Elisa Zulueta en el papel de Mercedes, en la película de Netflix El lugar de la otra (2024), dirigida por Maite Alberdi. |
El jueves 14 de abril de 1955, en el hotel Crillón, de Santiago de Chile, la escritora María Carolina Geel (1913-1996) asesinó a sangre fría a su amante Roberto Pumarino Valenzuela, de 28 años, con cinco balazos. En Cárcel de mujeres, que es crónica, testimonio y confesión, que Geel escribió durante su reclusión en el Correccional El Buen Pastor, ella meditó así sobre aquel momento: «Estábamos frente a frente, y yo, que nunca supe vivir, quedé sujeta a la vida; y él, que tan cabal se daba a ella, que nada sabía de ese otro modo de morir que tienen algunos, cayó. Cruzo las manos y me digo que fui yo quien volvió hacia él la muerte; yo, que levanté un arma mortal, y, en vez de aniquilarme, ¡lo hice morir!»[1]. Una película de Nelflix, El lugar de la otra (2024), dirigida por Maite Alberdi, me llevó a Las homicidas, ensayo y crónica policial, de Alia Trabucco Zerán; este, al cuento «Sangre de narices», de Lina Meruane, y, atravesándolos, el libro de Geel, pionero por su hibridez genérica. Un recorrido estético que hice para entender los motivos nunca aclarados de un crimen que, en todos los productos artísticos visitados, genera reflexiones filosóficas, curiosidad y empatía por la asesina y cierto desdén por la víctima.
La película de Alberdi mira el suceso criminal de manera oblicua. La protagonista es Mercedes Arévalo (Elisa Zulueta), asistente del juez Veloso que lleva la causa. Mercedes, casada, dos hijos, clase media, vive un matrimonio armónico, pero con estrechez económica. Ella es una mujer silenciosa y sencilla que, al escuchar el testimonio de Geel y conocer el departamento de la escritora debido al encargo de una diligencia, comienza, poco a poco, a imaginar cómo sería ella viviendo la vida de Geel. Y, ya con la llave, va todos los días al departamento y se pone los vestidos de la escritora, usa su maquillaje, lee sus libros y diarios, se sienta en su escritorio, fuma sus cigarrillos, toma su baño, en síntesis, asume el lugar de otra persona y, por un tiempo, siente que protagoniza una vida glamorosa y, sobre todo, libre.
Al mismo tiempo, se desarrolla el proceso judicial de Geel, cuyo nombre civil es Georgina Silva Jiménez. En ese proceso, los testimonios en el juzgado caracterizan a la acusada como si ella también ocupara el lugar de otra persona. Tiempo después, cuando Geel queda libre, gracias al indulto presidencial, esta se topa con Mercedes, frente a su departamento, y en ese intercambio de miradas queda resumido la devolución de su lugar. Pero, Mercedes es ya una mujer distinta a la que vimos al comienzo de la película: en su mirada feliz hay determinación y libertad. En El lugar de la otra, María Carolina Geel es una homicida misteriosa que, sin saberlo, contribuye a la liberación otra mujer y, simbólicamente, de todas las mujeres que asumen su lugar.
La película me llevó a Las homicidas, de Alia Trabucco Zerán, un ensayo y crónica policial, que, con un extraordinario trabajo de archivo, retrata a cuatro mujeres homicidas de Chile. A partir de los crímenes, Trabucco reflexiona sobre la violencia femenina, lo que no significa ni avalar el crimen ni pretender impunidad para las homicidas, y concluye que aquella violencia «pone en jaque las norman que definen qué es ser mujer y permite revisar críticamente las invisibles leyes del género»[2]. En el libro de Trabucco encontré el pedido que hace Gabriela Mistral, que había recibido el Premio Nobel de Literatura en 1946 y que se desempeñaba como Cónsul de Chile en Nueva York, en favor de María Carolina Geel. Mistral solicitó su indulto al presidente Carlos Ibáñez del Campo, el 13 de agosto de 1956: «Respetuosamente suplicamos a Vuestra Excelencia indulto cabal para María Carolina Geel, que deseamos [las] mujeres hispano-americanas. Será esta una gracia inolvidable para todas nosotras».
