José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, diciembre 30, 2024

María Carolina Geel: aproximaciones textuales a una homicida

Elisa Zulueta en el papel de Mercedes, en la película de Netflix El lugar de la otra (2024), dirigida por Maite Alberdi.

            El jueves 14 de abril de 1955, en el hotel Crillón, de Santiago de Chile, la escritora María Carolina Geel (1913-1996) asesinó a sangre fría a su amante Roberto Pumarino Valenzuela, de 28 años, con cinco balazos. En Cárcel de mujeres, que es crónica, testimonio y confesión, que Geel escribió durante su reclusión en el Correccional El Buen Pastor, ella meditó así sobre aquel momento: «Estábamos frente a frente, y yo, que nunca supe vivir, quedé sujeta a la vida; y él, que tan cabal se daba a ella, que nada sabía de ese otro modo de morir que tienen algunos, cayó. Cruzo las manos y me digo que fui yo quien volvió hacia él la muerte; yo, que levanté un arma mortal, y, en vez de aniquilarme, ¡lo hice morir!»[1]. Una película de Nelflix, El lugar de la otra (2024), dirigida por Maite Alberdi, me llevó a Las homicidas, ensayo y crónica policial, de Alia Trabucco Zerán; este, al cuento «Sangre de narices», de Lina Meruane, y, atravesándolos, el libro de Geel, pionero por su hibridez genérica. Un recorrido estético que hice para entender los motivos nunca aclarados de un crimen que, en todos los productos artísticos visitados, genera reflexiones filosóficas, curiosidad y empatía por la asesina y cierto desdén por la víctima.

            La película de Alberdi mira el suceso criminal de manera oblicua. La protagonista es Mercedes Arévalo (Elisa Zulueta), asistente del juez Veloso que lleva la causa. Mercedes, casada, dos hijos, clase media, vive un matrimonio armónico, pero con estrechez económica. Ella es una mujer silenciosa y sencilla que, al escuchar el testimonio de Geel y conocer el departamento de la escritora debido al encargo de una diligencia, comienza, poco a poco, a imaginar cómo sería ella viviendo la vida de Geel. Y, ya con la llave, va todos los días al departamento y se pone los vestidos de la escritora, usa su maquillaje, lee sus libros y diarios, se sienta en su escritorio, fuma sus cigarrillos, toma su baño, en síntesis, asume el lugar de otra persona y, por un tiempo, siente que protagoniza una vida glamorosa y, sobre todo, libre.

Al mismo tiempo, se desarrolla el proceso judicial de Geel, cuyo nombre civil es Georgina Silva Jiménez. En ese proceso, los testimonios en el juzgado caracterizan a la acusada como si ella también ocupara el lugar de otra persona. Tiempo después, cuando Geel queda libre, gracias al indulto presidencial, esta se topa con Mercedes, frente a su departamento, y en ese intercambio de miradas queda resumido la devolución de su lugar. Pero, Mercedes es ya una mujer distinta a la que vimos al comienzo de la película: en su mirada feliz hay determinación y libertad. En El lugar de la otra, María Carolina Geel es una homicida misteriosa que, sin saberlo, contribuye a la liberación otra mujer y, simbólicamente, de todas las mujeres que asumen su lugar.

           

            La película me llevó a Las homicidas, de Alia Trabucco Zerán, un ensayo y crónica policial, que, con un extraordinario trabajo de archivo, retrata a cuatro mujeres homicidas de Chile. A partir de los crímenes, Trabucco reflexiona sobre la violencia femenina, lo que no significa ni avalar el crimen ni pretender impunidad para las homicidas, y concluye que aquella violencia «pone en jaque las normas que definen qué es ser mujer y permite revisar críticamente las invisibles leyes del género»[2]. En el libro de Trabucco encontré el pedido que hace Gabriela Mistral, que había recibido el Premio Nobel de Literatura en 1946 y que se desempeñaba como Cónsul de Chile en Nueva York, en favor de María Carolina Geel. Mistral solicitó su indulto al presidente Carlos Ibáñez del Campo, el 13 de agosto de 1956: «Respetuosamente suplicamos a Vuestra Excelencia indulto cabal para María Carolina Geel, que deseamos [las] mujeres hispano-americanas. Será esta una gracia inolvidable para todas nosotras».

Trabucco señala el paralelismo entre el crimen de Geel y el intento de asesinato cometido por María Luisa Bombal, a la entrada del mismo hotel Crillón, el 26 de enero de 1941, cuando le propinó tres balazos a su examante Eulogio Sánchez Errázuriz, dejándolo gravemente herido. La conclusión, en este caso, fue que Bombal cometió el delito por celos y “privada de razón”, motivos por la que también fue indultada. Trabucco, entonces, considera que el homicidio de Geel es «un crimen por imitación, un asesinato donde una mujer copia y repite, como homenaje y apropiación, el delito perpetrado por otra» (126). Para Trabucco, los motivos de Geel para el crimen permanecerán ocultos tras las narrativas de los celos y el amor. Finalmente, Trabucco considera que el indulto presidencial es una muestra de cómo la sociedad patriarcal refuerza, simbólicamente, la desigualdad de género y desactiva el poder transgresor que habita en la mujer homicida: «La indultamos, señora, porque usted no es más que una mujer. Y es, de hecho, una mujer desarmada» (195).

