José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

lunes, noviembre 07, 2022

La biblioteca de la avenida 24 de Mayo

            Suelo decir que soy manteño-huancavilca porque nací en Manta y, desde que cumplí un año de edad, viví en Guayaquil. Mi madre y yo pasábamos, al menos un mes de las vacaciones escolares, en la casa de mi abuelo, don César Corral Villafuerte, que quedaba sobre la avenida 24 de Mayo, en Manta.

Mi abuelo don César Corral Villafuerte, cuando fue gobernador de Manabí (1953-1954), y mi mamá Aída, de treinta años (1955). (Foto: R. Vallejo, 2022)

            La avenida 24 de Mayo era para mí la calle por donde andaban todos los carros del puerto: los tanqueros que repartían agua potable, los buses de estructura de madera, con el cobrador colgado de una puerta, los yips abiertos de motor estruendoso, las camionetas que, la mayoría de las veces, llevaban sacos de café o arroz en el balde, el auto negro y terrorífico del doctor Largacha, el dentista. Yo jugaba a contarlos desde una ventana de la casa de mi abuelo. Cuando aparecía una chiva rumbo a Portoviejo, con el oficial, equilibrista de circo sobre el techo que acomodaba la carga, y los pasajeros, en los extremos de las filas de un solo asiento, saludando a los transeúntes, yo anotaba su paso como un signo de buen augurio. Esa avenida, además, era el camino de la aventura que me llevaba al puente sobre el río Burro. El puente tenía una estructura vieja, con baches en los que se veía el hierro entretejido de la estructura, y una parte de su barandilla sin construir; yo, con vértigo desde niño, temía cruzar ese puente porque imaginaba que caía y que, en esa caída, violenta y sin remedio, era arrastrado hacia el mar de olas impetuosas de la playa de Tarqui. Las diversiones de un niño asomado a la ventana de su casa son frescas y sencillas como la brisa que llega del mar.

            La avenida 24 de Mayo también es la calle en donde estuvo la primera biblioteca que he frecuentado. La biblioteca tenía dos espacios: uno privado y otro público; el privado, quedaba arriba, en la sala de la casa de mi abuelo y el público, abajo, sobre la acera, hacia un lado de la puerta principal, donde estaba instalado un puesto de alquiler de libros y revistas.

            En las tardes de febrero, me sentaba en un butacón apacible de la sala y me dedicaba a hojear unas viejas revistas Selecciones, llenas de historias sobre la heroicidad de la gente común, resúmenes de libros y chistes blancos, que no tenían nada que ver con los chistes colorados que contaba mi tío Lucho, ese tío lleno de historias prohibidas que todos tenemos. En la estantería, con repisas que iban desde el suelo hasta un poco más arriba de la mitad de la pared, había una enciclopedia sobre países y ciudades en la que descubrí historias y fotos de lugares que me parecían inalcanzables y cuyas calles, de adulto, he tenido la dicha de recorrer con los mismos ojos maravillados de mi niñez. Era una estantería de libros de todo tipo y sobre diversas materias. Al leerlos, con más o menos diez años encima, fui el protagonista de las aventuras que sucedían en sus páginas. Mi imaginación era la tierra sin alambradas poblada de ceibas florecidas.

            Así, anduve preocupado por cargar con la misma suerte de David Copperfield si mi madre, ya que mi padre se había marchado de casa desde que nací, un día decidía volver a casarse, pues seguramente mi padrastro me enviaría interno a Huigra; al final, al igual que Copperfield, decidí ser escritor, no tan bueno como él, pero sí con la misma vocación. Puedo recordar ahora que yo también visité Ganímedes y aún escucho, en los viajes siderales de la ficción, las trompetas del Apocalipsis en medio de los ciclos de la luna de Júpiter y contemplo, en ciertas noches de marzo, esas luces que fueron confundidas con una estrella sobre Belén. Aún rememoro la turbación que tuve al descubrir al final de la novela de Agatha Christie quién había asesinado a Roger Ackroyd al clavarle una daga tunecina en su espalda y, recién ahora de adulto, disfruto los calabacines que cultivaba Hércules Poirot, sobre todo, al horno, rellenos de una mezcla de huevo duro, tomates fritos, aceitunas rellenas y atún, espolvoreados con quesos mozarella y parmesano. ¡Ah, el atún de Manta! La mejor carne roja que he comido desde siempre: como relleno del corviche o de empandas de verde; como elemento principal de una ensalada; en filete a la plancha, marinado con ajo, perejil, pimienta negra y limón. ¡Ah, el atún de Manta! Una delicia gastronómica cuya textura en boca, como a Proust una magdalena, me lleva siempre a las playas del Murciélago, en busca de un mar recobrado en mi memoria.

