Blog cultural de Raúl Vallejo.
Artículos escritos con inteligencia natural.
José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos. (De El perpetuo exiliado, 2016).
Úrsula Iguarán murió en un día similar
al que murió Gabriel García Márquez: “Amaneció muerta el Jueves Santo. La
última vez que la habían ayudado a sacar la cuenta de su edad, por los tiempos
de la compañía bananera, la había calculado entre los ciento quince y los
ciento veintidós años. La enterraron en una cajita que era apenas más grande
que la canastilla en que fue llevado Aureliano, y muy poca gente asistió al
entierro, en parte porque no eran muchos quienes se acordaban de ella, y en
parte porque ese mediodía hubo tanto calor que los pájaros desorientados se
estrellaban como perdigones contra las paredes y rompían las mallas metálicas
de las ventanas para morirse en los dormitorios.” (Cien años de soledad
[1967], 42da. ed., Buenos Aires, Sudamericana, 1974, p. 291) Las casualidades
son más propias de la vida que de la literatura pero en este caso, como en un
ceremonial de lo real maravilloso, se han combinado la vida y la literatura
para la casualidad de la muerte. Y, sin embargo, García Márquez y Úrsula
Iguarán vivirán como personajes de una realidad literariamente vital.
Existen, además, dos memorables
momentos de muerte en Cien años de soledad. El uno, es la muerte de José
Arcadio Buendía, el fundador de Macondo. Una mañana, Úrsula ve acercarse a Cataure,
el hermano de Visitación que había huido de la peste del insomnio, quien le
dice: “He venido al sepelio del rey”. Entonces entran a la habitación de José
Arcadio, pero él ya se había quedado para siempre junto a Prudencio Aguilar, en
un cuarto intermedio, creyendo que se trataba del cuarto real. “Poco después,
cuando el carpintero le tomaba las medidas para el ataúd, vieron a través de la
ventana que estaba cayendo una llovizna de minúsculas flores amarillas. Cayeron
toda la noche sobre el pueblo en una tormenta silenciosa, y cubrieron los
techos y atascaron las puertas, y sofocaron a los animales que durmieron a la
intemperie. Tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron
tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y
rastrillos para que pudiera pasar el entierro.” (p. 125)
La otra muerte, por supuesto, es
la del coronel Aureliano Buendía. Cuenta García Márquez que, durante la
escritura de la novela, no se atrevía a matar al personaje hasta que una tarde
pensó: “Ahora sí se jodió”. Y dice que subió temblando al segundo piso, donde
estaba su mujer, Mercedes Barcha: “Supo lo que había ocurrido cuando me vio la
cara. ‘Ya se murió el Coronel’, dijo. Me acosté en la cama y duré llorando dos
horas.” (El olor de la guayaba, conversaciones con Plinio Apuleyo
Mendoza, Bogotá, La Oveja Negra, 1982, p. 34). Esa tarde había llegado el circo
a Macondo y el coronel vio pasar una mujer vestido de oro sobre un elefante, un
dromedario triste, un oso bailarín, payasos haciendo maromas. Cuando terminó el
desfile circense, el coronel se dio cuenta de su miserable soledad. “Entonces
fue al castaño, pensando en el circo, y mientras orinaba trató de seguir
pensando en el circo, pero ya no encontró el recuerdo. Metió la cabeza entre
los hombros, como un pollito, y se quedó inmóvil con la frente apoyada en el
tronco del castaño.” (p. 229)
En Cien años de soledad la
muerte está desdramatizada y es narrada como otro acontecimiento más de la vida;
cuando se trata de los personajes queridos del autor, esa muerte está enmarcada
en una ceremonia de lo real maravilloso que conmociona al lector.
He visto en
los periódicos la foto de García Márquez en las afueras de su casa en México
DF, con un ramo de rosas amarillas, el 6 de marzo de 2013, en su cumpleaños 86:
es la imagen celebratoria de quien vivió durante sus últimos años atormentado
por la peste del olvido que asoló a Macondo, y que será para la vida el
escritor que transformó el lenguaje de nuestras letras y recuperó para la
memoria de nuestra América las historias de esa realidad mágica y maravillosa de
la que somos conscientes gracia a él.