            El libro me condujo a «Sangre de narices», un relato de Lina Meruane, incluido en su cuentario Avidez[3]. La voz narrativa de «Sangre de narices» mira a María Carolina Geel ya en la cárcel del Buen Pastor, en donde piensa en el crimen como una liberación de su destino matrimonial. El personaje se llama Carolina y recibe de su novio Roberto un hámster hembra al que bautiza como Georgina. Carolina le conseguirá un macho al que Georgina matará junto a sus crías. Este juego de humor oscuro evidencia aún más las contradicciones entre la escritora y lo que la sociedad espera de ella. Carolina, en su celda, lee una noticia que dice que ella mató y bebió la sangre del muerto. Carolina arruga la foto del periódico en la que ella abraza a Roberto y se la mete en la boca. «Mientras la masticaba levantó la cara hacia el ventanuco, un rayo de sol se colaba por una esquina y la escritora deshacía y se tragaba el artículo con su fotografía y entonces, súbita, miró directo al rayo y quedó encandilada». El cuento de Meruane subvierte el relato mediático de la época sobre el homicidio y encuentra la manera de nombrar el crimen cometido por una mujer, de tal manera que humaniza a la homicida y la saca de la esfera de la anormalidad y lo vampiresco.

           Atravesándolo todo, Cárcel de mujeres, ese libro genéricamente inclasificable de María Carolina Geel, se yergue como un texto en el que la autora, según Diamela Eltit, asume una mirada “panóptica” sobre los demás cuerpos encarcelados: «Así, se establece un ojo femenino doblemente privilegiado en la medida que, desde sus beneficios, transforma la mirada en escritura» (11). El libro, que cuando apareció se convirtió en parte del proceso judicial, es un testimonio sobre la vida en prisión, retrata los dramas personales de las mujeres presas en toda su humanidad, y es también una meditación abstracta sobre el crimen cometido por la autora. Insinúa que ese día, ella iba camino a morir, pero que la muerte torció el camino: «¿Iba, pues hacia el fin? Si iba, ¿qué transmutación animal degeneró mi voluntad?» (106). El libro, además, causó conmoción en su momento, pues daba cuenta de los amores lésbicos de las reclusas, pero, sobre todo, es un alegato de Geel acerca de su creencia de que el amor no es suficiente para «desplazar la espantosa miseria moral que el matrimonio llega a infiltrar en los seres» (81). Lo que queda, después de leer las meditaciones de Geel, es la sensación de que ese día, ella quería morir, pero que, un elemento insospechado, cambió el rumbo de los hechos e hizo que, en vez de morir, ella matara.

Los textos que he visitado sobre el crimen cometido por María Carolina Geel reflexionan sobre la aparente inexistencia de motivación para cometerlo y, al mismo tiempo, retratan a Geel en su condición de escritora y homicida. La empatía por Geel no implica la aceptación de su crimen, sino el señalamiento del carácter transgresor de una mujer homicida en una sociedad que solo acepta el papel doméstico y pasivo de la mujer y que, por tanto, convierte a una mujer homicida en una anormalidad monstruosa, despojándola de su condición humana. Sin embargo, en ninguno de los textos visitados pude encontrar algún tipo de pesar por la víctima que, en todos ellos, es un personaje secundario: curiosamente, la figura de la escritora homicida silencia e invisibiliza a su propia víctima. Geel, en su libro, medita sobre su condición de homicida: «De pronto el pensamiento cede y percibe que se puso a rebuscar y rebuscar, porque lo que quería de verdad en su desconsuelo el alma era que la muerte no fuese la muerte» (104). Pero la muerte es muerte y la escritura apenas un consuelo.



[1] María Carolina Geel, Cárcel de mujeres [1956], presentación «Mujeres que matan», de Damiela Eltit, y prólogo de la edición original de Hernán Díaz Arrieta, Alone, (Santiago de Chile: Editorial Cuarto Propio, 2000), 97.

[2] Alia Trabucco, Zerán, Las homicidas (Barcelona: Lumen, 2020), 199.

[3] Lina Meruane, Avidez (Madrid: Páginas de Espuma, 2023).


sábado, marzo 10, 2018

Una lección de cine sobre la diversidad



Daniela Vega (Santiago de Chile, 1989), actriz y cantante lírica, es la protagonista de Una mujer fantástica. (Foto tomada de su cuenta de Twitter @danivega)
            Empiezo a escribir este comentario acerca de una buena película en el tratamiento del tema de la tolerancia y los prejuicios de una sociedad conservadora frente a la diversidad sexual, cuando leo la noticia que viene de Chile. En la sesión del Consejo Municipal de Ñuñoa, del pasado martes 6, el alcalde Andrés Zarhi desistió de la declaración de Hija Ilustre a Daniela Vega, por problemas de género: “No podemos dárselo a una mujer, si nosotros tenemos la identidad de un hombre.”
Daniela Vega (Santiago de Chile, 1989) es la mujer trans, actriz y cantante lírica, que protagoniza Una mujer fantástica, ganadora del Oscar 2018 a la Mejor Película de Habla No Inglesa. Y como en Chile no existe, legalmente, la identidad civil de género, como sí existe en Ecuador desde diciembre de 2015, Daniela, paradójicamente, además, tuvo que viajar a recibir el Oscar a una película sobre los avatares de las personas trans, con un pasaporte que tenía su identidad masculina, la de un pasado que ya quedó atrás.

