José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
Mostrando entradas con la etiqueta Universidad de las Artes. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Universidad de las Artes. Mostrar todas las entradas

lunes, febrero 05, 2024

In memoriam Jorge Aguilar Mora: un intento de descubrir los secretos del aire

           

Jorge Aguilar Mora (Chihuahua, 9 de enero de 1946 - Bethesda, MD, 5 de enero de 2024). (Foto: Tyrone Maridueña, Guayaquil, 2018).

En la nota «Al lector» de Sueños de la razón 1799 y 1800. Umbrales del siglo XIX, Jorge Aguilar Mora, JAM, explica el ambicioso proyecto intelectual en el que se propuso una reflexión de la cultura del siglo XIX, año por año, a través de un testigo anónimo cuyo punto de vista narrativo tenía un límite: «puede dar testimonio de lo que ha ocurrido ese año y relacionarlo con cualquier hecho o suceso del pasado; pero carece del poder de narrar el futuro»[1]. En este y los otros libros de su proyecto existe una mirada lúcida sobre los protagonistas que construyen el espíritu romántico; al exponer las ideas que alumbrarán los tiempos por venir, con la creatividad narrativa de un novelista, JAM presenta el saber de una época como una narración en la que los personajes y sus ideas —Goethe, Humboldt o Madame de Staël— configuran un mapa del saber que nos permite seguir las huellas de su espíritu. Jorge Aguilar Mora (1946-2024) fue un maestro generoso, un ensayista deslumbrante y un creador que no hacía concesiones a sus lectores. La dedicatoria de este libro no es un dato menor porque la intención primigenia del autor era escribirlo como si se lo estuviera contando a su hijo: «Este proyecto nació cuando nació mi hijo Diego, en 1992. El libro es suyo»[2].

En el año lectivo 2006-2007, JAM obtuvo el reconocimiento Distinguished Scholar and Teacher, que otorga la Universidad de Maryland. Como maestro, JAM demostró en cada una de sus clases no solo su amplio y profundo dominio de la materia que enseñaba sino también una habilidad extraordinaria para conseguir que sus estudiantes nos apasionáramos por los temas que trataba. Sus clases eran charlas magistrales durante las cuales el saber fluía como si se tratase de lo que actualmente es un podcast. Además, siempre estuvo presto al trabajo de tutor en generosos horarios adicionales a los ofrecidos normalmente. Él, puntual en sus horarios, en la guía y corrección de trabajos, hizo de cada sesión un espacio esperado por sus estudiantes, dado los desafíos intelectuales que su cátedra planteaba en todo momento. En una carta de julio de 2009, dirigida a sus colegas y estudiantes del Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Maryland, cuando se jubiló, dijo sobre su docencia:

 

Y para mí, enseñar significa simplemente dar señas, señalar, dar signos. No es decir “Miren lo que sé y miren lo que tienen que saber”, sino “Miren los caminos que existen y de los cuales conozco muy pocos, miren cómo yo he recorrido esos caminos y en algunos me he perdido, en otros no sé dónde estoy y otros me han llevado a la felicidad de conocer obras que me acompañarán toda la vida, que son vida y son mi vida. Y no soy, ni me he visto nunca como ejemplo de nada, ni de nadie: soy simplemente un caso, alguien que en soledad, forzosa, se enfrenta a lo que tienen de vital las obras de arte”. Nunca me ha interesado manifestar lo que sé, me ha apasionado siempre mostrar cómo viven las ideas. Como enseñar a volar: no decir cómo mover las alas, sino intentar descubrir los secretos del aire.

           

El segundo libro sobre el siglo XIX es Fantasmas de la luz y el caos 1801 y 1802 y en él la historia se mueve hacia nuestra América. El libro se abre con un Goethe enfermo que, «en la madrugada del 5 de enero, comenzó a toser violentamente y a desvariar: hablaba con amigos ya muertos y con Jesucristo»[3]. A través de sus páginas, asistimos a la estrategia conspirativa de Thomas Jefferson para anexar la Luisiana a los Estados Unidos, al viaje de Humboldt y Bonpland de Cartagena a Lima, pasando por Popayán y Quito, con la frustrada asistencia de Francisco José Caldas y la participación apasionada de Carlos Montúfar y todo lo que aquello significó para el estudio de la naturaleza andina. La mirada perspicaz de JAM lo lleva a una reflexión sobre la participación de aquellos que han quedado al margen de la historia a partir del relato de Caldas cuando a punto de perder la vida en el cráter del volcán Imbabura es rescatado por su guía, el indio Salvador Chuquín, sobre quien dice Caldas «es justo nombrarle»:

 