Los
registros en los que el amor y el desamor se expresan son amplios y diversos.
Abarcan y atraviesan la casi totalidad de los sentimientos del ser humano. En
tales registros quedan grabados para la memoria de los cuerpos: las entregas y
los egoísmos, las generosidades y las miserias, el éxtasis y la desolación, la
realización plena de Eros y los fracasos del deseo, la incursión de la crítica
social desde las subjetividades afectivas y la alienación posmoderna, etc. Es
por ello que, para la realización de una muestra del cuento ecuatoriano
contemporáneo, he escogido un hilo conductor de estos cuentos que muestren a
los lectores el amplio espectro de la vida y el mundo, tal como la ven los
escritores y las escritoras de Ecuador.
La
literatura ecuatoriana, y en general nuestra cultura diversa, está siendo
conocida aún más como resultado de que el país, en su transformación política,
económica y social, ha pasado a ser protagonista de un cambio de era en la
escena mundial. El gobierno de la Revolución Ciudadana ha estado trabajando en
estos años por nuestra segunda independencia, luchando, en conjunto con los
países de la ALBA contra la hegemonía del Imperio —el complejo
militar-industrial-financiero que no tiene patria pero cuyo dominio es
custodiado por esa policía del mundo que son hoy los Estados Unidos—; ha
recuperado el sentido de justicia social basado en la supremacía del ser humano
por sobre el capital; en definitiva, ya no solo nos están conociendo sino
también reconociendo por mantener para beneficio de todos los pueblos del país,
esa patria que hemos recuperado. De ahí que Ecuador tiene una nueva y
diferenciada voz en el concierto mundial.
Esta
muestra, construida desde la temática general de amor, es diversa en edades de
los escritores, en sus tendencias literarias, en su visión del mundo. Así, he
tratado de ofrecer a los lectores, sobre todo a aquellos que no están
familiarizados con la literatura ecuatoriana, un abanico de expresiones
estéticas. Pero, al mismo tiempo, los lectores se encontrarán con esa mirada de
entre siglos atravesada por el sentido posmoderno de la hibridez. Estos
cuentos, en síntesis, constituyen una visión múltiple de la realidad, su
interpretación y su transformación en literatura.
El sentido
de lo contemporáneo está dado por el tiempo de escritura de los textos: todos
los cuentos, aún aquellos de los autores de mayor edad, fueron publicados entre
el último cuarto del siglo que pasó hasta años recientes del presente.
Ciertamente, los autores escogidos tienen distinto nivel de madurez en el
conjunto de su producción literaria, pero los cuentos seleccionados para esta
muestra gozan de una calidad homogénea que augura, desde los escritores
jóvenes, muy buena salud para las letras ecuatorianas. Por tanto, quienes lean
este muestrario de cuentos se encontrarán con una producción literaria actual y
de gran factura de la narrativa de Ecuador.
Esta
muestra del cuento ecuatoriano Amor y desamor en la mitad del mundo (La
Habana, Arte y Literatura, 2014) está organizada en cuatro secciones: “Sonrisas
después del festín”, “Obstinación de piel”, “Corazones de extraños designios” y
“Fiesta encendida de cuerpos”. Fue preparada especialmente para el disfrute de
los cientos de miles de lectores que, cada año, acuden a la Feria del Libro de
La Habana, que, en su edición XXIII de 2014, consideró a Ecuador como el país
invitado.
Leer la
literatura de un pueblo es una manera de conocerlo en sus maneras diversas de
aproximarse a la realidad y a los sueños; en sus maneras de recordar y de
inventar; en sus formas de amar y desamar; y también en sus propuestas para
transformar al mundo y convertirlo en lenguaje. Espero que la lectura de esta
muestra de la narrativa corta de Ecuador contribuya a un mayor acercamiento de
nuestros pueblos y, por tanto, a un mejor conocimiento de los mismos; de tal
forma que continuemos, también desde la literatura, en el camino que requiere
la profundización del sentido martiano de Nuestra América.