Una mujer fantástica también ha ganado, entre otros premios tanto o más importantes que el Oscar, el Premio Especial del Jurado, el de Mejor Actriz y el Premio Únete, de la ONU, en el pasado Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana; el de Mejor Película Iberoamericana en los Premio Goya; el Teddy Award y el Oso de Plata al Mejor Guion en el Festival de Cine de Berlín; el Premio de Jurado y de Mejor Actriz del Festival de Cine de Lima; y Mejor Película, Dirección e Interpretación Femenina, del Premio Iberoamericano de Cine Fénix.

            Daniela es Marina Vidal, una mujer trans cuya pareja, el empresario textil Orlando Onetto, protagonizado por Francisco Reyes (Santiago, 1954), un hombre mayor, fallece súbitamente. A partir de ese momento, Marina se verá enfrentada, desde la soledad y su duelo silencioso, a la sospecha y el desprecio de una estructura familiar y social que nunca aceptó esa relación amorosa.
La actriz lleva adelante su personaje con inteligencia y naturalidad. Su expresiva mirada, más que sus palabras, hablan del drama interior y la discriminación cotidiana que vive Marina, y que se manifiesta en una desconfianza atávica para con las personas, incluso aquellas que la aceptan tal como es. Su relación con su viejo profesor de canto (Sergio Hernández) es, en cambio, relajada, afectuosa: la escena del abrazo mientras él está sentado frente al piano, define el cariño. En términos de guion, esta escena explicará la presentación de Marina en el teatro, como cantante lírica.
Sonia (Aline Küpperheim)), la ex pareja de Orlando, y su hijo Bruno (Nicolás Saavedra), representan la familia tradicional, desconcertada por la actitud asumida por Orlando, el padre; un entorno familiar que rechaza a Marina, porque siendo una mujer trans es la nueva pareja de Orlando. Gabriel (Luis Gnecco), hermano de Orlando, representa ese nivel mínimo de humanidad para entender una relación afectiva compleja. Estos personajes hacen que la película transite con equilibrio en la definición de los afectos y desafectos.
Y, si bien, la discriminación e intolerancia quedan claras, la exposición con naturalidad de la cotidianidad de la personaje protagónica nos permite entender a Marina Vidal como esa mujer fantástica de la que quiere el director que nos enamoremos, tal como lo hicimos, en otro tiempo y en otro espacio, con la Holly Golightly, interpretada por Audrey Hepburn, en Breakfast at Tiffany’s (1961), basada en la novela homónima de Truman Capote.

Marina Vidal es un personaje pleno de una humanidad que se muestra con todos sus claroscuros.
El director Sebastián Lelio (Mendoza, Argentina, 1974), ha logrado que Daniela Vega despliegue sus dotes como artista. Sus planos, sus diálogos, la interiorización de su personaje, y su canto lírico: todo está conjugado para hacer de Marina Vidal un personaje cargado de verdad vital. Un personaje pleno de una humanidad que se muestra con todos sus claroscuros: esa degradación en el dolor a la que se somete por voluntad propia en la discoteca, es un ejemplo tan válido como la agresión física que sufre en la camioneta a manos de tres hombres machistas e intolerantes; así como su propia violencia contra la familia de su pareja fallecida cuando les reclama que le devuelvan el perro que le había regalado Orlando.
El ritmo de la película es moroso y se regodea en las secuencias largas, de carácter introspectivo, logrando con ello, que el espectador participe de la mirada que, desde adentro de sí misma, Marina tiene sobre una sociedad, en el que el médico, el policía, e inclusive la comisaria, es decir, la institucionalidad del Estado, junto con la familia tradicional, la de Orlando, su pareja, se asocian para discriminarla por el solo hecho de ser diferente.
Con ese espaciamiento de los planos, el director consigue intensificar, con éxito, la subjetividad de la personaje protagónica: la escena de Marina desnuda sobre la cama, mirando su rostro en el espejo que cubre su genitalidad es un plano maestro en la generación de sentidos éticos. Una explicación metafórica, premonitoria, desde la misma película, a la negativa del alcalde para declarar a Daniela Vega, Hija Ilustre de Ñuñoa.
            Una mujer fantástica (2017), dirigida por Sebastián Lelio, es una poderosa lección de cine sobre el sentido de la diversidad del ser humano, en confrontación con la intolerancia y los prejuicios, mediante el profundo tratamiento de un episodio conmovedor, que muestra, desde episodios íntimos y cotidianos, la vida en constante lucha de una mujer trans en contra de la discriminación.

Daniela Vega y Francisco Reyes son Marina y Orlando, la pareja amorosa de Una mujer fantástica, dirigida por Sebastián Lelio.