Era justo nombrarlo, no solo por el mismo Salvador Chuquín, sino por todos los indios que han acompañado a todos estos exploradores y han quedado en la sombra, en el simple y banal olvido o, en raras ocasiones, solo mencionados para burlarse de sus supersticiones y de sus miedos […] No sabemos nada más de Salvador Chuquín; quizás después de salvarle la vida a Francisco José Caldas siguió ganándose la vida recogiendo hielo del volcán para venderlo en las casas de los criollos nobles de la ciudad. Quizás, como muchos otros, un día resbaló en la nieve y cayó a su muerte.[4]

 

            JAM dejó inédito un tercer volumen titulado El verbo del deseo 1804-1804. Junto a los dos anteriores, este libro también es una precisa reconstrucción del mundo intelectual de comienzos de ese siglo diecinueve con una meticulosa puesta en escena de las ideas que han marcado el pensamiento de hoy, imbuida en una narración novelesca que da cuenta de las vicisitudes de sus brillantes protagonistas (Humboldt, Caldas, Goethe, Hölderlin, Madame de Staël, Napoleón, Beethoven, etc.) en el entretejido de sus relaciones personales y el desarrollo de sus ideas frente al surgimiento de una nueva sensibilidad en el mundo. La lectura de los tres libros es uno de esos placeres que se encuentra en el discurso crítico porque su palabra tiene la concentración de la sapiencia de los libros contada con la fluidez de la oralidad de los abuelos; esos abuelos que, en las comunidades rurales, son los que albergan y transmiten el saber y la tradición. Los tres libros son la crónica reflexiva de las ideas que nos han cobijado, a partir de su emergencia en el siglo diecinueve, para marcar su impronta en la sensibilidad contemporánea. Estos libros son un deleite intelectual de la lectura y una lectura para el deleite del intelecto.

 

            Una pérdida atravesaba el espíritu de JAM, un muerto cargaba en su peregrinaje vital e intelectual: ese muerto era su hermano David. «A David Aguilar Mora lo capturó la guardia judicial [de Guatemala] a mediados de diciembre de 1965. No sé la fecha exacta de muerte, pero lo fusilaron en el interior de la base de Zacapa, y sus verdugos fueron el subteniente Carlos Cruz y Cruz, “El serrucho”, y los G2 César Guerra Morales y Rigoberto García, “El gato”»[5]. En Cadáver lleno de mundo, una novela experimental, introspectiva, situacional, con un narrador que entra y sale del texto en el acto mismo de la escritura, la presencia de David es un fantasma que recorre toda la novela. Hacia el final, en una suerte de nota al pie de página que es parte de la estructura narrativa, aparecen las preguntas que acompañarán a JAM durante su vida: «¿Por qué ese afán de ocultar una muerte? ¿Por qué rechazar la petición de esa misma muerte y tergiversarla? […] ¿No era cierto que David sería una presencia obsesionante con solo mencionar su nombre? ¿No, que David era imposible de resucitar, precisamente por su muerte tan rotunda?»[6].

            En Los secretos de la aurora, Aguilar Mora construye una ciudad de cuyos dramas quienes leemos nos sentimos partícipes porque la atmósfera del lenguaje que la envuelve nos acerca a la intimidad de los personajes que habitan dicha ciudad. Una intimidad cargada de secretos que se van develando a medida que los personajes se apropian de la ciudad y de su propia historia. La novela deviene paradigma de lo que es la autonomía del texto literario y la creación de mundos de ficción que funcionan en el territorio de la escritura. Un lenguaje de tesitura barroca, con la persistencia de la música en el acontecer de los personajes y un erotismo reflexivo, como cuando Ana y Santiago hacen el amor con la mirada: «El deseo de sus miradas apenas les tocaba la piel con sus dedos de humo […] se olvidaban de sus nombres, se olvidaban de lo que eran y se volvían —como una madeja sin hilo— placer como objeto y acto al mismo tiempo, y se dejaban infinitamente mirar para volverse mirada»[7]

 

La gente que protagonizó la gesta de la Revolución mexicana fue también una obsesión de JAM. En Una muerte sencilla, justa, eterna, Aguilar Mora indaga el proceso revolucionario desde una voz que es autobiográfica al tiempo que desentraña el proceso de investigación y escritura, e ilumina con la profundidad reflexiva de su prosa cargada de poesía el sentido de los acontecimientos históricos. En este libro, el tema de la muerte es el leit motiv de una cultura en pleno fervor revolucionario: a partir de la narración de los dramas individuales de sus protagonistas se busca el sentido de la historia general, lo que hace del libro un texto con una mirada tan honda como piadosa sobre las vicisitudes del ser humano en medio de sucesos históricos que superan la voluntad de las personas. Esa manera de convertir la historia en narración y reflexionar a partir de ella la encontramos, por ejemplo, en este pasaje:

 

¿Seguimos esperando con el lenguaje? ¿Esperamos el hecho? El lenguaje estuvo antes, y estará después. Mas he aquí el hecho.

