mucho entusiasmo que «esta serie de dieciséis capítulos podría tener dificultades con la problemática política sexual de la novela, pero es una gran y hermosa adaptación de un gran y hermoso libro». Asimismo, Judy Berman, en Time, señala, en tono celebratorio, que «teniendo en cuenta lo difícil de la tarea, es notable lo cerca que está la espléndida Cien años de soledad de Netflix […] de recrear no solo la sustancia, sino también el espíritu cinético del libro» y, más adelante, añade: «Aún más impresionante es hasta qué punto Cien años de soledad, de Netflix, cuenta una historia dinámica sin simplificar en demasía los grandes temas de García Márquez: la política, la religión, la autonomía, el amor, la civilización y su interminable desfile de descontentos y, por supuesto, el flagelo de la soledad en todas sus múltiples manifestaciones».

De los capítulos que he visto desde su estreno, y los veré todos, y más allá de la virulencia o entusiasmos desmedidos, me parece que Cien años de soledad, de Netflix, es una serie que ha convertido la novela de Gabriel García Márquez en un singular entretenimiento televisivo, que hay que celebrar a pesar de las limitaciones que aquello implica.

 

La casa de los Buendía se construyó en Ibagué.

En primer lugar, el público lector tiene que olvidarse del lenguaje de la novela, aunque resulte difícil pues se trata de un clásico literario arraigado en la cultura popular, en la medida en que lo está El Quijote. Casi todo lo que sucede en Cien años de soledad nos emociona y asombra, más allá de la sorpresa de lo anecdótico, por la maravilla de su lenguaje narrativo y aquello es casi intraducible al lenguaje del cine y la televisión. A fin de cuentas, en la novela de García Márquez, tanto lo cotidiano como lo extraordinario, asentados en la tradición oral latinoamericana, se vuelven mágico y maravilloso por efecto de la intervención del lenguaje literario. Uno de los tantos ejemplos de lo dicho es la narración de la tarde en que Remedios, la bella, sube a los cielos: «Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y pasaban con ella a través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria»[1].

 

Diego Vásquez es José Arcadio Buendía adulto.
 

En segundo lugar, hay que considerar la reticencia de García Márquez a convertir su novela en película. En una nota titulada «Diez enseñanzas de Gabriel García Márquez sobre el cine», aparecida en el sitio web de la Fundación Gabo, el escritor dice: «La razón por la cual no quiero que Cien años de soledad se haga en cine es porque la novela, a diferencia del cine, deja al lector un margen de creación que le permite imaginarse a los personajes, a los ambientes y a las situaciones como ellos creen que es […] Ahora, en cine eso no se puede. Porque en cine la cara es la cara que tú estás viendo, la imagen es de tal manera impositiva que tú no tienes escapatoria, no te deja la mínima posibilidad de creación porque te está diciendo todo como es, con una plasticidad, una perentoriedad que no te escapas». Ponerle rostro definido a los personajes de una novela clásica como esta puede resultar desilusionante. Es el riesgo de toda película basada en una obra literaria, sino que lo digan todos los que ya no podemos imaginar a Guillermo de Baskerville sin pensar en el rosto de Sean Connery después de ver la adaptación al cine de El nombre de la rosa (1986). Sin embargo, es un riesgo que vale la pena, más aún si estamos ante una adaptación rodada en Colombia, hablada en español y con una mayoría de actores colombianos. Y Claudio Cataño es un convincente coronel Aureliano Buendía, igual que los son Marleyda Soto Ríos como Úrsula Iguarán y Diego Vásquez como José Arcadio Buendía adultos, Viña Machado como Pilar Ternera, o el español Moreno Borja en la difícil representación de Melquíades.

 

Marleyda Soto Ríos es Úrsula Iguarán adulta.

            Finalmente, la decisión de que Cien años de soledad no haya sido una película sino una serie de televisión ha sido un acierto, pues los sacrificios de la trama novelesca son menores. Una serie de dieciséis capítulos tiene otro planteamiento para el espectador que la puede ver como si fuera una novela por entregas. Y, si bien es un asunto extra televisivo, el Centro Gabo ha publicado una guía pedagógica con curiosidades y detalles de la adaptación, capítulo por capítulo, para que lectores y espectadores vean la serie al tiempo que recuerdan la novela. Me dirán que esta guía es una razón más para señalar el fracaso de la serie, pero, al contrario, la considero un elemento adicional para que un nuevo público se interese por la lectura de la novela. ¿Generará la serie más lectores? Habría que hacer una investigación cualitativa, pero los datos de audiencia son halagadores para la producción: la serie apareció en el Top 10 de lo más visto en Colombia, México, Argentina y España, según Netflix, lo que no quiere decir que esos espectadores se transformen mecánicamente en lectores.