¿Cómo declararte
mis ganas de ti, Paulina Rubio, si en la página siguiente de Vanidades, Shakira está cantando con el
ombligo más desnudo que la alegría de tus piernas largas? Te miro, Britney
Spears, subiéndote a un carro al salir de una discoteca, y las fotos pirateadas
en los blogs revelan que debajo de tu falda no llevas nada más que tu pubis de
ángel al natural. Te persigo para colgar en Youtube
el archivo sobre tu ocio sensual y escandaloso, Paris Hilton, heredera y
presidiaria, tan inútil como desfachatada. ¿Cómo decirte, desnudez errante, que
estás fundida a mi pupila si eres un cuerpo que se transfigura en otros cuerpos
que terminan difuminados y que no me dejan ver el cuerpo junto a mí que me
acaricia? Toda la sensualidad del Mediterráneo se dibuja en tus labios,
Penélope Cruz, gitanilla domada por las noches glamorosas de Hollywood. ¡Ay,
Alejandra Azcárate, ángel terreno, crucificada en Soho por la fe sacrílega de los hombres! Te convertiste en muñeca
de vitrina, Sharon, la hechicera, me arrastraste hacia el deseo de tus pechos
dulces y Vistazo te hizo la más
deseada del país. Imágenes de mujer que estallan en mis ansias, mujer de
imágenes por la que estallo. Años atrás te llamabas Marilyn Monroe, vestida con
sólo unas gotas de Channel # 5 para
la foto de calendario tomada sobre sábana escarlata aquel glorioso 1949, pero
te llevaste la vida por delante antes de que la vida te marcara el rostro como
lo hizo con B.B., la mujer creada por ese dios terrenal llamado Roger Vadim.
Abrazo la nada de
tu belleza virtual, mujer que cada día vistes un rostro distinto, subida en un
par de tacones lejanos de mí. En la imagen mutante que me esclaviza soy apenas
esos zapatos abandonados; mas, me libero de aquellas imágenes para entregarme a
ti, simplemente María que yaces bajo mi pecho. Acostado sobre ti, con tus
piernas que me envuelven, se desvanecen todos esos cuerpos de nube y los tacones
de aguja de tus zapatos —que es lo único que llevas puesto, María— rozan con
pasión mis flancos. Entonces, amor, abrazo el todo de tu piel extendida para mi
libertad.
Estremecedor.
¿Sirven las palabras de la crítica literaria para abordar un libro vital,
atravesado por la verdad definitiva de la muerte? Un testimonio que conmueve y
por el que vale la pena llorar. ¿Qué palabras deben ser usadas para comentar el
texto que permite llevar el duelo de una madre ante la muerte voluntaria de su
hijo? Un amor desgarrado por la pérdida. ¿Cómo escribir sobre lo que es
imposible de ser nominado sin caer en expresiones que resulten superficiales
frente a lo irreversible? Finalmente, el único acto de la vida sin atenuantes
es el suicidio.