Canoa de pescador en Playita Mía, de Manta. (Foto de Verónica Arévalo. Imagen para celebrar los 100 años de cantonización de Manta, el pasado 4 de noviembre de 2022)
          Había otras tardes, porque las mañanas eran para sentir los pies hundiéndose en la arena y rociados por la espuma de las olas, en las que, a la sombra del soportal, me sentaba en una de las bancas del puesto de alquiler de libros y revistas. El puesto tenía dos exhibidores de más o menos un metro de ancho por un metro y medio de alto, de marco de madera y respaldar de caña; las revistas y los libros se ubicaban sobre unos travesaños de la misma madera, que hacían las veces de repisas, sostenidos por una piola que era su delgada baranda. En las bancas de esa escuela popular, aprendí cómo se cuentan las historias de héroes que luchan por la justicia y de románticos que se enfrentan al mundo por sus amores; ahí, en ese salón de lectura, al aire de la calle libre, está anclada esta nostalgia sobre un tiempo de mi niñez, que evoco, a veces, como si fuera un paraíso perdido y, otras, como la entrada de aquel lugar donde se abandona toda esperanza. Mis héroes de entonces eran Batman, Superman y Chanoc, ese pescador que vivía en un pueblito llamado Ixtac, en las costas del golfo de México. Las fotonovelas sentimentales de la revista Cita y las novelas de Corín Tellado, en ediciones de bolsillo; las comiquitas racistas de Memín Pingüín, el huérfano de padre y de madre lavandera, o las del Llanero solitario, héroe de un Oeste en donde los malos eran los sanguinarios Piel roja. Esa niñez entre las historietas inocentes de la pequeña Lulú y Periquita, y el humor vitalista y desenfadado de Condorito. ¡Tantas lecturas en aquella biblioteca resistente al polvo que levantaban los carros en la avenida 24 de Mayo y al viento que llegaba envuelto en el olor del mar!

            En 1972, alumbrado por una pequeña linterna de mano, escuchando los pocos carros perdidos de la noche y el rumor de las olas que llegaba hasta la casa de mi abuelo en medio de la silenciosa nocturnidad, leí El exorcista, de William P. Blatty. La madera del piso crujía y en toda la casa retumbaban los pasos de espectros malignos. Durante aquella lectura en noches clandestinas, la biblioteca de la calle 24 de Mayo, en Manta, me exorcizó de mis miedos infantiles para arrojarme, sin piedad, al terror de la realidad de adolescente solitario a la que sobreviví con mis propios dolores; heridas que hasta hoy sanan y sangran en los muchos libros que leo y en las pocas páginas que, torpemente, escribo.

 P.S.: Este texto fue escrito para el libro Manta 1922-2022. Cien años, cien relatos.

lunes, octubre 31, 2022

Oficio de solos

De mi archivo: esta reflexión sobre la soledad que acompaña al oficio de escribir apareció en noviembre de 2005, en la revista Soho.

 

(Foto: R. Vallejo, 2022)

            Walker Percy contó que en 1976 recibió la visita de una anciana que le pedía que leyera una novela escrita a principios de los 60 por su finado hijo. Percy, obviamente, quería eludir tamaña tarea pero la perseverancia de la señora fue tal que terminó aceptándola; la aceptó con la esperanza de que la novela fuera lo suficientemente mala como para leer algunas páginas y dar por cumplido el compromiso. Cuenta que a medida que leía, la novela lo fue ganando; había resultado excepcionalmente buena. La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, fue publicada en 1980. Thelma D. Toole, la anciana madre del escritor que se suicidó en 1969 pensando que era un escritor fracasado, abrumado por la soledad, recibió en nombre de su hijo el premio Pulitzer por una novela que hoy es indispensable en la literatura norteamericana.