A Santiago Ramírez lo fusilaron en Saltillo. Lo fusilaron en Saltillo. Y cuando le ofrecieron un licorcito, cuando le ofrecieron un cognac, cuando le obsequiaron su última voluntad, muy generosos los verdugos, Ramírez replicó: “No quiero licor, me hace daño al hígado”. Era la naturalidad, era la perfecta naturaleza.

Y luego, cuando ya era inminente el fogonazo, cuando ya lo requería el paredón, se volvió a una señorita de Saltillo que hasta allí lo había acompañado: “No muero como un reo, muero traicionado”, le dijo. Y así murió.

[…]

Para mí, Santiago Ramírez fue el último fusilado.[8]

 

Es ya un clásico su ensayo La divina pareja. Historia y mito en Octavio Paz, un libro que deconstruye las ideas de Paz sobre la poesía, la historia y la cultura mexicana y desmitifica su apoliticismo. La crítica de JAM reconoce en toda su extensión la valía de la obra de Paz, pero no deja de señalar con dureza sus contradicciones, lo que da cuenta de su espíritu libre en un mundo intelectual lleno de aduladores. Esa dureza se sintetiza en su conclusión: «En el caso de Paz, no hay ningún sistema construido, no hay ninguna elaboración: hay la negación de la historia, hay intentos de gramaticalizarla, hay descripciones constantes de la otredad, del mito, de la analogía, porque en el fondo siempre ha creído que no es necesario demostrar nada»[9]. Ese libro se complementa con su ensayo «La fuga de la identidad. Tres estaciones de Octavio Paz», en el que, décadas después, JAM analiza la ambición secreta del premio Nobel que era, según él, «que el joven Octavio Paz tuviera la lucidez del Octavio Paz maduro, y que este tuviera la frescura de aquel»[10]. La visión de JAM sobre Paz es un ejercicio del criterio desde la admiración a su poesía y sus ideas sobre la poesía, pero desdeñando la adulación hacia el poder intelectual del propio Paz.[11]

En el libro en donde aparece el ensayo sobre Paz, JAM publicó también un texto sobre Rulfo: «Yo también soy hijo de Pedro Páramo». Es un ensayo sobre la muerte y la ubicuidad del muerto, sobre la orfandad y la asunción de la paternidad, sobre Pedro Páramo y sus hijos y sobre Jorge Aguilar Mora y su hijo Diego y la manera como se entrecruzan los afectos filiales. En la escritura de este ensayo dirigido al debate académico aparece otra escritura que está dirigida a su hijo, que es una manera de entender su propia condición de padre de Diego y de hijo de Pedro Páramo: «Querido Diego, si hay algo en lo que Pedro Páramo es un texto para más vivir y para dejar de sobrevivir, ese algo es su prodigiosa singularidad para hacer, en cada lectura, que el encuentro de la literalidad de la vida y de la opacidad del mundo nos permita acceder, en cuerpo y alma, a una realidad de acontecimientos puros y de actos de lenguaje»[12].

 

            No quiero terminar esta celebración de la vida creativa de Jorge Aguilar Mora sin referirme, de manera breve, a dos de sus poemarios. Con el uno compartimos nuestra afición por la música sacra. En Stabat Mater, la figura de la madre doliente frente al hijo – hijo de Dios reivindica todo el sentido terrenal del ser humano frente a la muerte y la imposibilidad del reino de lo eterno. Se trata de un poema extenso que sostiene una plegaria de la humanidad huérfana de la presencia divina, abatida frente a la redención imposible. Ese dolor que no tiene nombre, ese dolor de la madre que pierde a su hijo me duele en estos versos: «Y, al pie de la cruz, estaba la madre. / Estaba la muerte al pie de la huida. / Ese río de lobos era maldiciones, / y alguien de su mano recogió alegría, / recogió la hora, al pie de la muerte»[13].

La bella molinera, que entabla un diálogo intertextual con el ciclo de canciones de Schubert de título homónimo, es un poemario que conjuga las tristezas del amor romántico en la posmodernidad que ha matado la ilusión romántica, con la esperanza en la poesía —embebida de racionalidad—. En el poemario, la poesía es entendida como el espacio de realización del amor contradictorio del molinero y su amada, aceptando los devaneos de la bella molinera con el caminante, con todos los caminantes que le ofrecen una libertad que se atreve a tomar. Este es un poemario que canta a la imposibilidad del amor romántico, al anhelo de libertad, a la sabiduría del sufrimiento y el miedo a ser libre: «Como si tú fueras los frutos y el deseo, / Y yo cantara baladas que nadie escucha / Porque solo la bella molinera sabe que existen»[14], canta el caminante desdeñado.

