José María y Corina lo habían conversado en alguna de su tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, octubre 24, 2022

«Argentina, 1985»: un estremecedor drama judicial, político y testimonial


            «Este proceso ha significado, para quienes hemos tenido el doloroso privilegio de conocerlo íntimamente, una suerte de descenso a zonas tenebrosas del alma humana, donde la miseria, la abyección y el horror registran profundidades difíciles de imaginar antes y de comprender después», dijo el fiscal Julio César Strassera en el alegato final del juicio a los dictadores militares argentinos. Strassera sostuvo: «A partir de este juicio y de la condena que propugno, nos cabe la responsabilidad de fundar una paz basada no en el olvido sino en la memoria; no en la violencia sino en la justicia»[1]. Argentina, 1985 (2022), dirigida por Santiago Mitre, es un drama judicial, político y testimonial que recrea con mano maestra un momento clave de la historia argentina, que amplifica la fuerza ética del relato con la descollante interpretación de Ricardo Darín, como el fiscal Strassera, y que contribuye a la reconstrucción de un pasado de horror para combatir al negacionismo histórico.

Mientras veía Argentina, 1985 recordé La historia oficial (1985), de Luis Puenzo, que ganó el Oscar a la Mejor película extranjera, y La noche de los lápices (1986), dirigida por Héctor Olivera. La primera, cuando durante el juicio a los dictadores Adriana Calvo dio su testimonio y, la segunda, cuando Pablo Díaz compareció. Es como si estas tres películas constituyesen una trilogía de la memoria del horror de la guerra sucia. En Argentina 1985, Santiago Mitre, que se atiene a las convenciones del drama judicial y las desarrolla con precisión, ha conseguido que una película de cuya trama conocemos casi todo, incluido su final, logre mantener los elementos dramáticos hasta el final al incluir los testimonios desgarradores de las víctimas, deconstruir la intriga política que se movía tras los juicios y, también, demostrar el valor del equipo de jóvenes que la fiscalía de Strassera armó para llevar a cabo la investigación de los elementos acusatorios, el papel del tribunal civil y las contradicciones en el seno de la ciudadanía argentina frente al juicio.  

            La película de Santiago Mitre se centra en la lucha de un hombre común y sin pretensiones heroicas contra un enemigo con poder, violento y criminal. El fiscal Strassera es presentado como un padre de familia que tiene miedo de que le hagan daño a su mujer o a sus hijos, un funcionario que cree en la administración de justicia pero que también se da cuenta de los límites de los tribunales civiles frente al poderío de los militares; un hombre orgulloso que tiene que aceptar la ayuda del adjunto Luis Moreno Ocampo (Juan Pedro Lanzani) y de un equipo de jóvenes abogados que encara la tarea con entusiasmo y sentido ético. Ricardo Darín interpreta al fiscal Strassera, que es el personaje principal de Argentina, 1985, en todos sus matices de dudas, miedos, arrogancia, fragilidad y fortaleza con una variedad de recursos actorales que nos conduce a aceptar sin parpadear el monólogo final que es el alegato del fiscal y que es el momento catártico del filme. Darín sostiene la película, aun en los momentos muertos de la intriga, con una interpretación que conjuga ingenio, ironía e idealismo.

En diciembre de 1979, durante una conferencia de prensa, el periodista José Ignacio López, de la agencia Noticias Argentinas, a propósito de una exhortación del papa Juan Pablo II realizada el último domingo de octubre de ese año, le preguntó a Videla sobre los desaparecidos. El dictador respondió que el desaparecido es una incógnita, no tiene entidad, no existe.[2] En este marco histórico, la película de Mitre reconstruye, con planos cortos y ágiles, las vicisitudes del proceso de investigación que llevó adelante el equipo del fiscal Strassera para sustentar la causa criminal contra los dictadores. Haber escogido el testimonio de Adriana Calvo de Laborde (Laura Paredes), fundamental en el caso de las embarazadas que fueron secuestradas y torturadas, refuerza el sentido ético de la película y la memoria que requieren los espectadores de hoy sobre los años del terrorismo de Estado en Argentina.[3] Así, Argentina, 1985 se convierte en un testimonio necesario para salvaguardar la memoria sobre aquel tiempo de horror en el que se violaron los derechos de los seres humanos en nombre de una guerra interna para preservar los valores occidentales y cristianos y que en estos días el discurso agresivo del neofascismo pretende negar imitando el mismo estilo de Videla.

