En el cementerio del corregimiento de Santa Elena,
municipio El Cerrito, a treinta y seis kilómetros de Cali, se encuentra la tumba de
María. Está rodeada de una cerca de hierro de pequeña altura que la convierte
en un espacio singular del camposanto. Hay, a manera de lápida, un libro
abierto con un texto que, de forma libre y defectuosa, resume uno de los
párrafos finales de la novela, cuando Efraín llega a la tumba y medita:
«…atravesé por en medio de las malezas y las cruces de leño y guadua que las
poblaban. al dar la vuelta a un grupo de corpulentos tamarindos. salí frente a
un pedestal blanco y…manchado por las lluvias sobre el que se alzaba una cruz
de hierro, en ella empecé a leer: María…». La tumba del personaje es uno de los
testimonios de cómo la novela María es
parte del espíritu popular.
El retrato de María es otro
elemento que convierte a este personaje de la ficción en parte viva de la
realidad. «La Virgen de la
Silla de Rafael [Madonna della sedia,
óleo sobre tabla, 1513-1514, de Rafael Sanzio], modificando un poquito la
nariz, del modo que he dicho, puede servirle de modelo para esa facción; i,
perdóneme la insistencia en este punto; ¿se ha fijado usted en algún retrato
mío? Esa es la forma de nariz en nuestra familia; mas debe ser idealizada para
aquél rostro de hermosura sobrehumana». Así describió Jorge Isaacs a María, en
una carta del 22 de junio de
1880 al artista Alejandro Dorronsoro, quien, en 1879, había pintado un primer
retrato del personaje. Isaacs, debido a sus apuros económicos, no pudo adquirir
ninguno de los dos retratos de María.
Isaacs
quiso comprar el primer retrato al señor Fonseca Plazas, comerciante a quien
Dorronsoro le había dado el cuadro para que lo vendiera. Fonseca, al enterarse
de que era Isaacs quien lo quería comprar, le pidió 200 pesos —cantidad que
equivalía al doble del salario anual de un jornalero—, a pesar de que
Dorronsoro le había indicado que lo vendiera en cincuenta. «Yo no podía dar tanto por ella —le explica Isaacs al
artista en la carta citada—, i fue crueldad, o algo muy parecido a eso,
pretender que se triplicara el valor del cuadro al vendérmelo a mí,
aprovechándose de la admiración que imaginaron me causaría. Los hombres de negocios
suelen ser implacables».
En la misma carta,
Isaacs le pide al artista que haga un nuevo retrato de
María, «pero cuidado con esos ojos, de amorosísima tristeza, cuidado con esa
frente, solo iluminada por pensamiento de ángel; cuidado con todo lo que de
ella hai [sic] en el cuadro que Ud. hizo primero». Una copia del segundo
retrato de María hecho por Alejandro Dorronsoro está en el “cuarto de María”,
en la hacienda “El Paraíso”, declarada monumento nacional en 1959. El original
se exhibe en el museo de arte del convento de San Joaquín, de Cali, al que lo
donó Ángela Riascos, a quien se lo obsequió el artista.
Cuando uno visita la hacienda
“El Paraíso”, el libreto del guía es una mezcla de la vida de Isaacs y de los
personajes de la novela. En general, se asume la novela como un texto
autobiográfico y a Isaacs como si él fuera, sin mediación alguna, el personaje
de Efraín. De hecho, cuando el guía explica las normas de visita para los
turistas habla de la existencia, en el pasado, de las trenzas de María.
Cuando María muere, Emma, la
hermana de Efraín —y «alcahueta de sus amores», dice el guía—, le corta las
trenzas para entregárselas a Efraín, cumpliendo un pedido postrero de María.
Casi al final del capítulo LXIII, narra Efraín: «Abrí el armario: todos los
aromas de los días de nuestro amor se exhalaron combinados en él. […] Halé el
cajón que Emma me había indicado; el cofre precioso estaba allí. Un grito se
escapó de mi pecho, y una sombra me cubrió los ojos al desenrollarse entre mis manos
aquellas trenzas que parecían sensibles a mis besos». El guía, reprochando la
conducta de ciertos visitantes en el pasado, nos explica a los visitantes del
presente que las trenzas de María fueron robadas, años atrás, por algún turista
deshonesto.
La cruz
de hierro, de la que se habla en la novela, se yergue sobre un túmulo hecho de
ladrillo. En la intersección de la cruz está, forjado en hierro, el nombre de
María. Los elementos de la ficción novelesca han sido trasladados a la realidad
de una tumba en el cementerio de Santa Elena. Cuando, hace quince días, volví a
visitar la tumba, tomé unas fotos para documentar esta crónica. En la novela,
en su penúltimo párrafo, Efraín, que al retirarse de la tumba siente el vuelo
de un ave de graznido siniestro, dice: «la vi volar hacia la cruz de hierro, y
posada ya en uno de sus brazos, aleteó repitiendo su espantoso canto». Yo
también la vi posarse sobre el brazo de la cruz, pero me negué a tomar la foto
porque, en medio de tanta mezcla de ficción y realidad, esa imagen hubiese resultado
inverosímil.
Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, 25.10.19
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