            La soledad de cierto tipo de escritores es de orden existencial tal vez porque el oficio así lo exige y quizás por eso los encuentros de escritores sean un despropósito en el sentido de que se trata de una congregación de soledades. La soledad, en primer lugar, es un imperativo para escribir; esto que parece obvio implica una condición patológicamente antisocial del escritor y que puede empezar por el desafecto a la propia estructura familiar. Se puede, sin embargo, ser un hombre de intensa vida social como lo fue Truman Capote pero en ese ámbito el escritor se encuentra perdido aunque lo disfrute. Capote que tocó el cielo del éxito de público con A sangre fría en 1965 no volvió a escribir nada de la misma calidad literaria hasta su muerte en 1984, consumido por el alcohol y las drogas. Y es que el éxito lo llevó a ser parte de los ricos y famosos, y en ese conglomerado bullicioso mató el silencio y la soledad necesarios para la escritura.

En segundo lugar, la soledad es la consecuencia de cierto ensimismamiento de los escritores debido a un minucioso proceso de interiorización del mundo que los enfrenta al vertiginoso tiempo exterior. Arthur Rimbaud escribió toda su obra antes de cumplir los veinte años. Rimbaud, que decía «Yo soy otro», se dedicó a escupir al mundo y, al hacerlo, se escupía a sí mismo consumiéndose en la rabia del solo. Quizá sintió que el mundo que lo rodeaba era demasiado amargo como para seguir rumiándolo hacia adentro y abandonó la escritura; prefirió irse al África, dedicarse al tráfico de armas y morir en Marsella, en 1891, después de que su pierna derecha le fuera amputada.

Franz Kafka, que le pidió a su amigo y albacea Max Brod que quemara toda su obra literaria inédita, escribió «Un artista del hambre». En este cuento, Kafka desarrolla la metáfora por excelencia del artista solitario: incomprendido en su arte por el empresario del espectáculo a quien sólo le interesa ganar dinero, incomprendido por el público que sospecha que el artista hace trampa, y que muere olvidado y confundido entre la paja de la jaula en donde ha permanecido ayunando, solo, en la tarea de perfeccionar su arte hasta morir.


lunes, octubre 24, 2022

«Argentina, 1985»: un estremecedor drama judicial, político y testimonial


            «Este proceso ha significado, para quienes hemos tenido el doloroso privilegio de conocerlo íntimamente, una suerte de descenso a zonas tenebrosas del alma humana, donde la miseria, la abyección y el horror registran profundidades difíciles de imaginar antes y de comprender después», dijo el fiscal Julio César Strassera en el alegato final del juicio a los dictadores militares argentinos. Strassera sostuvo: «A partir de este juicio y de la condena que propugno, nos cabe la responsabilidad de fundar una paz basada no en el olvido sino en la memoria; no en la violencia sino en la justicia»[1]. Argentina, 1985 (2022), dirigida por Santiago Mitre, es un drama judicial, político y testimonial que recrea con mano maestra un momento clave de la historia argentina, que amplifica la fuerza ética del relato con la descollante interpretación de Ricardo Darín, como el fiscal Strassera, y que contribuye a la reconstrucción de un pasado de horror para combatir al negacionismo histórico.

Mientras veía Argentina, 1985 recordé La historia oficial (1985), de Luis Puenzo, que ganó el Oscar a la Mejor película extranjera, y La noche de los lápices (1986), dirigida por Héctor Olivera. La primera, cuando durante el juicio a los dictadores Adriana Calvo dio su testimonio y, la segunda, cuando Pablo Díaz compareció. Es como si estas tres películas constituyesen una trilogía de la memoria del horror de la guerra sucia. En Argentina 1985, Santiago Mitre, que se atiene a las convenciones del drama judicial y las desarrolla con precisión, ha conseguido que una película de cuya trama conocemos casi todo, incluido su final, logre mantener los elementos dramáticos hasta el final al incluir los testimonios desgarradores de las víctimas, deconstruir la intriga política que se movía tras los juicios y, también, demostrar el valor del equipo de jóvenes que la fiscalía de Strassera armó para llevar a cabo la investigación de los elementos acusatorios, el papel del tribunal civil y las contradicciones en el seno de la ciudadanía argentina frente al juicio.  