             El 9 de diciembre de 1985, los jueces sentenciaron, entre otros, a los exdictadores Jorge Rafael Videla y a Emilio Eduardo Massera a cadena perpetua por los 709 casos sustanciados durante el juicio por la fiscalía. Después vendrían los vaivenes de la politiquería con indultos cobardes, aunque, para bien de la justicia, hubo también anulaciones de los indultos: Videla murió en prisión y Massera en un hospital. Argentina, 1985 nos recuerda que prevaleció el sentido de justicia que tuvo un momento culminante en la acusación del fiscal Strassera al presentar el horror de los crímenes de la dictadura militar y la necesidad de que los dictadores sean condenados: «Su propia atrocidad torna monstruosa la mera hipótesis de la impunidad». En Argentina, 1985, el alegato del fiscal Strassera es leído con la convicción actoral de Ricardo Darín, quien sostiene con brillantez un monólogo de once minutos de estremecedoras resonancias éticas; la frase final del protagonista histórico permanece en los matices y fuerza de la voz de Darín: «Señores jueces: quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: “Nunca más”».


[1] «Alegato final del fiscal Julio César Strassera en el juicio a las Juntas militares en 1985», Archivo histórico, acceso 23 de octubre de 2022, https://www.educ.ar/recursos/129090/alegato-final-del-fiscal-julio-cesar-strassera/download/inline

[2] Esta es la transcripción de la respuesta del dictador Videla: «Frente al desaparecido en tanto esté como tal, es una incógnita. Si el hombre apareciera tendría un tratamiento X y si la aparición se convirtiera en certeza de su fallecimiento, tiene un tratamiento Z. Pero mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está… ni muerto ni vivo, está desaparecido», en «El periodista que le preguntó a Videla por los desaparecidos y la indignante respuesta del dictador», Infobae, 4 de julio de 2019, acceso 23 de octubre de 2022, https://www.infobae.com/sociedad/2019/07/04/el-periodista-que-le-pregunto-a-videla-por-los-desparecidos-y-la-indignante-respuesta-del-dictador/
 

[3] «Los testimonios de los hijos de Adriana Calvo en el juicio de las brigadas: “Como familia hemos perdido mucho, pero mis viejos no perdieron la dignidad”», Página 12, 1 de abril de 2022, acceso 23 de octubre de 2022, https://www.pagina12.com.ar/412368-como-familia-hemos-perdido-mucho-pero-mis-viejos-no-perdiero

martes, junio 13, 2017

Un argentino recibe el premio Nobel de Literatura



Enrique Pinti es un humorista argentino que define a los argentinos como una mezcla de “la mala leche del gallego, el lamento eterno del judío, y la chantada del tano”.
Me acordé de la frase de Pinti, al escuchar el discurso de aceptación de Daniel Mantovani, el argentino que ha ganado el premio Nobel de Literatura, y al que, algunos años después, habrían de nombrar “Ciudadano ilustre”, de Salas, su pueblo natal.
            Si bien se siente halagado por el premio, lo atormenta que, “este tipo de reconocimiento unánime tiene que ver directa e inequívocamente con el ocaso de un artista”. Mantovani siente que se ha convertido en un escritor que resulta cómodo para toda clase de público y esa comodidad, según él, desdice del espíritu creativo: “El artista debe interpelar, debe sacudir, por eso mi pesar por mi canonización terminal como artista”. Finaliza señalando que debe agradecer hipócritamente a los presentes “por haber dictaminado el fin de mi aventura creativa”.
            El escritor ha conseguido escandalizar al burgués: un silencio grave inunda el teatro y, luego de unos segundos, un público elegantísimo, ávido de justificar su mala consciencia, aplaude el lamento, la mala leche y la chantada del galardonado.
            El ciudadano ilustre (2016) es una película seductora que, a partir de la historia del regreso a su pueblo natal de un escritor argentino que ha recibido el premio Nobel, desarrolla, con amenidad e inteligencia, aunque muchas veces caiga en el cliché, la relación conflictiva entre la imaginación del artista y la realidad que recrea; el contrapunto del arte y la ética, y la confrontación de la cultura local y el arte llamado universal.