 

Jorge Aguilar Mora., en Guayaquil, durante su participación en el III Encuentro de Investigación en Artes, organizado por la Universidad de las Artes, en julio de 2018. (Foto: Tyrone Maridueña)

El martes 9 de enero de 2024, Jorge Aguilar Mora habría cumplido 78 años. Nos lo arrancó de la vida la ruptura de un aneurisma aórtico abdominal el aciago viernes 5, pero no podrá la muerte arrebatarlo de la memoria de quienes lo queremos y hemos aprendido de su magisterio. Cuando Saúl Sosnowski me dio la noticia, a las 13h20 de aquel día, reventé en llanto. Ya calmado, me acordé de la felicidad que tenía la voz de Jorge cuando me contó, a fines de junio de 2022, que en julio se iría a Los Ángeles, para asistir a un concierto de Kraftwerk, invitado por Diego, que se convirtió en el destinatario de una larga carta para el hijo en la que Jorge quiso que se transformara su escritura. Mientras escribo, escucho el disco The Man-Machine y releo un párrafo de la carta de 2009 ya citada:

 

No nací para escritor. Nací para ser compositor musical y las circunstancias de la vida me lo impidieron. Me convertí en escritor porque fue la única manera que encontré de sustituir la melodía, la armonía y el ritmo de la música. En cierto sentido, fue un fracaso anunciado porque quise dominar primero las palabras antes de conocer sin miedo a los seres humanos, antes de aceptarlos con sus complejidades, con sus oscuridades, con sus iluminaciones.

 

            Él era un melómano y su afición fue también un saber que compartía con el entusiasmo creativo del que habló Madame de Staël. Y si la vida es un texto que cada uno escribe, quiero imaginar que, en el inconsciente de Jorge, en aquella habitación de hospital en donde agonizaba, sus propias palabras habrían resonado como un eco luminoso, musical y eterno: «Oíamos unos estudios de Liszt y nada nos trascendía. Todo estaba encerrado en ese cuarto y estaba también más lejos. El cielo estaba amorosamente apocalíptico y al fin este texto terminaba»[15]. Son sus palabras que se convierten en nuestras palabras y que, mientras aprendemos a volar con ellas, nos acompañan en el descubrimiento de los secretos del aire.



[1] Jorge Aguilar Mora, Sueños de la razón 1799 y 1800. Umbrales del siglo XIX (México D.F: Ediciones Era, 2015), 11. Este libro obtuvo, en México, el Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2015.  

[2] Aguilar Mora, Sueños de la razón…, 13.

[3] Jorge Aguilar Mora, Fantasmas de la luz y el caos 1801 y 1802 (Ciudad de México: Ediciones Era, 2018), 14.

[4] Aguilar Mora, Fantasmas…, 317.

[5] Jorge Aguilar Mora, Una muerte sencilla, justa, eterna. Cultura y guerra durante la Revolución mexicana (México D.F.: Ediciones Era, 1990), 26.

[6] Jorge Aguilar Mora, Cadáver lleno de mundo (México D.F.: Editorial Joaquín Mortiz, 1971), 274-275.

[7] Jorge Aguilar Mora, Los secretos de la aurora (México D.F.: Ediciones Era, 2002), 377. Está inédita su novela Puentes, de la que su autor, en una suerte de introducción, señala: «El nombre completo de esto que quiere apenas ser un horizonte (abriéndose siempre) es Puentes que atraviesan los peregrinos que se pierden… Son los puentes de una ciudad ocupada por caminantes extraviados; habitantes que abren las puertas, sin saberlo, a todo lo inverosímil, lo absurdo y lo común que define su horizonte. Ellos la hacen, la soportan, la mantienen, la destruyen, la olvidan y la transforman. También la quieren, con una pasión que, como dice el poeta, cuando no se cumple, se vuelve alucinación. La ciudad entonces es la que tolera a sus ocupantes, les cuida sus caprichos, y hasta se los procura. Ellos siguen cruzando los puentes, los numerosos puentes, sin estar nunca seguros de que podrán llegar a la otra orilla. Ni siquiera los puentes estén seguros de que hay otra orilla».

[8] Aguilar Mora, Una muerte sencilla…, 399. Su libro El silencio de la Revolución y otros ensayos (México D.F.: Ediciones Era, 2011) aborda estos asuntos analizando la literatura del período y textos claves como los corridos villistas, Cartucho, de Nellie Campobello, las novelas de Martín Luis Guzmán y Rafael F. Muñoz.