Trabucco señala el paralelismo entre el crimen de Geel y el intento de asesinato cometido por María Luisa Bombal, a la entrada del mismo hotel Crillón, el 26 de enero de 1941, cuando le propinó tres balazos a su examante Eulogio Sánchez Errázuriz, dejándolo gravemente herido. La conclusión, en este caso, fue que Bombal cometió el delito por celos y “privada de razón”, motivos por la que también fue indultada. Trabucco, entonces, considera que el homicidio de Geel es «un crimen por imitación, un asesinato donde una mujer copia y repite, como homenaje y apropiación, el delito perpetrado por otra» (126). Para Trabucco, los motivos de Geel para el crimen permanecerán ocultos tras las narrativas de los celos y el amor. Finalmente, Trabucco considera que el indulto presidencial es una muestra de cómo la sociedad patriarcal refuerza, simbólicamente, la desigualdad de género y desactiva el poder transgresor que habita en la mujer homicida: «La indultamos, señora, porque usted no es más que una mujer. Y es, de hecho, una mujer desarmada» (195).
El libro me condujo a «Sangre de narices», un relato de Lina Meruane, incluido en su cuentario Avidez[3]. La voz narrativa de «Sangre de narices» mira a María Carolina Geel ya en la cárcel del Buen Pastor, en donde piensa en el crimen como una liberación de su destino matrimonial. El personaje se llama Carolina y recibe de su novio Roberto un hámster hembra al que bautiza como Georgina. Carolina le conseguirá un macho al que Georgina matará junto a sus crías. Este juego de humor oscuro evidencia aún más las contradicciones entre la escritora y lo que la sociedad espera de ella. Carolina, en su celda, lee una noticia que dice que ella mató y bebió la sangre del muerto. Carolina arruga la foto del periódico en la que ella abraza a Roberto y se la mete en la boca. «Mientras la masticaba levantó la cara hacia el ventanuco, un rayo de sol se colaba por una esquina y la escritora deshacía y se tragaba el artículo con su fotografía y entonces, súbita, miró directo al rayo y quedó encandilada». El cuento de Meruane subvierte el relato mediático de la época sobre el homicidio y encuentra la manera de nombrar el crimen cometido por una mujer, de tal manera que humaniza a la homicida y la saca de la esfera de la anormalidad y lo vampiresco.
Atravesándolo todo, Cárcel de mujeres, ese libro genéricamente inclasificable de María Carolina Geel, se yergue como un texto en el que la autora, según Diamela Eltit, asume una mirada “panóptica” sobre los demás cuerpos encarcelados: «Así, se establece un ojo femenino doblemente privilegiado en la medida que, desde sus beneficios, transforma la mirada en escritura» (11). El libro, que cuando apareció se convirtió en parte del proceso judicial, es un testimonio sobre la vida en prisión, retrata los dramas personales de las mujeres presas en toda su humanidad, y es también una meditación abstracta sobre el crimen cometido por la autora. Insinúa que ese día, ella iba camino a morir, pero que la muerte torció el camino: «¿Iba, pues hacia el fin? Si iba, ¿qué transmutación animal degeneró mi voluntad?» (106). El libro, además, causó conmoción en su momento, pues daba cuenta de los amores lésbicos de las reclusas, pero, sobre todo, es un alegato de Geel acerca de su creencia de que el amor no es suficiente para «desplazar la espantosa miseria moral que el matrimonio llega a infiltrar en los seres» (81). Lo que queda, después de leer las meditaciones de Geel, es la sensación de que ese día, ella quería morir, pero que, un elemento insospechado, cambió el rumbo de los hechos e hizo que, en vez de morir, ella matara.
Los textos que he visitado sobre el crimen cometido por María Carolina Geel reflexionan sobre la aparente inexistencia de motivación para cometerlo y, al mismo tiempo, retratan a Geel en su condición de escritora y homicida. La empatía por Geel no implica la aceptación de su crimen, sino el señalamiento del carácter transgresor de una mujer homicida en una sociedad que solo acepta el papel doméstico y pasivo de la mujer y que, por tanto, convierte a una mujer homicida en una anormalidad monstruosa, despojándola de su condición humana. Sin embargo, en ninguno de los textos visitados pude encontrar algún tipo de pesar por la víctima que, en todos ellos, es un personaje secundario: curiosamente, la figura de la escritora homicida silencia e invisibiliza a su propia víctima. Geel, en su libro, medita sobre su condición de homicida: «De pronto el pensamiento cede y percibe que se puso a rebuscar y rebuscar, porque lo que quería de verdad en su desconsuelo el alma era que la muerte no fuese la muerte» (104). Pero la muerte es muerte y la escritura apenas un consuelo.
[1] María Carolina Geel, Cárcel de mujeres [1956], presentación «Mujeres que matan», de Damiela Eltit, y prólogo de la edición original de Hernán Díaz Arrieta, Alone, (Santiago de Chile: Editorial Cuarto Propio, 2000), 97.
[2] Alia Trabucco, Zerán, Las homicidas (Barcelona: Lumen, 2020), 199.
[3] Lina Meruane, Avidez (Madrid: Páginas de Espuma, 2023).
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