José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

sábado, marzo 01, 2014

El único acto de la vida sin atenuantes es el suicidio



            Estremecedor. ¿Sirven las palabras de la crítica literaria para abordar un libro vital, atravesado por la verdad definitiva de la muerte? Un testimonio que conmueve y por el que vale la pena llorar. ¿Qué palabras deben ser usadas para comentar el texto que permite llevar el duelo de una madre ante la muerte voluntaria de su hijo? Un amor desgarrado por la pérdida. ¿Cómo escribir sobre lo que es imposible de ser nominado sin caer en expresiones que resulten superficiales frente a lo irreversible? Finalmente, el único acto de la vida sin atenuantes es el suicidio.
            En el “Envío” de la última página del libro, Piedad Bonnett escribe como si en ese mensaje a su hijo Daniel, que ya no es pero permanece, viajara un postrero aliento de vida: “Yo he vuelto a parirte con el mismo dolor, para que vivas un poco más, para que no desaparezcas de la memoria. Y lo he hecho con palabras, porque ellas, que son móviles, que hablan siempre de manera distinta, no petrifican, no hacen las veces de tumba. Son la poca sangre que puedo darte, que puedo darme.” (p. 131)
            Es como si a través de la escritura, la poeta se desprendiera del cuerpo sufriente de su hijo y, al mismo tiempo, lo convirtiese en una memoria a la que ya no puede alcanzar el tormento indecible de la esquizofrenia. La decisión de donar el cuerpo del hijo, horas después de la muerte de Daniel, resulta un acto racionalmente solidario en medio de ese instante de duelo solitario que es la confrontación contra lo irreversible. Responder a las preguntas administrativas de quien lleva a cabo la tarea de solicitar el cuerpo de quien fue, termina siendo la dación de la última posibilidad de vida: “Y Daniel, mi hijo entrañable, el muchacho de labios carnosos y piel bronceada, se fue deshaciendo con cada palabra mía.” (p. 24)
            Este libro tiene la dureza, alivianada por el amor, del enfrentamiento a lo que no puede ser aplacado con las “mistificaciones literarias”. Y lo más terrible es la manera cómo nos enteramos del sufrimiento familiar que acarrea una enfermedad mental que carece de cura. La poeta va desgranando la complejidad de la vida de su hijo, con su hijo. Algunos episodios significativos de esa vida son contados con la firmeza de lenguaje de quien se enfrenta a la única posibilidad de encender una palabra que desvanezca la oscurana del olvido. Pero la poeta no se da tregua porque la muerte no es la paz: “Daniel no descansa porque no es. Lo que hacíamos corresponder con ese nombre se ha disuelto, ya no puede experimentar nada.” (p. 28)

De la exposición Embozalados y autorretratos, de Daniel Segura Bonnett. Sala Débora Arango, CCGM, Bogotá.
             Y, el hijo que ya no es, fue un artista que dejó una incipiente obra de dibujos y pinturas, en estos tiempos signados por la novelería efímera del espectáculo, en que los profesores de arte se empeñan en predicar que “la pintura ha muerto”. La tarde del sábado 18 de enero de este año, visité la exposición Embozalados y autorretratos, de Daniel Segura Bonnett, en la sala Débora Arango del Centro Cultural García Márquez, en Bogotá. Fue una visita en solitario que me permitió contemplar en aquellas obras el espíritu atormentado, no por la enfermedad, sino por la búsqueda expresiva de todo creador: es la obra de un autor en ciernes, lúcido y dueño de ese indescriptible don que poseen los artistas auténticos. Los perros rottweiler de la serie embozalados parecen atragantados por un silencio cargado de historias que el espectador debe imaginar: la fuerza expresiva de la pintura es similar a la fuerza misma de los rottweiler. Los autorretratos, asimismo, sobrellevan el silencio de unos labios sin la mínima indicación de que pudiesen pronunciar palabra alguna y una mirada que parece esconder la tristeza más profunda del mundo. El silencio perfecto del ruido que bulle en el interior del artista: la pintura vive. Pero, como reflexiona su madre: “¿Quién puede detener a un hombre, de cualquier edad cuando ha decidido terminar con su vida?” (p. 89)
            La poeta Bonnett no deja de hacerse algunas de las preguntas que atormentan a quienes sobreviven al suicida: “¿De qué tamaño es el dolor de quien se despide de sí mismo?”.  Es como hurgar en una herida con instrumentos esterilizados. Después de todo, el hijo fue un joven que amó su cuerpo. “¿Sintió dolor al saber que lo abandonaba, que se abandonaba para siempre?”. Y es también como si en la escritura fuese comprobada la frustración del hijo ante la presencia de una enfermedad que lo sumía en la imposibilidad de dominar ese cuerpo, “que lo traicionaba, que lo agredía, que lo exponía al miedo, a la confusión, al delirio…” (p. 117)
            Daniel Segura Bonnett se suicidó en Nueva York, el 14 de mayo de 2011, lanzándose desde la terraza del edificio de cinco pisos en donde vivía: “En estos casos, trágicos y sorpresivos, el lenguaje nos remite a una realidad que la mente no puede comprender.” (p. 18) La poeta Piedad Bonnett, su madre, expone su espíritu doliente con el pudor de la confesión en Lo que no tiene nombre (Alfaguara, 2013), testimonio de un duelo, escrito con el estremecimiento de una palabra honda, auténtica y trágicamente bella. La escritura es también otra manera de sobrellevar una pérdida.

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