[9] Jorge Aguilar Mora, La divina pareja [1978] (México D.F.: Ediciones Era, 1991), 224.

[10] Jorge Aguilar Mora, La sombra del tiempo. Ensayos sobre Octavio Paz y Juan Rulfo (México D.F.: Siglo XXI Editores, 2010), 8.

[11] Esta postura crítica causa confrontación con el coro de aduladores y también con los admiradores de la obra de Paz. Apenas fallecido JAM, un polemista brillante como Christopher Domínguez publicó en Letras Libres —«heredera de la tradición y el ánimo» de Vuelta de Octavio Paz—, una necrología que resultó, más bien, un ajuste de cuentas con Aguilar Morla por su crítica a las imposturas de Paz. Lo definitivo en esta polémica, rotundo como la muerte, es que Jorge Aguilar Mora ya no le puede responder a Domínguez.

[12] Aguilar Mora, La sombra del tiempo…, 126.

[13] Jorge Aguilar Mora, Stabat Mater (México D.F: Ediciones Era, 1996), 52.

[14] Jorge Aguilar Mora, La bella molinera (San Joaquín, Chile: El Juglar, 2011), 16. En Kipus. Revista Andina de Letras, # 33 (I semestre 2013): 173-176, apareció una reseña mía sobre el poemario.

[15] Aguilar Mora, Una muerte sencilla…, 403.


lunes, mayo 22, 2023

Un corredor cultural para el centro de Guayaquil

            Si salimos del edificio histórico de El Telégrafo, por la avenida Diez de Agosto hacia Malecón, pasaremos por el museo y la biblioteca municipales así como frente al parque Seminario y, si al llegar a la alcaldía giramos a la izquierda, arribaremos al museo Nahím Isaías, frente a la Universidad de las Artes. A partir de la calle Aguirre, siguiendo por Pichincha, continuaremos nuestro recorrido desde la Biblioteca de las Artes, en cuya planta baja está la Librería Rita Lecumberri, del Fondo de Cultura Económica, FCE, especializada en literatura infantil y juvenil. Al llegar al boulevard Nueve de Octubre, nos toparemos con el centro de Producción e Innovación Manzana 14, de la U. de las Artes, en donde, además de una sala de exposiciones, una sala de conciertos, un cine y un estudio de producción musical queda la librería Miguel Donoso Pareja, del FCE. Más adelante, en dirección a Las Peñas, por la calle Panamá, hay la zona gastronómica, el Museo del Cacao, el teatro Muégano, y, saliendo a Malecón, la singular sala de cine Imax, el Museo Arqueológico y de Arte Contemporáneo, MAAC, y, para la diversión familiar, la noria La Perla y otras atracciones mecánicas. Enseguida, ya en Las Peñas, tenemos: la casa donde Antonio Neumane compuso la música del Himno Nacional, el teatro estudio Paulsen, la casa Cino Fabianni, la sede de la Asociación Cultural Las Peñas y, al final de la calle Numa Pompilio Llona, el museo del Bolero y los museos de Barcelona y Emelec.

 

Biblioteca de las Artes, en las calles Aguirre y Pichincha, Guayaquil.

            Este corredor cultural es, de suyo, un elemento vivificante de la urbe que, si las nuevas autoridades municipales lo aprovechan y potencian, contribuirá a que el centro de Guayaquil se convierta en un bullente sitio de las artes y la cultura guayaquileñas. Para lograrlo, es indispensable una alianza entre el Municipio y la Universidad de las Artes, modificar ciertas políticas de Malecón 2000 y convocar a gestores culturales y artistas para dinamizar y multiplicar en toda la ciudad los espacios del arte.

            La Universidad de las Artes y el Municipio deberían trabajar en conjunto para animar el corredor cultural del centro de la urbe. Espectáculos de artistas, exposiciones de pintura, cine al aire libre, recitales de música y poesía, biblioteca y librería ambulantes, etc. son ejemplos de variadas expresiones culturales que, con la debida seguridad a cargo del Municipio y la participación profesional de docentes y estudiantes de la universidad, contribuirían a reconstruir la vida nocturna del centro de la ciudad con el consiguiente beneficio de la oferta gastronómica del propio Malecón y otros sitios, así como del esparcimiento de la ciudadanía. Estas expresiones se complementarían con la peatonización y el ciclo paseo dominicales.

 

Centro de Producción e Innovación Mz-14, Panamá y Nueve de Octubre, Guayaquil.