"...el fin de mi aventura cretiva."
              Daniel Mantovani, —interpretado con verdad actoral por Óscar Martínez— no es un rebelde como lo fuera, por ejemplo, Jean Paul Sartre, que rechazó el premio Nobel para continuar con su activismo radical. Mantovani es un escritor de rebeldía únicamente conceptual, pues su práctica vital es, más bien, la de un intelectual conservador, bien ubicado en los círculos culturales dominantes. Él se lamenta de los laureles literarios y sus consecuencias para el proceso creativo, pero los admite con cinismo.
Luego de rechazar invitaciones de todas partes del circuito cultural establecido, ese mismo cinismo lo llevará a aceptar una invitación a Salas, su pequeño pueblo, de donde ha salido cuarenta años atrás. ¿Para qué quiere regresar? Al principio, parecería tan solo una traviesa aventura personal: ponerse a prueba al regresar a un lugar del que ha querido escapar durante toda la vida. Después, la anécdota se convierte en conflicto: Mantovani es parte de Salas y viceversa; él es una rareza ilustre del pueblo pero también su cronista incómodo.
La aventura en Salas arranca con fuerza simbólica. El chofer designado para recoger del aeropuerto a Mantovani tiene un carro viejo cuyo neumático reventará a medio camino. Sin llanta de emergencia, los pesca la noche. Mantovani le cuenta una historia y el chofer concluye que los protagonistas son “los hermanos Remoneda”. Al día siguiente, el chofer va a defecar entre los árboles y lleva consigo unas páginas de una novela de Mantovani para limpiarse.

El costumbrismo resalta lo kitsch.
Los conflictos del autor, embebido de la cultura europea, con la sencillez y la árida vida cultural de su pueblo, son narrados apelando con equilibrio a escenas costumbristas, que resaltan el aspecto kitsch de lo popular. El paseo por el pueblo montado en el carro de los bomberos junto al intendente y la reina de belleza. El encuentro con un gaucho que, luego de exclamar «¡Viva la patria, Daniel!», hace un número de boleadoras. El descubrimiento de un busto del autor en la plaza del pueblo, con unos escolares que, pobremente, cantan el himno. Todas, escenas que acentúan la confrontación entre la sobriedad racional del mundo cultural europeo y la euforia algo desmedida y sentimentalista de lo local.
El culmen del enfrentamiento entre la visión local del arte y lo que el escritor ha asimilado en Europa es el concurso de pintura del que Mantovani es jurado. La verdad es que no se necesita vivir cuarenta años en Europa para darse cuenta de que las obras artísticas son deplorables. Tal vez exageraron lo directores de la película para acentuar el cliché de los pueblerinos ignorantes. Tal vez el hiperrealismo convirtió en parodia costumbrista toda la secuencia. No obstante, este episodio fundamental en la trama sirve para demostrar cuán lejos está la sensibilidad del escritor respecto de la sensibilidad de la gente de su pueblo natal. Irene (Andrea Frigerio), su novia de la adolescencia, lo ubica de manera sencilla pero contundente: «¿Eres ingenuo o egoísta? ¿No te diste cuenta que alguien acá se podía ofender?»
Las clases que imparte Mantovani son un buen recurso para plantear, dinámicamente, los conflictos entre el arte y la ética, y entre el individualismo del escritor y la demanda de su compromiso con la sociedad. La imagen del lleno entusiasta de la primera clase contrasta con el vacío desolador de la última. En todas ellas, el público parece desconocer no solo la obra de Mantovani sino el debate cultural sobre los problemas entre el arte y la ética que plantea el escritor: «La creación artística es independiente de la ética y la moral».

