Mao Tse Tung y los Guardias Rojos. Ilustración de la Revolución Cultural China, 1966. |
Lao
She fue detenido el día anterior y llevado al Templo de Confucio, en Beijing.
Ahí fue interrogado, humillado y maltratado junto a otros intelectuales
acusados de ser representantes del viejo “arte burgués”. Al final de aquel día,
Lao She volvió a su casa con la obligación de regresar al día siguiente para
continuar con la sesión de “autocrítica”. El
libro rojo, de Mao, citaba una de las conclusiones señaladas en el Foro de
Yenán (1942): «Nuestra
literatura y nuestro arte sirven a las grandes masas del pueblo, y en primer
lugar a los obreros, campesinos y soldados; se crean para ellos y son
utilizados por ellos». Nada que recordara al arte burgués tenía cabida. La
noche de aquel 24 de agosto, frente al lago Taiping, Lao She se sumergió en el
agua hasta morir porque tampoco él tenía cabida en la revolución.
Es popular la anécdota de fray Luis
de León que, en 1577, al regresar después de cuatro años de cárcel a su cátedra
de Teología en la Universidad de Salamanca, se dirigió a sus estudiantes con la
fórmula habitual: «Dicebamus hesterna die... Decíamos el
día de ayer...». Pero ese
“ayer” se había iniciado el Jueves Santo del 27 de marzo de 1572, cuando fue
conducido, por la Santa Inquisición, a la cárcel Valladolid. A fray Luis de
León se lo acusó de criticar la traducción de San Jerónimo de la Vulgata y de
traducir al castellano, sin autorización, El cantar de los cantares.
Fray Luis de León en el Patio de las Escuelas, Universidad de Salamanca. |
Gabriel Zaid, en su artículo «Fray
Luis en prisión», aparecido en Letras libres, el 5 de noviembre de 2012,
señala que fray Luis fue acusado, sin pruebas de que, en algún momento, había
dicho que el Cantar era carmen amatorium, es decir, un poema
erótico. Zaid señala respecto de la actuación del fiscal: «Fray Luis recibió en prisión las acusaciones y las refutó una por una.
El fiscal, sabiendo que no tenía pruebas documentales ni testimonios
convincentes, propuso algo monstruoso: “Pido sea puesto a cuestión de tormento
hasta que enteramente diga la verdad.” El tribunal no se lo concedió, pero dio
entrada al proceso». Como en todo proceso inquisitorial, no es el fiscal el que
tiene que probar la culpabilidad, sino el acusado el que tiene que demostrar su
inocencia.
Es
conocido que en la antigua URSS, estuvieron prohibidas obras como El maestro y Margarita, de Mijaíl
Bulgákov, o El doctor Zhivago, de
Boris Pasternak. También estuvieron vedadas para los lectores soviéticos las
obras de Alexánder Solzhenitsyn. Tampoco Vladimir Nabokov era un autor
permitido. Asimismo, es conocida la persecución del llamado Macartismo en los
Estados Unidos, cuando cientos de artistas y miembros de la industria
cinematográfica de Hollywood fueron perseguidos bajo la acusación de colaborar
con el comunismo: el Comité de Actividades Antiamericanas, activo de 1947 a
1957, arruinó carreras y persiguió a quienes no se plegaron a la delación.
Todas estas prohibiciones y censuras se hicieron en
nombre de un interés superior y, sobre todo, de una causa con supuestas justas
intenciones para el punto de vista de quienes las llevaban adelante: la defensa
de la fe, la defensa de un tipo de revolución social, la defensa de la
democracia occidental. Pero es sabido, también, que el camino del infierno está
empedrado de buenas intenciones.
Hemos
aprendido, de manera dolorosa a lo largo de la historia, que los buenos
principios ideológicos, religiosos, políticos conducen a una censura irracional
y a una cacería de brujas. Lo políticamente correcto, que desde el cuestionamiento
a la moralidad de artistas lleva a censurar sus obras, está incubando nuevas
inquisiciones.
Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, 13.09.19
Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, 13.09.19