          Asimismo, el Malecón 2000 debería transformarse en un sitio cultural abierto; para ello, las políticas de uso de un espacio que es público y que, actualmente, son restrictivas, deberían modificarse para permitir, por ejemplo, conciertos musicales con amplificación zonificada (esto es para evitar esa sonorización escandalosa a la que nos tienen acostumbrados, que impide conversar y fastidia a quienes viven en el sector). El Palacio de Cristal podría ser mejor aprovechado mediante la implementación de actividades lúdicas como talleres infantiles de arte, de títeres, de música, el establecimiento de una biblioteca subsidiaria de la Biblioteca de las Artes, etc.; la Rotonda podría convertirse en un escenario desmontable y la zona alrededor del monumento a Abel Romeo Castillo en un sitio de lectura de poesía y conferencias. Para esto, habría que modificar la concepción disciplinaria y rígida actual y convertir al Malecón en un recinto más libre y creativo.

 

Muégano Teatro, Callejón Magallanes y calle Rocafuerte, Guayaquil.

            El corredor cultural del centro de Guayaquil necesita, además, de gestores y artistas y, por tanto, es una fuente de generación de empleo. Todas las actividades descritas anteriormente deben contar con el debido financiamiento para su producción y para el pago de honorarios de quienes participan en ellas. El Municipio, a través de sus direcciones de Cultura y Turismo, tiene que convocar a gestores y artistas de la ciudad para construir una programación adecuada en conjunto con la Universidad de las Artes. Las actividades así programadas tendrán la fuerza necesaria para, incluso, ser reproducidas en otros espacios de la ciudad como, por ejemplo, el Parque Forestal y el Centro Cívico, el Malecón del Salado, Guayarte, etc. Hacer de cada parque emblemático un espacio de recreación cultural debería ser una consigna de la actual administración municipal para transformar el espíritu de la ciudad.

 

Estudio Paulsen, Numa Pompilio Llona # 195, Las Peñas, Guayaquil.

            El centro de Guayaquil, una vez que las actividades comerciales terminan, a partir de las seis de la tarde, es un espacio desolado, sucio y peligroso. Recuperar la vida del centro de la ciudad mediante la implementación de actividades artísticas y tomarse las calles del corredor cultural no solo es ofrecer un espacio emblemático para el disfrute de la ciudadanía sino también complementar la dinámica comercial del puerto con un espíritu urbano imbuido de arte.   


lunes, marzo 22, 2021

El oficio de escribir y la profesión literaria


El 23 de octubre de 2020, para la inauguración de la Maestría en Escritura Creativa de la Universidad de las Artes, de Guayaquil, dicté la lección inaugural de dicho programa. En el número 167, de marzo de 2021, Agulha. Revista de Cultura ha publicado la lección íntegra. Aquí están los párrafos introductorios de la lección. Al final, ustedes pueden acceder al enlace donde se ofrece la publicación en su totalidad.

            Imaginemos que somos transeúntes de la única calle del barrio de Las Peñas, en Guayaquil; ese empedrado ancestral que recorre las faldas del cerro Santa Ana, aquel cerro cabeza de iguana que se zambulle en las aguas mansas de la ría. Imaginemos que, de adentro de una colorida casa de artista, emerge el runrún de una bohemia que es todas las bohemias como si entre las piedras del piso del recibidor de aquella, y no en la vieja casa de la calle Garay de Buenos Aires, se encontrara el verdadero Aleph, a despecho de Carlos Argentino Daneri: «¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado?»[1]. Imaginemos que estamos en la entrada del barrio, frente al mosaico de azulejos con el retrato del poeta que da nombre a la calle, y leemos:

 

Homenaje de la Junta Cívica de Guayaquil

NUMA POMPILIO LLONA

                        Nació marzo 5 1832 Guayaquil

                                               Murió abril 4 1907 Guayaquil

Patriota e inspirado poeta. Escribió y publicó en español y francés, dramas, cuentos y novelas. Nos representó con singular lucimiento en el Exterior. Obtuvo en París su título de médico, pero su vida Fue por otros caminos, como la Diplomacia y las Letras. Personaje lleno de nobleza y simpatía, su muerte fue muy sentida.[2]

 

            Ahora, imaginemos que es octubre de 1905: estamos leyendo La Mujer. Revista Mensual de Literatura y Variedades y, gracias al artículo «Homenaje y protesta» nos enteramos de que el Congreso acaba de otorgar una pensión vitalicia a la poeta Dolores Sucre y al poeta Numa Pompilio Llona. En dicho artículo se recuerda que, en julio de 1903, ya se pidió el otorgamiento de la pensión para este último: «Escritores ecuatorianos, hagamos una liga de confraternidad literaria y pidamos en coro á los legisladores de 1903 la jubilación de Llona, el decano de nuestros literatos». También se reclama por la suspensión del homenaje a Dolores Sucre, que debía dársele ese octubre en Guayaquil. La autora del artículo, Zoila Ugarte de Landívar, reflexiona: «La vida de estos dos grandes poetas ha sido llena de amarguras; soñadores sempiternos de lo bello, siguiendo la senda luminosa, áspera y difícil de la literatura; inquebrantables en su empeño, llegaron al fin á la cumbre de la gloria, rodeados del prestigio del genio»[3].

