En La Cueva, en Barraquilla, 24 de julio de 2012. |
Existen, además, dos memorables
momentos de muerte en Cien años de soledad. El uno, es la muerte de José
Arcadio Buendía, el fundador de Macondo. Una mañana, Úrsula ve acercarse a Cataure,
el hermano de Visitación que había huido de la peste del insomnio, quien le
dice: “He venido al sepelio del rey”. Entonces entran a la habitación de José
Arcadio, pero él ya se había quedado para siempre junto a Prudencio Aguilar, en
un cuarto intermedio, creyendo que se trataba del cuarto real. “Poco después,
cuando el carpintero le tomaba las medidas para el ataúd, vieron a través de la
ventana que estaba cayendo una llovizna de minúsculas flores amarillas. Cayeron
toda la noche sobre el pueblo en una tormenta silenciosa, y cubrieron los
techos y atascaron las puertas, y sofocaron a los animales que durmieron a la
intemperie. Tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron
tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y
rastrillos para que pudiera pasar el entierro.” (p. 125)
La otra muerte, por supuesto, es
la del coronel Aureliano Buendía. Cuenta García Márquez que, durante la
escritura de la novela, no se atrevía a matar al personaje hasta que una tarde
pensó: “Ahora sí se jodió”. Y dice que subió temblando al segundo piso, donde
estaba su mujer, Mercedes Barcha: “Supo lo que había ocurrido cuando me vio la
cara. ‘Ya se murió el Coronel’, dijo. Me acosté en la cama y duré llorando dos
horas.” (El olor de la guayaba, conversaciones con Plinio Apuleyo
Mendoza, Bogotá, La Oveja Negra, 1982, p. 34). Esa tarde había llegado el circo
a Macondo y el coronel vio pasar una mujer vestido de oro sobre un elefante, un
dromedario triste, un oso bailarín, payasos haciendo maromas. Cuando terminó el
desfile circense, el coronel se dio cuenta de su miserable soledad. “Entonces
fue al castaño, pensando en el circo, y mientras orinaba trató de seguir
pensando en el circo, pero ya no encontró el recuerdo. Metió la cabeza entre
los hombros, como un pollito, y se quedó inmóvil con la frente apoyada en el
tronco del castaño.” (p. 229)
En Cien años de soledad la
muerte está desdramatizada y es narrada como otro acontecimiento más de la vida;
cuando se trata de los personajes queridos del autor, esa muerte está enmarcada
en una ceremonia de lo real maravilloso que conmociona al lector.
He visto en
los periódicos la foto de García Márquez en las afueras de su casa en México
DF, con un ramo de rosas amarillas, el 6 de marzo de 2013, en su cumpleaños 86:
es la imagen celebratoria de quien vivió durante sus últimos años atormentado
por la peste del olvido que asoló a Macondo, y que será para la vida el
escritor que transformó el lenguaje de nuestras letras y recuperó para la
memoria de nuestra América las historias de esa realidad mágica y maravillosa de
la que somos conscientes gracia a él.
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