José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, octubre 28, 2019

El retrato, las trenzas y la tumba de María


La tumba de María, personaje de la novela homónima de Jorge Isaacs, en el cementerio del corregimiento de Santa Elena, municipio El Cerrito, a 36 kilómetros de Cali, Colombia. (Fotos del Raúl Vallejo)
 
            En el cementerio del corregimiento de Santa Elena, municipio El Cerrito, a treinta y seis kilómetros de Cali, se encuentra la tumba de María. Está rodeada de una cerca de hierro de pequeña altura que la convierte en un espacio singular del camposanto. Hay, a manera de lápida, un libro abierto con un texto que, de forma libre y defectuosa, resume uno de los párrafos finales de la novela, cuando Efraín llega a la tumba y medita: «…atravesé por en medio de las malezas y las cruces de leño y guadua que las poblaban. al dar la vuelta a un grupo de corpulentos tamarindos. salí frente a un pedestal blanco y…manchado por las lluvias sobre el que se alzaba una cruz de hierro, en ella empecé a leer: María…». La tumba del personaje es uno de los testimonios de cómo la novela María es parte del espíritu popular.
El retrato de María es otro elemento que convierte a este personaje de la ficción en parte viva de la realidad. «La Virgen de la Silla de Rafael [Madonna della sedia, óleo sobre tabla, 1513-1514, de Rafael Sanzio], modificando un poquito la nariz, del modo que he dicho, puede servirle de modelo para esa facción; i, perdóneme la insistencia en este punto; ¿se ha fijado usted en algún retrato mío? Esa es la forma de nariz en nuestra familia; mas debe ser idealizada para aquél rostro de hermosura sobrehumana». Así describió Jorge Isaacs a María, en una carta del 22 de junio de 1880 al artista Alejandro Dorronsoro, quien, en 1879, había pintado un primer retrato del personaje. Isaacs, debido a sus apuros económicos, no pudo adquirir ninguno de los dos retratos de María.

             Isaacs quiso comprar el primer retrato al señor Fonseca Plazas, comerciante a quien Dorronsoro le había dado el cuadro para que lo vendiera. Fonseca, al enterarse de que era Isaacs quien lo quería comprar, le pidió 200 pesos —cantidad que equivalía al doble del salario anual de un jornalero—, a pesar de que Dorronsoro le había indicado que lo vendiera en cincuenta. «Yo no podía dar tanto por ella —le explica Isaacs al artista en la carta citada—, i fue crueldad, o algo muy parecido a eso, pretender que se triplicara el valor del cuadro al vendérmelo a mí, aprovechándose de la admiración que imaginaron me causaría. Los hombres de negocios suelen ser implacables».
En la misma carta, Isaacs le pide al artista que haga un nuevo retrato de María, «pero cuidado con esos ojos, de amorosísima tristeza, cuidado con esa frente, solo iluminada por pensamiento de ángel; cuidado con todo lo que de ella hai [sic] en el cuadro que Ud. hizo primero». Una copia del segundo retrato de María hecho por Alejandro Dorronsoro está en el “cuarto de María”, en la hacienda “El Paraíso”, declarada monumento nacional en 1959. El original se exhibe en el museo de arte del convento de San Joaquín, de Cali, al que lo donó Ángela Riascos, a quien se lo obsequió el artista.
Cuando uno visita la hacienda “El Paraíso”, el libreto del guía es una mezcla de la vida de Isaacs y de los personajes de la novela. En general, se asume la novela como un texto autobiográfico y a Isaacs como si él fuera, sin mediación alguna, el personaje de Efraín. De hecho, cuando el guía explica las normas de visita para los turistas habla de la existencia, en el pasado, de las trenzas de María.
Cuando María muere, Emma, la hermana de Efraín —y «alcahueta de sus amores», dice el guía—, le corta las trenzas para entregárselas a Efraín, cumpliendo un pedido postrero de María. Casi al final del capítulo LXIII, narra Efraín: «Abrí el armario: todos los aromas de los días de nuestro amor se exhalaron combinados en él. […] Halé el cajón que Emma me había indicado; el cofre precioso estaba allí. Un grito se escapó de mi pecho, y una sombra me cubrió los ojos al desenrollarse entre mis manos aquellas trenzas que parecían sensibles a mis besos». El guía, reprochando la conducta de ciertos visitantes en el pasado, nos explica a los visitantes del presente que las trenzas de María fueron robadas, años atrás, por algún turista deshonesto.
            La cruz de hierro, de la que se habla en la novela, se yergue sobre un túmulo hecho de ladrillo. En la intersección de la cruz está, forjado en hierro, el nombre de María. Los elementos de la ficción novelesca han sido trasladados a la realidad de una tumba en el cementerio de Santa Elena. Cuando, hace quince días, volví a visitar la tumba, tomé unas fotos para documentar esta crónica. En la novela, en su penúltimo párrafo, Efraín, que al retirarse de la tumba siente el vuelo de un ave de graznido siniestro, dice: «la vi volar hacia la cruz de hierro, y posada ya en uno de sus brazos, aleteó repitiendo su espantoso canto». Yo también la vi posarse sobre el brazo de la cruz, pero me negué a tomar la foto porque, en medio de tanta mezcla de ficción y realidad, esa imagen hubiese resultado inverosímil.

            Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, 25.10.19

domingo, octubre 13, 2019

Joker, o el síntoma del estallido social


           
"Anti-autoritario - Anti-capitalista - Un trabajo es un derecho - El capitalismo no trabaja para ti": las revueltas sociales en Joker, dirigida por Tod Phillips.
            «¿Es solo mi impresión, o se están volviendo más locos allá afuera?», se pregunta Arthur Fleck, un payaso que sueña con ser comediante y que cuida de su madre, una mujer que ha estado internada en un siquiátrico, como él mismo descubrirá más tarde. Parecería que Ciudad Gótica ha enloquecido, pero la violencia vandálica es una de las expresiones de la confrontación de clases que se ha incubado en una ciudad saturada de basura, ratas gigantes, desempleo y pobreza, por un lado; y, por otro, mansiones, triunfadores de la TV, y ricos ensoberbecidos de poder. La violencia criminal de un individuo desquiciado es el síntoma de la violencia social de una sociedad enferma de inequidad.
            Joker (2019), dirigida por Todd Phillips, es una película perturbadora que devela los mecanismos de la lucha de clases tras la máscara de los payasos. En ella, los límites entre el bien y el mal están borrados, no en términos metafísicos sino históricos. En ella, la enfermedad mental de Arthur Fleck está retratada como un síntoma agravado por una sociedad cruel, tal como la describiera Foucault. Y, todo lo dicho, se sostiene en la estupenda y estremecedora caracterización que Joaquin Phoenix hace del Guasón.
            Joaquin Phoenix le da fuerza y verdad a su personaje. Desde los primeros planos que nos muestran su risa compulsiva como una enfermedad que lo va carcomiendo, pasando por el sufrimiento de su cuerpo, el estallido de la violencia criminal y sus remordimientos, o la liberación momentánea que exhibe su transformación de payaso a Joker, hasta el momento de su crisis más alta en su encierro del hospital siquiátrico, Phoenix hace de Arthur Fleck un personaje de locura y sufrimiento profundos, conmovedores.
Si bien la narración del origen del personaje, clásico contendor de Batman, sigue un guion convencional en la construcción del antihéroe, no es menos cierto que está imbuida en una crítica similar a la que vimos en Atrapado sin salida (One Flew Over the Cuckoo’s Nest, 1975), dirigida por Milos Forman, con una actuación inolvidable de Jack Nicholson, o en Taxi Driver (1976), dirigida por Martin Scorsese, y protagonizada genialmente por Robert De Niro. La crítica está sobre el sistema de atención siquiátrica y se concentra en el diálogo de Arthur con la trabajadora social, cuando esta le dice que van a hacer recortes de los programas sociales y que a los poderosos no les interesa la gente como él o como ella. Tal vez por eso, al final, el crimen de la siquiatra contradice el planteamiento de la película pues reduce la alienación del personaje originada en la enfermedad social a una horrorosa situación de locura criminal.
La personificación de aquellos poderosos es Thomas Wyne, el padre de Batman, que, ante el caos de Ciudad Gótica, se postula para alcalde y llama “payasos” a quienes protestan. Cuando Arthur asesina a los tres jóvenes ricos en el metro, la lucha de clases se activa y la sociedad se divide entre quienes condenan el crimen y quienes lo celebran. La complejidad del drama es que Arthur no mata por una “instinto criminal”, sino en defensa propia, cansado de ser agredido y humillado por una sociedad que acosa al Otro diferente. Incluso el espectacular crimen de Murray (con un De Niro de primera), el millonario conductor de TV, tiene sabor a un violento ajuste de cuentas, pues Murray ha invitado a Arthur para continuar ridiculizándolo.
Una película del circuito comercial tiene un efecto político importante, justamente, porque incide globalmente en la perspectiva de un público masivo sobre la vida y sus dramas, la sociedad y sus conflictos, la historia y su verdad. Joker no es una película condescendiente. Tampoco es una película revolucionaria, si existe alguna, porque al final del día, la revuelta social, signada por el vandalismo, inspirada en los crímenes de un demente, está condenada al fracaso. Además, al Guasón no le interesa la política y la revuelta social se da por encima de sus deseos.