            Más de cien años después, en esa senda luminosa, áspera y difícil continuamos caminando quienes nos dedicamos al oficio de escribir: todavía se mezquina desde las diversas instancias del Estado, a nivel nacional o local, el reconocimiento en términos económicos, no solo al oficio de escribir sino también a la profesión literaria. Y, más que nunca, existe la urgencia de formular e institucionalizar una política pública dirigida a fortalecer la producción editorial y la creación de públicos, a reconocer profesionalmente el trabajo de quienes escriben y, en general, a crear mejores condiciones para el desarrollo de la creación literaria y, por ende, de la industria del libro.

            Las pobrezas y dificultades de los oficiantes de la palabra son de vieja data, si no que lo diga don Miguel de Cervantes, quien, diecinueve días antes de morir, ingresó a la Venerable Orden Tercera de San Francisco, con lo que ahorró a los suyos los gastos de su entierro. El licenciado Márquez Torres, en el texto de aprobación de la segunda parte del Quijote, cuenta que el embajador de Francia y su séquito visitaron al obispo de Toledo y luego de alabar la obra literaria de Cervantes preguntaron por este: «Halleme obligado a decir que era viejo, soldado, hidalgo y pobre, a que uno respondió estas formales palabras: “¿Pues a tal hombre no le tiene España muy rico y sustentado del erario público?”»[4].

            Y tanto España no lo tenía ni rico ni sustentado del erario que, en la dedicatoria de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, firmada el 19 de abril de 1616, «puesto ya el pie en el estribo, / con las ansias de la muerte, / gran señor, esta te escribo», todavía agradecía a don Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos, por la generosidad de su mecenazgo: «Ayer me dieron la Estremaunción y hoy escribo esta. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir […] Pero si está decretado que la haya de perder, cúmplase la voluntad de los cielos»[5]. El 23 de abril, al día siguiente de su muerte por diabetes e hidropesía, fue enterrado vestido con el tosco sayal de la orden en el convento de las Trinitarias Descalzas ubicado en la que hoy, por ironía municipal, se llama calle de Lope de Vega. Solo cuatrocientos años después, desde abril de 2016, la gente puede visitar la tumba de Cervantes que, luego del descubrimiento, en 2015, de los que se suponen son sus restos, ha sido instalada en la iglesia de San Ildefonso del convento.

            ¿Qué nos queda pensar del oficio de escribir si del más grande de sus oficiantes en lengua castellana apenas si sabemos dónde fue enterrado y, a pesar de las investigaciones de la tecnología contemporánea, no estamos seguros de que los restos que los turistas visitan sean en realidad sus verdaderos restos? Nos queda, claro está, la lectura del Quijote, el libro central de nuestro canon; nos queda el personaje vivo, a pesar de su muerte, que es el Quijote y también Sancho Panza, su escudero, ansioso de vida pastoril como un pretexto para derrotar a la muerte inevitable de su amo; nos queda reconocer en la imaginación, los desvaríos y la filosofía del Quijote la existencia de un lenguaje literario que nos legó las claves para la escritura de la novela contemporánea imbricada en la tradición de la lengua española. Nos queda, más allá de los huesos de Cervantes y la memoria de su pobreza, la gran aventura de la lengua literaria que es el Quijote.

 

Ir al texto íntegro 



[1] Jorge Luis Borges, El Aleph (Madrid: Alianza Editorial, 1996), 174.

[2] Este mosaico, pintado sobre veinticuatro azulejos, está instalado en la parte superior de la pared de la planta baja de la casa de la entrada al barrio de Las Peñas, en Guayaquil. El mosaico lleva la firma de Carlos López y está fechado en julio de 1973.

[3] Zoila Ugarte de Landívar, «Homenaje y protesta», en La Mujer. Revista Mensual de Literatura y Variedades, No. 6 (1905): 178-179.

[4] Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha (Madrid: Real Academia Española, 2004), 540.