            La película de Santiago Mitre se centra en la lucha de un hombre común y sin pretensiones heroicas contra un enemigo con poder, violento y criminal. El fiscal Strassera es presentado como un padre de familia que tiene miedo de que le hagan daño a su mujer o a sus hijos, un funcionario que cree en la administración de justicia pero que también se da cuenta de los límites de los tribunales civiles frente al poderío de los militares; un hombre orgulloso que tiene que aceptar la ayuda del adjunto Luis Moreno Ocampo (Juan Pedro Lanzani) y de un equipo de jóvenes abogados que encara la tarea con entusiasmo y sentido ético. Ricardo Darín interpreta al fiscal Strassera, que es el personaje principal de Argentina, 1985, en todos sus matices de dudas, miedos, arrogancia, fragilidad y fortaleza con una variedad de recursos actorales que nos conduce a aceptar sin parpadear el monólogo final que es el alegato del fiscal y que es el momento catártico del filme. Darín sostiene la película, aun en los momentos muertos de la intriga, con una interpretación que conjuga ingenio, ironía e idealismo.

En diciembre de 1979, durante una conferencia de prensa, el periodista José Ignacio López, de la agencia Noticias Argentinas, a propósito de una exhortación del papa Juan Pablo II realizada el último domingo de octubre de ese año, le preguntó a Videla sobre los desaparecidos. El dictador respondió que el desaparecido es una incógnita, no tiene entidad, no existe.[2] En este marco histórico, la película de Mitre reconstruye, con planos cortos y ágiles, las vicisitudes del proceso de investigación que llevó adelante el equipo del fiscal Strassera para sustentar la causa criminal contra los dictadores. Haber escogido el testimonio de Adriana Calvo de Laborde (Laura Paredes), fundamental en el caso de las embarazadas que fueron secuestradas y torturadas, refuerza el sentido ético de la película y la memoria que requieren los espectadores de hoy sobre los años del terrorismo de Estado en Argentina.[3] Así, Argentina, 1985 se convierte en un testimonio necesario para salvaguardar la memoria sobre aquel tiempo de horror en el que se violaron los derechos de los seres humanos en nombre de una guerra interna para preservar los valores occidentales y cristianos y que en estos días el discurso agresivo del neofascismo pretende negar imitando el mismo estilo de Videla.

             El 9 de diciembre de 1985, los jueces sentenciaron, entre otros, a los exdictadores Jorge Rafael Videla y a Emilio Eduardo Massera a cadena perpetua por los 709 casos sustanciados durante el juicio por la fiscalía. Después vendrían los vaivenes de la politiquería con indultos cobardes, aunque, para bien de la justicia, hubo también anulaciones de los indultos: Videla murió en prisión y Massera en un hospital. Argentina, 1985 nos recuerda que prevaleció el sentido de justicia que tuvo un momento culminante en la acusación del fiscal Strassera al presentar el horror de los crímenes de la dictadura militar y la necesidad de que los dictadores sean condenados: «Su propia atrocidad torna monstruosa la mera hipótesis de la impunidad». En Argentina, 1985, el alegato del fiscal Strassera es leído con la convicción actoral de Ricardo Darín, quien sostiene con brillantez un monólogo de once minutos de estremecedoras resonancias éticas; la frase final del protagonista histórico permanece en los matices y fuerza de la voz de Darín: «Señores jueces: quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: “Nunca más”».


[1] «Alegato final del fiscal Julio César Strassera en el juicio a las Juntas militares en 1985», Archivo histórico, acceso 23 de octubre de 2022, https://www.educ.ar/recursos/129090/alegato-final-del-fiscal-julio-cesar-strassera/download/inline

[2] Esta es la transcripción de la respuesta del dictador Videla: «Frente al desaparecido en tanto esté como tal, es una incógnita. Si el hombre apareciera tendría un tratamiento X y si la aparición se convirtiera en certeza de su fallecimiento, tiene un tratamiento Z. Pero mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está… ni muerto ni vivo, está desaparecido», en «El periodista que le preguntó a Videla por los desaparecidos y la indignante respuesta del dictador», Infobae, 4 de julio de 2019, acceso 23 de octubre de 2022, https://www.infobae.com/sociedad/2019/07/04/el-periodista-que-le-pregunto-a-videla-por-los-desparecidos-y-la-indignante-respuesta-del-dictador/
 

[3] «Los testimonios de los hijos de Adriana Calvo en el juicio de las brigadas: “Como familia hemos perdido mucho, pero mis viejos no perdieron la dignidad”», Página 12, 1 de abril de 2022, acceso 23 de octubre de 2022, https://www.pagina12.com.ar/412368-como-familia-hemos-perdido-mucho-pero-mis-viejos-no-perdiero