El asado de celebración es un mal presagio.
 El guion introduce un conflicto que desenredará la trama. Mantovani tiene una relación sexual una tarde, después de la primera clase, con Julia (Belén Chavanne), una muchacha desprejuiciada que se sofoca en el pueblo, y que, literalmente, se le mete en el cuarto de hotel. Julia resulta ser la hija de Irene y Antonio, el amigo que se casó con ella, (Dady Brieva, soberbio en su papel), quienes han invitado a Mantovani a compartir un asado, cabecitas de cordero y recuerdos. A partir de la cena y el descubrimiento de Mantovani, de que Julia es hija de sus amigos, la película deja a un lado el tono de comedia y se envuelve de una atmósfera lúgubre.

Paternalismo y humanidad en esta situación
Un episodio marginal de la trama es, sin embargo, un momento de alta tensión. Un padre (Gustavo Garzón) con su hijo en silla de ruedas, va a pedirle que le done una silla de rueda especial que tiene un costo de aproximadamente diez mil dólares. Mantovani se siente incómodo durante toda la conversación y elabora un contradictorio discurso sobre la caridad y el bien, para terminar negándose. Hay mucho de paternalismo pero también mucho sentido de lo humano en el conflicto. Al final, en el único gesto del personaje que es fruto de una sensibilización frente al prójimo, llama a su secretaria para que gestione el envío de la silla de ruedas.
La tensión entre el ciudadano ilustre y la gente de su pueblo estalla cuando ,al parecer, se conoce de su aventura con Julia. El paseo final subido en la camioneta de Antonio, que lo lleva a “cazar chanchos” junto al ofendido novio de Julia, es la contracara del paseo inicial en el carro de los bomberos. El primer paseo es la gloria; el segundo, la ignominia: aquellos habitantes de Salas, los que se han sentido despreciados por Mantovani, lo contemplan con rencor y todos ellos saben que lo llevan camino al matadero para hacer justicia.
Esa relación conflictiva con su pueblo natal, sobre cuya gente y paisaje gira toda su obra literaria, será definida en la novela que habrá de escribir gracias a la aventura en Salas, de la que le queda una cicatriz de bala: «Creo que hice una sola cosa en mi vida: escapar de ese lugar. Mis personajes nunca pudieron salir y yo nunca pude volver».
Mantovani es un escritor, ideológicamente liberal, que sostiene como principio la condición amoral del arte y el artista. Su ética y su estética quedan definidos en el discurso final: «Todos los escritores somos egocéntricos, autorreferenciales, narcisistas y vanidosos. Creo que eso constituye una herramienta absolutamente imprescindible para la escritura. El lápiz, el papel y la vanidad». La película se cierra, igual que en su apertura, con el espectáculo de la cultura: Nuevamente, el aplauso de la audiencia; otra vez el momento de la pequeña gloria del escritor que se lamenta por la consagración alcanzada pero al que le encanta el éxito.

Una película agradable para disfrutar y desmenuzar.

El ciudadano ilustre, película dirigida por Gastón Duprat y Mariano Cohn, se asienta en un guion redondo, aunque lleno de tópicos, cuyos diálogos contribuyen a profundizar la anécdota; se sostiene en las interpretaciones convincentes de sus actores, y en un humor negro que combina con ironía momentos dramáticos y situaciones cómicas. El cinismo de Mantovani lo lleva a burlarse de Irene cuando ella le dice que lleva una vida “agradable”. Pues bien, paradoja incluida, El ciudadano ilustre, en muchos sentidos, es una película agradable también, para disfrutar con una sonrisa y desmenuzar sin piedad.