 

Viña Machado es Pilar Ternera

A la serie de Netflix basada en Cien años de soledad hay que verla como un entretenimiento televisivo que, en líneas generales, ha cuidado el sentido literario de un clásico de la literatura universal que vive en el imaginario popular[2]. Si bien tiene algunos problemas propios de las dificultades de adaptar visualmente una novela cuya belleza reside en su lenguaje, la serie hace gala, entre otros logros, de fotografía, escenografía, dirección actoral y música (banda sonora y canciones) de muy buena factura. Una serie que, además de deleitar y mantener el interés por la trama, trata al espectador de manera inteligente y retrata con esmero la complejidad de Colombia y su historia, que es la de Latinoamérica.

 

Claudio Cataño es el coronel Aureliano Buendía.


[1] Gabriel García Márquez, Cien años de soledad [1967], 42da. edición (Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1974), 205.

[2] En 1973, por ejemplo, Rodolfo Aicardi y Los Hispanos grabaron la cumbia «Los cien años de Macondo», que interpreta la novela desde la canción popular.


lunes, diciembre 09, 2024

Notas de lectura

Suelo subrayar los libros que leo con lápiz y resaltadores de varios colores; anotarlos en sus márgenes y en las hojas que, a veces, quedan al final. Intento estar al día sobre la literatura ecuatoriana e hispanoamericana que se publica, aunque sé, de antemano, que es un imposible porque la producción bibliográfica supera la capacidad de lectura de cualquier persona. Me gusta compartir mis lecturas con ustedes, pero no siempre me alcanza el tiempo para un texto extenso, por eso, bajo el título de Notas de lectura, de cuando en cuando, compartiré mis reflexiones en formato de brevísimas reseñas.

 

Neo-costumbrismo en formato de WhatsApp

Chat grupal, de José Hidalgo Pallares, es una novelina armada, básicamente, con diálogos cotidianos presentados como conversaciones de un grupo de WhatsApp conformado por amigos de colegio, ya convertidos en adultos jóvenes.[1] Esa es su novedad y, al mismo tiempo, ese es su límite. Los diálogos son fluidos, ágiles y reproducen el habla de cierta clase media alta quiteña con singular realismo. En este sentido, estamos ante un texto neo-costumbrista que utiliza, de manera natural, un formato de telecomunicación contemporáneo. El costumbrismo de finales del siglo diecinueve reproducía la cotidianidad y el habla, sobre todo, de los sectores populares; este texto neo-costumbrista reproduce, en modo hiperrealista, la vida y el habla de la pequeña burguesía quiteña. Los personajes, que en las conversaciones ventilan sus problemas afectivos, sociales y económicos, ponen en evidencia los conflictos vivenciales de una clase social que está llena de falsedades morales. Los conflictos, al igual que se dan en la mayoría de las conversaciones de los grupos de WhatsApp, son tratados sin mucha profundidad; así, los personajes terminan reproduciendo en su habla desenfadada la superficialidad con la que encaran sus vidas, por miedo a hurgar de manera conflictiva en su interior. Chat grupal es un retrato al desnudo de la pequeña burguesía quiteña y sus miserias.

 

El texto como un lugar de sanación

 

             Este es un libro muy bien diseñado en el que las ilustraciones contribuyen a resaltar los sentidos del texto.[2] La diseñadora, Alexandra Larrea Domínguez, ha convertido los textos de Juzz Pincay Pazmiño en un bello objeto comunicacional que habla con mucha sensibilidad de los avatares del amor juvenil. Febrero es un texto fragmentario, que da cabida a varios géneros discursivos, de escritura sencilla y fluida que construye con éxito un permanente diálogo intertextual con las citas en las que se apoya. Sin embargo, el planteamiento de ciertos conflictos vivenciales es, en ocasiones, algo pueril y cursi, y la escritura y la gráfica que la acompaña reproducen imágenes y reflexiones manidas de los manuales de autoayuda. La búsqueda introspectiva, no obstante, ofrece hermosos momentos de verdad poética y vivencial que iluminan la condición vulnerable de una mujer, en sus treinta años, que vuelca su conflictuada situación amorosa en los textos, tratando de quitarse de encima todo lastre sentimental que coarte felicidad y que busca en la escritura su autovaloración y libertad personales: «Entre tu ausencia, que a la vez es la certeza de tu no-amor, y buscarte, prefiero seguir escribiendo textos» (56, énfasis en el original). Febrero es un libro de una sincera exposición textual sobre el doloroso camino de sanación del duelo que provoca una ruptura amorosa juvenil.