La caracterización que hace Joaquin Phoenix del Joker le da fuerza y verdad a su personaje. ("Pon una cara feliz").
 Sin embargo, es una película que muestra con crudeza el estallido social, la alienación que produce la TV, la función disciplinante de la policía en la protección del capital, y el ejercicio impune del poder de la burguesía. Así, en términos políticos, Joker es una película que se alinea con lo que Stanley Kubrick decía: «…estoy convencido de que es más efectivo un filme comercial ideológicamente consecuente, que un panfleto político underground», entre otras cosas, porque muestra la revuelta de Ciudad Gótica, no como producto coyuntural de la insania del Guasón, sino como resultado histórico de la iniquidad social.

Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, el 11.10.19

domingo, septiembre 29, 2019

Un Tarantino en homenaje a Tarantino

Leonardo DiCaprio, Brad Pitt y Quentin Tarantino

El de los hippies fue, tal vez, el movimiento contracultural más auténtico e influyente en la sociedad norteamericana de los 60. Se convirtió, por sus ideales y prácticas anti consumistas, ecologistas y pacifistas, en la más fuerte crítica del capitalismo norteamericano desde su seno. Vivían en granjas comunitarias, producían alimentos orgánicos, promovían el amor libre, el uso recreativo y medicinal de la marihuana y otras drogas, y se oponían a la guerra de Vietnam. Haz el amor y no la guerra.
El conservadurismo norteamericano los desprestigió: la imagen de los hippies que los conservadores promovieron fue la de gente ociosa, amoral, drogadicta y, luego del crimen de Sharon Tate, de gente violenta. Esta imagen reaccionaria del hipismo es la que Tarantino ofrece en Había una vez en Hollywood.
El asesinato de Sharon Tate y sus invitados ocurrió en la noche del 8 al 9 de agosto de 1969. Del 15 al 18 de agosto de 1969 sucedió la cumbre del hipismo: Woodstock. Pero de Woodstock no se dice una línea en la película: era imposible que en Hollywood no se hablara de lo que sería Woodstock. La omisión de este dato reduce el movimiento hippie a los crímenes de la Familia Manson. No es solo una alteración anecdótica de la historia, sino una falsificación ideológica de la misma.
Esta caracterización de los hippies le permite a Tarantino explayarse, impunemente, en la violenta secuencia final. Claro, la violencia se justifica como un espejo: estos —los “malditos hippies”, según Rick Dalton— hicieron lo mismo con Sharon Tate; por lo tanto, la violencia contra tales personajes quedaría “justificada”. Es decir que, para confrontar la violencia, si un ladrón quiere meterse en mi casa yo tengo derecho a masacrarlo y matarlo con un lanzallamas. Me dirán que se trata de una típica provocación de Tarantino en estos tiempos en los que ciertos fundamentalismos de lo “políticamente correcto” parecerían estar haciéndole daño al arte. De esta manera Tarantino justifica el que dos hombres masacren a dos mujeres hippies, ya que son unas asesinas despiadadas.