En el
“Envío” de la última página del libro, Piedad Bonnett escribe como si en ese mensaje
a su hijo Daniel, que ya no es pero permanece, viajara un postrero aliento de
vida: “Yo he vuelto a parirte con el mismo dolor, para que vivas un poco más,
para que no desaparezcas de la memoria. Y lo he hecho con palabras, porque
ellas, que son móviles, que hablan siempre de manera distinta, no petrifican,
no hacen las veces de tumba. Son la poca sangre que puedo darte, que puedo
darme.” (p. 131)
Es como si
a través de la escritura, la poeta se desprendiera del cuerpo sufriente de su
hijo y, al mismo tiempo, lo convirtiese en una memoria a la que ya no puede
alcanzar el tormento indecible de la esquizofrenia. La decisión de donar el
cuerpo del hijo, horas después de la muerte de Daniel, resulta un acto
racionalmente solidario en medio de ese instante de duelo solitario que es la
confrontación contra lo irreversible. Responder a las preguntas administrativas
de quien lleva a cabo la tarea de solicitar el cuerpo de quien fue, termina
siendo la dación de la última posibilidad de vida: “Y Daniel, mi hijo
entrañable, el muchacho de labios carnosos y piel bronceada, se fue deshaciendo
con cada palabra mía.” (p. 24)
Este libro
tiene la dureza, alivianada por el amor, del enfrentamiento a lo que no puede
ser aplacado con las “mistificaciones literarias”. Y lo más terrible es la
manera cómo nos enteramos del sufrimiento familiar que acarrea una enfermedad
mental que carece de cura. La poeta va desgranando la complejidad de la vida de
su hijo, con su hijo. Algunos episodios significativos de esa vida son contados
con la firmeza de lenguaje de quien se enfrenta a la única posibilidad de
encender una palabra que desvanezca la oscurana del olvido. Pero la poeta no se
da tregua porque la muerte no es la paz: “Daniel no descansa porque no es. Lo
que hacíamos corresponder con ese nombre se ha disuelto, ya no puede
experimentar nada.” (p. 28)
De la exposición Embozalados y autorretratos, de Daniel Segura Bonnett. Sala Débora Arango, CCGM, Bogotá.
Y, el hijo
que ya no es, fue un artista que dejó una incipiente obra de dibujos y
pinturas, en estos tiempos signados por la novelería efímera del espectáculo,
en que los profesores de arte se empeñan en predicar que “la pintura ha muerto”.
La tarde del sábado 18 de enero de este año, visité la exposición Embozalados
y autorretratos, de Daniel Segura Bonnett, en la sala Débora Arango del
Centro Cultural García Márquez, en Bogotá. Fue una visita en solitario que me
permitió contemplar en aquellas obras el espíritu atormentado, no por la
enfermedad, sino por la búsqueda expresiva de todo creador: es la obra de un autor
en ciernes, lúcido y dueño de ese indescriptible don que poseen los artistas
auténticos. Los perros rottweiler de la serie embozalados parecen
atragantados por un silencio cargado de historias que el espectador debe
imaginar: la fuerza expresiva de la pintura es similar a la fuerza misma de los
rottweiler. Los autorretratos, asimismo, sobrellevan el silencio de unos labios
sin la mínima indicación de que pudiesen pronunciar palabra alguna y una mirada
que parece esconder la tristeza más profunda del mundo. El silencio perfecto
del ruido que bulle en el interior del artista: la pintura vive. Pero, como
reflexiona su madre: “¿Quién puede detener a un hombre, de cualquier edad
cuando ha decidido terminar con su vida?” (p. 89)
La poeta
Bonnett no deja de hacerse algunas de las preguntas que atormentan a quienes
sobreviven al suicida: “¿De qué tamaño es el dolor de quien se despide de sí
mismo?”. Es como hurgar en una herida
con instrumentos esterilizados. Después de todo, el hijo fue un joven que amó
su cuerpo. “¿Sintió dolor al saber que lo abandonaba, que se abandonaba para
siempre?”. Y es también como si en la escritura fuese comprobada la frustración
del hijo ante la presencia de una enfermedad que lo sumía en la imposibilidad
de dominar ese cuerpo, “que lo traicionaba, que lo agredía, que lo exponía al
miedo, a la confusión, al delirio…” (p. 117)
Daniel
Segura Bonnett se suicidó en Nueva York, el 14 de mayo de 2011, lanzándose
desde la terraza del edificio de cinco pisos en donde vivía: “En estos casos,
trágicos y sorpresivos, el lenguaje nos remite a una realidad que la mente no
puede comprender.” (p. 18) La poeta Piedad Bonnett, su madre, expone su
espíritu doliente con el pudor de la confesión en Lo que no tiene nombre
(Alfaguara, 2013), testimonio de un duelo, escrito con el estremecimiento de
una palabra honda, auténtica y trágicamente bella. La escritura es también otra
manera de sobrellevar una pérdida.