 

Una antinovela de noventa minutos

 

             Para curarse en salud, el novelista se incluye en el texto y defiende su propuesta: «En una clase de literatura: / —Señor Paucar, ¿sabe que escribir muchos párrafos cortos hace que su “escrito” parezca una lista desligada de ideas, con pocos argumentos elaborados? / —Sí, maestro. Lo que pasa es que soy un anarquista estructural»[3] (117). Once contra once, de Édison Gabriel Paucar, es un texto experimental, estructurado y desarrollado como si fuera un partido de fútbol: dos capítulos extensos de 45 minutos con fragmentos textuales marcados por cada minuto del juego, y un capítulo más corto a modo de entretiempo. El texto acumula una cantidad abrumadora de datos futbolísticos y literarios de referencia que, la más de las veces, presenta una información caótica de escritura telegráfica: el texto como casa de citas. Esta suerte de antinovela, construida con base en apuntes de diversa índole, crea un paralelo entre el fútbol y la escritura y este símil genera muy buenos momentos literarios como en el capítulo del Entretiempo titulado «Pestaña de descanso en un Huawei P9 Lite de uso táctil» que, en tono ensayístico, desarrolla una poética sobre la relación entre literatura y fútbol, en términos estratégicos y estructurales, e incluye una reflexión pertinente y clara sobre el mundo después del coronavirus, las nuevas realidades virtuales y la prevalencia de la ciberpantalla. Once contra once es una antinovela que, en todo momento, propone su lectura como una experiencia de la anárquica fragmentación textual.



[1] José Hidalgo Pallares, Chat grupal (Quito: USFQ Press, 2023).

[2] Juzz Pincay Pazmiño, Febrero, ilustrado por Alexandra Larrea Domínguez (Quito: Dragon Books, 2024).

[3] Édison Gabriel Paucar, Once contra once (Quito: Campaña Nacional Eugenio Espejo por el Libro y la Lectura, 2024). Única mención Premio La Linares 2023.


lunes, diciembre 02, 2024

César Dávila Andrade revisitado por la Academia Ecuatoriana de la Lengua

           

             En su ensayo «César Dávila Andrade: el dolor más antiguo de la tierra», Diego Araujo reflexiona, apenas un mes después del suicidio de aquel, sobre la obra del poeta y concluye: «Esta polaridad entre la sed cada vez más agobiante de lo Perfecto y la proporcionalmente mayor imposibilidad de satisfacerla, es la esencia de la angustia en la obra de Dávila»[1]. Este ensayo fechado el 3 de junio de 1967, tan estremecedor como brillante, está incluido en la reciente publicación de la Academia Ecuatoriana de la Lengua César Dávila Andrade: antología e interpretación, que fuera presentada en el XVII Congreso de las Asociación de Academias de la Lengua Española, ASALE, el 12 de noviembre.[2]  

        

            El editor y coordinador de esta nueva antología de la obra de Dávila Andrade fue Jorge Dávila Vázquez —uno de los mayores conocedores de la obra del Fakir—, quien lo define como un enorme poeta, insigne cuentista y formidable ensayista. Dávila Vázquez, además, describe las relaciones que la obra daviliana tiene con otras artes: las representaciones teatrales de «Boletín y elegía de las mitas» y la música sinfónica sobre el poema compuesta por el maestro Edgar Palacios; o los diálogos de su obra con artistas plásticos como Guayasamín, Kingman y Chalco. Esta antología ofrece una serie de ensayos sobre diversos aspectos de la obra de Dávila de varios críticos, tanto del Ecuador como de Latinoamérica.

            María Augusta Vintimilla, que tuvo a su cargo la selección de los poemas, hace un minucioso como lúcido recorrido por todas las etapas de la poesía de Dávila, a partir de postulados de la poética daviliana en «Poesía quemada», entendida como un conjunto en el que «las nociones de instante y absoluto que subyacen con diferentes intensidades y matices en toda la poética daviliana convocan simultáneamente a sus opuestos anulando las contradicciones» (43). Para Vintimilla, la poesía de Dávila es una búsqueda permanente de lo que fue el centro de su poética: «la apertura de una grieta en la materialidad del mundo para vislumbrar un destello del Gran Todo…» (44).