Algunos dicen que la modificación de los sucesos reales es para no mostrar el crimen sangriento perpetrado contra Sharon Tate y sus amigos como una suerte de homenaje a las víctimas. Pero Tarantino perpetra esa misma violencia contra los hippies, que son los homicidas en la realidad. Y con eso satisface el sentido primitivo de justicia de los espectadores. Y Cliff, el que más se ensaña golpeando a las mujeres, pasa de simpático aunque pesa sobre él la acusación, de ambigua respuesta, de haber asesinado a su esposa. No alcanza a ser una crítica de la violencia y la masculinidad de Hollywood, sino una celebración de la misma. Una evasión a lo Disney, pero en sangriento. 
En Había una vez en Hollywood las mujeres son estereotipos: Sharon Tate es una rubia naif y superficial que va a contemplarse a sí misma en el cine y se emociona con la risa de los espectadores, una diva superficial aunque lea Tess; la niña actriz es una niña adulta, un poco insoportable, aunque tiene un gesto conmovedor cuando felicita a Rick por una escena; la hippie Pussycat es una adolescente libidinosa y pare de contar; las hippies, en general, una caricatura hecha con los prejuicios sobre la mujer italiana. Parecería que a Tarantino solo le importan los pies desnudos de las mujeres.
Es como si a Tarantino estuviésemos dispuestos a aceptarle todo, incluidas las tres horas de la película. Dicen, «qué maravilla de construcción histórica»: pero eso es lo menos que podemos esperar de una película de época con un presupuesto de noventa millones de dólares. Al final, es como si Tarantino hubiese decidido: «ya que tenemos esta escenografía de una época chévere no la desperdiciemos en una vulgar peli de hora y media». Y así, la película está llena de guiños autorreferenciales, desplazamientos largos y aburridos, y un revisionismo histórico que en esta ocasión no funciona, como en Bastardos sin gloria, sencillamente, porque los hippies no pueden ser comparados con los nazis: El mismo lanzallamas que Dalton usa contra los nazis es el que utiliza para matar a la hippie.
Espero no ser malinterpretado. Tarantino es un gran director y he visto casi todas sus películas: aunque él lo intente, no podría hacer una película mala; pero Había una vez en Hollywood no será una de mis favoritas. Me dejó un sabor agridulce: me gustaron algunas constantes de Tarantino, el dúo DiCaprio – Pitt, la intertextualidad con los spaghetti westerns y la lista de canciones; me disgustaron los excesos autorreferenciales, la misoginia, cuyo descaro es también su cobertura, el humor xenofóbico y la visión que ofrece de los hippies.
Había una vez en Hollywood es, antes que nada, un homenaje de Tarantino al cine de Tarantino, y está llena de trucos tarantinescos.


Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, 27.09.19

domingo, septiembre 15, 2019

La guardia roja de todos los tiempos


Mao Tse Tung y los Guardias Rojos. Ilustración de la Revolución Cultural China, 1966.
          