Entrevista realizada en Bogotá, el jueves 23
de enero de 2014
Candidato a doctor de la Universidad Pablo de Olavide, de Sevilla, embajador de
Ecuador en Colombia, Raúl Vallejo ha trashumado en la narrativa ecuatoriana
jugando siempre con el erotismo. Según sus propias palabras, Vallejo se
compromete “con la estética y la ética de un tiempo en que el arte lucha por no
convertirse en mercancía y la ética por sobrevivir al cinismo, asesino de
utopías desde la pragmática del mercado”.
Raúl Vallejo deja de lado el traje,
la corbata, abre las puertas de su casa, acaricia el lomo de sus perros
diametralmente opuestos en su tamaño —un Gran Danés Boston y un Shih Tzu—, le
da un beso a su esposa, se sienta en su estudio y responde…
¿Qué estás
leyendo, Raúl?
Ahora estoy trabajando en el siglo
XIX, por lo tanto mis lecturas principales se sitúan en textos de aquella época.
Estoy haciendo una investigación que va de comienzo del siglo hasta finales
para desarrollar una idea: el XIX es un siglo básicamente romántico en el que
la idea del héroe como patriota y como amante está presente no solamente en los
personajes de la literatura sino también en los personajes que han sido parte
de la historia. He hecho, para el primer capítulo de mi tesis, una
investigación sobre las cartas de Manuela Sáenz y Bolívar y cómo esa relación
afectiva está atravesada por la lucha patriótica, por la política.
Recientemente, acabo de leer El progreso del amor, de Alice Monroe —pero
todo el mundo parece que está leyendo sus cuentos desde que ganó el Premio
Nobel—; también terminé la Trilogía de
Nueva York, de Paul Auster.
¿Cómo es ese
momento en que Raúl Vallejo se enfrenta al papel en blanco?
La escritura es un proceso sui géneris y me imagino que cada
escritor tiene sus ritos, sus maneras de vencer el miedo… hay un temor que
tiene que ver con la posibilidad de encontrar la forma expresiva de lo que uno
quiere decir: me parece que cuando se tiene una idea de qué es lo que se quiere
escribir el temor más grande es si el tono en el que uno lo está diciendo, es el
tono adecuado, si es el tono que posibilitará la comunicación con el lector.
Creo que el problema, en mi caso en particular, no es tanto la historia que uno
quiere contar. Primero, uno se pregunta si esta historia le interesará a
alguien. Segundo, si quiero que le interese a alguien cómo la tengo que contar,
cómo la tengo que decir. Y, luego, hacer que ese “cómo” se plasme en la
escritura. Creo que esa es toda la historia de los miedos y el temor.
Obviamente, el trabajo de la escritura es muy silencioso, muy privado. Yo tengo
mis ritos: oigo música, dependiendo de lo que esté escribiendo la música
difiere. Al mismo tiempo, requiero de un espacio en el que esté rodeado de
libros, silencioso, íntimo y, sobretodo, necesito estar exento de los ruidos de
las llamadas redes sociales. Me parece un contrasentido —aunque para otros
puede ser una forma de liberarse de ese miedo— pero andar tuiteando lo que uno
escribe me parece que es parte de una cultura del espectáculo a la que no
pertenezco y a la que no quiero pertenecer tampoco.
Eres un
escritor que ha vivido entre dos siglos, ¿qué queda del Raúl Vallejo de Ópera prima en el de Pubis equinoccial?