           


Mural Boletín y elegría de las mitas, de Jorge Chalco, 2023. El mural es parte de un conjunto de cuarenta cuadros alrededor del poema de César Dávila Andrade.

            Diego Araujo, que además del texto ya citado seleccionó los ensayos, señala en su texto introductorio: «Las páginas de prosa no ficcional tienen también una marcada textura poética, están trabajadas con originales imágenes, cuidados adjetivación y apreciable eufonía» (577). La selección de Araujo nos entrega el bellísimo «Visión y elogio del río Paute», nos muestra a un Dávila atento al mundo con sus comentarios sobre Omar Kayyam, Antonio Machado, Ernesto Cardenal, o Joyce y su Ulises, y nos permite entender las relaciones de la poética de Dávila con el esoterismo y las religiones orientales en el deslumbrante ensayo de Dávila «Magia, yoga y poesía».

             

Ilustración de Eduardo Kingman
Tuve a mi cargo la presentación de los cuentos que titulé «La narrativa de César Dávila Andrade. Realidad de la muerte y tormento de la vida en clave poética». Yo concluyo que los cuentos davilianos «tienen la virtud de estremecer a sus lectores porque, detrás del horror y la muerte, las situaciones tremendistas y el naturalismo, siempre se muestra la fragilidad de sus personajes, que es la fragilidad del ser humano. Sobre esos seres atormentados, cuya vecindad con el horror y la muerte es permanente, existe la compasión del autor por sus criaturas: la piedad reside en el lirismo de su lenguaje y en la honda mirada del alma de los personajes» (379).

            El cubano Jesús David Curbelo trabaja los sentidos eróticos de la poesía de Dávila tomando como referencia la relación tormentosa del poeta con la artista venezolana Bettina Uzcátegui. El mexicano Adolfo Castañón ensaya una visión del conjunto de la obra daviliana y el venezolano Francisco Javier Pérez hace un recorrido de las relaciones literarias de Dávila con escritores venezolanos. José Gregorio Vázquez indaga sobre el esoterismo de nuestro poeta. Y también encontramos la sentida necrología que Juan Liscano le dedicara a su amigo.

           

Retrato de César Dávila Andrade
La mirada de Vladimiro Rivas sobre «Catedral salvaje» concluye con estas palabras iluminadoras: «Escribir Catedral salvaje fue, no solo una invitación desde el caos a contemplar las maravillas del cosmos, sino, al mismo tiempo, edificarse el templo y la pira donde el poeta habría de sacrificarse por sus semejantes» (357). Julio Pazos, al comentar «Boletín y elegía de las mitas» nos muestra las aproximaciones críticas que ha tenido el poema, las relaciones intertextuales del mismo y describe el estilo de este texto icónico de la literatura nacional. Finalmente, Gustavo Salazar realiza algunas anotaciones sobre un breve epistolario del poeta y Yanko Molina elabora un minucioso léxico daviliano.

              La antología de la poesía, cuentos y ensayos de César Dávila Andrade, publicada por la Academia Ecuatoriana de la Lengua, nos ofrece una muestra bien cuidada de la obra daviliana y recoge miradas diversas, canónicas y nuevas, que iluminan su lectura. Como dice Susana Cordero de Espinosa, directora de la AEL, «Correr el ascua de su voz, quemarnos en ella intentamos, y procurar que esta edición sea el don que la Academia Ecuatoriana lleve a los confines de nuestra lengua que aún viven el vacío de no haber podido conocerlo» (15).

 

PS-1: La ilustración de Eduardo Kingman corresponde al cuento «Durante la extremaunción», de 13 relatos. Kingman la hizo para la edición de las Obras completas. Relato, tomo II (Quito: Banco Central del Ecuador / Pontificia Universidad Católica del Ecuador, 1984), 281. 

PS-2: El retrato de César Dávila Andrade es un óleo de Oswaldo Guayasamín que ilustró las portadas de los dos tomos de las Obras completas citadas arriba.



[1] Diego Araujo Sánchez, «César Dávila Andrade: el dolor más antiguo de la tierra», en César Dávila Andrade: antología e interpretación, Jorge Dávila Vázquez, editor, (Quito: Academia Ecuatoriana de la Lengua, 2023), 712.

[2] En dicho Congreso también fueron presentados el Diccionario académico de ecuatorianismos y Pórtico. Antología de discursos de la Academia Ecuatoriana de la Lengua. 1884-1935, publicados por la Academia Ecuatoriana de la Lengua con motivo de las celebraciones por su sesquicentenario.