¿Qué habrá pensado el escritor Lao She durante todo el día de aquel 24 de agosto de 1966, frente al lago Taiping, en Beijing? En 1949, tras el triunfo de la revolución y la proclamación de la República Popular China, Lao She, que vivía en Estados Unidos, fue invitado a regresar a su patria. Lo hizo y fue proclamado un artista del pueblo. Cuando el 16 de mayo de 1966 el presidente Mao proclamó el inicio de la llamada Revolución Cultural, que se proponía purgar los restos del pensamiento burgués, empezó la caída en desgracia de Lao She, que, al criterio de los Guardias Rojos, personificaba “los cuatro viejos”: viejas costumbres, cultura vieja, hábitos viejos, y viejas ideas.
            Lao She fue detenido el día anterior y llevado al Templo de Confucio, en Beijing. Ahí fue interrogado, humillado y maltratado junto a otros intelectuales acusados de ser representantes del viejo “arte burgués”. Al final de aquel día, Lao She volvió a su casa con la obligación de regresar al día siguiente para continuar con la sesión de “autocrítica”. El libro rojo, de Mao, citaba una de las conclusiones señaladas en el Foro de Yenán (1942): «Nuestra literatura y nuestro arte sirven a las grandes masas del pueblo, y en primer lugar a los obreros, campesinos y soldados; se crean para ellos y son utilizados por ellos». Nada que recordara al arte burgués tenía cabida. La noche de aquel 24 de agosto, frente al lago Taiping, Lao She se sumergió en el agua hasta morir porque tampoco él tenía cabida en la revolución.
            Es popular la anécdota de fray Luis de León que, en 1577, al regresar después de cuatro años de cárcel a su cátedra de Teología en la Universidad de Salamanca, se dirigió a sus estudiantes con la fórmula habitual: «Dicebamus hesterna die... Decíamos el día de ayer...». Pero ese “ayer” se había iniciado el Jueves Santo del 27 de marzo de 1572, cuando fue conducido, por la Santa Inquisición, a la cárcel Valladolid. A fray Luis de León se lo acusó de criticar la traducción de San Jerónimo de la Vulgata y de traducir al castellano, sin autorización, El cantar de los cantares.

Fray Luis de León en el Patio de las Escuelas, Universidad de Salamanca.
            Gabriel Zaid, en su artículo «Fray Luis en prisión», aparecido en Letras libres, el 5 de noviembre de 2012, señala que fray Luis fue acusado, sin pruebas de que, en algún momento, había dicho que el Cantar era carmen amatorium, es decir, un poema erótico. Zaid señala respecto de la actuación del fiscal: «Fray Luis recibió en prisión las acusaciones y las refutó una por una. El fiscal, sabiendo que no tenía pruebas documentales ni testimonios convincentes, propuso algo monstruoso: “Pido sea puesto a cuestión de tormento hasta que enteramente diga la verdad.” El tribunal no se lo concedió, pero dio entrada al proceso». Como en todo proceso inquisitorial, no es el fiscal el que tiene que probar la culpabilidad, sino el acusado el que tiene que demostrar su inocencia.
            Es conocido que en la antigua URSS, estuvieron prohibidas obras como El maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov, o El doctor Zhivago, de Boris Pasternak. También estuvieron vedadas para los lectores soviéticos las obras de Alexánder Solzhenitsyn. Tampoco Vladimir Nabokov era un autor permitido. Asimismo, es conocida la persecución del llamado Macartismo en los Estados Unidos, cuando cientos de artistas y miembros de la industria cinematográfica de Hollywood fueron perseguidos bajo la acusación de colaborar con el comunismo: el Comité de Actividades Antiamericanas, activo de 1947 a 1957, arruinó carreras y persiguió a quienes no se plegaron a la delación.
Todas estas prohibiciones y censuras se hicieron en nombre de un interés superior y, sobre todo, de una causa con supuestas justas intenciones para el punto de vista de quienes las llevaban adelante: la defensa de la fe, la defensa de un tipo de revolución social, la defensa de la democracia occidental. Pero es sabido, también, que el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones.
            Hemos aprendido, de manera dolorosa a lo largo de la historia, que los buenos principios ideológicos, religiosos, políticos conducen a una censura irracional y a una cacería de brujas. Lo políticamente correcto, que desde el cuestionamiento a la moralidad de artistas lleva a censurar sus obras, está incubando nuevas inquisiciones.

            Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, 13.09.19