Bueno, en realidad no son dos
siglos, son milenios (risas). Obviamente, sí hay cosas que cambian
culturalmente, incluso culturalmente en la manera de escribir. Yo me acuerdo
que escribía a mano, luego se pasaba a máquina de escribir; de esa máquina de
escribir se corregía y luego se volvía a pasar a máquina. Hoy en día, en
particular escribo a mano básicamente apuntes es decir, uno escribe
directamente en el computador por una razón, porque en la computadora uno
escribe un párrafo y le da diez vueltas y termina corrigiendo y eso vuelve al
proceso de escritura algo totalmente distinto. La tecnología instrumental ha
modificado sustancialmente la actitud hacia la escritura. Creo que todos
finalmente tenemos nuestra libreta de apuntes. Esta libreta de apuntes puede
ser, efectivamente, una libreta de apuntes o puede ser la función de notas del
celular. Yo veo que los instrumentos van modificando lo formal pero tal vez lo
que queda de manera permanente es la actitud atenta que normalmente tiene un
escritor o una escritora.
Breves respuestas para
cuestiones cotidianas
¿Una ciudad?
Yo escogería una ciudad del mar…
Manta, porque es de mar, es la ciudad donde nací, es una ciudad donde yo
quisiera regresar.
¿Cómo
enfrentas el tema de la muerte?
La verdad es que no pienso en ella.
Tal vez no tengo la edad para pensar en ella y eso hace que sea algo distante
más allá de que uno la sufre cuando los seres queridos fallecen. La muerte no
es una preocupación, creo que más es una preocupación para mí la vida antes que
la muerte como tal.
¿Un libro?
El Quijote
¿Un
escritor?
Heinrich Böll
¿Una
película?
Casablanca
¿Una
canción?
“Hoy mi deber”, de Silvio Rodríguez
¿A qué le
temes, Raúl?
Le temo a no ser consciente de los
errores, de la soberbia, a la incapacidad de ser autocrítico con uno mismo
¿Una mujer?
La verdad es que no hay una mujer,
no creo en eso, no creo que hay la mujer. Creo que hay distintas mujeres que se
ubican en la vida de uno, de diferente modo y son mujeres en particular.
¿Cuál es tu
mejor texto?
Espero que sea el que está por
venir.
Conversatorio sobre "Literatura y erotismo", a propósito de Pubis equinoccial, con Andrés Grillo, crítico literario de la revista Soho, en la librería del Fondo de Cultura Económica, en Bogotá, el 22 de agosto de 2013.
El erotismo atraviesa toda su narrativa. Recuerda
como anécdota que mi primer libro, un libro de colegial que se llamó Cuento
a cuento cuento que fue acusado de ser pornográfico, y fue un libro escrito a los 16
años. Para él, el tema del eros, del amor erótico ha estado siempre presente en
su narrativa.
¿Cuál es la
línea de frontera entre lo erótico y lo pornográfico en Pubis equinoccial?
Lo que pretende Pubis Equinoccial es mostrar múltiples
perspectivas sobre lo erótico en un libro. Es un libro en el que todos los
cuentos están atravesados por el sentido de lo erótico, en general del eros y
en donde el lenguaje es una provocación llevada al extremo, ese extremo en el
que se funde lo erótico, lo obsceno, lo pornográfico y eso determina un severo
cuestionamiento a la interioridad del ser humano. Yo creo que Bogotá no ha
influido en eso para nada. Digamos que las ciudades de mar, las ciudades
calientes tienen fama de ser más eróticas que las ciudades frías, digo, es
fama. El eros pertenece al ser humano y puede darse en un iglú, puede darse en
la selva Amazónica, no creo en la condición geográfica.
Hay algo muy claro: lo erótico
siempre es la sexualidad conflictuada, siempre implica necesariamente que hay
una pregunta sobre esa esfera íntima del ser humano. Lo pornográfico es la
genitalidad obvia. Entonces, en lo pornográfico no importa el conflicto lo que
importa es mostrar la genitalidad en la gimnasia sexual. En lo erótico no. En
lo erótico lo principal es de qué manera esta esfera del ser humano influye o
es parte de su espíritu, influye en sus relaciones y de qué manera lo
conflictúa frente al otro. Creo que aquí hay una línea muy clara de división de
lo uno y lo otro.