[5] Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda (Madrid: Real Academia Española, 2017), 11.


domingo, mayo 05, 2019

Vicente Huidobro, con la poesía siempre a su lado

Casa Museo de Vicente Huidobro en Cartagena, Valparaíso, Chile.
A cinco meses de su muerte, el 2 de junio de 1948, apareció Últimos poemas, libro póstumo del chileno Vicente Huidobro. Fue Manuela Huidobro de Yrarrázabal, hija y albacea de la obra del poeta quien recopiló textos inéditos y otros dispersos para el libro. Ella concluye su nota con este envío: «A la memoria de mi padre adorado dedico este trabajo, hecho con inmensa ternura y veneración».
            El “Arte poética” de Huidobro, en El espejo de agua (1916), indicará, desde un comienzo, el rumbo no solo de su escritura sino de su actitud estética frente a ella: «Por qué cantáis la rosa, ¡oh poetas! / hacedla florecer en el poema. // […] // El poeta es un pequeño Dios». Este es el meollo de la estética de la vanguardia frente al proceso creativo y al sentido de la poesía.
En 1931 aparece Altazor, «con un retrato del autor por Pablo Picasso», según se indica en la portada. Este poema extenso, concebido desde 1919, ha pasado a la historia literaria como la obra más divulgada y estudiada de Huidobro. En cambio, el poemario Últimos poemas es quizás el menos conocido. Este libro ha sido editado en Ecuador, por primera vez, gracias a una alianza de la Editorial de la Universidad de las Artes y El Ángel Editor. La cesión de derechos se debe a la generosidad de Vicente García Huidobro, nieto y presidente de la fundación que lleva el nombre del poeta.
            La recopilación de los textos de Últimos poemas da cuenta de un verso deslumbrante, por la profundidad de su materia; limpio, por la manera diáfana como fluye la cascada de imágenes y de conceptos; estremecedor, por el tratamiento que la voz poética da al viaje del sujeto, a la experiencia vital, a la presencia inherente de la muerte, o al acompañamiento permanente de la poesía en todo momento de la existencia. En Últimos poemas, el poeta ha dejado de ser ese pequeño Dios del Creacionismo para convertirse en un transeúnte de la vida con la poesía, inseparable compañía, a cuestas: «Así es el viaje al fin del mundo / Y ésta es la corona de sangre de la gran experiencia / La corona regalo de mi estrella / ¿En dónde estuve en dónde estoy?».
            La condición de transeúnte atraviesa el libro. Si en Altazor el viaje en paracaídas implica una descomposición del lenguaje para el nacimiento y creación de un lenguaje nuevo, en “El pasajero de su destino”, por ejemplo, el viaje tiene un sentido humano diferente: se trata del tránsito vital del hablante lírico que entiende el devenir de los seres humanos como una tradición de la vida: «Es así como somos / Y como nos paseamos hoy sobre la tierra / Precedidos por los ruidos de nuestros antepasados / y seguidos por el dolor de nuestros hijos».
El tema de la muerte también es una constante en estos poemas. En “Coronación de la muerte” la voz poética hace un llamado explícito: «Yo quiero hablaros de los ojos de la muerte Del suspiro postrero / De las maneras de morir tan distintas como los andares». El poema final, “La muerte que alguien espera”, nos entrega una letanía —aquella cascada de imágenes que caracteriza la poesía de Huidobro— que habla de la presencia irremediable de la muerte a lo largo de nuestra vida. En una maniobra inesperada, la voz poética sitúa a la muerte en dependencia de la existencia humana: «La muerte que no puede vivir sin nosotros», para reafirmar su fe en el hombre y paso vital, ya señalado en “Voz de esperanza”: «Es el hombre / El hombre de pie sobre sus sueños».
En las proximidades de la que fue su casa, en el balneario de Cartagena, región de Valparaíso, está la tumba de este “pequeño Dios”. Su epitafio reza: «Aquí yace el poeta Vicente Huidobro. Abrid la tumba; al fondo de esta tumba se ve el mar». Esa tumba estuvo prefigurada en el bellísimo “Monumento al mar”: «He ahí el mar / De una ola a la otra hay el tiempo de la vida / De sus olas a mis ojos hay la distancia de la muerte».
En el poema que abre el libro, de hondas y luminosas resonancias sobre el tránsito vital como una experiencia única e intensa, y el tránsito a la muerte, como un destino inevitable y el final de todo, Huidobro nos lega su testamento poético: «He vivido una vida que no puede vivirse / Pero tú, Poesía, no me has abandonado un solo instante». La poesía del pequeño Dios en cuya forma la vida es iluminada por la palabra.

Vicente García Huidobro, nieto del poeta, y el poeta Mario Meléndez, ambos de la Fundación Vicente Huidobro, durante la presentación del libro el pasado 10 de abril en la Biblioteca de las Artes, en la Universidad de las Artes, en Guayaquil.


Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, el 26.04.19