"Ventana de la denuncia" en el Palacio de la Inquisición, de Cartagena de Indias. Nunca un acusado fue declarado inocente. |
La
«Ventana de la denuncia» de hoy es una ventana virtual que existe en las redes
sociales. Cualquier persona, con nombre propio o con un alias, escribe lo que
quiere sobre un vecino o vecina, y acusa a una persona de corrupta, acosadora
sexual, maltratadora, etc. Las personas fanáticas de las ejecuciones sumarias activan,
entonces, sus propias opiniones que se resumen en la reproducción acrítica de
los mensajes acusadores, llevadas únicamente por sus antipatías o definiciones
ideológicas personales. Al final, contrariamente a lo sucedido en el desafío
evangélico de la primera piedra, todas aquellas personas, por el contrario, se
han disputado el privilegio de arrojar con rabia la primera piedra. Y se
sienten orgullosas de actuar como jueces prevaricadores: «Yo le creo a quien
piensa como yo».
Por
supuesto que causan indignación las personas abusadoras, maltratadoras,
corruptas, etc., en definitiva, las personas que cometen crímenes horrendos. No
obstante nos dejamos llevar por un sentido de justicia más parecido a la Ley
del Talión antes que al de la presunción de la inocencia. En las redes sociales
se acusa sin pruebas, se procesa sin derecho a la defensa, se lincha
virtualmente a las personas acusadas y se condena de antemano: exactamente como
en los tiempos de la Inquisición. Es más, ni siquiera se tiene en cuenta que,
como pasa en muchos países, no existe la pena de muerte: eso no importa, los
internautas han inventado la peor de las condenas: la muerte civil de
cualquiera que haya sido acusado a través de la posmoderna «Ventana de la
denuncia».
En el
campo artístico y literario nos estamos volviendo extremadamente moralistas;
pero resulta que artistas y escritores no son santos sino seres humanos con
luces y sombras en sus vidas personales. Pretender que las miserias de las
personas las inhabilita para ejercer con maestría la medicina, la ingeniería, o
el arte, es, por el ejemplo, reducir el canon literario a las meditaciones de
los seres santificados. Ciertamente, cada uno es libre de elegir los artistas
que admira por su arte y su ética, así como de poner el límite de lo que le
perturba, pero resulta inquisitorial el pretender reducir el arte a las
miserias morales de la vida del artista.
Es
muy grave que un ser humano quede en indefensión jurídica. Y, sin embargo, los
herederos de Torquemada se sienten satisfechos con cada reenvío y, en las redes
sociales, encienden las hogueras con gusto.
Publicado
en Cartón Piedra, revista cultural de
El Telégrafo, 29.03.19